Después de divagar durante dos días en casa y lavar y remendar mi ropa me dispuse a arreglar la carretera. Cargada con el pico y la pala bajé al desfiladero. Sin una carretilla poco podía hacer. Piqué el suelo, repartí homogéneamente la grava y la apisoné firmemente con la pala. El próximo aguacero formaría nuevos surcos y habría que rellenarlos y apisonarlos de nuevo. Eché mucho de menos la carretilla, pero Hugo nunca pensó en una. Tampoco contó con tener que reparar con sus propias manos las carreteras. Pienso que Hugo se hubiera comprado de buena gana un bunker y que no lo hizo porque le parecía asocial y tenía gran empeño en no dar esa impresión. Se contentó por lo tanto con medidas aproximadas que eran más bien juegos, pero calmaban su miedo. Sin duda él lo sabía, pues era un hombre bastante realista, que de vez en cuando echaba muy conscientemente carnaza a sus oscuros terrores para poder vivir y trabajar sin que le acosaran. Ya digo, las carretillas no formaban parte de sus visiones de supervivencia. Por eso la carretera se encuentra hoy en un estado lamentable. Yo me limito a repartir las piedras existentes, pero cada vez hay menos grava y ya asoma la roca desnuda. El caso es que podría reconstruir la carretera con cantos del arroyo si no fuera por la cuestión del transporte. Llenaría un saco con ellos y los arrastraría sobre ramas de haya hasta la carretera. Quizá con quince sacos tuviera suficiente material, es difícil de calcular. Quizá me hubiera animado a probarlo hace un año. Hoy pienso que no merece la pena. Arrastrar la hierba por el lecho seco del arroyo hasta el chalet cuesta menos que transportar quince sacos de grava sólo hasta la carretera.

El 6 de septiembre inspeccioné las patatas, los tubérculos aún eran pequeños, los tallos y las hojas estaban verdes. Tuve que dominar mi hambre durante unas semanas más, pero el aspecto de los pequeños tubérculos me dio nuevas esperanzas. Mi actual seguridad relativa se basa en que no consumí en su día las patatas sino que las reservé para plantar. Si una catástrofe meteorológica no destruye mi cosecha, no pasaré nunca hambre.

Las judías también estaban casi en sazón y aunque no todas habían agarrado, se habían multiplicado. Pensaba guardar la mayor parte para sembrar. Mi trabajo empezaba a obtener frutos, y ya era hora, pues tras las obras de la carretera estaba agotada. Como llovió durante varios días aproveché para levantarme sólo a realizar las labores más necesarias y pasaba el resto del día en la cama. Dormía también de día y mientras más dormía más cansada estaba. No sé lo que me pasaba. Quizá me faltaran vitaminas importantes o quizá era sencillamente el esfuerzo excesivo lo que me había debilitado. A Lince no le gustaba nada verme así. Venía constantemente a la cama, me daba topetazos con el morro y, como no conseguía nada, por fin colocó las patas delanteras en la cama y ladró tan fuerte que no hubo manera de seguir durmiendo. Durante un instante le odié como a un negrero. Maldiciendo, me vestí, cogí la escopeta y salí con él a cazar. Era necesario. No había ni un trozo de carne en casa y ya había dado a comer a Lince los últimos y valiosos tallarines. Logré cazar un corzo macho algo débil y Lince se mostró nuevamente satisfecho de mí. Fingí entusiasmo, cargué la pieza sobre los hombros y regresé a casa. En aquel tiempo y después de pensarlo muy bien sólo mataba machos débiles. Temía que los corzos, que eran cazados únicamente en mi zona, proliferarían un día y en pocos años quedarían atrapados en un bosque que no les podía alimentar. Para paliar esta posibilidad futura cazaba, en la medida de lo posible, exclusivamente machos. Creo que estuve acertada. Ahora, después de dos años y medio me parece que hay más caza que entonces. Si un día me marcho de aquí cavaré el agujero debajo del muro con la suficiente profundidad para que el bosque no se convierta en una trampa. Mis ciervos y corzos encontrarán una inmensa y jugosa pradera o la muerte fulminante. Ambas cosas son preferibles al cautiverio en un bosque desmantelado. Ahora pagamos el precio por haber exterminado a los animales de rapiña. El venado carece de enemigos naturales, excepto el hombre. De vez en cuando cierro los ojos y sueño con ese gran éxodo del bosque. Pero son sueños. El ser humano no deja de soñar despierto.

Despiecé el corzo, trabajo que al principio me repugnaba, y puse la carne en sal en unos cubos que cubrí con grandes tapaderas. Solía llevar los cubos hasta una fuente, donde los sumergía hasta el borde en el agua helada. No se trata de mi fuente, hay otras muchas fuentes en los alrededores. Ésta brota debajo de un haya y se remansa en una hondonada profunda entre las raíces, formando un pequeño estanque, luego corre unos metros y desaparece de nuevo en el suelo. Uno de los invitados de Hugo, un hombrecillo con gafas, afirmó una vez que todo el sistema montañoso, incluso el valle, se alzaba sobre cavernas inmensas. No sé si será cierto, pero con frecuencia he constatado que una fuente o un arroyo desaparecen repentinamente en la tierra. Aquel hombrecillo tenía probablemente razón.

La idea de estas cavernas me persigue a veces durante días. Imagino la cantidad de agua que se almacena en ellas, clara y filtrada por la tierra y la piedra calcárea. A lo mejor hay animales en esas grutas. Anfibios y peces blancos y ciegos. Los veo nadar en círculo eternamente bajo las gigantescas cúpulas de estalactitas. No se oye más que el murmullo y el fragor del agua. ¿Dónde habría más soledad? Nunca veré a los anfibios y a los peces. No existen quizá. Me gustaría tanto que hubiera un poco de vida en esas cavernas. Las grutas tienen algo que me atrae y repele al mismo tiempo. Cuando era joven y la muerte me parecía una afrenta personal, me imaginaba que me retiraba a morir a una cueva, para que nunca me encontraran. Esta visión sigue teniendo cierto encanto para mí. Es como un juego que hemos jugado de niños y que recordamos con placer. Ahora ya no necesito esconderme en una cueva para morir. Cuando muera nadie estará a mi lado. Nadie me tocará o mirará y nadie cerrará con sus dedos cálidos mis párpados fríos. En mi lecho de muerte no hablarán en voz baja o murmurarán y no me introducirán entre los dientes las últimas gotas amargas. Durante un tiempo creí que Lince entonaría el canto fúnebre por mí. Las cosas han sido diferentes y es mejor así. Lince ya está a buen recaudo y para mí no habrá ni voces humanas ni aullidos animales. Nada tirará de mí para que vuelva a las viejas miserias. Aún vivo con gusto, pero un día habré vivido lo suficiente y estaré contenta de que todo acabe.

Desde luego las cosas pueden suceder de manera distinta. Aún no estoy en seguridad. Cualquier día pueden venir y cogerme. Serán desconocidos y encontrarán a una desconocida. No tendremos nada que decirnos. Sería mejor para mí que no vinieran nunca. En aquel primer año en el bosque no pensaba y sentía así. Todo ha cambiado sin que yo casi lo notara. Por eso no me atrevo ya a planear con demasiada antelación, porque no sé cómo pensaré y sentiré en dos, cinco o diez años. Soy incapaz de imaginarlo. No me gusta vivir al día, sin planes. Me he convertido en un campesino y éste debe planificar. Quizá mis nietos habrían sido unos casquivanos. Ya mis hijas se desentendían de las responsabilidades. He dejado de transmitir la vida y la muerte. La soledad, que nos ha acompañado durante tantas generaciones, morirá también conmigo. No es ni bueno ni malo, es sencillo.

¿Y cómo pasaré los días de este invierno?

Me despierto al amanecer y me levanto enseguida. Si me quedara en la cama empezaría a pensar. Temo los pensamientos de madrugada. Me pongo pues a trabajar. Bella me saluda contenta. Últimamente tiene pocas alegrías. Me asombra cómo soporta la soledad en el establo sombrío, día y noche. Sé tan poco de ella. Quizá de vez en cuando sueña, recuerdos fugaces, el sol sobre el lomo, la hierba jugosa entre los dientes, un ternero que se aprieta a ella, cálido y oloroso, ternura, interminables diálogos silenciosos en días ya lejanos de invierno. Muy cerca el ternero se remueve en la paja, el aliento familiar brota del morro familiar. Los recuerdos nacen en su pesado cuerpo y flotan en su sangre perezosa. Y yo no sé nada de ellos. Cada mañana acaricio su cabezota, le hablo y veo sus grandes ojos líquidos dirigidos hacia mi rostro. Si fueran ojos humanos me parecerían un poco dementes.

