En aquellas semanas en la montaña todos engordamos un poco, pero después de recoger la hierba me quedé de nuevo delgada y tostada como una madera secada al sol. Sin embargo aún no habíamos llegado a ese momento. Yo no temía ya tanto las dificultades que me pudiera plantear la siega y me sentía segura como una sonámbula. Cuando llegara el día se haría lo que hubiera que hacer. Y como una sonámbula pasaba por los días cálidos y perfumados y las noches cuajadas de estrellas.

De vez en cuando iba de caza. Seguía pareciéndome un trabajo feo y sangriento, pero conseguía llevarlo a cabo sin consideraciones superfluas. Echaba mucho de menos la fuente fría. Tenía que cocer la carne y colocarla en recipientes de barro que, sumergidos en un barreño de agua, ponía en el cuartito fresco. No los podía dejar en la fuente porque Bella y Toro bebían en ella. Tigre prefería la carne cruda y se dedicaba a cazar ratones cuando faltaba. Había llegado al punto en que sabía mantenerse a sí mismo. Eso estaba bien porque un día quizá tendría que arreglarse solo sin mi ayuda. Yo andaba todo el día buscando algo verde que fuera comestible y devoraba cada hierba con olor apetecible y agradable. Una sola vez me equivoqué y tuve fuertes dolores de tripa. Me faltaban las ortigas, que aquí no abundaban. La montaña no parecía gustarles. El verano fue seco y caluroso en toda la región. Hubo dos o tres tormentas fuertes y me parecieron más aterradoras que en el valle, donde me sentía protegida por los árboles y por la ladera que se alzaba detrás de la casa. Sentía el miedo que solía sentir siempre con el ruido extremo y además un extraño vértigo que nunca había tenido. Tigre y Lince se escondían temblando bajo la estufa, cosa que nunca hacían. A Bella y a Toro había que atarlos en el establo y cerrar las contraventanas. Me consolaba saberlos cerca y que pudieran buscar el calor el uno del otro si estaban asustados.

A pesar de la violencia de las tormentas, a la mañana siguiente el cielo sonreía y la niebla se retiraba al valle. Era como si los prados altos surcaran sobre las nubes, como un barco brillante y mojado sobre las olas espumosas de un océano revuelto. Poco a poco ese mar se disolvía y las puntas de los abetos surgían de él goteantes y relucientes. Entonces yo sabía que mañana el sol también se abriría camino hasta el chalet y pensaba en la gata, que vivía sola en el valle húmedo.

A veces contemplaba a Bella y a Toro y me alegraba de que no supieran nada del largo invierno que les esperaba en el establo. Conocían únicamente el presente, los pastos tiernos, la amplitud de los prados, el aire suave que les acariciaba los flancos y la luz de la luna que de noche caía sobre su lecho. Una vida sin temores y sin esperanzas. Yo en cambio temía el invierno y el trabajo de la leña en el frío y la humedad. Ahora no notaba nada de mi reúma, pero sabía que en invierno podía repetirse el ataque. Y yo tenía que estar ágil a cualquier precio si quería seguir viviendo con mis animales. Me eché durante horas al sol para almacenar su calor en prevención del largo período de frío. No tuve una insolación porque mi piel estaba muy curtida, pero sí dolores de cabeza y latidos acelerados del corazón. Aunque, alarmada, suspendí inmediatamente los baños de sol, me habían afectado tanto que necesité unas semanas para reponerme.

Lince estaba fastidiado de que no fuéramos a pasear al bosque y Tigre maullaba para seducirme a jugar con él. Llegó el mes de julio y yo continuaba débil y apática. Me forzaba a comer e hice lo imposible para ponerme de nuevo en forma para la siega de la hierba. Hacia el 20 de julio la luna estaba en cuarto creciente y decidí no esperar más y aprovechar el buen tiempo. Un lunes me levanté a las tres de la madrugada, ordeñé a Bella, un poco disgustada por este desorden, y traje al establo hierba fresca y agua para todo el día. Con aprensión dejé abierta la ventana a Tigre y le puse carne y leche. Después de un buen desayuno salí de la cabaña a las cuatro acompañada de Lince.

A las siete ya estaba en la pradera del arroyo afilando la guadaña. Empecé cortando la hierba con cierta rigidez y sin el impulso adecuado. Afortunadamente el sol no entraba en el prado hasta las nueve, ya que en el fondo era un poco tarde para segar. Trabajé durante tres horas y avancé más de lo que había esperado tras la larga caminata, en cualquier caso más que el año anterior cuando cogí la guadaña por primera vez en veinte años y no estaba acostumbrada al trabajo duro. Al cabo de esas tres horas me tiré debajo de un avellano y no me moví. Lince volvió de uno de sus pequeños paseos y se tumbó a mi lado con la lengua fuera. Me incorporé con dificultad, tomé un trago de té del termo y me dormí. Cuando desperté las hormigas corrían por mis brazos desnudos y eran las dos de la tarde. Lince me observaba atentamente. Pareció aliviado al verme despertar y con alegría se levantó de un salto. Me sentía horriblemente cansada y me dolían los hombros.

El sol resplandecía con toda su fuerza sobre la ladera. Los montones de hierba recién cortados ya estaban secos y sin brillo. Me levanté y comencé a volverlos con el horcón. La pradera vibraba de insectos sobresaltados. Yo trabajaba despacio, soñolienta, entregada completamente al silencio ardiente. Lince, después de cerciorarse de que yo estaba bien, trotó al arroyo y bebió en largos y ruidosos tragos, luego se echó a la sombra a sestear con la cabeza sobre las patas y la cara llena de pliegues de preocupación tapada por las largas orejas. Le envidié cordialmente.

Cuando terminé de volver la hierba fui a la casa. El hoyo de la gata sobre mi cama me alegró un poco el alma. Después de dar de comer a Lince y probar yo misma algo de carne fría, me senté en el banco de la puerta. Llamé a la gata, pero no acudió. Por fin alisé la ropa de la cama, cerré la puerta con llave y emprendí el camino de regreso monte arriba.

Eran ya las siete cuando llegué a la cumbre y enseguida fui al establo para ordeñar a la impaciente Bella, que se sentía acuciada por la leche acumulada. Como la tarde era hermosa dejé salir a Bella y a Toro al prado, donde los até a una estaca. Tigre estaba echado en mi cama y me recibió tierno y con reproche. Esta vez, como no había estado encerrado, había comido y bebido. Le di leche templada, me lavé, puse el despertador a las tres y me dormí al momento. Poco después sonó el despertador y me levanté de la cama tambaleándome. Había dejado apoyada la puerta de la cabaña porque Lince había salido al prado al anochecer. La luz de la luna caía sobre el suelo de madera e inundaba la pradera con su brillo frío. Lince dormía en la misma puerta, el pobre me había guardado sin atreverse a meterse en su rincón. Le acaricié y le dije cosas y juntos fuimos a recoger a Bella y a Toro del prado. Los conduje al establo, ordeñé a Bella y les puse hierba y agua. Tigre seguía en el armario sin moverse. Como el día anterior, descendimos al valle con la primera luz de la mañana. Las estrellas ya empalidecían y en el este se intuía la aurora.

Aquella mañana la siega fue una tortura, cada movimiento me dolía y avanzaba más lentamente que el primer día. De nuevo me tiré agotada bajo la sombra de un avellano a las tres horas de trabajo y me dormí. Hacia mediodía me desperté. Lince estaba a mi lado, la mirada dirigida fijamente hacia el valle, donde la hierba crecía alta y salvaje, salpicada de blancos abanicos y racimos de florecillas. En un mundo sin abejas, saltamontes y pájaros el silencio intenso era mortal bajo el sol. Lince me pareció tan grave y tan solo. Le veía por primera vez así. Me moví ligeramente y él volvió enseguida la cabeza, ladró alegre y su mirada se llenó de vida cálida. La soledad había pasado y él la olvidó por completo. Luego se acercó al arroyo y yo empecé a volver la hierba. La que corté el día anterior ya estaba para ser transportada al pajar, totalmente seca, excepto una pequeña parte situada en la sombra. Esta vez regresé a la cabaña a las ocho y dejé libres a Bella y a Toro. Tigre, como había estado solo todo el día, quería jugar y se puso pesadísimo; yo apenas si me tenía en pie.

Al día siguiente segué menos hierba, pues a medida que ascendía por la ladera el sol me alcanzaba más temprano. El tiempo fue bueno durante toda la semana y me alegré de haberme atenido a la vieja regla meteorológica de la luna creciente. Al octavo día llovió y me quedé en casa. La mitad del prado estaba segada y yo necesitaba descansar, porque ya iba arrastrándome de un sitio a otro. Debido al cansancio había comido poco y me había mantenido exclusivamente de té y leche. Para Bella también era bueno que se la ordeñara en el orden familiar. Su leche había disminuido un poco. Durante cuatro días cayó la lluvia, silenciosa y gris. Desde la cama veía el prado y las montañas como a través de una tela de araña. Partí un poco de leña y organicé carne para todos. El calor me había obligado a tirar un tercio de la carne del último ciervo. Era un derroche que me repugnaba profundamente, pero que no podía evitar. Pasé durmiendo la mayor parte de esos cuatro días o jugando con Tigre, que no quería salir a la pradera cuando llovía. Mis manos estaban llenas de cortes y rasguños que fueron curándose lentamente. Me seguían doliendo los músculos y huesos pero el dolor apenas me afectaba, como si no fuera conmigo.

Al quinto día el tiempo se aclaró hacia el mediodía y por la tarde apareció el sol. La frescura de la lluvia impregnaba el aire y las gotas de agua temblaban en las hierbas. Toro galopaba eufórico por la pradera y Tigre posaba con cuidado sus patas en la hierba antes de decidirse por una pequeña expedición de caza. También Lince se animó, se sacudió el sueño del cuerpo y fue a dar una vuelta de inspección. Yo corté hierba —en la cabaña había, naturalmente, una guadaña— y la llevé al establo. Pronto terminó el buen tiempo para Bella y Toro. Durante cuatro días fue espléndido, luego vino bochorno y el cielo se cubrió.

Un día regresaba en el calor agobiante a la cabaña, después de haber segado ya dos tercios de la pradera. Me dolía el corazón. Quizá por el esfuerzo excesivo, o también podía tratarse de un efecto del reúma pasado. Lince trotaba desganado detrás de mí como si le paralizara el cansancio. Pensé que el trabajo era demasiado fuerte para mí y que la alimentación era unilateral. Me costaba andar porque los pesados zapatos de montaña me habían levantado una ampolla en el talón y el calcetín se había pegado a la pequeña herida. De pronto me pareció una tortura inútil todo lo que estaba haciendo. Pensé que hubiera sido mejor pegarme un tiro a tiempo. Si no había sido capaz de hacerlo —no es tan fácil matarse con una escopeta— debía haber intentado abrirme paso debajo del muro. Al otro lado había alimentos para cien años o una muerte rápida e indolora. ¿A qué estaba esperando? Aunque me salvaran milagrosamente un día, ¿qué significaba esa salvación si todas las personas a las que había amado estaban sin duda muertas? Me llevaría a Lince, los gatos saldrían adelante solos y a Bella y a Toro tendría que matarlos, porque en invierno morirían de hambre.

La capa de nubes era ahora color pizarra y una luz tenebrosa iluminaba las montañas. Me apresuré a llegar a casa antes de que estallara la tormenta. Lince me seguía con la lengua fuera. Yo estaba demasiado cansada y deprimida para animarle. Todo carecía de sentido, todo daba igual.

Cuando salí del bosque oí el primer retumbar sobre mi cabeza. Dejé entrar a Lince en la cabaña, me quité los zapatos y me precipité al establo para liberar a Bella de su carga de leche. Mientras me ajetreaba en el establo se desencadenó la tormenta. El viento corría desenfrenado por la hierba y las nubes volaban bajo con un aspecto feo grisáceo y amarillo. Yo sentía miedo y al mismo tiempo indignación por la violencia a la que me veía sometida con mis animales. Até a Bella y a Toro en el establo y cerré las contraventanas. Toro se apretujaba contra su madre y ella le lamió el morro con paciencia y ternura como si aún fuera un ternero desvalido. Bella tenía tanto miedo como yo pero se esforzaba por tranquilizar a Toro. Mientras yo le acariciaba distraída el flanco comprendí que nunca me marcharía de allí. Era quizá una tontería, pero era así. No podía huir y dejar abandonados a mis animales. Mi decisión no nacía de una reflexión, ni de un impulso irracional. Había algo en mí que me impedía abandonar a su suerte a los seres que me habían sido encomendados. De pronto me calmé y ya no tuve miedo. Corrí el cerrojo de la puerta del establo para que el vendaval no la abriera y fui hacia la cabaña con cuidado de no derramar la leche. El viento golpeó la puerta tras de mí y corrí el cerrojo con un suspiro de alivio. Encendí una vela y cerré las contraventanas. Por fin estábamos seguros, una seguridad pequeña y pobre, pero que nos protegía de la lluvia y del temporal. Tigre y Lince ya estaban en su rincón de la estufa, muy juntos y quietos. Bebí un poco de leche templada y me senté a la mesa. Era una tontería gastar una vela, pero no quería estar a oscuras. Procuré no escuchar el bramido desatado arriba en las nubes y me dediqué a mi pie dolorido. La ampolla se había abierto y estaba cubierta de sangre seca. Metí el pie en agua y lo lavé, luego extendí yodo sobre la herida. Poco más podía hacer. Apagué la vela y me tumbé vestida en la cama. A través de las rendijas de las contraventanas veía caer los rayos en zigzag. Al cabo de un rato el viento cedió y rompió a llover sobre la montaña. El trueno aún tardó en alejarse retumbando y cuando me desperté el sol entraba por las rendijas. Tigre maullaba protestando y Lince me daba topetazos con el morro. Me levanté para abrirles la puerta. Sentí frío, pues había pasado la noche sin manta. Eran las ocho y el sol brillaba sobre el bosque. Después de soltar a Bella y a Toro fui a echar un vistazo a los alrededores.

La pradera se extendía en la luminosidad húmeda de la mañana, los horrores de la noche se habían disipado. En el valle probablemente aún lloviznaba y, como siempre que el tiempo era malo, pensé en la gata. Ella misma había elegido esa vida en libertad. Aunque ¿había elegido verdaderamente? Ella no podía elegir. Poca diferencia, en fin de cuentas, había entre ella y yo. Yo podía elegir, sí, pero únicamente con la cabeza, y eso era definitivo, significaba tanto como ser impotente. La gata y yo estábamos hechas del mismo material y nos hallábamos en la misma barca, que cargada con todo lo que vive en la tierra se dirige hacia las grandes y oscuras cataratas. Como ser humano yo gozaba del privilegio de saberlo, pero sin poder hacer nada en contra. Un regalo de la naturaleza bastante dudoso, si se piensa bien. Aparté estos pensamientos y sacudí la cabeza. Lo recuerdo bien porque la sacudí con tanta fuerza que algo crujió en mi nuca y anduve con el cuello dolorido varios días. Confrontada una vez más a mis limitaciones pasé los días siguientes serrando madera y cuidando mi talón. Andaba descalza y me ponía compresas frías, y, efectivamente, la inflamación desapareció. Bebí cantidades de leche, hice mantequilla, fregué la cabaña, zurcí mis calcetines agujereados, lavé el poquito de ropa que poseía y tomé el sol en el banco de la puerta. Al quinto día después de la tormenta descendí con Lince al valle y recogí en etapas consecutivas la hierba restante. A las dos había terminado y arrastré la última carga sobre ramas de haya desde el borde del bosque al pajar.

Así culminaba un trabajo considerable, un trabajo que durante meses se había alzado ante mí como una montaña. Ahora estaba exhausta y satisfecha. No recordaba haber sentido una satisfacción tan grande desde que mis hijas eran pequeñas. En aquel tiempo, tras las vicisitudes de un largo día, cuando los juguetes estaban recogidos y las niñas dormían después del baño en sus camitas, yo era feliz. Fui una buena madre mientras las niñas fueron pequeñas, pero en cuanto crecieron y fueron al colegio fracasé. No sé por qué, pero cuanto más crecían más insegura me sentía. Las atendía como mejor sabía, pero ya no era feliz a su lado, salvo alguna excepción. Entonces volví a dedicarme más a mi marido, que parecía necesitarme más que ellas. Mis hijas se habían marchado: cogidas de la mano, las carteras del colegio a la espalda, con el pelo al viento, y yo no comprendí que era el principio del fin. O quizá sí lo intuí. No volví a ser verdaderamente feliz. Todo fue cambiando de manera lamentable y yo dejé de vivir de verdad.

Coloqué la guadaña, el rastrillo y el horcón en el pajar y corrí el cerrojo de la puerta. Luego fui al chalet. El arroyo se había remansado al pie del muro. Crucé descalza el agua helada y llamé a Lince. Más tarde hice té en casa y compartí con él mi comida. La gata había dejado su huella en la cama y eso me tranquilizó. Quizá en otoño volveríamos a estar todos reunidos en torno al fogón encendido. Alisé la ropa y fui a la huerta de las judías. Durante el verano habían florecido en rojo y blanco y ahora estaban llenas de pequeñas vainas verdes. El vendaval reciente había desparramado los pétalos de las flores pero no había roto ni las plantas ni los tutores. Decidí que tenía que ampliar el campo de judías y asegurarme así un sustitutivo del pan. Estábamos ya en agosto y pronto regresaríamos a nuestros cuarteles de invierno. Tuve buen cuidado de que no quedara rescoldo en el fogón y emprendí con Lince el camino de vuelta. Me alegré de que hubiera terminado la emergencia, de que Bella y Toro pudieran salir de nuevo al prado durante el día y de que volviera a su orden el horario de ordeñar.

Tigre no me recibió esta vez con muestras estrepitosas de cariño sino acurrucado junto al fogón, triste y encogido de hombros. Maulló bajito y lastimero. Le acaricié pero no se movió y cuando Lince le olisqueó reaccionó furioso e irritado. Más tarde y una vez terminadas todas mis tareas vi que andaba sobre tres patas. No es fácil examinar a un gato herido y menos a un gato del temperamento de Tigre. Le tumbé boca arriba y le hice cosquillas en la tripa hasta que conseguí sujetar suavemente su pata. Tenía clavada una espina o una astilla en la parte blanda. Intenté por lo menos diez veces sacársela con unas pinzas. Por fin lo logré aprovechando que pasaba un pájaro delante de la puerta que distrajo la atención de Tigre de mí y las pinzas. La pequeña operación fue todo un éxito. Indignado, Tigre se revolvió, me arrancó las pinzas de la mano y salió corriendo de la cabaña.

Más tarde le vi sentado en el banco lamiéndose afanosamente la pequeña herida. En el fondo no se había portado mal. Los gatos enseguida se asustan, cualquier papel que hace ruido, cualquier movimiento brusco les hace perder la cabeza. Como animales solitarios que son han de estar constantemente alerta y preparados para huir. El enemigo puede acechar detrás del más inofensivo arbusto o tras cualquier esquina. Sólo hay un rasgo que es en ellos más fuerte que la desconfianza y la cautela: la curiosidad.

Entretanto, había oscurecido y preparé la cena. Con el último frasco de arándanos que traje del chalet hice tortilla —sin huevos—. Se puede hacer, todo es cosa de imaginación. El final feliz de la siega me parecía una ocasión digna de festejar. En aquel tiempo ya no sufría tanto bajo el deseo de placeres imposibles. La fantasía no sufría incitaciones del exterior y el deseo acababa apagándose. Yo ya me daba por satisfecha si conseguía comida para mí y los animales y no nos moríamos de hambre. Tampoco echaba ya de menos el azúcar. En aquel verano sólo fui dos veces al macizo de frambuesos y llené un cubo de fruta. El camino me resultaba demasiado largo y difícil. También hubo menos frambuesas que en el primer verano, quizá había llovido poco. Las bayas eran pequeñas y muy dulces. El macizo empezaba a cerrarse y en pocos años estaría cubierto por la maleza.

Después de la siega me quedé tranquilamente en casa y pasaba mucho tiempo sentada en el banco. Me sentía cansada, casi agotada, y el misterioso efecto mágico de la montaña se apoderó nuevamente de mí. Mis jornadas transcurrían con total regularidad. A las seis me levantaba, ordeñaba a Bella y dejaba salir al prado a Toro. A continuación limpiaba el establo, llevaba la leche a la cabaña y la vaciaba en los cacharros de barro que guardaba en el cuartito para que se formara nata en su superficie. Desayunaba y daba de comer a Lince y a Tigre. Lince comía por la mañana y Tigre bebía sólo leche. Por razones que desconozco —quizá porque era un animal nocturno— el gato prefería comer de noche, cuando Lince tomaba su leche. Luego venían los juegos matutinos con Tigre: carreras alrededor de la cabaña. A veces me tenía que obligar a ello, pero en el fondo me venía muy bien y Tigre lo necesitaba para su equilibrio interno. El juego tenía reglas severas, inventadas e impuestas por Tigre. La carrera se desarrollaba siempre en una dirección y siempre se utilizaban los mismos escondites: la esquina de la cabaña, un viejo tonel para el agua de lluvia, un montón de madera caída, una piedra grande, otra esquina de la cabaña y un tajo en desuso. Tigre desaparecía tras la esquina y yo tenía que hacerme la tonta y buscarlo entre excitadas lamentaciones. No debía ver cómo él se asomaba detrás de la esquina hasta que se lanzaba de repente sobre mis piernas con un salto salvaje. Luego le tocaba el turno al tonel de agua de lluvia, ante el que yo pasaba haciéndome la ciega con la obligación de gritar cuando Tigre me mordía con fuerza, pero sin consecuencias, y desaparecía con el rabo en alto detrás del montón de leña. Ahora mi papel me indicaba dar varias vueltas alrededor de la leña en busca del pequeño gato invisible en su color de camuflaje, hasta que éste aparecía bailando de lado sobre las puntas de sus patas como un caballo y arqueando horriblemente el lomo. Todo el ritual venía a representar los caminos por los que él, un felino orgulloso y astuto, metía en el saco a un ridículo y estúpido ser humano. Pero como ese estúpido ser humano era al mismo tiempo el amado y simpático ser humano, Tigre no se lo comía al final, sino que le lameteaba cariñosamente. Quizá no hubiera debido jugar a estas cosas con él. Es posible que fomentaran en él una especie de megalomanía que le volvió imprudente ante el peligro. Tigre hubiera resistido cincuenta repeticiones del juego, yo llegaba como mucho a diez. Entonces él se daba por satisfecho y se retiraba a su armario para dormir un ratito. Al principio Lince quiso unirse al juego y nos acompañaba con ladridos y saltos torpes. Pero Tigre le llamó tajantemente al orden y desde aquel momento se resignó a seguir nuestros movimientos desde lejos con el rabo agitado y ladridos impacientes. Sólo cuando yo no tenía tiempo y me mantenía firme, Lince me sustituía. Sin embargo, sin mí los dos no se divertían tanto.

Tras una breve pausa, me ocupaba de la leche. Siempre había algo que hacer. Por ejemplo, quitar la nata. Toro se bebía luego la mayor parte de la leche desnatada. A veces batía mantequilla o derretía alguna cantidad sobrante para su uso en la cocina. Mis reservas para cocinar no eran nunca muy grandes. Tardaba muchos días en reunir suficiente nata. Yo bebía mucha leche para estar fuerte a pesar de la dieta monótona y también necesitaba a diario una cierta cantidad para Lince y Tigre. Luego recogía la cabaña, ventilaba la cama, lavaba o limpiaba y preparaba la comida. Con poco aparato, la verdad. Generalmente buscaba en la pradera hierbas comestibles para darle acento a la carne. Había también setas, pero como no las conocía, no me atrevía a comerlas. Tenían un aspecto muy apetecible, pero como Bella no las tocaba yo dominaba mi avidez.

Después de comer, me sentaba en el banco y me entregaba a un soñoliento divagar. El sol me daba en la cara y la cabeza se me caía de cansancio. Cuando estaba a punto de dormirme, me levantaba y marchaba al bosque con Lince, que necesitaba este paseo diario como Tigre su juego de la mañana. Generalmente íbamos hasta el observatorio y yo inspeccionaba el paisaje con los prismáticos. Lo hacía ya por costumbre. Las torres de las iglesias seguían brillando muy rojas, sólo el color de los prados y campos cambiaba un poco. Con viento sur todo parecía al alcance de la mano y de colores muy fuertes, con viento del este el paisaje se escondía tras finos velos azulados y, a veces, cuando la niebla flotaba sobre el río, no se veía apenas nada. Nunca me quedaba allí mucho tiempo, porque Lince se aburría, y, dando una gran vuelta por el bosque, regresábamos casi siempre hacia las cuatro o las cinco a la cabaña, viniendo por la dirección opuesta. En mis paseos veía únicamente ciervos, los corzos no subían hasta estas alturas. A través de los prismáticos, veía a veces gamuzas entre las blancas rocas calcáreas. A lo largo del verano encontré cuatro gamuzas muertas que se habían refugiado entre los matorrales.

Cuando perdían la vista, descendían al valle. Estas cuatro no llegaron muy lejos. La muerte les dio pronto alcance. En realidad, habría sido necesario matarlas a todas para terminar con la epidemia y liberar a los pobres animales de su sufrimiento. Pero yo no hubiera dado en el blanco a esta distancia y debía además economizar munición. No me quedaba otro remedio que ser testigo de aquella miseria.

De vuelta de nuestra excursión, Lince se instalaba en el banco y dormía al sol. Su piel sin duda le protegía, pues era capaz de dormitar durante horas en el calor. Yo me afanaba entretanto en el establo, serraba un poco de leña o arreglaba algún desperfecto.

A menudo no hacía nada, y contemplaba a Bella y a Toro o seguía con la mirada un águila que describía sus círculos sobre el bosque. No sé si sería de verdad un águila, lo mismo podía ser un halcón o un azor. Solía llamar águilas a todas las aves de rapiña porque me gustaba la palabra. Cuando el águila aparecía con excesiva frecuencia, me inquietaba por Tigre. Afortunadamente, éste prefería quedarse en las proximidades de la cabaña y tenía cierta aversión a cruzar la extensa pradera y adentrarse en el bosque. En los alrededores de la cabaña había suficiente caza para él. Los grandes saltamontes entraban incluso por la puerta, a los mismísimos pies de Tigre. El águila me gustaba mucho, aunque la temiera. Era una imagen magnífica, y yo la seguía con los ojos hasta que se perdía en el azul del cielo o descendía en picado sobre el bosque. Su grito ronco era la única voz extraña que me alcanzaba aquí en la cumbre.

Lo que más me gustaba contemplar, sin embargo, era la pradera. Siempre estaba en ligero movimiento, incluso cuando yo creía que no corría el aire. Una suave e infinita ondulación que exhalaba paz y dulces aromas. En ella crecían la lavanda, las rosas de montaña, la camomila, el tomillo y una gran variedad de hierbas cuyo nombre desconozco, pero que olían tan bien como el tomillo, aunque de manera diferente. Tigre se quedaba con los ojos entornados delante de alguna de aquellas plantas aromáticas completamente extasiado. Utilizaba las hierbas como un adicto al opio su droga. Con la diferencia de que sus éxtasis no tenían malas consecuencias para él. Al ponerse el sol yo conducía a Bella y a Toro al establo y realizaba las tareas habituales. La cena, por lo general, era parca y consistía en los restos de la comida de mediodía y un vaso de leche. Sólo cuando había cazado una pieza comíamos durante unos días tan opulentamente que yo acababa harta de carne, sobre todo porque carecía de pan o patatas para acompañarla, y la harina estaba reservada para los días en los que faltaba la carne.

Por fin me sentaba en el banco y esperaba. La pradera se iba durmiendo poco a poco, las estrellas aparecían y más tarde salía la luna y sumergía el paisaje en su fría luz. Durante todo el día esperaba estas horas con secreta impaciencia. Eran las únicas horas en las que era capaz de pensar sin ilusión alguna y con gran claridad. Ya no buscaba un sentido a las cosas que me hiciera más llevadera la vida. Tal deseo me parecía casi una pretensión megalómana. Los seres humanos siempre habían jugado sus juegos y por lo general los resultados habían sido desastrosos. De qué iba a quejarme, yo era uno de ellos y no los podía condenar porque los comprendía demasiado bien. Era mejor no pensar en ellos. El gran juego del sol, la luna y las estrellas parecía, por el contrario, haber resultado bien, claro que no había sido inventado por los hombres. Aún no había terminado, y es posible que llevara en sí la semilla del fracaso. Yo sólo era un espectador atento y fascinado, mi vida entera no hubiera bastado para comprender la fase más pequeña de este juego. Había pasado la mayor parte de mi vida debatiéndome con las dificultades humanas cotidianas. Ahora, que no poseía ya casi nada, disfrutaba del privilegio de contemplar en paz desde mi banco cómo las estrellas danzaban en el oscuro firmamento. Me había alejado tanto de mí misma como un ser humano puede alejarse, y sabía que, si quería seguir viviendo, este estado no podía durar mucho. Ya entonces pensé alguna vez que con el tiempo no comprendería el espíritu que se había apoderado de mí en la montaña. Me parecía que lo que había pensado y hecho hasta entonces no había sido más que un sucedáneo. Otras personas habían pensado y actuado por mí. Yo me limitaba a seguirlas. Las horas pasadas en el banco delante de la cabaña, en cambio, eran realidad, una experiencia que yo personalmente hacía, aunque no fuera perfecta. Pues casi siempre los pensamientos eran más rápidos que los ojos y desfiguraban la imagen verdadera.

Al despertar, cuando el espíritu está aún paralizado por el sueño, veo a veces cosas antes de que pueda ordenarlas y reconocerlas. Es una sensación angustiosa y amenazadora. La silla con mis vestidos no se convierte en un objeto familiar hasta que la reconozco. Un momento antes era algo indeciblemente extraño que hacía latir mi corazón más deprisa. No solía entretenerme con estos experimentos, pero no hubiera sido raro que lo hiciera. Al fin y al cabo no había nada que me entretuviera intelectualmente, ni libros, ni conversación, ni música. Nada. Desde mi infancia había dejado de mirar las cosas con mis propios ojos y había olvidado que el mundo había sido una vez joven, virgen, muy hermoso y muy terrible. Me era imposible volver atrás, porque ya no era una niña, no era capaz de vivir y sentir como tal; la soledad, sin embargo, me ayudó a ver durante breves instantes, sin memoria ni conciencia, el esplendor de la vida. Quizá los animales viven hasta su muerte en un mundo de espanto y exaltación. No pueden huir y tienen que soportar la realidad hasta el final. Incluso su muerte es, sin consuelo ni esperanza, una verdadera muerte. Yo, como todos los humanos, siempre estuve huyendo a toda prisa o soñando con los ojos abiertos. Imaginaba que mis hijas aún vivían porque no había vivido su muerte. Pero vi cómo mataron a Lince y vi brotar la masa encefálica de la cabeza partida de Toro y vi cómo Perla se desangraba como una cosa sin huesos, y siento el corazón de los corzos enfriarse entre mis manos.

Ésa es la realidad. Y como la he visto y sentido, me cuesta soñar durante el día. Me repugnan las elucubraciones y siento que la esperanza ha muerto en mí. Eso me da miedo. No sé si soportaré vivir sólo con la realidad. A veces intento organizarme como si fuera un robot: haz esto, vete allá, no olvides lo otro. Pero no me sirve más que un rato. Soy un mal robot, sigo siendo un ser humano que piensa y siente y no conseguiré olvidarlo. Por eso estoy aquí, escribiendo todo lo sucedido, y poco me importa si los ratones se comen o no mis notas. Lo importante es escribir, y, como no hay otras conversaciones, tengo que mantener en marcha el interminable diálogo conmigo misma. Será el único relato que escriba en mi vida porque cuando lo termine no habrá en toda la casa ni un trocito de papel sobre el que poder escribir. Ya tiemblo ante la perspectiva de irme a la cama. Estaré tumbada con los ojos abiertos hasta que la gata vuelva a casa y su cálida proximidad me regale el sueño anhelado.

Pero no me siento segura ni aun así. Los sueños, los horribles sueños nocturnos me asaltarán cuando esté indefensa.

Me cuesta trabajo volver en el recuerdo a aquel verano en la montaña que ahora me parece tan lejano e irreal. Entonces vivían Lince, Tigre y Toro y yo no imaginaba lo que nos sucedería. A veces sueño que busco la cabaña y no la encuentro. Camino por el bosque por senderos tortuosos y al despertarme estoy agotada y dolorida. Es extraño, en sueños busco los prados altos y cuando estoy despierta no quiero ni pensar en ellos. No quiero volver a verlos jamás.

En agosto hubo aún dos o tres tormentas, pero no fueron violentas y duraron sólo unas horas. Si había algo que me inquietara sordamente era que todo había ido tan bien hasta el momento. Todos estábamos sanos, los días eran cálidos y perfumados, las noches se llenaban de estrellas. Como no acaecía nada malo, me acostumbré a la situación y acepté lo bueno alegremente, como si nunca hubiera esperado otra cosa. El pasado y el futuro rodeaban con sus olas una pequeña y cálida isla del hoy y del ahora. Yo sabía que aquello no duraría, pero opté por no calentarme la cabeza. En mi recuerdo aquel verano está ensombrecido por los sucesos posteriores. Ya no siento lo maravilloso que fue, sólo lo sé. Una terrible diferencia. Por eso no logro dibujar con palabras la cabaña y la pradera. Mis sentidos se acuerdan con más dificultad que mi mente, y un buen día olvidarán por completo. Antes de que eso ocurra, tengo que plasmar aquí todo.