La lámpara descansa sobre el pequeño fogón. A su luz amarillenta lavo las ubres de Bella con agua templada y luego la ordeño. Otra vez da algo de leche. No mucho pero lo suficiente para mí y la gata. Y le hablo y le hablo, le prometo una nueva cría, un verano largo y cálido, hierba fresca y verde, lluvia templada que ahuyente las moscas y, otra vez, una cría. Y ella me mira con sus ojos dulces y enajenados, acerca su ancha frente y se deja rascar entre los cuernos. Yo estoy viva y cálida y ella intuye que la quiero bien. Nunca sabremos más la una de la otra. Después de ordeñarla limpio el establo y el aire frío del invierno penetra en él. No lo ventilo más de lo necesario, porque ya es de por sí frío. El calor y el aliento de la vaca lo templan sólo un poco. Le echo a Bella la hierba seca y fragante, lleno el cubo de agua y, una vez por semana, cepillo su piel de pelo corto y liso. Por fin cojo la lámpara y la dejo en la penumbra para que pase un largo día a solas. No sé lo que sucede cuando salgo del establo. ¿Me seguirá Bella con la mirada durante largo rato o se sumirá en un duermevela plácido hasta el anochecer? Si yo supiera cómo instalar esa puerta en el dormitorio. Cada día que tengo que dejar sola a Bella pienso en ello. Ya le he hablado de mi plan y en medio del relato me ha lamido la cara. Pobre Bella.

Después llevo la leche a casa, avivo el fuego y preparo el desayuno. La gata baja de mi cama, pasea hasta su plato y bebe. Luego se retira al rincón de la estufa y se limpia la piel invernal. Desde que Lince murió, duerme en su sitio junto a la estufa caliente durante el día. No tengo valor para ahuyentarla de ahí. Es mejor así que tener que ver el rincón vacío y triste. Por la mañana hablamos poco la gata y yo, ella suele estar de mal humor y poco comunicativa. Paso la escoba por la casa y traigo leña para todo el día. Entretanto la mañana es tan clara como puede serlo en invierno y con el cielo cubierto. Las cornejas irrumpen en el claro y se posan en los abetos. Entonces sé que son las ocho y media. Si tengo restos de comida los llevo al claro y los echo bajo los árboles. Para las faenas en el exterior, por ejemplo cuando parto leña, barro la nieve o voy a coger hierba seca, me pongo los pantalones de cuero de Hugo. Me ha costado mucho trabajo estrecharlos por la cintura. Llegan hasta los tobillos y me abrigan incluso en los días más fríos. Después de comer y recoger me siento a la mesa para escribir este relato. Podría dormir, pero prefiero no hacerlo. Por la noche he de estar tan cansada que me duerma inmediatamente. Tampoco quiero dejar encendida la lámpara demasiado tiempo. El próximo invierno tendré que recurrir a las velas de sebo de ciervo. Ya las he probado, huelen muy mal, pero me acostumbraré.

Hacia las cuatro cuando enciendo la lámpara, la gata sale de su rincón y salta sobre la mesa cerca de mí. Durante un rato me observa mientras escribo. Le gusta la luz amarilla de la lámpara tanto como a mí. Oímos a las cornejas abandonar el claro con sus ásperos gritos y la gata echa hacia atrás las orejas nerviosa. Cuando se calma ha llegado nuestro momento de diálogo. Suavemente me quita el lápiz de la mano y se arrellana sobre las páginas cubiertas de escritura. Yo la acaricio y le cuento viejas historias o le canto canciones. No canto muy bien, por eso canto bajito, sobrecogida por el silencio de la tarde invernal. A la gata le encantan mis canciones, sobre todo los tonos graves y solemnes de los himnos religiosos. En cambio los sonidos agudos le molestan, como a mí. Cuando se cansa deja de ronronear y yo me callo al momento. El fuego chisporrotea y crepita en la estufa y si nieva contemplamos a dúo los grandes copos blancos. Si llueve o hay temporal la gata se entristece y yo intento consolarla. A veces lo consigo pero generalmente nos sumimos las dos en un melancólico silencio. Muy de cuando en cuando sucede el milagro: la gata se levanta y apoya su frente en mi mejilla mientras sus patas delanteras descansan sobre mi pecho. O coge con los dientes mi dedo y lo mordisquea suavemente jugando. No sucede a menudo, porque la gata no prodiga sus muestras de cariño. Con determinadas canciones entra en una especie de éxtasis y araña enajenada el papel que cruje. Su morro se humedece y sus ojos se cubren con una película irisada.

Todos los gatos tienen estos estados misteriosos en los que se alejan infinitamente y no podemos alcanzarlos. Perla estaba enamorada de un diminuto cojín de terciopelo rojo perteneciente a Luise. Para ella era un objeto mágico. Lo lamía, arañaba el tejido blando hasta hacerle surcos y por fin descansaba sobre él, el pecho blanco sobre el terciopelo rojo y los ojos como dos rendijas verdes: un fantástico animal de cuento. Su hermanastro Tigre, que nació más tarde, era un obseso de los perfumes. Se pasaba las horas sentado delante de una hierba olorosa con el bigote tieso, los ojos cerrados y gotitas de saliva en el labio inferior. Daba la impresión de que de un momento a otro saltaría en mil pedazos. Pero antes de llegar a ese extremo se salvaba con un salto valiente a la realidad y corría con el rabo levantado y maullando al interior de la casa. Tras estos excesos solía portarse mal, como un chico al que sorprendemos leyendo poesía. Nunca hay que reírse de un gato, lo toman muy a mal. Sin embargo era difícil no reírse de Tigre. Perla era demasiado bella como para que uno se burlara de ella y reírse de su madre era imposible. No me hubiera atrevido jamás. ¿Qué sé yo sobre sus extraños estados de ánimo o sobre su vida? Una vez la sorprendí detrás de la cabaña jugando con un ratón muerto. Sin duda lo acababa de matar. Lo que vi en aquella ocasión me convenció de que para ella el ratón era un juguete querido. Echada de espaldas, la gata abrazaba al animalito inanimado y lo lamía tiernamente. Luego lo puso en el suelo con cuidado, le dio un empujón casi cariñoso, lo lamió otra vez y se dirigió a mí con maullidos lastimeros. Quería que yo devolviera la vida a su juguete. Ni rastro de maldad o de crueldad.

Nunca vi ojos más inocentes que los de mi gata cuando acababa de torturar a muerte a un ratoncito. No tenía conciencia de haberle causado dolor. Para ella un juguete querido había dejado de moverse y ella lo lamentaba. En pleno sol sentí frío y algo como odio. Acaricié distraída a la gata, mientras sentía crecer ese odio. No había nada ni nadie a quien odiar por lo sucedido. Pero yo nunca lo comprendería o intentaría comprenderlo. Me dio miedo. Aún hoy lo tengo, porque sé que sólo podré vivir si no comprendo ciertas cosas. Aquélla fue la única ocasión en la que vi a la gata con un ratón. Se dedica a sus juegos horriblemente inocentes de noche y yo lo prefiero.

Ahora la tengo sobre la mesa echada delante de mí y sus ojos son claros como un lago en cuyo fondo crecen plantas de finos brazos. La lámpara lleva encendida demasiado tiempo y es hora de ir al establo para pasar media hora con Bella antes de dejarla sola en la oscuridad durante toda la noche. Mañana será como hoy y como ayer. Me despertaré, me levantaré antes de que el primer pensamiento se forme y más tarde la bandada de cornejas descenderá sobre el claro y sus ásperos gritos animarán un poco el día.