El verano se acercaba a su fin. En la última semana de agosto el tiempo empeoró. Hacía frío y llovía, y tuve que encender la estufa todo el día. Gasté muchas cerillas porque la madera caída se reducía a cenizas en cuanto me alejaba un poco de la cabaña. Bella y Toro seguían pastando en el prado. No parecían tener frío, aunque no estaban tan contentos como en el verano. Tigre pasó una semana aburrido en la cabaña, sentado delante de la ventana y mirando fastidiado la lluvia. Yo me dedicaba a mis tareas y poco a poco empecé a añorar el chalet, mi bata, mi edredón y los troncos de haya en el fuego. Por la tarde me ponía el abrigo de Loden, me echaba la capucha y me iba con Lince al bosque. Sin objetivo fijo, paseaba debajo de los árboles goteantes, dejaba a Lince husmear por aquí y por allá para que estuviera contento y regresaba escalofriada a la cabaña. Como no había nada más que hacer, me metía pronto en la cama y cuanto más dormía más sueño tenía. Esto me ponía de mal humor y empecé a deprimirme. Tigre iba maullando de la cocina al cuartito e intentaba convencerme para que jugara con él, pero él mismo renunciaba a ello impaciente. Lince era el único que no se dejaba influir por el tiempo y, quitando nuestros cortos paseos, dormía día y noche en su rincón. Un día nevó en grandes y mojados copos, pronto nos encontramos en medio de una tremenda ventisca. Me vestí para conducir al establo a Bella y a Toro. Nevó durante toda la noche y por la mañana había diez centímetros de nieve. El cielo estaba cubierto y el viento soplaba frío. Hacia la tarde se caldeó el ambiente y cayó un poco de lluvia. Comprendí que no debía posponer nuestro regreso al valle.

Pasó una semana y una mañana me desperté con el sol en la cara. El buen tiempo volvía. El aire era frío, pero el cielo estaba despejado y azul pálido. El sol me pareció más débil y más pequeño que hasta entonces, aunque quizá sólo era una imaginación mía. El día resultó espléndido, sin embargo algo había cambiado. En los riscos brillaba la primera nieve y sentí un escalofrío. Tigre y Lince esperaban en la puerta a que les abriera. Conduje a Bella y a Toro al prado. El aire olía a nieve y el ambiente no se templó hasta mediodía. El verano había terminado. A pesar de todo, decidí esperar con la vuelta al chalet, y efectivamente el tiempo se mantuvo bueno hasta el 20 de septiembre. Por la noche tenía que contemplar las estrellas detrás de la ventana, porque fuera ya hacía demasiado frío. Parecían haberse alejado en el espacio y su luz era más fría que en las pasadas noches de verano.

Reanudé mi vida habitual, iba con Lince de paseo, jugaba con Tigre y me ocupaba de la casa. Pero ya no me sentía inspirada. Una noche pasé frío en la cama y pensé que era peligroso esperar más. Muy de mañana metí las cosas necesarias en la mochila, encerré a Tigre en la odiada caja, saqué a Bella y a Toro del establo y me dispuse a descender al valle. A las siete partimos y llegamos al chalet a las once. Lo primero fue liberar al pobre Tigre de su prisión y meterle en casa. Bella y Toro se quedaron pastando en el prado después de beber agua en la fuente. El tiempo seguía siendo bueno y hacía más calor que en la montaña. Cuando entré en casa, Tigre ya se había recogido en su armario, donde se sentía seguro. Lince saludó expresivamente a la casa. Sabía que habíamos vuelto al hogar y me acompañaba a todos lados con ladridos excitados. Hasta última hora de la tarde estuve ocupada en la casa y hasta que no ordeñé a Bella y conduje a los dos animales al viejo establo no tuve tiempo de comer. El fuego ardía en el fogón, verdadero fuego de troncos crepitantes de haya, y la casa olía a aire y a madera fregada. Lince se metió en su rincón de la estufa y también yo me fui cansada a la cama. Me estiré por completo, apagué la vela y me dormí inmediatamente.

Algo frío y húmedo empujaba contra mi cara y me despertó con pequeños gritos de alegría. Encendí la luz y cogí en los brazos el pequeño paquete gris, mojado de rocío, y lo apreté contra mí. La gata había vuelto. Con muchos ruidos guturales y miaus, me contó las vicisitudes de su largo y solitario verano. Me levanté y llené su cuenco de leche, sobre el que se lanzó con avidez. Estaba más delgada y asilvestrada, pero por lo demás parecía sana. Lince acudió y los dos se saludaron casi con ternura. Quizá era yo injusta con la gata al juzgarla distante y fría. Claro que un fogón caliente, leche dulce y un lugar seguro sobre la cama merecen algunas muestras de alegría. En cualquier caso, estábamos reunidos otra vez felizmente, y de nuevo en la cama, con el cuerpo pequeño y familiar contra mis piernas, pensé que me sentía contenta de estar en casa. La experiencia en la cabaña había sido bella, más bella que la vida aquí, pero en el chalet estaba en casa. Recordé casi con desagrado el verano y me alegré de volver a la vida normal.

En los días siguientes tuve poco tiempo para los animales. Cada mañana subía con Lince a la cabaña para traer grandes mochilas cargadas de enseres. Era menos cansado que en el mes de mayo, ya que el camino era de bajada. El barril de la mantequilla me produjo otra vez unos cuantos moratones en la espalda. La última vez, al volverme antes de entrar en el bosque, vi la pradera rizada por el viento otoñal bajo el cielo alto azul pálido. Yo ya no formaba parte de su inmensidad y silencio. Supe que nunca sería como este verano. No tenía razones concretas para pensar así, sin embargo lo sabía con certeza. Hoy pienso que lo sabía porque no deseaba una repetición. Una intensificación de aquella situación extrema nos habría puesto en peligro a mí y a mis animales.

El camino de bajada conducía entre abetos oscuros, por senderos pedregosos, y el diminuto pedazo de azul sobre mi cabeza ya no tenía nada que ver con el cielo de la cumbre. Cada piedra en el camino, cada pequeño arbusto era familiar, bello, sí, pero un poco vulgar comparado con la nieve rutilante de los riscos. Para vivir y seguir siendo un ser humano era mejor esa vulgaridad. En la montaña algo del frío y de la amplitud del cielo había penetrado en mí y subrepticiamente me había alejado de la vida. Todo aquello ya quedaba muy lejano. Mientras descendía al valle, no sólo el barril de la mantequilla me cortaba dolorosamente en los hombros, también revivieron las preocupaciones que había dejado a un lado. Ya no estaba despegada de la tierra, sino cargada y apesadumbrada como corresponde a un ser humano. Y me pareció bien y pertinente, con gusto acepté el gran peso.

Tras dos días de descanso, visité el campo de patatas. El verde había crecido denso, pero aún no amarilleaba. Tendría que arreglármelas durante unas semanas más a base de carne y harina, aunque ya había muy poca. Me preparé unas espinacas silvestres que no eran tan sabrosas como en la primavera, pero llenaban el estómago. También fui a inspeccionar mis árboles frutales. Las ciruelas que habían florecido y echado frutos copiosamente debieron de caerse durante el verano. En cambio, había más manzanas que el año anterior, sobre todo silvestres. Aún no era el momento de la recolección. Probé una manzana verde y me produjo dolor de tripa.

Había llegado mi segundo otoño en el bosque. Los ciclámenes florecían en rincones húmedos bajo los avellanos y el desfiladero estaba cubierto del azul de las gencianas. El viento este cambió a viento sur y trajo un calor desagradable. Me dije que había bajado demasiado pronto de la montaña, aunque sabía que al viento sur seguiría sin dilación el mal tiempo. Estaba fatigada e irritada, a pesar de ello transporté hierba seca al garaje y me congratulé de haber partido tanta leña en primavera, al menos me ahorraría ese trabajo.

Por fin vino la lluvia, aunque el calor seguía siendo relativo. Por la noche encendía la estufa como en los días más frescos del verano. Me quedé en casa y transformé para mí el viejo traje que Hugo usaba en el chalet. Coso mal y sin habilidad alguna, pero no tenía que ser una obra maestra. Este trabajo que tan poco me gustaba ocupaba únicamente mis manos. Mis pensamientos se dedicaban a pasear. Se estaba bien en la habitación caldeada. Lince dormía en su rincón, la gata descansaba sobre mi cama y Tigre empujaba una pelotita de papel de una esquina a otra. Era ya casi adulto y más grande que su madre. Su cabezota de gato era casi dos veces más ancha que la delicada cabecita de ella. A nuestro regreso la gata vieja recibió con hostilidad a Tigre, hasta que éste, seguramente por miedo, le bufó enérgicamente. A partir de ahí volvieron a llevarse bien, es decir, se ignoraban y cada uno actuaba como si fuera el único gato de la casa. Tigre no había reconocido a su madre. Cuando subimos a la cabaña aún era muy pequeño y la gata hacía tiempo que no se ocupaba de él. Con el tiempo lluvioso oscurecía más temprano, y para ahorrar me iba pronto a la cama. No dormía tan bien como en la montaña, donde ya el aire me cansaba. Me despertaba dos o tres veces durante la noche y me esforzaba en no pensar para no ahuyentar definitivamente el sueño. Hacia las siete me levantaba para ir al establo. Bella y Toro habían entrado de nuevo en la rutina, aunque Bella daba menos leche debido al cambio de pasto, de peor calidad aquí en el claro. Yo esperaba que con la hierba seca daría más.

Paulatinamente, el tiempo se volvió frío y desapacible. Iba a diario con Lince al bosque e intenté pescar unas truchas cuando cesó la lluvia. En una tarde conseguí dos, a la siguiente sólo una y ésta con la mano. No sé si los peces duermen, pero ésta sin duda estaba echando un sueñecito en su estanque. La pesca ya no daba mucho de sí. Las truchas no picaban y sin atenerme a la veda, de una manera natural, dejé de pescar. Gracias a la entrada del viento sur, la brama del ciervo se adelantó, y eso también alteraba mi sueño. Creo que había más ciervos que el año anterior. Sin duda se habían cumplido mis temores: venían a mi territorio de otras zonas, en las que se multiplicaban sin trabas. Un día, si no lo remediaba un invierno especialmente riguroso, el bosque rebosaría de animales. Hoy aún no sé predecir cómo se desarrollarán las cosas, pero si decido abrirme paso debajo del muro llevaré a cabo este trabajo muy a fondo y construiré un verdadero pasadizo de tierra y piedra. No tengo derecho a escamotear a mis animales esta última oportunidad.

Por fin el viento cambió, ahora venía del este. El tiempo mejoró ostensiblemente una vez más. A mediodía el ambiente se caldeaba tanto que me podía sentar en el banco al sol. Las grandes hormigas del bosque se animaron de nuevo y pasaban delante de mí en una procesión gris y negra. Eran tremendamente conscientes de su objetivo y no se dejaban distraer de su trabajo. Acarreaban agujas de pino, pequeños escarabajos y trocitos de tierra, se esforzaban muchísimo. Me daban siempre un poco de pena. Nunca fui capaz de destruir un hormiguero. Mi actitud hacia estos pequeños robots alternaba entre la admiración, el horror y la compasión. Naturalmente porque las contemplaba desde una perspectiva humana. A una superhormiga gigante mis actividades también le habrían parecido muy enigmáticas y siniestras.

Bella y Toro pasaban el día en el claro, mordisqueando con desgana la hierba dura y amarillenta. Desde luego preferían la hierba seca, reciente y aromática que les echaba al atardecer. Tigre jugaba cerca de mí, evitando las hormigas, y Lince emprendía sus pequeñas expediciones entre los arbustos, de las que volvía cada diez minutos para mirarme interrogante y alejarse tranquilizado después de unas palabras cariñosas.

Durante casi todo el mes de octubre el tiempo fue bueno. Aprovechando el clima propicio, doblé mis reservas de leña. Ahora toda la casa estaba rodeada de madera hasta la altura del porche, lo que le daba un aire de fortín en el que las ventanas parecían troneras. La madera apilada goteaba resina y llenaba el claro con su perfume. Yo trabajaba con calma y regularidad, sin cansarme en exceso, algo que no conseguí el primer año por no dar con el ritmo adecuado. Con el tiempo había aprendido y me había adaptado al bosque. En la ciudad puedes vivir años enteros con una prisa nerviosa, que desde luego te destroza, pero que se puede aguantar mucho tiempo. En cambio, ningún ser humano resistirá más de dos meses caminando por el monte, plantando patatas, partiendo leña o segando con prisa nerviosa. El primer año, en el que todavía no me había adaptado, exigió de mí un esfuerzo sobrehumano y nunca me recuperaré de aquel exceso de trabajo. Y yo, estúpida de mí, incluso me sentía orgullosa de mis récords. Hoy voy de la casa al establo con el prudente trotecillo de la gente del bosque. El cuerpo está relajado y los ojos tienen tiempo para observar. El que va corriendo no puede mirar. En mi antigua vida pasé durante años por la misma plaza donde una mujer daba de comer a las palomas. Siempre me han gustado las palomas y mi simpatía pertenece a aquellas palomas hoy petrificadas. Sin embargo, no podría describir ni una de ellas. Ni siquiera sé qué color tenían sus ojos o sus picos. Simplemente no lo sé, y creo que eso ya dice mucho sobre cómo solía moverme por la ciudad. Desde que he ralentizado mi marcha, el bosque a mi alrededor ha cobrado vida. No pretendo que ésta sea la única manera de vivir, pero para mí sin duda es la más adecuada. ¡Cuántas cosas no tuvieron que suceder hasta que di con ella! Antes siempre estaba de camino hacia alguna parte, siempre con prisa y furiosa impaciencia, porque llegara donde llegara tenía que esperar un buen rato. Podía haber hecho el trayecto a paso de tortuga. A veces era consciente de mi situación y de la situación de nuestro mundo, pero era incapaz de liberarme de aquel endiablado ritmo de vida. El aburrimiento que tan a menudo me invadía era el aburrimiento de un apacible criador de rosas en un congreso de fabricantes del automóvil. Me pasé casi toda mi vida en un congreso de ésos y me asombra que un buen día no me cayera muerta de puro aburrimiento. Probablemente me mantenía viva porque me refugiaba en mi familia. Sin embargo, en los últimos años hasta mis más cercanos allegados se habían pasado al enemigo y la vida era, de verdad, gris y aburrida.

Aquí en el bosque estoy por fin en el sitio que me corresponde. No les tengo rencor a los fabricantes de automóviles, ya no interesan a nadie. Pero pienso que me han atormentado con cosas que me repugnaban. Yo poseía únicamente esta pequeña vida y ellos no me permitían vivirla en paz. Tuberías de gas, centrales eléctricas y conducciones de petróleo, ahora que los hombres no existen, revelan su verdadero rostro lamentable. Entonces se les tomaba por dioses, cuando no eran más que objetos de uso. También yo tengo aquí en el bosque un trasto de ésos: el Mercedes negro de Hugo. Era casi nuevo cuando nos trajo aquí. Hoy es un refugio para ratones y pájaros invadido por la maleza. Está precioso, especialmente en junio, cuando florece la viña silvestre y parece un gigantesco ramo de novia. También en invierno está bonito, cuando reluce de escarcha o lleva un manto blanco. En primavera y otoño veo entre los tallos marrones el amarillo descolorido de la tapicería, hojas de haya, trocitos de gomaespuma y el relleno de crin, desmenuzado y mordisqueado por diminutos dientes.

El Mercedes de Hugo se ha convertido en un magnífico hogar, calentito y protegido del viento. Habría que abandonar más coches en los bosques, serían excelentes nidales. En las carreteras de todo el país estarán seguramente aparcados por miles, cubiertos de hiedra, ortigas y maleza. Pero allí están vacíos y deshabitados.

Ahora veo cómo proliferan las plantas, verdes, jugosas y silenciosas. Y oigo el viento y los miles de ruidos en las ciudades muertas. Cristales de ventanas que se hacen añicos contra el asfalto cuando los goznes de las ventanas se oxidan, el goteo del agua en tuberías rotas y las innumerables puertas que golpean en el viento. En noches de vendaval, un objeto de piedra, que fue un hombre en su día, cae del sillón sobre el parquet con gran estrépito. Durante un tiempo habría grandes incendios. Pero ahora habrán pasado y la vegetación se apresura a cubrir nuestras ruinas. Cuando observo la tierra al otro lado del muro, no veo ni hormigas, ni escarabajos, ni el más pequeño insecto. Sin embargo no es algo definitivo. La vida, pequeña y sencilla, penetrará con el agua de los arroyos de nuevo en la tierra y la vivificará. Este renacer podría serme indiferente, pero por raro que parezca me llena de una profunda y secreta satisfacción.

El 16 de octubre —desde mi vuelta de la montaña empecé a tomar nuevamente notas— recogí las patatas de la tierra y guardé los tubérculos cubiertos de polvillo negro en sacos. La cosecha fue buena y los ratones no hicieron demasiados estragos. Podía estar contenta y enfrentar el invierno con buen ánimo. El tiempo del hambre latente y constante había pasado, la boca se me hacía agua pensando en la cena: patatas nuevas con mantequilla. Los últimos rayos de sol caían entre las hayas mientras yo descansaba, fatigada y satisfecha. La espalda me dolía de tanto agacharme, pero era un dolor agradable, justo lo que necesitaba para acordarme de que tenía una espalda. Aún me quedaba por arrastrar los sacos hasta casa. Los até de dos en dos sobre las ramas de haya que en verano hacían las veces de carrito y en invierno de trineo, y los transporté por el sendero erosionado hasta el chalet. Por la noche, después de almacenar todas las patatas en el cuarto-despensa, estaba tan cansada que me metí en la cama sin cenar y pospuse la gran comilona.