Al principio leía de vez en cuando viejos periódicos y revistas mientras anochecía. Ahora he perdido toda relación con ellos. Me aburren. Lo único que me ha aburrido aquí en el bosque son estos viejos periódicos. Probablemente me aburrieron siempre y yo no me daba cuenta de que el ligero desasosiego permanente era aburrimiento. Mis pobres hijas también se aburrían y no podían estar solas ni diez minutos. Todos estábamos aturdidos de puro aburrimiento. No había manera de escapar a su constante martilleo y vibración. Ya nada me sorprende. Seguramente el muro ha sido el último intento de un hombre acorralado que tenía que liberarse, liberarse o enloquecer.

El muro ha matado entre otras cosas también el aburrimiento. Las praderas, los árboles y los ríos al otro lado de él ya no se aburren. El tambor atronador se paró allí de golpe. No se oye más que la lluvia, el viento y el crujido de las casas vacías. La odiosa voz de mando enmudeció. Pero no hay nadie para disfrutar del gran silencio.

Septiembre se mantuvo despejado y cálido y, como me sentía restablecida, salí en busca de arándanos. Recordaba que las gentes del pueblo los recogían en los prados altos. Para mí serían una bendición pues se conservaban sin azúcar. Su contenido en tanino no permitía que se estropearan. El 12 de septiembre, después de ordeñar a la vaca, nos pusimos en camino Lince y yo. Para mayor seguridad dejé a Bella en el establo. Mi única preocupación era Perla, que había cogido la costumbre de hacer pequeñas excursiones hasta el arroyo. Pocos días antes vino a casa con una trucha en la boca que luego devoró debajo del porche. Estaba tan orgullosa y satisfecha de su primer trofeo que tuve que elogiarla y acariciarla. Ahora se sentaba cada día sobre una piedra en medio del arroyo y esperaba con la pata derecha delantera levantada. Su piel brillaba al sol y cualquiera tenía que verla. Yo no podía hacer nada para evitarlo. Mi sueño del gato doméstico y sin problemas había llegado a su fin, en el fondo nunca había creído en él. Ni la gata vieja ni más tarde Tigre bajaban jamás al arroyo. Ambos eran alérgicos al agua. Pero Perla era diferente. La vieja gata observaba con desagrado el extraño comportamiento de su hija, pero no interfería en sus asuntos. Perla era todavía un cachorro y su madre ya no se interesaba casi por ella, prefiriendo dedicarse a sus correrías. No me quedó otro remedio que encerrar a Perla con agua y carne en el cuartito de arriba, donde almacenaba cortezas de árbol y madera caída. Me dolió hacerlo, pero era necesario.

El ascenso a los prados altos por un camino que no me costó encontrar duró tres horas. El sendero estaba bien conservado y era ancho, ya que servía para el ganado. Si el muro hubiera surgido unos días más tarde habría quedado aislada arriba en la montaña una pequeña manada de vacas y una pastora. No iba a quejarme, las cosas podían haber sido mucho peores para mí.

La cabaña de verano se hallaba en medio de una amplia pradera, en la que la hierba empezaba a amarillear. Caminando sobre los mullidos prados pensé en Bella, que durante todo el verano se tuvo que contentar con la hierba dura y crecida del claro mientras aquí abundaban los pastos más tiernos. Enseguida se me ocurrió traerla aquí en la primavera siguiente. Al mismo tiempo imaginé las dificultades que eso comportaría y me eché atrás acobardada. La cabaña estaba en buenas condiciones y se podía pasar en ella un verano. Encontré un barril para hacer mantequilla, dos viejos almanaques y la foto de una estrella de cine desconocida para mí fijada con chinchetas en el armario. La cabaña estaba bastante sucia, los cacharros tenían ribetes marrones de grasa y la mesa seguramente nunca fue fregada. También encontré un sombrero de fieltro con reflejos verde oscuro y un impermeable roto. Estaba rendida y mis deseos de arándanos habían disminuido considerablemente. Pero me obligué a continuar la marcha. Por fin di con el lugar donde crecían. Estaban todavía sin madurar y tendría que volver a subir para recolectarlos. Antes de emprender el regreso busqué un punto desde el que dominar el paisaje. La pradera daba allí paso al bosque, que se interrumpía en una abrupta ladera rocosa. Me senté sobre un tocón y contemplé el panorama a través de los prismáticos.

Era un hermoso día de otoño y la vista era buena. Con cierta trepidación conté los campanarios rojos. Eran cinco, además de varias casas pequeñas. Los bosques y las praderas todavía no habían cambiado de color. Entre ellos asomaban los cuadrados marrones y amarillos de los campos de trigo no segados. Las carreteras estaban desiertas. Creí reconocer unos camiones en unos objetos pequeños. No se movía nada allí abajo, no había humo y las bandadas de pájaros no sobrevolaban los campos. Escudriñé el cielo durante un tiempo. Permaneció vacío y sin movimiento alguno. En realidad no esperaba otra cosa. Los prismáticos escaparon de mi mano y cayeron sobre mis rodillas. Ya no distinguía los campanarios.

Lince se aburría y quería continuar el paseo. Me levanté y le seguí. En la cabaña dejé el cubo vacío para no tener que cargar con él y me llevé los almanaques, un saquito de harina y el barril de la mantequilla. Lo sujeté como pude a la mochila y pronto empezó a molestarme. Pero no quería renunciar a él. Resultaba muy pesado batir la mantequilla en pequeñas cantidades con la espumadera. Con el barril podría incluso obtener mantequilla para cocinar. Lince correteaba por la pradera con las orejas al viento, presa de uno de sus ataques de euforia. Yo le seguía jadeando bajo el peso del barril. Siempre odié las cargas pesadas y siempre me he visto obligada a llevarlas. Primero la cartera de colegiala, excesivamente llena, luego las maletas, los niños, las bolsas de la compra y los cubos de carbón, y ahora los haces de paja, los troncos de madera y como colofón el barril de la mantequilla. Me sorprendía que los brazos no me llegaran ya hasta las rodillas. Quizá entonces me dolieran menos los riñones al agacharme. Sólo me faltaban las garras, una buena piel espesa y largos dientes caninos para ser la criatura perfectamente adaptada al bosque. Con envidia miré a Lince, que volaba ligero por el prado, y recordé que desde que partirnos del chalet por la mañana no había bebido más que un poco de agua en la fuente de la cabaña. Había olvidado por completo comer. Mis provisiones descansaban en el fondo de la mochila bajo el peso del barril. Llegué deshecha a casa, los hombros me dolieron durante días. Pero el barril de la mantequilla estaba a salvo.

Durante los próximos catorce días mi calendario no registra ninguna nota. No recuerdo casi ese tiempo. ¿Me sentía tan mal —o tan bien— que no quería escribir? Creo que me sentía mal. La alimentación monótona y los esfuerzos me habían agotado. Pero me parece que durante esos días recogí madera caída y cortezas para almacenarlas en el cuarto de arriba. Lo había hecho ya otras veces, porque necesitaba madera seca para encender el fuego. La madera que guardaba bajo el porche estaba protegida durante el buen tiempo, sin embargo cuando llovía y hacía viento se mojaba y no prendía bien. Podría haber utilizado el garaje como leñera, pero lo necesitaba para la paja. Por cierto que la madera húmeda tiene la ventaja de que arde más despacio y no hay que añadir troncos tan a menudo. Al anochecer cuando quiero que el fuego no se apague durante la noche añado siempre madera húmeda.

El 2 de octubre según mi calendario renací a una nueva vida: recogí la cosecha de patatas. Arrastré los sacos hasta el chalet y extendí las patatas en el dormitorio. No me atreví a guardarlas en la pequeña cueva excavada en la ladera, detrás de la cabaña. Como experimento dejé allí unas pocas patatas que se helaron con la primera helada. En el dormitorio con las contraventanas cerradas reinaba un ambiente oscuro y fresco, nada húmedo para mi sorpresa. La habitación estaba ahora abarrotada, ya que almacenaba en ella todos mis víveres. Mi capital inicial se había multiplicado. Por la noche herví un puchero de patatas a pesar de mi cansancio y las comí con mantequilla fresca. Fue un banquete en el que comí hasta hartarme y me quedé dormida en la mesa. También Lince, que me despertó una hora más tarde con reproche, comió patatas, las gatas en cambio, puros carnívoros, las rechazaron. A Lince le encantaban las patatas, pero no se las daba con frecuencia porque sabía que no le venían bien.