El 21 de octubre, con buen tiempo, traje a casa las manzanas y las manzanas silvestres. Las manzanas tenían un sabor delicioso, aunque estaban todavía un poco duras. Las coloqué en hileras en la despensa con cuidado de que no se rozaran. Puse las que estaban manchadas en primera línea para consumirlas inmediatamente. Su aspecto era muy gracioso, verdes con carrillos rojo fuego bien definidos, como la manzana del cuento de Blancanieves.

Recordaba bien los cuentos, aunque hubiera olvidado casi todo lo demás. Nunca supe mucho, así que el resto de conocimientos era mínimo. En mi cabeza pululaban nombres y yo ya no sabía cuándo vivieron sus portadores. Siempre aprendí exclusivamente para los exámenes y, más tarde, las enciclopedias y diccionarios me dieron una sensación de seguridad. Sin este apoyo reinaba el caos en mi cabeza. De vez en cuando, me venían a la memoria versos cuyo autor no recordaba y sentía el imperioso deseo de visitar la biblioteca más cercana y sacar prestados unos libros. Me tranquilizaba saber que esos libros existían y que un día iría a recogerlos. Hoy sé que cuando llegue ese momento será demasiado tarde. Ni siquiera en tiempos normales una vida bastaría para rellenar tanto hueco. Tampoco estoy segura de que mi cabeza fuera capaz de asimilar tantos materiales. Si alguna vez salgo de aquí, acariciaré los libros que encuentre con cariño y ansiedad, pero no los leeré. Mientras viva necesitaré toda mi energía para mantenernos vivos yo y mis animales. Nunca seré una mujer cultivada, debo aceptarlo.

El sol seguía luciendo, pero el ambiente se enfriaba día a día y por la mañana había rastros de escarcha. La cosecha de judías fue excelente, después vino el momento de ir a recoger arándanos a la montaña. Me costaba hacer la caminata hasta la cabaña, pero no quería prescindir de la fruta. La pradera se extendía silenciosa y embrujada bajo el cielo pálido de octubre. Me acerqué al observatorio y contemplé desde allí el paisaje. La panorámica era más nítida que en verano y descubrí una pequeña torre roja que nunca había visto. Los prados estaban amarillos, cubiertos de un halo marrón: el mar de las semillas maduras. Entre ellos se abrían superficies cuadradas o rectangulares que fueron en su día campos de trigo. Este año estaban invadidos por manchas verdes de malas hierbas. Un paraíso para los gorriones si hubiera existido allí el más pequeño gorrión. Llegué al observatorio sin esperanza alguna, pero al ver el paisaje sin una columna de humo y sin rastro de vida me sentí profundamente descorazonada. Lince lo notó enseguida e insistió en que siguiéramos nuestro camino. Hacía demasiado fresco para quedarse sentado mucho tiempo. Recogí arándanos durante tres horas. Un trabajo fatigoso porque mis manos habían perdido el hábito de manejar cosas pequeñas y eran muy torpes. Llené mi cubo y me senté delante de la cabaña a beber té caliente. La pradera mostraba grandes manchas donde mis animales habían comido el pasto, que luego había vuelto a crecer. La hierba estaba amarilla y reseca. Aquí y allá asomaba una genciana de color casi lila. Sus flores parecían cortadas en seda vieja y frágil. Era una planta de otoño, enfermiza. También vi al águila sobrevolando el prado y lanzándose en picado sobre el bosque. Me asaltó la idea de que sería lo mejor no volver nunca más a este lugar.

No me gusta que me atropellen, y me puse enseguida en guardia. Por qué iba a evitar los prados altos, me dije, y eché la culpa de mi aprensión al esfuerzo que exigía el traslado. Y yo no podía dejarme guiar por la pereza, decidí que volvería, ya estaba planeado. Sin embargo, no pude evitar un escalofrío ante la pradera amarilla, los riscos cortantes y la genciana enfermiza. La sensación repentina de una gran soledad, de un terrible vacío y de una luz excesiva me indujo a abandonar precipitadamente la cumbre. Una vez en el camino familiar del bosque, mis impresiones me parecieron fantásticas. La tarde se enfriaba rápidamente y Lince aceleraba el paso para llegar a casa y al calor.

Al día siguiente hice confitura con los arándanos y la metí en frascos de cristal que cerré con papel de periódico. Empleé los últimos días de sol en cortar con la hoz forraje para el lecho de Bella y de Toro, y como ya estaba metida en harina corté también hierba para los corzos y ciervos. Guardé el forraje encima del establo y en una de las habitaciones, y amontoné la hierba una vez seca debajo de un techado donde solía guardarse el pienso de invierno para los animales del bosque. Dejé como estaba el campo de patatas, porque no quería removerlo y abonarlo hasta la primavera. Estaba cansada y un poco sorprendida por haber tomado todas las medidas necesarias para el invierno. Al fin y al cabo, los años buenos existían, ¿por qué no iba yo a tener un buen año?

Hacia Todos los Santos subió de repente la temperatura, y eso sólo podía significar el comienzo del invierno. Durante todo el día, mientras me dedicaba a mis tareas, estuve pensando en los cementerios. No había una razón concreta para ello, pero no lo podía evitar. Durante tantos años había sido la costumbre pensar en los cementerios por estas fechas. Me imaginé que la hierba habría ahogado ya hacía tiempo las flores de las tumbas, que las lápidas y las cruces se habrían hundido en la tierra y que las ortigas lo habrían invadido todo. Vi las trepadoras alrededor de las cruces, las lámparas rotas y los restos de las velas. Por la noche los cementerios estarían abandonados. No ardería ni una luz y nada se movería excepto el viento en la hierba seca. Recordé la procesión de visitantes con los bolsos de la compra repletos de grandes crisantemos y el afanoso y discreto trajín en torno a las tumbas para limpiarlas y regar sus flores. Nunca me gustó el Día de las Ánimas, con las viejas murmurando sobre la enfermedad y la disolución, y en el trasfondo el miedo cerval a los muertos y la ausencia de amor. Por mucho que se pretendiera dar un sentido hermoso a la fiesta, el miedo ancestral de los vivos a los muertos era indestructible. Se adornaban las tumbas de los muertos para olvidarlos mejor. Ya de niña me dolía que se les tratara tan mal. Cada ser humano sabía que pronto le taparían la boca muerta con flores de papel, velas y oraciones temerosas.

Ahora los muertos descansaban por fin en paz, sin que los molestara la actividad estúpida de los que pecaban contra ellos, cubiertos de ortigas y hierba, empapados de humedad en el eterno murmullo del viento. Si algún día volvía la vida, surgiría de sus cuerpos descompuestos y no de esos objetos petrificados condenados para siempre a la inanimación. Sentía compasión por todos ellos, por los muertos y por los petrificados. La compasión era la única forma de amor que quedaba hacia los hombres.

Los golpes de aire cálido procedentes de la montaña me alteraban y me sumieron en una tristeza sombría contra la que me defendí en vano. Los animales también sufrían bajo la influencia del viento sur. Lince andaba tirado debajo de los arbustos y Tigre maullaba todo el día y acosaba a su madre con ternura pegajosa. Como ella le rechazaba, el pobre huía a la pradera y allí se golpeaba la cabeza contra un árbol entre grandes lamentaciones. Yo le acariciaba espantada y él hundía su morro caliente en mi mano profiriendo gemidos desesperados. Tigre no era ya mi pequeño compañero de juegos, sino un gato casi adulto acosado por el amor. La gata vieja no le hacía caso, se había vuelto muy antipática en el último tiempo, así que Tigre tendría que escapar al bosque en busca de una hembra y no había hembras para él. Maldije el viento cálido y me metí en la cama acosada por oscuras premoniciones. Los dos gatos salieron a la noche y pronto oí la llamada de Tigre desde el bosque. Tenía una voz magnífica, sin duda herencia del señor Ka-au Ka-au, pero en joven y dulce. Pobre Tigre, clamaría en vano.

Pasé toda la noche en un estado de duermevela en el que me imaginé que la cama era una barca en alta mar. Fue como un ataque de fiebre que me dejó extenuada y mareada. Creía que me despeñaba por un abismo acompañada de horribles visiones. Todo sucedía sobre una superficie de agua en movimiento y pronto no tuve ni fuerzas para decirme que aquello no era real. Era por el contrario muy real y la razón y el orden ya no contaban. De madrugada la gata subió a mi cama y me liberó de la horrible pesadilla. De repente la confusión se disipó y me dormí.

Por la mañana el cielo estaba cubierto de nubes negras. El viento turbulento se había calmado, pero bajo la capa de nubes el calor era agobiante. El día avanzaba lentamente, el aire espeso y húmedo impedía respirar. Tigre no había vuelto a casa. Lince iba cabizbajo de un lado a otro. No sufría tanto bajo el viento sur como bajo mi mal humor, que le alejaba de mí y le impedía comunicarse conmigo. Llevé a cabo mis labores en el establo, donde tuve que obligar a Bella a levantarse para ordeñarla. También Toro estaba extrañamente inquieto y díscolo. Después del trabajo me tumbé en la cama. Apenas había dormido durante la noche. La ventana y la puerta quedaron abiertas y Lince se echó en el dintel para vigilar mi sueño. Efectivamente, me dormí y me encontré en un sueño de vivos colores.

Me hallaba en una sala muy luminosa en tonos exclusivamente blanco y oro. Valiosos muebles barrocos se adosaban a las paredes y el suelo era de ricas maderas. Me asomé a una ventana y divisé un pequeño pabellón en un parque de estilo francés. En alguna parte tocaban la Pequeña serenata nocturna. De pronto recordé que ya no existía nada de lo que estaba viendo y oyendo. La conciencia de una pérdida terrible me sacudió violentamente. Apreté las manos contra la boca para no gritar. La luz se apagó, los dorados desaparecieron en las sombras y la música dio paso al ritmo monótono de tambores. Me desperté. La lluvia golpeaba contra los cristales. Me quedé muy quieta en la cama, escuchando intensamente. La Pequeña serenata nocturna se había escondido en la lluvia y yo no la podía encontrar. Era un milagro que mi mente dormida hubiera despertado a una nueva vida aquel mundo perdido. Yo no podía aceptar esa pérdida, me costaba comprenderla.

Aquella tarde todos nos despertamos de una pesadilla. Tigre regresó por la gatera, despeluchado, cubierto de tierra y agujas de pino, pero liberado de su locura. Nos contó a gritos el miedo que había pasado, y tras beber su leche se escondió agotado en el armario. La gata vieja me permitió muy condescendiente que la acariciara. Y Lince se echó en su rincón después de cerciorarse de que yo me había transformado otra vez en el ser humano que conocía. Hice mi solitario acostumbrado a la luz de la lámpara escuchando el tamborileo de la lluvia contra las ventanas. Luego puse un cubo bajo el canalón del tejado con la intención de recoger agua para lavarme la cabeza, y fui al establo para ordeñar y dar de comer a los animales. Por fin me metí en la cama y dormí hasta bien entrada la mañana fresca y lluviosa. Durante los días siguientes llovió mansa y constantemente y yo me quedé en casa. Me lavé el pelo, que flotaba ligero y esponjado sobre mi frente. El agua de lluvia lo había ablandado y alisado. Delante del espejo me lo corté justo por debajo de las orejas y contemplé mi rostro bronceado bajo la capa de pelo dorado al sol. Me resultaba totalmente extraño con sus mejillas hundidas y los labios finos; aquel rostro desconocido estaba marcado por una secreta carencia. Como ya no vivía ningún ser humano que lo amara, me parecía superfluo. Era algo desnudo y triste que me avergonzaba y con lo que no me identificaba. Mis animales me conocían y querían sobre todo por mi olor, mi voz y por determinados gestos. Podía pues olvidar tranquilamente mi rostro, no lo necesitaba nadie. La idea me produjo una sensación de vacío que deseché inmediatamente. Me enfrasqué en un trabajo cualquiera y me dije que en mi situación era ridículo sufrir por un rostro, sin embargo la sensación angustiosa de haber perdido algo importante no se dejaba ahuyentar fácilmente.

Al cuarto día la lluvia empezó a hacerse pesada, pero, al recordar el alivio que supuso después del viento sur, me reproché mi desagradecimiento. A pesar de todo, estaba harta de lluvia y mis animales compartían conmigo ese sentimiento. En esto nos parecíamos mucho. Nos gustaba el buen tiempo, sin viento, y un día de lluvia a la semana para dormir a pierna suelta. Pero nadie tomaba nota de nuestra impaciencia y tuvimos que aguantar cuatro días más escuchando el suave murmullo y chapoteo. Si salía con Lince al bosque las ramas mojadas me golpeaban las piernas y la humedad se metía en mis vestidos. Los días de lluvia forman en la memoria un único día interminable en el que contemplo desolada la luz gris. Sé muy bien, sin embargo, que en estos dos años y medio nunca llovió más de diez días seguidos.

Durante este tiempo se inició en el establo un proceso que me aterraba. Bella necesitaba un macho y mugía durante todo el día. No era nada nuevo, era un fenómeno que se repetía cada tantas semanas y me había acostumbrado a no registrarlo porque no podía resolverlo. No entiendo, por otro lado, cómo no pensé en las lógicas consecuencias. Algo en mi interior debió de reprimir la idea de que un buen día Toro sería un macho adulto. El caso es que yo esperaba desde su nacimiento esta ocasión. Sea como fuere, un día le sorprendí acercándose a su madre de manera muy evidente. Mi primera reacción fue de disgusto y sorpresa. Toro había roto la soga que le sujetaba y me miraba temblando y con los ojos inyectados de sangre. Su aspecto era impresionante. A pesar de ello se dejó atar dócilmente y no pasó nada.

Volví a casa y me senté a la mesa para recapacitar. No tenía ni idea de cómo debía actuar. Para empezar, ¿podía dejar juntos a los dos animales sin poner en peligro a Bella, que era más débil que Toro? En los días siguientes la agresividad de Toro fue en aumento y Bella parecía temerle. Habría que separarlos. Tanto como había deseado que Toro fuera capaz de procrear, de momento la nueva situación no me daba más que problemas. Tendría que construirle un apartado sólido en el establo del que no pudiera salir. Las tablas no serían lo bastante fuertes para él, habría que utilizar troncos. Talé dos arbolitos pero llegué a la conclusión de que no era capaz de construir el apartado. Me faltaban las fuerzas y la habilidad para el trabajo de carpintería. Trasladaría, pues, a Toro al garaje. Esta decisión trajo consigo un trabajo considerable. Primero tuve que transportar la hierba seca a las habitaciones superiores del chalet. Para mí era muy pesado llevar la paja a diario a dos establos y para Toro el traslado significaba frío y oscuridad. Pero no había otra alternativa.

Cavé un canal de desagüe en el garaje para que salieran por allí los excrementos y cubrí el suelo con tablas y forraje. Trasladé una de las camas del establo que servían de pesebre a Toro y, como no me resignaba a la oscuridad, abrí con el serrucho una ventana en la pared de madera y tapé la abertura con el cristal de uno de los cuartos y lo sujeté con un listón. Al menos entraba un poco de luz en el garaje. Por fin rellené las rendijas de las paredes con tierra y musgo, eché hierba en el pesebre y coloqué cerca de él un cubo de agua. Luego fui por Toro.

No se sentía muy feliz por el traslado y yo tampoco. Triste y con la cabezota gacha, miraba fijamente el suelo dejándose manejar dócilmente. No había hecho nada malo y se le castigaba por ser ya adulto. Me fui con Lince al bosque para no soportar los mugidos de la madre y del hijo. Ahora tenía doble trabajo de establo y la mala conciencia de haber cometido una crueldad. Los dos pobres animales no poseían más que su mutua compañía y el diálogo secreto de sus cuerpos cálidos. Esperaba que Bella estuviera preñada y que pronto dejara de estar sola. Para Toro no veía solución.

Al cabo de tres semanas era evidente que o Toro aún no estaba a la altura de las circunstancias o Bella, después de tanto tiempo, era incapaz de concebir. Sigo sin saberlo con seguridad. Cuando Bella empezó de nuevo a mugir, le llevé a Toro, que tiraba de mí con muestras de alegría. Durante todo el rato los acompañé muerta de miedo por si Toro hería o incluso mataba a su delicada madre; se comportaba como un salvaje. Ella parecía opinar de otro modo y eso me calmó un poco. A las tres semanas Bella volvió a sus mugidos y el terrorífico espectáculo se repitió. Como tampoco tuvimos éxito esta vez, me desazoné, ya no sabía qué hacer. A lo mejor Toro no debía dedicarse todavía a estos ejercicios. Decidí esperar unos meses. Antes, los mugidos de Bella eran más soportables, pero desde que sabía que los podía remediar me costaba escucharlos. Solía irme con Lince al bosque, lo más lejos posible. Toro, por su parte, se hallaba en un estado de agitación tan terrible que casi no me atrevía a entrar en el establo. En los intervalos de calma volvía a ser un ternero grandote y bueno que jugaba cariñosamente conmigo. Maldije más de una vez a lo largo de los siguientes meses el ciclo engendrar-parir, que había convertido mi apacible establo de madre e hijo en un infierno de soledad y locura intermitente.