Como no quería que el campo se me llenara de maleza —en el primer año apenas si pude dominarla— me decidí a removerlo inmediatamente. Tras un día de descanso, en el que recogí las judías, comencé la tarea. Hasta no terminarla no me sentí tranquila. Sequé las judías al sol y las guardé para sembrar. Después de mucho calcular y cavilar aparté también una parte de las patatas. Y siempre me atuve a la norma de no tocarla. Era mejor pasar un poco de hambre durante unas semanas que morir de hambre al año siguiente. Una vez recogida la cosecha me acordé de los árboles frutales de aquella pradera en la que encontré a Bella. Había allí un manzano, dos ciruelos y un manzano silvestre. Los ciruelos llevaban veinticuatro frutos pequeños y manchados con gotas de almíbar muy dulce. Los comí allí mismo y por la noche me dolió la tripa. El manzano llevaba unos cincuenta frutos, manzanas de invierno grandes, de corteza dura y mejillas rojas, la única clase de manzana que prospera en la montaña. Siempre pensé que sabían a zanahoria; debía de ser muy delicada y caprichosa entonces. El manzano estaba cubierto con sus pequeñas manzanas rojas, que en el fondo sólo sirven para mezclar con las de la sidra. Pero yo las como durante todo el año, aunque con cierta aversión, por las vitaminas. Como las manzanas aún no estaban maduras las dejé en el árbol. Era un día espléndido, el aire era fresco y un poco cortante y pude ver con nitidez cada árbol y cada granja del otro lado del muro. Las cortinas seguían corridas y las dos vacas, compañeras de Bella, dormían su profundo sueño de piedra. La hierba que nadie segaba les tapaba los flancos y escondía sus morros. Alrededor de la casa crecía un mar de ortigas. Hubiera sido una bonita excursión si la vista de los dos animales y del bosque de ortigas no me hubiera deprimido y perturbado.

El otoño siempre fue mi estación predilecta, a pesar de que no solía sentirme físicamente bien durante esos meses. Pasaba el día cansada y al mismo tiempo excesivamente alerta, por la noche me debatía en un inquieto duermevela y tenía sueños más confusos y vivos de lo normal. El mal del otoño tampoco me perdonó en el bosque, pero como no podía permitirme ese lujo se presentó con síntomas más suaves. Quizá no disponía del tiempo para fijarme en ellos. Lince se mostraba emprendedor y animado, aunque un extraño no hubiera notado la diferencia, él siempre estaba alegre. Nunca le vi enfurruñado más de tres minutos. Sencillamente no resistía la invitación a la alegría. La vida del bosque era además una constante incitación para él. El sol, la nieve, el viento o la lluvia, todo era una ocasión para el entusiasmo. Junto a Lince era imposible estar triste mucho tiempo. Casi me avergonzaba que le hiciera tan feliz mi compañía. No creo que los animales salvajes adultos sean felices o estén, al menos, alegres. La convivencia con el hombre seguramente ha despertado esta capacidad en el perro. Me gustaría saber por qué actuamos como una droga sobre este animal. Hasta yo me imaginaba de vez en cuando que poseía alguna cualidad especial que enloquecía a Lince nada más verme. Naturalmente, no poseía cualidad especial alguna; Lince, como todos los perros, estaba sencillamente enganchado al ser humano.

Cuando paseo ahora sola por el bosque hablo a veces con Lince, como solía hacer cuando vivía. No me doy cuenta de que voy hablando hasta que algo me sobresalta y entonces me callo. Vuelvo la cabeza y me parece ver el brillo fugaz de su pelaje rojizo. Pero no, el sendero está desierto, sólo hay arbustos desnudos y piedras mojadas. Aún oigo el crujir de las ramas secas bajo el ligero paso de sus patas. ¿Dónde si no tras mis huellas merodearía su pequeña alma de perro? Es una aparición amable a la que no temo. Lince, perro valiente y hermoso, mi perro, es mi imaginación la que oye el sonido de tus pisadas y ve el destello de tu piel. Mientras yo viva tú seguirás mis huellas, hambriento y anhelante, como yo sigo otras huellas invisibles, hambrienta y anhelante. Nosotros nunca daremos ya alcance a nuestra presa.

El 10 de octubre recogí las manzanas y las extendí sobre una manta en el dormitorio. Ya hacía frío por las mañanas y cabía esperar de un momento a otro que cayera escarcha. Ya era tiempo de recolectar los arándanos.

Esta vez no me detuve en el observatorio. Era evidente que nada había cambiado, únicamente los bosques exhibían su nueva riqueza de colores. Soplaba el viento y el sol daba tan poco calor que las manos me dolían al arrancar los arándanos. Hice té en la cabaña y di a Lince carne, luego cargué el cubo con los frutos sobre la mochila y descendí al valle. Hice mermelada y la guardé en frascos. Esta pequeña reserva también me ayudaría a pasar el invierno.

Quedaban por hacer dos tareas. Había que cortar forraje para el lecho de Bella y llenar el garaje de hierba seca antes de que irrumpiera el frío. Me lo podía haber tomado con calma ya que el tiempo se mantuvo estable. Con la hoz corté la hierba verde y con el rastrillo la mezclé con hojas secas. Tardó sólo un día en secar y la guardé en un pequeño cobertizo situado debajo del tejado del establo. La que no cupo allí la almacené en un rincón. Terminé también de transportar la hierba seca al garaje y por fin pude descansar.

Ahora sí que me pasaba las horas sentada en el banco de la puerta tomando el débil sol de mediodía y ya no me podía hacer daño pues estaba demasiado fatigada para cavilar.

Inmóvil, con las manos escondidas en el abrigo, ofrecía mi rostro a la luz tibia. Lince revolvía entre los arbustos y de vez en cuando se acercaba a mí para cerciorarse de que estaba bien. Perla comía una trucha debajo del porche y subía luego a mi lado para ronronear o dedicarse a su aseo ritual. Como el tiempo era todavía bueno dejaba a Bella pastar en el prado; por la noche, sin embargo, le echaba hierba seca de la cosecha reciente. La hierba del prado era insuficiente, estaba dura y seca; además yo había cortado mucha para forraje. Bella había engordado más y yo seguía sin saber si esperaba una cría o no. Me afianzaba en mis esperanzas que en todos estos meses no había reclamado un macho ni una vez. A pesar de todo, mi incertidumbre continuaba.

Habían transcurrido la primavera, el verano y el otoño y yo había hecho lo que estaba en mis fuerzas hacer. Quizá carecía de sentido, pero yo estaba demasiado cansada para reflexionar sobre ello. Mis animales estaban cerca de mí y los había atendido en la medida de mis posibilidades. El sol acariciaba mi cara, cerré los ojos. No dormía, estaba demasiado cansada para dormir. Tampoco me movía, porque cada movimiento me dolía y deseaba estar quieta al sol sin dolores y sin tener que pensar.

Recuerdo bien aquel día. Veo aún los hilos de las arañas que se tendían brillantes entre los árboles, junto al establo bajo los abetos en el vibrante aire verde-amarillo. El paisaje adquiría nueva profundidad, nueva nitidez y yo no deseaba más que pasar así el día, sentada y mirando. Al anochecer, cuando regresaba del establo a casa, el cielo se había cubierto y me pareció que hacía más calor. Por la noche dormí mal a pesar de mi agotamiento, pero no me puse nerviosa. Estirada en la cama y contenta esperé. Se me ocurrió que era un derroche dormir. De madrugada la gata volvió a casa, se apretó contra mis piernas y empezó a ronronear. Me sentía a gusto en el calor y no necesitaba dormir. Me debí de dormir por fin, a pesar de todo, pues cuando me desperté era ya tarde y Lince reclamaba vehementemente salir al campo. Llovía y después de un período de sequía tan largo lo agradecí. El arroyo apenas llevaba agua y las truchas sufrían de verdad. La lluvia caía sobre el bosque como un velo gris y hacia las alturas se condensaba en niebla. Hacía más calor que en los días de sol pasados, pero ahora todo relucía de agua. Yo sabía que esta lluvia significaba el final del otoño y la entrada del invierno, una larga etapa que me inspiraba temor. Me metí lentamente en casa para encender la estufa.