Hace ya mucho tiempo que Bella no muge. Quizá espera un ternero o quizá ya no es fértil y sólo le queda la tibia atmósfera del establo, comer, rumiar y, de vez en cuando, un vago recuerdo que se desvanece poco a poco. Después de todo lo que hemos pasado juntas, Bella es para mí más que mi vaca, es como una pobre hermana paciente que lleva su suerte con más dignidad que yo. Le desearía que tuviera un ternero aunque alargaría la duración de mi cautiverio y me crearía nuevas preocupaciones, pero Bella merece tener su cría y ser feliz, y yo no preguntaré si entra o no en mis planes.

Noviembre y el principio de diciembre estuvieron dedicados al trabajo en el nuevo establo y a los sobresaltos creados por Bella y por Toro. Yo siempre había querido a los animales con esa ligereza y superficialidad con las que la gente de las ciudades se siente atraída por ellos. Todo cambió radicalmente en el momento en que dependí por completo de ellos. Dicen que algunos prisioneros domestican ratas, arañas y moscas y acaban queriéndolas. Creo que actúan con lógica dentro de su situación. Las barreras entre el hombre y el animal caen con suma facilidad. Todos formamos una gran familia y cuando estamos solos o somos desdichados aceptamos gustosos la amistad de nuestros primos lejanos. Ellos sufren como yo si les hacen daño y, como ellos, yo necesito alimento, calor y un poco de ternura.

Por cierto, que mi cariño tiene poco que ver con la razón. En sueños pongo niños en el mundo, pero no sólo niños humanos, entre ellos hay también gatos, perros, terneros, osos y unas extrañas criaturas cubiertas de piel. Todos salen de mí y nada en ellos me asusta o repele. Sólo resulta extraño aquí, escrito con letras y palabras humanas. Quizá debería dibujar estos sueños con piedrecitas sobre musgo verde o grabarlos con un palito en la nieve. Pero aún no sé hacerlo. Probablemente no viviré lo suficiente como para transformarme hasta ese punto. Un genio sería a lo mejor capaz, yo soy únicamente un ser humano corriente que ha perdido su mundo y se dispone a descubrir otro nuevo. El camino es doloroso y aún no he alcanzado su fin.

El 6 de diciembre cayó la primera nieve, que fue recibida con alborozo por Lince, con rechazo por la gata y con curiosidad infantil por Tigre. Sin duda creía que se trataba de una variación de las pelotitas de papel blanco y se acercó a ella con total confianza. Perla también se comportó así, aunque con más prudencia y menos temperamento. Ella no tuvo tiempo de aprender. Entonces yo aún ignoraba el poco tiempo que le quedaba a Tigre. Me dediqué como todos los días a mis tareas, fui por hierba al pajar y a procurarnos carne fresca. Los corzos notaban la llegada del invierno, porque se acercaban a menudo hasta el claro y pacían allí al amanecer o a la caída de la tarde. Yo evitaba cazarlos aquí y visitaba sus territorios habituales, más alejados. No deseaba ahuyentarlos del prado del bosque, donde en invierno encontraban más fácilmente hierba bajo la nieve. Además, me gustaba observarlos. Lince había comprendido hacía tiempo que los corzos del claro no eran piezas de caza, sino una especie de compañeros lejanos de nuestra comunidad doméstica, que estaban bajo mi protección y, en consecuencia, también de la suya, como las cornejas que desde finales de octubre nos visitaban nuevamente a diario.

Por aquellas fechas las piernas me empezaron a fallar y me dolían sobre todo en la cama. El esfuerzo excesivo se hacía notar, en el futuro la dolencia se haría crónica.

El 10 de diciembre encuentro una curiosa nota: «El tiempo pasa tan deprisa». No recuerdo haberla escrito. No sé qué ocurriría ese 10 de diciembre para que yo escribiera «El tiempo pasa tan deprisa» bajo las notas «Bella con Toro», «Primera nieve» y «Fui por hierba seca». ¿De verdad el tiempo pasaba entonces tan deprisa? No me acuerdo y no puedo decir nada sobre esta cuestión. No me parece muy atinada la frase. El tiempo sólo corría para mí. El tiempo es inmóvil y yo me muevo en él, unas veces despacio, otras a velocidad vertiginosa.

Desde que murió Lince lo percibo con toda claridad. Estoy sentada a la mesa y el tiempo se para. No lo veo, ni lo huelo, ni lo oigo, pero me envuelve por todas partes. Su quietud y su inmovilidad son aterradoras. Me levanto de un salto, salgo de la casa e intento huir de él. Hago cosas que me propulsan hacia delante y me olvido del tiempo. Pero de pronto me rodea otra vez. Quizá estoy delante de la casa y miro hacia las cornejas y ahí está el tiempo intangible y quieto, que nos inmoviliza al prado, a las cornejas y a mí. Tendré que acostumbrarme a él, a su indiferencia y a su omnipresencia, que se extiende como una telaraña gigantesca hasta el infinito. Entre sus hilos están atrapados millones de diminutas crisálidas, una lagartija que dormita al sol, una casa en llamas, un soldado moribundo, todo lo que muere y todo lo que vive. El tiempo es grande y en él siempre caben nuevas crisálidas. Es una red gris e implacable en la que está atrapado cada instante de mi vida. Quizá me parece tan terrible porque guarda todo y no permite que nada termine realmente.

Pero si el tiempo existe sólo en mi mente y yo soy el último ser humano, el tiempo finalizará con mi muerte. Me reconforta la idea. A lo mejor está en mi mano asesinar el tiempo. La gran red se romperá y caerá en el olvido con su triste cargamento. Habría que agradecérmelo, pero después de mi muerte nadie sabrá que he asesinado el tiempo. Todas estas elucubraciones carecen de interés, realmente. Las cosas suceden sin más y yo, como tantos millones de seres humanos antes que yo, les busco un sentido porque mi vanidad me impide reconocer que el único sentido de un acontecimiento reside en él mismo exclusivamente. Ningún escarabajo que yo aplaste inadvertidamente verá en este, para él, triste suceso, una misteriosa conexión con significado universal. Simplemente estaba debajo de mi pie cuando yo di un paso: felicidad bajo el sol, un breve y estridente dolor y nada. Nosotros, en cambio, estamos condenados a correr en pos de un significado improbable. No sé si algún día me resignaré a esta evidencia. Es difícil desprenderse de esta vieja e incorregible megalomanía. Compadezco a los animales y compadezco a los hombres porque los lanzan a este mundo sin que nadie les pida su parecer. Quizá los hombres son más dignos de compasión porque poseen la inteligencia suficiente para oponerse al curso natural de las cosas. Y eso les ha hecho malvados y desesperados y poco dignos de ser amados. Habría sido posible vivir de otra manera. No hay sentimiento más razonable que el amor, que hace llevadera la vida tanto al que ama como al que es amado. Claro que habría que haber reconocido a tiempo que ésa era nuestra única oportunidad, nuestra única esperanza de un mundo mejor. Para un infinito ejército de muertos esa única oportunidad se ha perdido para siempre. No puedo olvidarlo. No comprendo por qué escogimos el camino equivocado. Sólo sé que es demasiado tarde.

Después del 10 de diciembre, nevó una semana con monótona calma. El tiempo era a mi pleno gusto, sin viento, tranquilizador. Nada me sosiega tanto como la caída silenciosa de los copos de nieve o una lluvia de verano tras la tormenta. A veces el cielo gris-blanco se teñía de rosa y el bosque desaparecía detrás de tenues y luminosos velos de nieve. Aunque no nos alcanzara, yo intuía el sol suspendido en algún lugar detrás de nuestro mundo nevado. Sobre los abetos, las cornejas permanecían inmóviles durante horas y esperaban. Sus perfiles oscuros de picos pronunciados se recortaban contra el cielo gris-rosa y tenían algo que me conmovía. Vida extraña y sin embargo tan cercana, sangre roja bajo el plumaje negro, para mí eran el símbolo de la paciencia estoica. Una paciencia con pocas esperanzas que espera simplemente, dispuesta a aceptar tanto lo bueno como lo malo. Sabía tan poco de las cornejas. Si yo muriera en el claro, ellas me picotearían y me destrozarían, fieles a su cometido de mantener libre de carroña el bosque.

¡Qué hermoso era pasear en esos días con Lince por el bosque! Los pequeños copos descendían suavemente sobre mi cara, la nieve crujía bajo mis pies y apenas si oía a Lince, que me seguía. A menudo, contemplaba nuestras huellas en la nieve, mis pesados pasos y las delicadas pisadas del perro. El ser humano y el perro reducidos a la fórmula más simple. El aire era puro pero no frío, era una delicia caminar y respirar. Si mis piernas hubieran estado más fuertes, hubiera pasado días enteros paseando por el bosque. Pero no estaban fuertes. Por la noche me dolían y ardían, a menudo tenía que envolverlas en toallas húmedas para poder dormir. En el curso del invierno esas molestias disminuyeron y volvieron a presentarse en verano. Me molesta depender de mis piernas y, en la medida de lo posible, procuro no pensar en ellas. Hasta cierto límite, uno se acostumbra bastante bien al dolor. Como no podía curar mis piernas, me acostumbré a los dolores.

Las Navidades se aproximaban y todo hacía prever un bosque brillante y navideño. No me entusiasmaba la perspectiva. Aún no me sentía tan segura como para enfrentarme sin temor a esa noche. Era propensa a los recuerdos y debía andarme con cuidado. Nevó hasta el 20 de diciembre. Había casi un metro de nieve, una capa de grano fino de un blanco azulado bajo el cielo gris. El sol desapareció definitivamente y la luz era blanca y fría. Todavía no había que temer por los animales del bosque. La nieve no estaba helada y ellos podían escarbar en ella en busca de la hierba del prado. Si caía ahora una helada, se formaría una capa de hielo y la nieve se convertiría en una peligrosa trampa. En la tarde del 20 subió algo la temperatura. Las nubes se tiñeron color pizarra y empezó a nevar en copos mojados. No me hacía gracia este tiempo de deshielo, pero para los animales era bueno. Esa noche dormí mal, escuchando los silbidos del viento que descendía de la montaña y sacudía las tejas de madera. Estuve mucho tiempo despierta, las piernas me dolían más que nunca. Por la mañana la nieve había desaparecido a trechos. El arroyo bajaba crecido y en el desfiladero corrían riachuelos de nieve derretida por la carretera. Me alegré por los animales. Quizá prematuramente, porque si helaba después de este tiempo templado no podrían escarbar con las patas en la tierra endurecida. A veces la naturaleza me parecía una sola y gigantesca trampa para sus criaturas.

De momento el tiempo era benigno. El prado del bosque se extendía casi sin nieve bajo el sol, que asomó de pronto entre las nubes negras de un cielo violáceo. El ambiente navideño se esfumó, y yo, agradecida, estaba dispuesta a cargar con el viento sur. El corazón me empezó a causar problemas, y mis animales estaban inquietos e irritados. Tigre sufrió un nuevo ataque de furia amorosa. Sus ojos color topacio se enturbiaron, su morro estaba seco y caliente. Se revolcaba a mis pies con terribles lamentos. Más tarde se escapó al bosque.

Después de todo lo que he visto, creo que el celo no es un estado agradable para los animales. Ellos no saben que es pasajero porque para ellos cada instante es eterno. Los mugidos de Bella, los gritos de la gata vieja, la desesperación de Tigre no expresan ni un átomo de felicidad. Y luego el agotamiento, la piel sin lustre y el sueño casi mortal.

Tigre había salido corriendo al bosque. Su madre se ovillaba enfurruñada en el suelo. Le acababa de rechazar con violencia cuando él se le había acercado insistentemente. La miré atenta y me pareció que había engordado sin que yo lo advirtiera bajo su piel de invierno. Ésa era la razón de su humor caprichoso, me dije sacando conclusiones. El señor Ka-au Ka-au se había adelantado a Tigre. Sin resistirse, la gata me dejó que la examinara y que palpara con cuidado su tripa. De pronto, me cogió la mano entre sus patas y me mordió suavemente un dedo, como si se burlara de mi candidez.

Precisamente por aquel tiempo no me preocupaba demasiado por Tigre. Ya había vuelto una vez a casa y era fuerte y adulto. Pero aquella noche Tigre no regresó, ni aquella noche ni nunca. El 24 de diciembre salí con Lince en su busca. Le llevaba sujeto por la correa y él seguía afanosamente el rastro del gato. Durante una hora me arrastró de aquí para allá, y de pronto, con gran excitación, casi me arranca la correa de la mano. Estábamos en la orilla del arroyo, agua arriba, bastante lejos del chalet. Lince me miró y ladró bajito. Aquí terminaba el rastro de Tigre. Cruzamos el arroyo, pero Lince no reencontró el rastro y volvió al mismo punto en la otra orilla. Busqué a lo largo del arroyo, pero no encontré nada. Si Tigre había caído al agua —algo que me parecía improbable—, la corriente del deshielo le habría arrastrado ya muy lejos. Nunca sabré lo que sucedió y aún hoy me desespera no saberlo. Por la noche me puse a leer un almanaque a la luz de la lámpara, pero leía sólo con los ojos, mi mente estaba fuera, en el bosque oscuro. Miraba constantemente hacia la gatera, pero Tigre no aparecía. Al día siguiente el viento amainó y empezó de nuevo a nevar. Nevó durante varios días. Me dije que tenía que soportar la nueva pérdida y no intenté reprimir mi pena por Tigre. El muro de nieve crecía delante de la puerta y cada mañana tenía que abrirme camino con la pala para ir a los establos. Llegó Año Nuevo. Y dejé de esperar cada noche a Tigre. Pero no le olvidé. Aún hoy su sombra gris cruza los caminos de mi sueño. Ahora le acompañan Lince y Toro, Perla les precedió a todos ellos. Me han abandonado; aunque se fueron a disgusto hubieran deseado tanto vivir su corta vida inocente hasta el final. Yo no supe protegerlos.

La gata vieja, echada delante de mí sobre la mesa, mira fijamente a través de mí. Entonces, una semana después de la desaparición de Tigre, se retiró al armario y parió con terribles gemidos cuatro gatitos muertos. Se los quité y los enterré en el prado bajo tierra y nieve. Eran dos pequeños tigres, bellamente dibujados, y dos pelirrojos. Todo en ellos era perfecto, desde las orejas hasta la punta del rabo y, sin embargo, no sobrevivieron. La gata estuvo tan enferma que temí perderla a ella también. Sacudida por la fiebre, no comía y constantemente daba pequeños gritos de dolor. Nunca sabré lo que le pasaba y tampoco lo puedo imaginar. Durante muchos días sólo fue capaz de lamer un poco de leche de mi dedo. Su piel estaba muerta y áspera, sus ojos llenos de legañas. Y cada noche se arrastraba al exterior y volvía a los pocos minutos quejándose. Por nada en el mundo hubiera ensuciado su cama o su casa. Yo hacía por ella lo que podía, le daba té de camomila con un trocito de aspirina, que ella tragaba sólo porque estaba demasiado débil para escupirlo. En aquellos días descubrí que la gata era parte de mi nueva vida. Desde que estuvo tan mal parece depender de mí más que antes. Al cabo de una semana empezó a comer y después de cuatro días volvió a sus rutinas. Pero algún resorte se había roto en su interior. Pasaba horas encogida en un sitio y, cuando la acariciaba, se quejaba suavemente y hundía su morro en mi mano. Ya no bufaba a Lince, que la olisqueaba con curiosidad. Bajaba la cabeza resignada y cerraba los ojos. Durante su enfermedad había olido de una manera muy extraña, penetrante y un poco amarga. Pasaron tres semanas hasta que perdió ese olor enfermo. Luego mejoró rápidamente y su piel recuperó el brillo y la densidad.

Apenas había mejorado la gata cuando caí yo enferma. Había estado transportando hierba desde el desfiladero y regresé a casa agotada y sudorosa. Cuando volví del establo y quise cambiarme de vestido, noté que tenía escalofríos y que temblaba. El fuego se había apagado y lo tuve que encender de nuevo. Bebí leche caliente pero no me sentí mejor. Los dientes me castañeteaban y tenía dificultad para sostener el cuenco. Comprendí inmediatamente que estaba enferma de verdad y eso me produjo una gran euforia, me reí a carcajadas. Lince se acercó y me empujó con el morro, como llamándome la atención. Y yo me reía y reía, de una manera poco natural, estridente y sin parar. En lo más profundo de mi ser una conciencia fría y clara observaba lo que sucedía. Dócilmente, hice lo que aquella conciencia me dictaba. Di de comer a Lince y a la gata, puse madera nueva en la estufa y me metí en la cama. Antes me tomé unas pastillas contra la fiebre y bebí un vaso del coñac de Hugo. La fiebre era muy alta e, intranquila, me revolcaba de un lado al otro de la cama. Oía voces y veía caras, alguien tiraba de mi manta. De vez en cuando el tumulto cesaba, y entonces distinguía a Lince junto a la cama. No se había recogido en su rincón y se había echado en la piel de cordero de Luise, como yo deseé al principio. La preocupación por los animales me atormentaba hasta hacerme llorar silenciosamente, exhausta y desvalida.

Hacia el amanecer los momentos de lucidez fueron en aumento y cuando la penumbra del día nevado entró en la habitación me levanté, me vestí vacilante y fui al establo. Pensaba con toda claridad y esperé ser capaz de ordeñar a Bella al menos una vez al día. Me arrastré por la escalera y bajé hierba para Bella y para Toro, hierba para dos días. Luego les eché agua en los cubos. Hacía todo muy despacio, me dolía intensamente el costado. Regresé a casa, puse carne y leche para Lince y la gata y reavivé el rescoldo con mucha leña. Dejé la puerta entreabierta para que Lince pudiera salir al exterior. Si yo moría, él quedaría libre. Bella y Toro no tendrían dificultad para abrir sus respectivas puertas, los cerrojos eran poco fuertes y las sogas estaban colocadas de tal modo alrededor de su cuello que no los ahogarían si intentaban romperlas. Además eran sogas flojas. Claro que de poco les iba a servir, delante de la puerta del establo no les esperaba más que el frío y el hambre. Me tomé otra pastilla y coñac y me desplomé mareada en la cama. Pero me tuve que levantar otra vez. Fui hasta la mesa y escribí en el calendario: «El 24 de enero caí enferma». Luego me arrastré a la cama con una jarra de leche, apagué por fin la vela y me desmoroné.

La fiebre golpeaba con fuerza en mis venas y yo flotaba en una nube roja y caliente río abajo. La cabaña se animó de repente, pero ya no era la cabaña sino una sala oscura de techos altos en la que reinaba gran actividad. No sabía yo que existieran tantos seres humanos. Todos eran desconocidos y se comportaban muy mal. Sus voces eran como graznidos y me hicieron reír a carcajadas; inmediatamente la nube roja y caliente me alejó de allí y me despertaba en el frío. La gran sala se había convertido en una cueva llena de animales, enormes sombras cubiertas de piel que se movían inciertas a lo largo de las paredes o se acurrucaban en los rincones, mirándome fijamente con ojos enrojecidos. También había momentos en los que estaba tumbada en la cama y Lince me lamía la mano lloriqueando bajito. Hubiera deseado tranquilizarle pero mi voz sólo era un susurro. Sabía perfectamente que estaba muy mal y que sólo yo podía salvarnos a todos, a mí y a los animales. Decidí llevarme en mi viaje esa certeza y no olvidarla. Apresuradamente tomé más pastillas y bebí leche y el viaje febril se reanudó. Aparecieron de nuevo los seres humanos y los animales, gigantescos y muy extraños. Graznaban y tiraban de mi manta y sus dedos y garras me pinchaban en el costado. Estaba indefensa ante sus ataques, con sal en los labios del sudor y las lágrimas. Y de pronto desperté.

Todo estaba oscuro y hacía frío, la cabeza me dolía. Encendí una vela, eran las cuatro de la madrugada. La puerta estaba abierta por completo y el viento había empujado la nieve hasta el centro de la habitación. Me puse la bata, cerré la puerta y encendí la estufa. Me costó bastante pero por fin ardía un fuego tranquilo; Lince casi me tira al suelo con sus expresiones de alegría. Consciente de que la fiebre me podía avasallar de nuevo en cualquier momento, me abrigué bien y fui con pasos torpes al establo. Bella me saludó con lamentos. Supuse que me había pasado dos días sumida en la fiebre. Ordeñé al pobre animal y fui por hierba y agua. Creo que necesité una hora para ello, tan débil estaba. Todavía tenía que atender a Toro y el día clareaba cuando volví a rastras a la casa, entretanto caldeada. Puse en el suelo carne y leche para Lince y la gata, y yo misma bebí un poco de leche que no me supo bien. Por fin sujeté la puerta con una cuerda al banco para que Lince la abriera sólo una rendija. No se me ocurrió una solución mejor. Ya sentía que la fiebre volvía. Añadí más leña a la estufa, tomé pastillas y coñac y nuevos terrores se abalanzaron sobre mí. Algo cayó con todo su peso sobre mi pecho y me atacaron de todas partes intentando tirar de mí hacia el abismo y yo sabía que eso no podía ocurrir bajo ningún concepto. Luché y grité —o creí gritar—, y de golpe todos desaparecieron y la cama se paró con una sacudida. Una silueta se inclinó sobre mí y vi el rostro de mi marido. Lo vi con toda claridad y ya no sentí miedo. Sabía que había muerto y me alegró ver su rostro, su rostro humano familiar y bondadoso que yo tantas veces había acariciado. Alargué la mano y se disolvió. No estaba permitido tocarlo. Una nueva ola de calor se echó sobre mí y me llevó consigo. Cuando recuperé el conocimiento, la penumbra del anochecer entraba por la ventana. Me sentí libre de fiebre, exhausta y vacía. Lince estaba tumbado en la pequeña alfombra de piel y la gata dormía a mi lado pegada a la pared. Se despertó a pesar de que yo no me había movido, estiró la pata y la posó despacito y muy extendida sobre mi mano. No sé si se daba cuenta de que yo estaba enferma, pero cada vez que me despertaba estaba echada a mi lado mirándome. Lince gimoteaba de alegría en cuanto le dirigía la palabra.

No estaba, pues, sola y no podía abandonarlos. Me esperaban con tanta paciencia. Bebía leche con coñac y tomaba pastillas y cuando me sentía sin fiebre me levantaba y, como podía, iba al establo para cuidar de Bella y de Toro. No sé cuántas veces repetí el paseo porque siempre que me sumía en un inquieto duermevela soñaba que iba al establo a ordeñar a Bella y poco después me hallaba de nuevo en la cama y sabía que no había ido al establo. Todo se mezclaba de manera confusa y enmarañada. Pero debí de levantarme y cumplir con mis tareas más de una vez porque de lo contrario mis animales no habrían superado tan bien mi enfermedad. Ignoro cuánto tiempo duró esta situación mía de semiconsciencia. El corazón me daba grandes brincos en el pecho y Lince, incansable, intentaba despertarme. Por fin consiguió que me incorporara y mirara a mi alrededor.

Era pleno día y hacía frío, y me dije que ya no estaba enferma. Tenía la cabeza despejada y el dolor del costado había desaparecido. Sabía que debía levantarme pero necesité mucho tiempo para salir de la cama. El reloj y el despertador se habían parado y ya no sabía ni la hora que era ni el día. Tambaleándome de pura debilidad encendí la estufa, fui al establo y liberé a Bella, que mugía, de su carga de leche. Tuve que arrastrar el cubo de agua por la nieve porque era incapaz de levantarlo, y al ir por hierba a la habitación de arriba me senté tres veces en la escalera. Realicé mi faena, que me pareció interminable, y volví a casa, Lince siempre a mi lado, lamiendo mis manos, empujándome y la alegría y la preocupación reflejadas en sus ojos castaños. Les di de comer a él y a la gata, que estaban hambrientos, me obligué a beber leche caliente y me derrumbé en la cama. Lince no me permitió dormir. Tuve que desvestirme con dificultad infinita y meterme bajo la manta. El fuego crepitaba en la estufa y por un instante de confusión era un niño enfermo que espera que su madre le traiga ponche caliente a la cama. Al poco rato me dormí.

Debí de dormir mucho tiempo porque me despertó el lloriqueo de Lince. Me sentí restablecida por completo, aunque muy débil. Me levanté y todavía un poco inestable me dediqué a mis labores. Las cornejas aterrizaron graznando en el claro y yo puse mi reloj a las nueve. Desde entonces marca el tiempo de las cornejas. No sé cuántos días estuve enferma, y después de pensarlo mucho rayé una semana en el calendario. Desde entonces ya no es exacto.

La semana que siguió fue dura y penosa. Procuré no hacer esfuerzos superfluos, pero a pesar de ello me sentía cansadísima. Afortunadamente había congelado medio corzo y no tenía necesidad de alejarme de casa. Comía manzanas, carne y patatas y hacía lo posible por recuperar fuerzas. Sentía un terrible deseo de naranjas y pensar que no las comería nunca más me llenaba de lágrimas los ojos. Tenía los labios agrietados y el frío impedía que se curaran. Lince me trataba como a un niño desvalido y cuando me dormía me despertaba con pánico. La gata dormía en mi cama y se mostraba cariñosa conmigo. No sé si era cariño o necesidad de consuelo. También ella había perdido a sus crías y había estado a las puertas de la muerte.

Paulatinamente volvimos todos a nuestra vida acostumbrada. La pequeña sombra de Tigre era lo único que empañaba mi alegría ante la salud recuperada. Creo que si él no se hubiera escapado y la gata no hubiera estado tan mala la enfermedad no habría podido conmigo. Había vuelto empapada a casa otras veces, sin embargo esta vez la preocupación me debilitó e hizo vulnerable. La estancia en los prados altos me había transformado un poco y la enfermedad profundizó ese proceso. Me iba liberando poco a poco de mi pasado y me integraba en un nuevo orden.

A mediados de febrero estaba tan recuperada que podía pasear con Lince en el bosque y acarrear la hierba. Era prudente y procuraba no fatigarme demasiado. El tiempo seguía moderadamente frío y los animales del bosque resistían bien el invierno. Todavía no había encontrado ninguno helado o muerto de hambre. Era una dicha estar otra vez bien, respirar el aire puro de la nieve y sentir que aún vivía. Bebía mucha leche y siempre tenía sed. Intenté compensar a Bella y a Toro del miedo y la angustia que habían pasado durante mi enfermedad redoblando mi dedicación. Pero ellos ya habían olvidado todo. Les cepillaba la piel y les prometía un verano largo y maravilloso en la montaña, también rompía sin pensar demasiado en el futuro trocitos de mi piedra de sal y se los daba en premio. Ellos frotaban sus morros contra mí y lamían mis manos con sus lenguas húmedas y ásperas.

Cuando pienso hoy en aquel tiempo lo recuerdo ensombrecido todavía por la desaparición de Tigre; entonces casi me alegraba de que los gatitos hubieran nacido muertos y que me librara de un nuevo cariño y una nueva preocupación.

A finales de febrero Bella reclamó imperiosamente la presencia de Toro y yo cedí e hice otro intento. Luego se demostraría que mi esperanza era vana. Decidí esperar hasta mayo. No estaba segura de mi criterio en estos asuntos, que se convertían en una molestia constante. Toro crecía y no acusaba el frío. Su pelo era denso y algo áspero, su corpachón estaba siempre envuelto en un vaho templado. Quizá hubiera podido pasar el invierno a la intemperie. Naturalmente, yo transfería siempre mi propia indefensión a los animales. Pero éstos reaccionaban de manera muy diversa. Lince resistía tanto el frío como el calor; la gata, que tenía el pelo mucho más largo, odiaba sin embargo el frío y el señor Ka-au Ka-au, que también era un gato, vivía en el hielo y la nieve del bosque invernal. Yo era friolera, pero no hubiera aguantado pasar el día entero junto a la estufa como hacía Lince. Cada vez que veía una trucha inmóvil en una poza me daban escalofríos y sentía lástima de ella. Y me sigue dando lástima porque no puedo imaginar que ese fondo de piedras musgosas sea confortable. Mi capacidad de imaginar es limitada y no alcanza hasta la carne lisa y blanca de los animales de sangre fría.

¡Y qué extraños me resultan los insectos! Los observo y admiro, pero agradezco que sean tan pequeños. Una hormiga del tamaño de un hombre es una pesadilla. Creo que la única excepción son los abejorros porque su aspecto peludo me recuerda un diminuto mamífero.

A veces deseo que esta extrañeza se convierta en familiaridad, sin embargo estoy aún muy lejos de ella. Extraño y malo siguen siendo sinónimos para mí. Y veo que tampoco los animales están libres de este prejuicio. Este otoño apareció una corneja blanca en el claro. Vuela siempre a cierta distancia de las demás y se posa sola en un árbol que sus compañeras evitan. No comprendo por qué no la admiten. Para mí es un pájaro de belleza especial, para sus congéneres por el contrarío es horrible. La veo tan sola en su abeto escudriñando el claro, un triste monstruo que no debería existir: una corneja blanca. Permanece sentada hasta que la bandada levanta el vuelo y entonces le llevo un poco de comida. A veces salta al suelo cuando me aproximo. No sabe que la rechazan, no conoce otra cosa. Siempre estará excluida y tan sola que temerá menos al hombre que a sus hermanos. Quizá ellos la desprecien tanto que ni se dignen matarla. Cada día espero a la corneja blanca y la llamo, ella me mira atentamente con sus ojos rojizos. Poco puedo hacer por ella. Mis desperdicios de cocina alargan una vida que quizá no debiera prolongarse. Pero deseo que la corneja blanca viva y a veces sueño que en el bosque vive otra igual que ella y que se encuentran. No creo en esa posibilidad, pero la deseo intensamente.

Febrero se me hizo muy corto debido a mi enfermedad. A principios de marzo subió de repente la temperatura y la nieve se derritió en las laderas. Temí que la gata fuera de nuevo en busca de aventuras, pero no mostró signos de estar enamorada. La enfermedad la había marcado. A menudo jugaba como una gatita y luego caía rendida y se dormía. Se había vuelto amable y tolerante y a Lince le gustaba estar cerca de ella. Sucedía incluso que durmieran juntos en el rincón de la estufa. Me inquietaba un poco esta transformación porque me parecía una señal de que la gata no estaba restablecida del todo. También yo me sentía un poco floja y eso era peligroso. Cuando llegara la primavera y sus trabajos tenía que haber recuperado sin falta mis fuerzas. En el lado izquierdo me quedaba un resto de dolor. Me costaba respirar a fondo y cuando acarreaba la hierba o partía leña me molestaba esa respiración corta. Aún hoy aparece con los cambios de tiempo, pero desde el verano respiro otra vez bien. Temo que la enfermedad me haya debilitado el corazón, aunque no puedo prestarle mucha atención.

Todo el mes de marzo tuvo algo agotador y amenazador. Yo sabía que debía cuidarme pero no podía evitar los esfuerzos. El sol me invitaba a sentarme en el banco, pero su fuerza me fatigaba y renuncié a ello. Es aburrido tener que pensar constantemente en la propia salud y por lo general olvidaba pensar en ella. La tierra estaba todavía fría y en cuanto se ponía el sol el aire era invernal, frío y rudo. La hierba se había conservado tan bien debajo de la capa de nieve que a trechos estaba verde. Los animales del bosque encontraban suficiente pasto en el claro.

Pasé todo el mes de marzo con el trabajo de la leña. Iba despacio, porque me faltaba el aire, pero partir leña era de vital importancia y un trabajo necesario. Todo lo que emprendía me parecía un poco irreal, como si me moviera sobre algodón y no sobre el suelo firme del bosque. No me preocupé demasiado, pasando de la euforia nerviosa a la tristeza superficial. Yo misma notaba que me comportaba como la gata, que debido a la enfermedad había retrocedido a una forma de vida infantil. Antes de dormirme creía a menudo estar en mi camita de nogal, junto al dormitorio de mis padres, y escuchar el murmullo de sus voces, que me llegaba a través de la pared y me adormecía. Continuamente me decía que tenía que ser fuerte y adulta, pero en realidad lo que deseaba era volver al calor y al silencio del cuarto de los niños o quizá aún más lejos, al calor y al silencio del que me habían sacado a la luz. Era vagamente consciente del peligro, pero la tentación de soltar amarras tras tantos años era demasiado fuerte como para resistirla. Lince no aprobaba mi actitud y me proponía ir con él al bosque o hacer esto o aquello para liberarme de mi ensoñación. Mi pequeño ego infantil se enfadaba mucho con Lince y no quería saber nada de sus propuestas. Así iba a la deriva por el húmedo fulgor de los días de marzo, que había hecho brotar prematuramente las flores de la tierra: hepáticas, primaveras, dientes de león, corydalis. Todas eran preciosas y creadas para darme alegría.

Quién sabe cuánto tiempo hubiera vivido así si Lince no hubiera intervenido. Había cogido la costumbre de irse por su cuenta de excursión y una tarde regresó lamentándose y me mostró su pata ensangrentada. Inmediatamente volví a ser una mujer adulta. Parecía como si una piedra pesada hubiera caído sobre la pata. La lavé y como no podía ver si estaba rota la entablillé con unas maderas y la vendé después de extender una pomada sobre la herida. Lince se dejó curar dócilmente, contento de la atención que le dedicaba. Pasó los dos días siguientes junto a la estufa dormitando. Yo me hice reproches, por mi culpa el perro había sufrido ese accidente. No me había ocupado de él y le había dejado en la estacada. Volví a examinar la pata y vi que no estaba rota. Lince se lamió la pomada y no renové el vendaje. Él sabía mejor que nadie lo que le hacía bien y necesitaba lamer su herida. Al cabo de una semana ya andaba otra vez cojeando un poco. La pata se quedó algo más ancha y con menos forma.