Llovió durante dos días y el frío fue en aumento. El 27 de octubre cayó la primera nieve. Lince la recibió alborozado, la gata de mal humor y Perla mirando con curiosidad la danza de copos blancos. Le abrí la puerta y ella se acercó tímidamente a aquel material blanco que tapaba el camino. Muy despacio levantó una pata, tocó la nieve, se sacudió asustada y huyó hacia el interior de la casa. A lo largo del día lo intentó varias veces, pero no se decidió a hundir la pata en el frío mojado. Por fin se sentó delante de la ventana, cabeceando como solía hacer su madre. La gata vieja estaba curtida y era valiente, pero no le gustaba andar por la nieve mientras estaba aún blanda. Por la noche salía sigilosamente para aliviar sus necesidades y volvía enseguida. Es un animal extremadamente limpio, en casa se porta como un espíritu puro y a sus hijos los ha educado en la máxima limpieza. Suele devorar sus capturas lejos en algún lugar del bosque. Es muy probable que en otro tiempo no tuviera siquiera permiso de entrar en la casa. Perla, en cambio, traía sus truchas a la habitación, tenía la costumbre de poner a mis pies todas sus capturas y yo tenía que acariciarla porque si no no las tocaba. En el fondo me gusta que la gata vieja sea tan independiente y no me dedique tantas atenciones. Si fuera necesario sabría cómo defenderse sin mi ayuda.

Todos mis gatos tenían y tienen la costumbre de dar vueltas en torno a su plato después de comer y de escarbar en el suelo. Ignoro lo que significa, pero nunca olvidan hacerlo. Los gatos viven según un ceremonial casi bizantino y se molestan muchísimo si interferimos en sus misteriosos rituales. En comparación con ellos Lince era un ser descaradamente natural y ellos le despreciaban un poco por eso.

Si sentaba a una de mis gatas en el banco, ella bajaba de un salto, paseaba de arriba abajo tres veces y volvía a sentarse exactamente en el lugar donde yo la había puesto. Así, con este gesto afirmaba su libertad y su independencia. Siempre era un placer observarlas y en mi cariño se mezclaba una cierta admiración emocionada. Lince debía de sentir algo parecido. Quería a las gatas porque pertenecían a nuestro grupo; sobre todo adoraba a Perla porque ella nunca le bufaba o rechazaba, sin embargo en el trato con ellas siempre era tímido.

El amago de invierno duró solamente unos días. Luego el viento sur lamió la nieve de las montañas. La temperatura aumentó desagradablemente y el viento sacudió furioso la pequeña casa durante días y noches. Yo dormía mal oyendo los bramidos de los ciervos que descendían de las cumbres en su época de celo. Lince, inquieto, ladraba y gemía en sueños. A lo mejor soñaba con cacerías ya lejanas. Las dos gatas escapaban al bosque cálido y húmedo y yo no conciliaba el sueño, preocupada por Perla. El bramar de los ciervos sonaba triste, amenazador y a veces desesperado. Quizá fuera una impresión mía, los libros dicen otras cosas. Hablan por ejemplo de desafío, orgullo y placer. Puede que yo sea incapaz de oír esos matices. Para mí se trata más bien de una compulsión terrible que los impele a lanzarse ciegamente al peligro. Ellos no sabían que aquel año no existía peligro alguno. La carne de un ciervo en celo es incomestible. Así que no conciliaba el sueño y pensaba en la pequeña Perla, tan inexperta, tan amenazada con su piel blanca en un mundo de lechuzas, martas y zorros. Mi única esperanza era que el viento sur no durara mucho y que el invierno nos traería de nuevo la tranquilidad. El viento, en efecto, no duró más que tres días, los suficientes para matar a Perla.

El 3 de noviembre no volvió a casa por la mañana. La busqué con la ayuda de Lince pero no la encontramos. El día pasó lento y triste. El tiempo era templado y el viento me desasosegaba. Lince también iba y venía, cuando estaba fuera quería entrar enseguida en casa y se quedaba mirándome preocupado. La gata vieja en cambio dormía sobre mi cama. No echaba de menos a Perla. La tarde cayó. Atendí a la vaca, cocí unas patatas y di de comer a Lince y a la gata. Se hizo de noche repentinamente, el viento sacudía las contraventanas. Encendí la lámpara y sentada a la mesa intenté leer uno de los almanaques, pero mis ojos se desviaban constantemente hacia las sombras del fondo, donde estaba la gatera. Entonces se oyó un ruido, como si alguien rascara la pared y Perla apareció detrás del armario arrastrándose.

La gata vieja se puso en pie, dio un grito espantoso y saltó de la cama. Creo que fue su grito lo que me asustó tanto que no pude levantarme enseguida. Perla se acercó lentamente, escurriéndose y arrastrándose de una manera horrible, como si tuviera rotos todos los huesos. A mis pies intentó erguirse, lanzó un gemido ahogado y cayó fulminada, dando con la cabeza en el suelo. Un chorro de sangre brotó de su hocico y un temblor recorrió su cuerpo antes de que éste se estirara por completo. Cuando me arrodillé a su lado ya estaba muerta. Lince, pegado a mí, retrocedió ante su ensangrentada compañera de juegos. Acaricié la piel pegajosa y mojada como si hubiera presentido este momento desde el nacimiento mismo de Perla. La envolví en un paño y por la mañana la enterré en el claro del bosque. El suelo de madera reseco absorbió ávidamente su sangre. La mancha ya ha empalidecido, pero nunca lograré eliminarla del todo. Lince buscó a Perla muchos días, luego comprendió que se había ido para siempre. La había visto morir, pero no entendió la conexión. La gata vieja desapareció durante dos días, después reanudó su vida acostumbrada.

Yo no he olvidado a Perla. Su muerte fue la primera pérdida que sufrí en el bosque. Cuando pienso en ella casi nunca la veo en su blanco esplendor, sentada en el banco mirando ensoñada a las pequeñas mariposas azules. Casi siempre la veo como un pobre pelele ensangrentado, los ojos semiabiertos, ya quebrados, la lengua rosada entre los dientes. No lo puedo evitar. Es inútil oponerse a las imágenes. Surgen y desaparecen y cuanto más te defiendes de ellas más atroces son.

Perla estaba bajo tierra y el viento sur amainó durante la noche, como si hubiera cumplido con su cometido. Del cielo cayó nueva nieve, el bramar de los ciervos declinó y al cabo de unos días dejó de oírse. Yo me dediqué a mis tareas, procurando no ceder a la melancolía que me invadía. Ya reinaba la paz del invierno, pero no era la paz que yo había deseado. Había habido una víctima y ni la luz de la lámpara ni el calor de la estufa restituían su mágica placidez a la casa. Ya no me interesaba esa placidez y prefería ir con Lince al bosque para gran alegría suya. Allí se imponía el frío adusto, más fácil de soportar que la falaz comodidad de mi hogar caliente y suavemente iluminado.

Tuve que hacer un esfuerzo para cazar un corzo. Y tuve que forzarme a comer, y como después de la recogida de la hierba adelgacé mucho. No he logrado superar esta repugnancia que siento ante el acto de matar. Debe de ser innata. Cada vez que necesito carne he de sobreponerme a ella. Ahora comprendo por qué Hugo dejaba en manos de Luise y de sus amigos los asuntos de la caza. A veces pienso que es una lástima que Luise no sobreviviera, ella al menos no hubiera tenido dificultades a la hora de proveerse de carne. Pero ella era muy tozuda y arrastró al pobre Hugo al desastre. Probablemente sigue sentada en la taberna, un objeto inanimado y rígido con los labios pintados y pelo ondulado rubio rojizo. Le gustaba tanto vivir y se equivocaba tanto, porque en nuestro mundo no te permitían amar tanto la vida impunemente. Cuando Luise vivía no me era muy afín y de vez en cuando hasta me repelía. Una vez muerta casi me cae bien, quizá porque tengo tanto tiempo para reflexionar sobre ella. En el fondo no supe más de ella de lo que sé hoy sobre Bella. Claro que es más fácil amar a Bella o a la gata que a una persona.

El 6 de noviembre emprendí con Lince una gran excursión por una ruta desconocida. Mi sentido de la orientación está poco desarrollado y tiendo a tomar la dirección equivocada. Pero Lince siempre me guio hasta casa cuando yo ya creía que nos habíamos perdido. Hoy voy sólo por senderos familiares, de lo contrario señalaría los árboles para encontrar el camino de vuelta. De todos modos ya no tengo un motivo para pasear en el bosque. Los corzos frecuentan siempre los mismos sitios y el camino del campo de patatas y del prado del arroyo lo encuentro a ciegas. Aunque no lo quiera reconocer, sin Lince soy una prisionera del valle.

Aquel 6 de noviembre, un día fresco y soleado, todavía me podía permitir una excursión a territorio desconocido. La nieve se había derretido y las hojas marrones y rojas cubrían lisas y brillantes de humedad los senderos. Subí a un monte y crucé un resbaladero para la madera que, mojado y peligroso, conducía al valle. Luego llegué a una pequeña meseta cubierta de hayas y abetos y allí descansé un poco. Hacia mediodía el sol traspasó la niebla y me calentó la espalda. Lince saltaba contento a mi alrededor. Sabía que no íbamos de caza, porque yo no llevaba la escopeta, y que podía permitirse algunas libertades. Sus patas mojadas y sucias dejaron rastros de arena y hojas en mi abrigo. Acabó tranquilizándose y fue a beber a un riachuelo que seguramente llevaba agua sólo en este breve deshielo.

Como siempre cuando iba de paseo con Lince en el bosque me invadió una cierta paz, una sensación de felicidad. Mi única intención era proporcionarle al perro un poco de ejercicio y distraerme a mí misma de cavilaciones infructuosas. Caminando por el bosque me olvidaba de mí. Me sentaba bien dar grandes y lentos pasos, observar la naturaleza y respirar el aire frío. Seguí el riachuelo monte abajo. Su agua disminuyó hasta convertirse en un hilillo y continué mi camino por el mismo lecho, ya que las orillas estaban pobladas de vegetación y al pasar entre ella y apartar las ramas de los arbustos me caía el agua como una ducha fría en la nuca. De pronto Lince se puso en guardia con cara de sabueso. Había descubierto un rastro. Silencioso y con el morro pegado al suelo, se me adelantó. Frente a una pequeña cueva que el agua había excavado en la orilla y que un avellano tapaba parcialmente se paró y me avisó de un hallazgo. A pesar de su excitación no estaba tan contento como cuando descubría una pieza.

Aparté las ramas goteantes y en la penumbra de la cueva descubrí una gamuza cerca de la pared. Era un animal adulto que muerto parecía extrañamente pequeño y delgado. Vi claramente el eccema blanquecino de la tina que cubría como un hongo maléfico sus ojos y su frente. Era un animal solo y proscrito que había bajado de las laderas rocosas de pinos enanos y rosas de los Alpes para refugiarse en esta cueva, ciego y moribundo. Dejé caer las ramas y alejé a Lince, que se disponía a una inspección más minuciosa. Me obedeció con desgana y me siguió monte abajo demorándose. De repente me sentí cansada y con deseos de volver a casa. Lince notó que el animal muerto y enfermo me había entristecido y caminaba abatido, con la cabeza gacha. Nuestra excursión, que comenzó tan alegre, terminaba con los dos trotando en silencio hasta la desembocadura del riachuelo en nuestro arroyo para dirigirnos desde allí a casa por el desfiladero. En un estanque verdoso una trucha se mantenía inmóvil, al verla me estremecí. Las rocas del desfiladero tenían un aspecto frío y sombrío. Ya no vi el sol pues cuando llegamos a casa la niebla lo cubría por completo. La humedad del desfiladero era como un paño mojado sobre mi rostro.

En los abetos se habían instalado las cornejas. Lince las ahuyentó, pero ellas se posaron en unos árboles más alejados. Sabían exactamente que sus ladridos no significaban peligro alguno. Lince detestaba a las cornejas y siempre intentaba echarlas. Con el tiempo se avendría a su presencia y las toleraría. Yo no tengo nada en contra de ellas y les saco nuestros escasos restos de la cocina. A veces hay comida en cantidad para ellas cuando cazo algún corzo. En el fondo son aves preciosas con su plumaje irisado, sus fuertes picos y sus ojos negros y brillantes. A menudo encuentro una corneja muerta en la nieve, a la mañana siguiente ya ha desaparecido. El zorro se la ha llevado. Quizá el mismo zorro que hirió de muerte a Perla. La pobre estaba cubierta de mordeduras, pero lo peor fueron las lesiones internas. A las mordeduras hubiera sobrevivido.

Una vez, debió de ser en mi primer invierno en el bosque, vi un zorro en la orilla del arroyo bebiendo. Llevaba su piel gris-marrón de invierno espolvoreada de blanco sobre el lomo. En el silencio profundo del paisaje nevado parecía tremendamente vivo. Le podía haber matado porque llevaba conmigo la escopeta, pero no lo hice. Perla tuvo que morir porque uno de sus antepasados era un gato de Angora sofisticado. Estaba condenada a ser víctima de zorros, lechuzas o martas. ¿Y por eso iba yo a castigar al magnífico zorro? Perla sufrió una injusticia, pero sus víctimas, las truchas, también la habían padecido, y ¿debía hacérselo pagar ahora al zorro? Yo soy el único habitante del bosque que puede ser justo o injusto, y también clemente. A veces desearía no llevar este peso de la decisión. Pero como soy un ser humano pienso y actúo como tal. Sólo la muerte me liberará de esta responsabilidad. Cuando pienso en «invierno» veo al zorro espolvoreado de escarcha en la orilla del arroyo. Un animal adulto, solitario, que sigue su camino marcado. Entonces intuyo que esa imagen significa algo importante para mí, es un símbolo cuyo sentido no llego a captar.

Aquella excursión en la que Lince descubrió a la gamuza muerta fue la última del año. Empezó de nuevo a nevar y pronto la nieve lo cubrió todo. Yo me dedicaba a mis pequeñas tareas domésticas y a Bella. Ahora daba menos leche y seguía engordando. Mis esperanzas de una cría se reforzaron. En la cama cuando no podía dormir repasaba todas las contingencias. Si le sucediera algo a Bella mis perspectivas de supervivencia disminuirían considerablemente. Ya eran de por sí limitadas, incluso si nacía un ternero. Pero éste renovaría mis esperanzas de prolongar mi vida en el bosque. Entonces aún esperaba que vendrían en mi ayuda algún día, aunque evitaba pensar, en la medida de lo posible, tanto en el pasado como en el futuro y me concentraba en lo inmediato: la próxima cosecha de patatas y las jugosas praderas altas. El proyecto de trasladarnos a ellas durante el verano me ocupaba tardes enteras. Como dormía peor desde que trabajaba menos al aire libre me quedaba más tiempo despierta por la noche —un derroche de petróleo imperdonable— y leía las revistas de Luise, los almanaques y las novelas policíacas. Las revistas y las novelas me aburrieron pronto, en cambio los almanaques me gustaban cada vez más. Todavía los leo hoy.

Todo lo que sé sobre la cría del ganado —y es muy poco— lo he aprendido en estos almanaques. Sus historias, que en otro tiempo me hubieran dado risa, me fascinan, unas son conmovedoras y otras aleccionadoras, sobre todo una en la que el rey-anguila persigue a un campesino que maltrata a los animales y lo ahoga en circunstancias dramáticas. Este cuento es verdaderamente bueno y paso mucho miedo cuando lo leo. En aquel primer invierno no me decía nada. Las revistas de Luise dedicaban páginas enteras a las mascarillas de belleza, los abrigos de piel y las colecciones de porcelana. Algunas mascarillas estaban hechas de miel y harina y me provocaban un hambre terrible. Lo que más me interesaba eran las recetas profusamente ilustradas. Un día con mucha hambre me enfurecí —siempre he sido propensa a los ataques de ira— y quemé de golpe todas las recetas. Lo último que vi fue una langosta con mayonesa que se enroscó mientras ardía. Fue una tontería por mi parte ya que con aquel papel hubiera podido encender la estufa durante tres semanas y lo quemé en una tarde.