De pronto las semanas pasadas me parecieron completamente irreales. Mis tareas acapararon de nuevo mi atención y empecé a hacer planes para el traslado a los prados altos. Entonces irrumpió otra vez el invierno. La nieve cubrió los árboles del prado del arroyo y mis fantasías de un sueño de infancia resguardada. No había seguridad alguna en mi mundo, únicamente peligro por todas partes y trabajo duro. Me parecía bien, pensar en lo que me había convertido en el último tiempo me daba asco.

El montón de leña más próximo a la cabaña había sido ya utilizado y me dispuse a arrastrar por la nieve troncos de otro montón más lejano. La nieve estaba dura y lisa y el trabajo me divirtió. Pronto tuve las manos llenas de cortes, de resina y de astillas. La sierra no cortaba muy bien pero no me atreví a afilarla por temor a quitarle con mi torpeza el último filo. Serrar se convirtió en una dura faena y cada noche me iba hecha polvo a la cama. Pero también recuperé las ganas de comer y hasta saboreaba con apetito la carne. Pronto noté que estaba más fuerte y más ágil. Lince corría detrás de mí a todas partes sin resentirse de su pata. Ahora éramos tres convalecientes robustos, pues también la gata se había recuperado y perdido su poco característica dulzura. Toro era cada día más grande y más hermoso, el garaje parecía una casita de muñecas que él llenaba por completo. Ya me alegraba del momento en que pudiera sentir bajo sus patas los pastos de la montaña.

Sólo el problema de la gata me desasosegaba cada noche cuando pensaba en el traslado. No tenía sentido llevarla conmigo. Regresaría a casa inmediatamente; si la dejaba en el chalet al menos le ahorraría los peligros del largo camino de vuelta. Con cada día que pasaba la veía recuperar su viejo yo arisco y me tranquilizaba pensando que superaría las dificultades del verano en el bosque. Si hubiera estado todavía enferma la habría llevado conmigo sin dudarlo. Le había tomado tanto cariño a raíz de su enfermedad que la separación inminente me enturbió la alegría de la marcha. De buena gana me hubiera quedado en el chalet. Mi extraña aversión a volver a la cabaña, incomprensible tras un verano tan hermoso, no había desaparecido del todo. Quizá se debiera a mi comodonería, que me hacía retroceder ante las penalidades. Quizá debí prestar atención a mis secretos deseos, pero yo pensaba que Bella y Toro merecían otro verano en la montaña.

Todo el mes de abril fue frío y húmedo, y en el último tercio el tiempo fue tan malo que lo pasé metida en casa. El descanso impuesto no me gustó. Me sentía llena de actividad y me tenía que contentar con remendar mis vestidos para el verano. Mis manos estaban tan agrietadas que el hilo se quedaba constantemente enganchado, la aguja se me escapaba entre los dedos y la tenía que buscar y enhebrar de nuevo. De momento no necesitaba preocuparme por la vestimenta. La cuestión de los zapatos ya era más problemática. Disponía de un par de sólidos zapatos de montaña con suela de goma que eran indestructibles, además tenía los zapatos de montaña de Luise, que me venían un poco grandes pero que podía usar si era necesario. Mis zapatos corrientes, con los que había llegado aquí, se hallaban en un estado lamentable. El forro se había roto y tanto las punteras como los tacones estaban desgastados, no durarían otro verano. Entretanto me he fabricado unos mocasines con la piel seca de un corzo. No son demasiado bonitos pero muy cómodos en el uso. Desgraciadamente no son muy resistentes. En aquella primavera no se me ocurrió esta solución. También estaba mal surtida de medias y calcetines. La lana de zurcir se me había acabado hacía tiempo y me arreglaba con los hilos de colores que sacaba de una manta.

Hacía mucho que no llevaba verdaderos vestidos. Di pronto con la indumentaria más práctica para mí. Las camisas de Hugo, cuyas mangas acorté, mi viejo pantalón de pana, un chaquetón de Loden, un jersey de lana y en invierno el pantalón largo de cuero que perteneció a Hugo y me quedaba enorme. En verano andaba en unos shorts que me hice de un elegante pantalón de brocado que Luise solía llevar de noche en el chalet. Mi bata aún estaba bastante bien conservada, ya que sólo me la ponía en casa. Como se ve, un vestuario poco sofisticado, pero sin duda práctico. No solía pensar mucho en mi aspecto. A mis animales les daba igual en qué cáscara iba envuelta, ellos no me amaban por mi aspecto exterior. Seguramente carecían de sentido estético. No puedo imaginar que un ser humano les pareciera bello.

Así pasé unos días dedicada al antipático trabajo de costura. El tiempo era tan frío y ventoso que ni Lince mostraba deseos de salir de paseo. Ovillado en su rincón se esponjaba al calor. La gata se instalaba en la mesa entre mis vestidos. Le gustaba arrellanarse sobre ellos; también Perla y Tigre lo hacían. Cuando yo decía algo ella me contestaba ronroneando, a veces bastaba una mirada mía para incitarla. El viento sacudía la casa y nosotros estábamos calentitos y cómodos. Si el silencio se hacía demasiado grande y opresivo yo hablaba un poco y la gata me contestaba con pequeños sonidos guturales. Me hubiera sentido dichosa si hubiera logrado suspender los pensamientos sobre el pasado, pero lo conseguía raras veces.

El 26 de abril se paró el despertador. Yo estaba arreglando una camisa, sentada a la mesa, cuando dejó de hacer tictac. No lo registré inmediatamente, es decir, noté que algo había cambiado. Cuando la gata enderezó las orejas y volvió la cabeza hacia la cama oí conscientemente el nuevo silencio. El despertador había muerto. Era el reloj que encontré en la cabaña de caza de arriba, en mi excursión al valle vecino. Lo cogí, lo sacudí y dijo tictac antes de enmudecer para siempre. Lo abrí con la ayuda de la tijera. Su aspecto, en mi opinión, era del todo saludable. No descubrí ningún defecto en su engranaje, no había nada roto y, sin embargo, ya no funcionaba. Nunca lograría hacerle marchar de nuevo. Le dejé pues en paz y volví a atornillar la tapa. Eran las tres de la tarde, según la hora de las cornejas, y desde entonces es la hora que marca. No sé por qué lo guardé. Aún está junto a mi cama, marcando las tres. Me quedaba el reloj de pulsera que siempre estaba en el cajón. En el trabajo lo habría roto.

Hoy ya no poseo reloj. El de pulsera lo perdí al regresar de la montaña. Quizá las patas de Bella lo hundieron en la tierra. Entonces pensé que me daba lo mismo y no volví a buscarlo. Probablemente no lo habría encontrado. Era un reloj miniatura, un juguete de oro que mi marido me regaló hacía años. Siempre le gustaba que llevara cosas delicadas y bellas. Yo hubiera preferido un reloj práctico y grande, pero hoy me alegra haber simulado entusiasmo por el regalo. Bueno, el reloj pequeño también había desaparecido. Hacía tiempo que no marcaba siquiera la hora de las cornejas. Estos relojes pequeños nunca son exactos. Al principio eché de menos el despertador. Durante unas cuantas noches no me pude dormir acongojada por el nuevo silencio. Por la noche me despertaba con el familiar tictac en el oído, pero era mi corazón el que me había despertado. La gata fue la primera que registró la muerte del despertador, Lince ni se dio cuenta. Que el reloj se parara no era una señal de peligro o de caza, por lo tanto no le interesaba. Era totalmente insensible a los ruidos familiares por fuertes que fueran. Pero si durante la caza una rama crujía levemente aguzaba las orejas y se paraba para olfatear el aire. Ahora nadie distingue para mí entre los ruidos inofensivos y los peligrosos. Tengo que ir con mucho cuidado. La gata escucha día y noche, pero no para mí.

Hasta mayo el tiempo no mejoró de verdad. Llevaba ya dos años en el bosque y me asombraba de no pensar ya casi nunca en que un día me encontrarían. Pasé el 1 de mayo removiendo el campo de patatas y transportando abono hasta él. El 2 de mayo transcurrió del mismo modo. De la noche a la mañana llegó el verano y entre las flores marrones por las heladas de primavera todo pujaba por salir a la luz. Reanudé el trabajo de la leña e hice acopio de reservas bajo el porche. El invierno no me sorprendería desprovista. El 10 de mayo con tiempo veraniego planté las patatas y constaté con satisfacción que esta vez había más sobrantes a pesar de que había ampliado considerablemente el campo. También sembré las judías y con ello quedaban realizadas las labores más importantes de primavera. Decidí partir cuanto antes a la montaña. La hierba seca escaseaba y saqué a Bella y a Toro a pastar en la pradera. Toro había comido y comido durante el invierno, además había bebido la excelente leche desnatada. Aún fui una vez al pajar por pienso para tener una reserva a mano cuando regresara en otoño. Los árboles frutales estaban en plena flor y la hierba había crecido mucho en una semana. Al otro lado del muro las ortigas proliferaban alrededor de la casita. Los árboles florecían tarde este año y así no sufrirían heladas.

En los días siguientes el tiempo empeoró, hizo frío y llovió pero los Santos de Hielo fueron benignos y el 17 de mayo hacía tan bueno que inicié el traslado. Esta vez me resultó más fatigoso que el año anterior porque aún me costaba respirar a fondo y arrastraba los pesados bultos jadeando. En la cumbre la hierba ya estaba densa y verde; sólo en la sombra, bajo los árboles, había un poco de nieve.

La gata observaba disgustada mis preparativos. Cuando pretendía acariciarla me miraba fríamente a los ojos sin ronronear. Se había dado perfecta cuenta de lo que pasaba y su mal humor estaba justificado. Yo me sentía culpable bajo su mirada. En las últimas noches no durmió en mi cama sino en el duro banco de madera. En la mañana de nuestra marcha no volvió siquiera a casa. Para mí el día estaba estropeado desde el comienzo. Si hoy me dijera que la gata quiso prevenirme sería una mentira. Ella deseaba que no la dejara sola y eso no tenía nada de misterioso. A nadie le gusta que le dejen solo, tampoco a una vieja gata.

Era un maravilloso día de primavera incipiente, pero mi corazón no estaba contento. Decir adiós, aunque fuera por poco tiempo, siempre me costó mucho. Soy una persona sedentaria y viajar me intranquiliza. Mis pensamientos quedaban en el viejo chalet que dormitaba al sol de la mañana con la llave echada y las contraventanas cerradas. Una casa abandonada es algo muy triste. Yo estaba de camino hacia un reino intermedio y mi hogar no estaba en ningún sitio. Esta vez no dejé una nota sobre la mesa, no pensé en ello. A mediodía llegamos a la cumbre y allí olvidé de momento mis cavilaciones. Lince corrió con un aullido de alegría hacia el prado y la cabaña. Recordaba el verano anterior y se sentía por completo en casa. Dejé en el prado a Bella y a Toro y entré en la cabaña. Pero mi desasosiego no desapareció y después de un corto descanso me puse a trabajar. Fui por madera al establo y fregué el polvo de un año que cubría el suelo. Me perseguía el recuerdo de Tigre y cuando abrí el armario esperé durante un instante de confusión encontrarme al pequeño gato ovillado y dormido. Las rodillas se me doblaron y tuve que agarrarme hasta que pasó el breve momento de debilidad.

Más tarde me senté en el banco de la puerta y miré a mi alrededor un poco aturdida. Todo seguía igual, el barril del agua de lluvia, el tajo y el montón de leña, como si esperaran nuestro viejo juego matutino. Yo sabía que no debía insistir en esa dirección, pero nunca fui capaz de sofocar una pena sin más. Siempre tenía que esperar a que madurara, se consumara y cayera de mí. Pero podía trabajar. Fui a recoger madera caída y durante toda la tarde transporté un haz tras otro hasta la cabaña. Allí los extendí al sol para que secaran. Antes, a mediodía, había sacado a la pradera las mantas y el colchón de paja. No estaban húmedos, pero olían a moho. En invierno la nieve habría cubierto la cabaña hasta el tejado. Esta vez traje más patatas y las esparcí en el cuartito. No podía contar con encontrar otra vez harina. Si había aún alguna cosa en una de las cabañas estaría sin duda estropeada desde hacía tiempo o la habrían comido los ratones. Al tercer día cacé un ciervo joven y guardé la carne salada en cacharros de barro que tapé y metí en la nieve en una hondonada situada a la sombra. Me seguía sintiendo desazonada, pero Bella y Toro estaban felices. A veces interrumpían su actividad, trotaban hasta la cabaña y asomaban sus cabezotas por la puerta. No venían sólo por cariño, sino también porque yo les daba a lamer un poco de sal en mi mano.

Hasta el quinto día no fui con Lince al observatorio. El paisaje era una gran selva verde y florida. Apenas si se distinguían por el color los campos de los prados. Las hierbas silvestres se habían apoderado de todo. Ya durante el primer verano cubrieron los caminos más estrechos y ahora no se percibían más que islotes oscuros de lo que fue la ancha carretera de asfalto. Las semillas habían echado raíces en las grietas abiertas por las heladas. Pronto no habría carretera. La visión de las lejanas torres de iglesia no me conmocionó esta vez. Iba preparada para el ataque de tristeza y desesperación pero no ocurrió. Me sentía como si llevara cincuenta años en el bosque y las torres no eran ya más que construcciones de piedra y ladrillo. No me importaban. Me sorprendí pensando que Bella daba poca leche en el último tiempo y que había hecho bien en dejar en el valle el barril para hacer mantequilla. Me puse en pie y continué mi camino con Lince hacia el bosque. Mi propia frialdad me consternó. Algo había cambiado y había que asumir la nueva realidad. La idea me produjo desasosiego, un desasosiego que no superaría más que entrando de lleno en él y dejándolo luego atrás. Era absurdo intentar mantener viva artificialmente la pena antigua. Las circunstancias de mi vida anterior me habían obligado más de una vez a mentir, ahora los motivos o las disculpas para mentir habían desaparecido definitivamente. Ya no vivía entre los hombres.

A principios de junio me había acostumbrado a la montaña, pero no fue nunca como el año anterior. Aquel primer verano en los prados altos había pasado irremisiblemente y yo no deseaba una repetición descolorida de aquella experiencia y me cuidaba de sucumbir al antiguo embrujo. La montaña, por otro lado, me ayudaba en este empeño cerrándose y mostrándome su faz desconocida.

Había menos que hacer que en el año pasado, porque no necesitaba pensar en la obtención de mantequilla y de grasa para cocinar. Bella daba poca leche y Toro tuvo que acostumbrarse por fin a beber solamente agua. Bella daba la leche justa para el consumo diario y yo producía como ya había hecho con anterioridad pequeñas cantidades de mantequilla con el batidor. Pobre Bella, si no ocurría pronto un milagro no volvería a tener una cría.

Como en el verano anterior me sentaba a menudo en el banco de la puerta y paseaba la mirada por la pradera. Ésta no era diferente a como había sido entonces y seguía oliendo embriagadoramente, pero yo no caía en éxtasis como entonces. Me dedicaba a serrar madera con diligencia y disponía de mucho tiempo para ir con Lince al bosque. Ya no emprendía grandes excursiones, mis límites habían quedado establecidos el verano pasado. No me importaba demasiado por dónde transcurría el muro y no tenía ganas de encontrar otras diez cabañas de leñador derruidas, en las que olía a ratones. A estas alturas las ortigas habrían entrado en ellas por las puertas resquebrajadas y crecerían en todas las rendijas. Prefería pasear a placer por el bosque en compañía de Lince. Era más saludable que pasar el tiempo sin hacer nada en el banco mirando el prado. El caminar sosegado por los viejos senderos invadidos por la maleza me sosegaba y además era una alegría diaria para Lince. Cada paseo era una gran aventura para él. Yo entonces hablaba mucho con él y él comprendía casi todo lo que yo le decía, al menos el sentido. A lo mejor entendía más palabras de lo que yo pensaba, quién sabe. En aquel verano olvidé por completo que Lince era un perro y yo una persona. Lo sabía, desde luego, pero la distinción había perdido todo significado diferenciador. También Lince había cambiado. Desde que me dedicaba tanto a él estaba más tranquilo y no temía constantemente que yo me disolviera en el aire en cuanto me ausentaba cinco minutos. Si lo pienso hoy, creo que ése era el gran temor de su existencia canina: que yo le dejara solo. Yo había aprendido mucho sobre él y comprendía todos sus movimientos y expresiones. Por fin reinaba entre nosotros un profundo y silencioso entendimiento.