Cuando me cansaba de leer me dedicaba a las cartas. Me tranquilizaba y el trato con las figuras de los naipes, sucios y familiares, me distraía de pensar. En aquel tiempo temía el momento en el que había que apagar la luz e irse a la cama. Cuando anochecía ese miedo se sentaba a mi lado y me hacía compañía. A esas horas la gata ya había desaparecido y Lince dormía en su escondrijo. Yo estaba a solas con mi miedo y con mis cartas. Pero cada noche, indefectiblemente, había que irse a la cama. Me caía de cansancio de la silla, pero en cuanto estaba en la cama, en la oscuridad y el silencio, me desvelaba y los pensamientos se echaban sobre mí como un enjambre de avispones. Cuando por fin conciliaba el sueño tenía pesadillas y me despertaba llorando para volver a hundirme en uno de esos espantosos sueños.

Tan vacíos como habían sido hasta entonces mis sueños, tan abigarrados se volvieron a partir de ese invierno. Soñaba sobre todo con muertos, pues incluso en sueños sabía que ya no existían seres vivos. Los sueños empezaban siempre de una manera inocente e hipócrita, pero yo barruntaba que se me avecinaba algún episodio espantoso y, efectivamente, la acción se dirigía imparable hacia ese momento en el que los rostros familiares se petrificaban y yo me despertaba angustiada. Lloraba hasta que me dormía otra vez y descendía al mundo de los muertos, más y más deprisa hasta despertar con un grito. Durante el día estaba cansada y apática, Lince se esforzaba denodadamente en alegrarme. Incluso la gata, que parecía centrada exclusivamente en ella misma, me daba pequeñas muestras de su ternura distante. Sin ellos no hubiera sobrevivido el primer invierno.

También fue bueno que tuviera que ocuparme más de Bella. Había engordado tanto que cada día había que contar con la llegada del ternero. Bella estaba torpe y le faltaba el aliento, yo le hablaba dándole ánimo. Sus hermosos ojos tenían una expresión de preocupación aprensiva, como si su situación la inquietara. Quizá fueran imaginaciones mías. Así, mi vida se dividía en noches delirantes y días razonables en los que apenas me tenía en pie de puro cansancio.

Los días pasaban lentamente. A mediados de diciembre amainó el frío y la nieve se derritió. Yo iba todos los días con Lince al bosque y dormía mejor, aunque soñaba mucho. La serenidad con la que asumí desde el principio mi situación no era más que un barniz. Ahora ese mecanismo de defensa dejaba de actuar y yo reaccionaba a mi pérdida como era normal. Las preocupaciones que me acuciaban durante el día —por mis animales, las patatas o la hierba— correspondían a la realidad y por eso eran soportables. El miedo que me asaltaba por la noche, por el contrario, era completamente estéril, una angustia por cosas pasadas y muertas, a las que no podía devolver la vida y a las que estaba expuesta indefensa en la oscuridad. Es posible que yo agravara mi estado oponiéndome tan tercamente a enfrentarme al pasado. Pero entonces no lo sabía. Las Navidades se aproximaban y yo las temía.

El 24 de diciembre fue un día sin viento y gris. Por la mañana fui con Lince al bosque y agradecí que por lo menos no hubiera nieve. Aunque parezca absurdo, unas Navidades sin nieve me parecían más llevaderas. Mientras caminaba por los senderos familiares cayeron los primeros copos, lentos y silenciosos. Era como si el mismísimo cielo se hubiera conjurado contra mí. Lince no entendía que no manifestara entusiasmo ante los copos que descendían en cada vez mayor número del cielo blanquecino. Por no decepcionarle simulé alegría sin demasiado éxito y él me siguió entristecido y con la cabeza gacha. Cuando me asomé a la ventana a mediodía los árboles ya estaban espolvoreados de blanco, y al caer la tarde, cuando fui al establo, el bosque era un verdadero bosque navideño y la nieve rechinaba seca bajo mis pies. Al encender la lámpara me dije que aquello no podía seguir así. Sentía el deseo salvaje de ceder y que las cosas siguieran su curso. Estaba harta de huir constantemente y pensé que era mejor dar la cara. Me senté a la mesa y dejé de resistirme. Noté cómo la tensión abandonaba mis músculos y mi corazón latía lenta y regularmente. La simple decisión de ceder me hacía bien. Recordé con nitidez el pasado e intenté ser justa, no idealizar ni diabolizar nada.

Es muy difícil ser justa con el propio pasado. En aquella lejana época la Navidad era una fiesta maravillosa y misteriosa, sobre todo cuando yo era pequeña y creía en el milagro navideño. Más tarde la Nochebuena fue una fiesta alegre en la que me hacían regalos y yo me creía el centro de la casa. Nunca pensé en lo que aquella fecha significaba para mis padres y mis abuelos. Algo de su esplendor ya se había empañado y con el tiempo fue perdiendo brillo. Mientras mis hijas fueron pequeñas la fiesta recuperó algo de su magia, pero no por mucho tiempo, mis niñas no eran tan sensibles como yo al misterio y a lo maravilloso. La Navidad volvió a ser una fiesta alegre en la que mis hijas recibían regalos de todas partes y se imaginaban que todo sucedía en su honor. Y en realidad así era. Más tarde la Nochebuena se convirtió en un día en el que por costumbre nos regalábamos los unos a los otros cosas que de todos modos hubiéramos comprado tarde o temprano. Por entonces la Navidad ya había muerto para mí y no ahora, en este 24 de diciembre en el bosque. Comprendí que la fiesta me aterrorizaba desde que mis hijas habían dejado de ser niñas. No tuve las fuerzas necesarias para reanimar la fiesta moribunda. Ahora, después de una larga serie de Navidades, me hallaba sola en el bosque con una vaca, un perro y una gata y no poseía nada de lo que durante cuarenta años había constituido mi vida. La nieve adornaba los abetos y el fuego crepitaba en el fogón, todo era como debía ser originalmente. Pero no había niños y no sucedía un milagro. Nunca más tendría que correr por los grandes almacenes comprando cosas inútiles. Tampoco habría un gran árbol engalanado secándose en la habitación lentamente, en vez de crecer verde en el bosque, ni habría velas encendidas, ni un ángel dorado, ni dulces villancicos.

En mi niñez solíamos cantar Venid niños, venid. Siempre fue mi canción navideña preferida, también cuando por oscuras razones ya no cantábamos o sólo raras veces. ¿Dónde habían ido a parar «los niños» conducidos por los seductores a la nada petrificada? Seguramente yo era el único ser humano que recordaba ese viejo villancico. Un gran proyecto, bello y bien planificado, había tomado una dirección errada y había terminado mal. No podía quejarme, yo era tan culpable o tan inocente como los que habían muerto. Cuántas fiestas han inventado los hombres y siempre ha habido uno con el que moría el recuerdo de una de ellas. Conmigo morirá la fiesta del Venid niños, venid. En el futuro un bosque nevado y un pesebre en el establo no significarán más que un bosque nevado y un pesebre en el establo.

Me levanté y fui a la puerta. La luz de la lámpara caía sobre el camino y la nieve en los abetos relucía amarillenta. Deseé que mis ojos olvidaran lo que esta imagen significó para ellos durante tanto tiempo. Detrás de todas las cosas aguardaba algo nuevo que yo no veía porque mi mente estaba repleta de imágenes antiguas y mis ojos eran incapaces de volver a aprender. Había perdido lo viejo y todavía no había conquistado lo nuevo que se cerraba ante mí, pero que yo intuía. No sé por qué pero esta idea me llenó de una débil y tímida felicidad. Ya no me sentía tan mal como las semanas pasadas.

Me puse los zapatos y fui otra vez al establo. Bella se había echado y dormía. Su tibio y limpio vapor flotaba a su alrededor. La mansedumbre y la paciencia impregnaban su pesado y dormido cuerpo. La dejé tranquila y regresé a casa por la nieve. Lince, que había salido conmigo, surgió detrás de un arbusto y yo cerré la puerta tras él por dentro. Lince se subió al banco y apoyó su cabeza en mi rodilla. Le dije cosas cariñosas y vi que le hacían feliz. Después de las semanas pasadas de desaliento merecía toda mi atención. Él entendía que yo estaba de nuevo con él y que me podía alcanzar con sus ladridos, gemidos y zalamerías. Estaba muy satisfecho. Cansado, se durmió profundamente. Se sentía seguro porque su ser humano más querido había vuelto a él desde un mundo extraño al que él no le podía seguir. Eché mis cartas y ya no tenía miedo. Si la noche resultaba terrible o pacífica, yo la tomaría como viniera sin resistirme.