El 28 de junio, cuando regresaba con Lince del bosque, vi cómo Toro montaba a Bella. No recordaba que ella le hubiera reclamado con sus mugidos durante la noche. Al ver a las dos enormes criaturas fundirse contra el cielo rosado del anochecer tuve la certeza de que esta vez sí que habría un ternero. Así tenía que ser, en una gran pradera, bajo el cielo anochecido, sin la intervención humana. Aún no sé con seguridad si tengo razón. En cualquier caso Bella dejó de llamar a Toro, que se dedicaba exclusivamente a llenar su corpachón con la mayor cantidad posible de hierba dulce, a dormitar al sol o a correr al galope por las praderas. Era un animal extraordinariamente bello y fuerte, además de dócil. A veces descansaba su cabeza sobre mi hombro y resoplaba de placer cuando le rascaba la frente. Quizá con el tiempo se habría vuelto huraño y difícil. Pero entonces era un gran ternero, confiado, juguetón y siempre dispuesto a comer. Creo que no era tan inteligente como su madre, aunque tampoco era su obligación serlo. Resultaba divertido verle obedecer incluso a Lince, que a su lado no era más que un enano ladrando.

Hoy creo que Bella tendrá una cría. Da más leche que en otoño y ha engordado visiblemente. Si es así el ternero nacerá según mi calendario campesino a finales de marzo. Bella no está escandalosamente gorda, pero sí más de lo que es atribuible al simple pasto. Hace cuatro semanas no me atrevía a tener esperanzas y todavía tengo dudas, quizá me imagino cosas que deseo intensamente. Tendré que esperar y no perder la calma.

Entonces, en la montaña, la incertidumbre sobre Bella me inquietaba todavía más. ¡Era tan importante para mí que tuviera una cría! De lo contrario trabajaría duramente para dos animales que no me servían para nada y a los que era incapaz de matar. Bella no parecía preocuparse en absoluto por nuestro futuro. Era una alegría observarla. Seguía conservando su papel dirigente y, cuando Toro hacía locuras, le llamaba al orden empujándole con la cabeza. Él obedecía y nunca se alejaba demasiado de su madre-esposa. Eso me tranquilizaba porque sabía que Bella era sensata y que podía confiar en ella. La sensatez inspiraba todo su ser y la llevaba a decidir siempre lo más adecuado. A Lince no le gustaba el papel de pastor y lo asumía únicamente cuando yo se lo ordenaba. Hasta que llegara el momento de la siega, tenía que recuperarme un poco. Aún notaba las secuelas de la enfermedad. Comía bastante, pasaba mucho tiempo al aire libre y dormía sin sueños.

El 1 de julio, como está consignado en el calendario, pude respirar a fondo por primera vez. Desapareció la última molestia y entonces me di cuenta de lo que me había estorbado aquella respiración corta, aunque no le hubiera dado importancia. Durante una hora me sentí como recién nacida, luego olvidé que hubiera sido diferente alguna vez. En pocas semanas iniciaría los trabajos de la siega y era importante respirar bien en la ladera empinada del prado.

El 2 de julio bajé al valle para limpiar de malas hierbas el campo de patatas. Había llovido y la maleza había proliferado más que el verano pasado, más seco. Trabajé toda la mañana en el campo. En el chalet encontré el hoyo habitual en la cama, aunque no sabía cuántos días llevaba allí. Pasé la mano encima de la manta, cargué la mochila de patatas y volví a subir a la montaña. A mediados de julio hice una segunda excursión y eché un vistazo a la pradera del arroyo. La hierba estaba alta y más jugosa que el año anterior. El verano estaba resultando desigual, la lluvia y los días cálidos se sucedían con cambios rápidos. Era un tiempo excelente para todo lo que debía crecer y madurar. Como tenía tiempo, pesqué tres truchas y las freí en el chalet. De buena gana le habría dejado una a la gata, pero sabía que no tocaría nada en mi ausencia, era demasiado lista y desconfiada. Mi intención era esperar la luna creciente, que a lo mejor traía un clima más estable. También decidí hacerme el trabajo más fácil que el año pasado. Como Bella tenía poca leche, la ordeñaría una vez al día y así podría pasar la noche en el chalet y empezar a segar a primera hora de la mañana después de haber descansado.

A finales de julio, llegó el momento. Ordeñé a Bella y la encerré con Toro en el establo. No les gustó mucho, pero no hubo otro remedio. Les puse suficiente hierba y agua y descendí con Lince al valle. A las ocho de la tarde llegué al chalet, tomé una cena fría y me metí enseguida en la cama para estar en forma por la mañana. Como ya no tenía despertador, confié en mi reloj interno. Me imaginé el número cuatro, muy grande y muy nítido, con la seguridad de que me despertaría a las cuatro. Ya estaba muy ejercitada en este tipo de cosas.

Me desperté, sin embargo, a las tres, porque la gata saltó sobre mi cama y me recibió con grandes aspavientos, alternando los reproches quejumbrosos y las expresiones de cariño. Me desvelé por completo, pero permanecí un rato en la cama con la gata ronroneando pegada a mis piernas. Creo que durante media hora las dos estuvimos contentas con la vida. A las tres y media me levanté y preparé el desayuno a la luz de la lámpara que cada noche echaba de menos en la montaña. La gata se escondió debajo de la manta y siguió durmiendo. Le dejé un poco de carne frita y luego, tras desayunar y dar de comer a Lince, salí hacia el desfiladero. Aún era de noche y hacía frío. El agua corría en rápidos arroyuelos por las rocas y era absorbida por la carretera. Había que andar despacio para no tropezar con las piedras que los recientes aguaceros habían dejado al descubierto. El estado de la carretera era lamentable. En primavera el agua del deshielo había cavado profundos surcos, y en el lado del arroyo la tierra se había desmoronado en el agua en varios sitios. En otoño tendría que reparar la carretera antes de que el invierno la destruyera definitivamente. Debía haberlo hecho antes, pero el trabajo que suponía me asustaba. No tenía disculpa, y si en la penumbra de la madrugada me rompía una pierna, me lo merecía plenamente. Una vez en el prado, saqué la guadaña del pajar y la afilé. El agua helada del arroyo disipó el último rastro de sueño. Cuando comencé a segar ya clareaba el día. La guadaña surcaba la hierba y a un lado y otro caía la masa húmeda. Era evidente que segaba mucho mejor por estar descansada. Estuve trabajando unas tres horas antes de hacer una pausa. Lince salió del pajar donde había dormido y me acompañó a casa. Me eché en la cama al lado de la gata, que se apretó contra mí gruñendo de gusto, y me dormí enseguida. La puerta estaba abierta y el sol entraba brillante y amarillo por el umbral. Lince se había instalado sobre el banco de la puerta y se adormiló en el primer calor. No me desperté hasta mediodía, comí una pequeñez y bajé de nuevo al prado para volver la hierba. Cuando regresé, la gata ya se había marchado después de comer su carne. Me pareció bien, pues no deseaba ver su decepción cuando la dejara.

Hacia las siete estaba de nuevo en la cumbre y fui directamente al establo para soltar a Bella y a Toro. Até a la vaca a una estaca para que pasara la noche al aire libre. Luego me lavé en la fuente, bebí leche caliente y me metí en la cama.

Al día siguiente ordeñé a Bella otra vez al atardecer y después la encerré con Toro en el establo. Dormí en el chalet como la noche anterior y la gata vino a enroscarse a mis pies. Le había traído una botella de leche que ella me agradeció arqueando el lomo y empujándome con el morro. Por la mañana segué una gran parte del prado, después no me eché a dormir, sino que di una segunda vuelta a la hierba cortada el día anterior. Estaba ya casi seca y tenía un olor dulce y suave. Por la tarde trasladé una parte al pajar y volví la hierba segada por la mañana.

Con esta nueva división del trabajo adelantaba rápidamente. Mientras la luna crecía, el tiempo se mantuvo templado y bueno. Este año tenía la intención de segar también una parte de la pradera vecina y así evitar la escasez de hierba en invierno. Pero cuando terminé con la pradera grande, el tiempo cambió y llovió durante una semana con interrupciones de un día. Era un tiempo propicio para que los prados altos crecieran con renovada frescura, pero no para segar. Me resigné a esperar y, como la mayor parte de la hierba estaba recogida, podía estar tranquila. De todos modos, mis piernas requerían atención. Las envolví en paños mojados y procuré tumbarme siempre que fuera posible, incluso durante el día. Al principio, Lince desaprobó mi inmovilidad, pero le enseñé mis piernas enfermas y le expliqué lo que pasaba y al final lo comprendió. Salía solo a pasear por la pradera y se mantenía siempre atento a mi llamada. Por aquel entonces se dedicaba con placer a la caza de ratones. El cambio de tiempo se había producido en el momento oportuno. Mis piernas no se curaron del todo, pero se recuperaron lo suficiente como para que yo reanudara el trabajo después de la breve pausa. La siega de la pradera pequeña duró una semana. En esta ocasión la gata me recibió con más calma y yo me alegré de animarla un poco. Probablemente no lo necesitaba, pero la simple idea me reconfortaba.

El verano pasó con extraña rapidez, no sólo en mi recuerdo. Sé que también entonces me pareció muy breve. En aquel año el macizo de frambuesos había sido invadido aún más por la maleza y sólo recogí un cubo de frutos, grandes pero no demasiado dulces. Para mí, naturalmente, eran dulcísimos. Dejaba que se disolvieran en la boca y pensaba en todos los dulces del pasado. Recuerdo con una sonrisa ese héroe de una novela de aventuras que saquea los panales de las abejas silvestres. En mi bosque no hay abejas silvestres y, si las hubiera, no me atrevería a tocar sus panales; por el contrario, me alejaría al máximo de ellos. Desde luego, no soy ni un héroe ni un chico listo. Nunca sabré hacer fuego frotando dos palos o encontrar un pedernal, porque no lo reconocería. No sé siquiera arreglar el mechero de Hugo, y eso que tengo piedras y gasolina. Y tampoco sé fabricar una puerta decente para el establo de Bella, a pesar de que no hago más que pensar en ello.

Pasé el resto de agosto en la montaña, algo fastidiada por las piernas, que me dolían. Pero reanudé los paseos con Lince porque tumbada en la cama sin hacer nada pensaba demasiado. Me alegraba ya del traslado al valle, el verano me parecía un mero interludio.

El 10 de septiembre bajé al valle para escardar las patatas, que crecían muy bien. Las judías se habían multiplicado. Había habido pocas tormentas y ningún temporal o inundación. En esta ocasión dejé a Toro y a Bella en el prado. El buen tiempo me indujo a no privarlos de un día de sol.

Hacia las cinco regresé a la cumbre. De pronto, cuando aún no veía bien la cabaña, Lince se paró y luego salió corriendo por la pradera ladrando furioso. No le había oído nunca ladrar así con tanta amenaza y odio. Inmediatamente supe que había sucedido algo espantoso. Cuando la cabaña ya no me cerraba la vista, lo descubrí. En la pradera había un hombre, un desconocido, y a sus pies yacía Toro. Era evidente que estaba muerto, era un gran montón gris y marrón. Lince se lanzó sobre el hombre, dispuesto a morderle en el cuello. Yo le llamé con un silbido estridente y él obedeció; gruñendo y con el pelo erizado se inmovilizó delante del hombre. Corrí a la cabaña y descolgué la escopeta de la pared. Tardé sólo unos segundos, pero le costaron la vida a Lince. ¿Por qué no corrí más deprisa? Cuando llegué a la pradera vi el destello del hacha y vi cómo caía con un golpe sordo sobre la cabeza de Lince. Apunté y disparé, pero Lince ya estaba muerto. El hombre dejó caer el hacha y se desmoronó con un extraño movimiento en espiral. Ni me fijé en él cuando me arrodillé junto a Lince. No hallé ninguna herida, sólo de su morro brotaba un poco de sangre. Toro, en cambio, estaba destrozado, su cabeza partida por muchos golpes yacía en un gran charco de sangre. Llevé a Lince en brazos hasta la cabaña y lo puse en el banco. De repente era muy pequeño y ligero. Y luego en la distancia oí los mugidos de Bella. Estaba apretada contra la pared del establo, fuera de sí de miedo. La conduje al interior del establo e intenté calmarla. Por fin me acordé del hombre. Sabía que tenía que estar muerto, había sido un blanco tan grande que era imposible fallar. Me alegré de que estuviera muerto, me hubiera costado mucho matar a un ser humano herido. Y no podía dejarle con vida. ¿O acaso sí? No lo sé. Le volví boca arriba. Era muy pesado. No deseaba verle con detalle. Su rostro me pareció feo. Sus vestidos sucios y descuidados eran de tela cara y estaban cortados por un buen sastre. Quizá era un cazador como Hugo o uno de esos abogados, empresarios o fabricantes que Hugo solía invitar. Fuera lo que fuera, ahora estaba muerto.

No quise dejarle en la pradera; no en la hierba inocente al lado de Toro muerto. Le agarré de las piernas y lo arrastré hasta el observatorio. Allí donde la roca se asoma cortada al barranco y donde florecen en junio las rosas de los Alpes le dejé caer por la pendiente rocosa. Toro se quedó donde estaba. Era demasiado grande y pesado. En el verano sus huesos se blanquearán al sol, las flores y las hierbas crecerán a través de él y lentamente se disolverá en la tierra húmeda de lluvia.

Para Lince cavé una tumba al anochecer. Debajo de aquel arbusto de flores perfumadas. Hice un hoyo profundo, coloqué en él a Lince, lo cubrí de tierra y apreté bien la hierba con los pies. Luego me senté muy cansada, más cansada que nunca. Me lavé en la fuente y fui a ver a Bella al establo. No dio ni una gota de leche y aún temblaba. Le ofrecí agua pero no bebió. Por fin me senté en el banco y esperé que llegara la larga noche. Fue una noche luminosa de estrellas con viento frío procedente de los riscos, pero yo estaba más fría que el viento y no lo sentí.

Bella empezó a mugir y al final cogí mi colchón de paja y lo llevé al establo. Vestida me eché en él. Entonces Bella se calló y creo que se durmió.

Con la primera luz del día me levanté, hice mi mochila, sujeté encima un gran atado, cogí la escopeta y abandoné con Bella la cumbre. La luna colgaba plana y pálida en el cielo y la primera aurora teñía las rocas. Bella caminaba despacio, con la cabeza gacha y, de vez en cuando, se paraba y miraba hacia atrás con un mugido sordo.

Todas las cosas que no necesitaba absolutamente se hallan aún hoy en la cabaña y no volveré a recogerlas. O quizá un día se pase todo esto y podré pisar de nuevo aquel paraje.

Conduje a Bella a su viejo establo, le di de comer y me instalé en el chalet. Por la noche vino la gata y se echó a mi lado. Yo dormí sin sueños, agotada.

A la mañana siguiente reanudé mis tareas cotidianas. Bella mugió aún dos días, luego se calmó. Mientras el tiempo fue bueno la dejé pastar en el claro. Al día siguiente de llegar comencé a reparar la carretera, trabajo que me ocupó durante diez días. A comienzos de octubre recogí las patatas, las judías y la fruta. Luego preparé el campo y lo aboné. En primavera serré tanta madera que no cabía ni un tronco más debajo del porche. Tuve también que cortar forraje, pero en eso sólo empeñé una semana. Por fin, físicamente agotada y exhausta, dejé de huir inútilmente e hice frente a mis pensamientos. No conseguí aclarar nada. No comprendo lo sucedido. Sigo preguntándome por qué aquel hombre desconocido mató a Toro y a Lince. Yo ya había ordenado a Lince no atacar y el pobre esperó sin defenderse a que le rompieran el cráneo. Querría saber por qué el desconocido mató a mis animales. Nunca lo sabré y quizá sea mejor.

En noviembre, cuando irrumpió el invierno, decidí escribir este relato. Era un último intento. No podía pasar todo el invierno sentada a la mesa con esa pregunta en la mente que ningún ser humano ni nadie en este mundo me aclarará. He necesitado cuatro meses para escribirlo.

Ahora estoy serena. Veo una perspectiva abierta. Comprendo que esto no es el final. Todo continúa. Desde esta mañana tengo la seguridad de que Bella está preñada. Y quién sabe, a lo mejor vuelve a haber gatitos. Toro, Perla, Tigre y Lince se fueron para siempre, pero algo nuevo está en marcha y yo no puedo eludirlo. Cuando llegue el tiempo sin fuego y sin municiones me enfrentaré a él y buscaré una solución. Pero ahora tengo otras cosas que hacer. En cuanto el tiempo sea más cálido, me dedicaré a transformar el nuevo establo de Bella y lograré instalar esa puerta. Todavía no sé cómo, pero estoy segura de que algo se me ocurrirá. Estaré muy cerca de Bella y su cría y las cuidaré día y noche. El recuerdo, el dolor y el miedo permanecerán mientras viva y también el trabajo duro.

Hoy, 25 de febrero, termino mi relato. No me queda ni una cuartilla de papel. Ahora son aproximadamente las cinco de la tarde y ya hay tanta luz que puedo escribir sin lámpara. Las cornejas han levantado el vuelo y se alejan sobre el bosque gritando. Cuando no las vea saldré al claro para dar de comer a la corneja blanca. Ya me está esperando.