Hacia las diez aparté con cuidado a Lince, recogí los naipes y me metí en la cama. Estuve mucho tiempo tumbada en la oscuridad mirando el fulgor rojizo que el fogón echaba sobre el suelo oscuro. Mis pensamientos iban y venían en toda libertad y yo no sentía miedo. Las luces dejaron de danzar sobre las maderas y la cabeza me daba vueltas de tantos recuerdos. Ahora sabía lo que había sido un error y cómo lo podía haber evitado. Había alcanzado la sabiduría, pero llegaba demasiado tarde. De todos modos, aunque hubiera nacido sabia, poco hubiera podido hacer en un mundo insensato. Pensé en los muertos y sentí compasión, no porque estuvieran muertos sino por no haber hallado más alegría en la vida. Pensé en las personas que había conocido y las recordé con cariño, eran parte de mí hasta mi muerte. Si deseaba vivir en paz debía reservarles un lugar seguro en mi nueva vida. Me dormí y descendí a las profundidades de mis sueños, diferentes por completo a los de antes. No sentí temor, sólo una tristeza que me llenaba hasta rebosar. Me desperté cuando la gata saltó sobre mi cama en busca de calor. Quise extender la mano para acariciarla pero ya me había dormido, y dormí sin sueños hasta la mañana. Al despertar estaba cansada pero satisfecha, como si hubiera concluido un trabajo muy fatigoso.

Desde entonces mis pesadillas fueron a mejor, poco a poco empalidecieron y la realidad del día me recuperó de nuevo. Lo primero que noté fue la disminución de mis reservas de madera. El tiempo era gris y no demasiado frío, decidí aprovechar los días benignos para ocuparme de la madera. Arrastré los troncos por la nieve y empecé a serrar. Tenía ganas de trabajar, además no sabía cuándo cambiaría el tiempo. Yo podía caer enferma, el frío podía arreciar y la leña se quedaría sin partir. Pronto mis manos se llenaron de ampollas, afortunadamente a los pocos días se transformaron en callos y dejaron de dolerme.

Una vez serrada suficiente madera había que partirla en trozos pequeños. En una breve distracción me di un corte con el hacha por encima de la rodilla. No fue una herida profunda, pero sangró mucho y comprendí que tenía que ir con cuidado. Me costó bastante, pero por fin me acostumbré. Todo el que vive solo en el bosque ha de aprender a ser prudente si quiere mantenerse vivo. La herida de la rodilla hubiera necesitado unos puntos de sutura y dejó una cicatriz ancha y abultada que me dolía cuando el tiempo cambiaba. Por lo demás, he tenido mucha suerte. Todas las heridas que me he hecho han cicatrizado sin infectarse. En aquel tiempo aún había esparadrapo, hoy utilizo un trozo de tela como venda y la herida también se cura.

No enfermé ni una vez durante aquel invierno. Siempre fui propensa a los resfriados y de pronto no cogía ni uno. Y eso que no me andaba con miramientos y a veces regresaba a casa agotada y empapada hasta los huesos. Los dolores de cabeza, que tanto me habían hecho sufrir en el pasado, habían desaparecido ya a comienzos del verano. La cabeza sólo me dolía cuando me saltaba a la cara un trozo de madera. Por la noche solía notar todos los huesos y músculos, especialmente después de cortar leña o de acarrear hierba desde el desfiladero. Nunca fui muy fuerte, aunque sí resistente y tenaz. Poco a poco descubrí de lo que eran capaces mis manos. Realmente son unas herramientas maravillosas. A veces pensaba que si a Lince le crecieran de pronto unas manos empezaría también a pensar y a hablar.

Sin duda hay una serie de trabajos que no soy capaz de realizar, pero no hay que olvidar que hasta los cuarenta no me he dado cuenta de que poseo un par de manos. No hay que exigir demasiado de mí. El mayor éxito sería conseguir instalar la puerta del nuevo establo para Bella. El trabajo de carpintero sigue planteándome muchos problemas. En cambio soy bastante diestra en el campo y en el cuidado de los animales. Desde siempre he tenido facilidad para las plantas y los animales. Lástima que no pudiera desarrollar este talento natural. Estos trabajos son los que más me satisfacen. Durante toda la semana de Navidad serré y corté madera. Me sentía bien y dormía profundamente sin pesadillas. El 29 de diciembre el frío aumentó considerablemente durante la noche y tuve que suspender mis tareas y meterme en casa. Tapé las rendijas de las puertas y las ventanas de la casa y del establo con tiras que corté de una vieja manta. El establo era de construcción sólida y Bella no pasaba todavía frío. El forraje que yo había almacenado en el mismo establo y entre el tejado también la aislaba del peor frío. La gata detestaba el frío y en su pequeña y redonda cabeza me hacía responsable a mí de las bajas temperaturas. Me castigaba con miradas enfurruñadas, cargadas de reproche, y me exigía quejosa que hiciera algo por terminar con aquel disparate. Lince era el único al que el frío no afectaba. Él recibía de buen humor cualquier clima. Lo único que le decepcionaba un poco es que yo no quisiera salir a pasear con aquel frío y constantemente intentaba seducirme a pequeñas excursiones. Mi preocupación principal eran los animales del bosque. La nieve había alcanzado una altura de un metro y no había nada para comer. Yo guardaba como última reserva dos sacos de castañas del año pasado destinados a los animales del bosque. Quizá un día las necesitara. El frío intenso continuó y las dudas me asaltaron, no dejaba de pensar en los dos sacos guardados en el dormitorio. El 6 de enero, Día de Reyes, ya no aguanté más encerrada en la casa. La gata me seguía tratando con el mayor desdén y me mostraba su parte trasera rayada. Lince anhelaba febrilmente dar un paseo. Así que me abrigué todo lo que pude y me puse en marcha con el perro.

Era un día hermoso, de frío rutilante. Los árboles nevados brillaban a la luz del sol casi dolorosamente y la nieve rechinaba seca bajo mis pies. Lince salió como una centella envuelto en una nube de polvo luminoso. Hacía tanto frío que el aliento se helaba inmediatamente y el aire dolía en los pulmones. Me tapé la boca y la nariz con la bufanda y me calé bien la capucha. Mi primera visita fue al comedero del venado, donde hallé innumerables huellas. El frío me llegó hasta los huesos cuando vi que los animales habían acudido empujados por el hambre y habían encontrado los pesebres vacíos.

De pronto odié el aire azul y vibrante, la nieve y más que nada a mí misma por no poder hacer nada por ellos. En esta situación extrema mis castañas resolvían poco. Era una pura locura desprenderme de ellas, pero ya estaba decidido. Regresé rápidamente a casa, saqué a rastras los dos sacos del cuartito, até el uno al otro y tiré de ellos por la nieve. Lince estaba entusiasmado con la acción y saltaba dando ladridos excitados a mi alrededor. El comedero estaba sólo a veinte minutos de distancia, pero el camino era cuesta arriba y además la nieve era profunda, de modo que lo alcancé exhausta y con las manos rígidas de frío. Vacié los sacos en los pesebres, sintiéndome como una verdadera necia. Como el frío era tan intenso no me atrevía a sentarme a descansar y seguí andando cuesta arriba. Por todas partes había huellas de los animales. Los ciervos habían descendido a los territorios de los corzos, abandonando las alturas. Al anochecer acudirían todos al puesto y al menos saciarían su hambre una vez más.

La corteza de los árboles jóvenes estaba mordisqueada y decidí que en el próximo verano almacenaría una pequeña reserva de hierba para el venado. No me costaba nada esa resolución, el verano quedaba tan lejos. En verano mientras segaba de verdad la pradera con la guadaña no opiné lo mismo. A pesar de ello ahora siempre dispongo de hierba suficiente para alimentar a los animales del bosque durante una semana en el peor de los casos. Quizá fuera más sensato no hacerlo porque proliferan demasiado, pero soy incapaz de dejarlos morir de hambre miserablemente.

Al cuarto de hora noté que no aguantaba el frío por más tiempo y di la vuelta. Lince estaba de acuerdo, su euforia se había enfriado. En el camino hacia casa encontré medio escondido en la nieve un corzo que se había roto la pata trasera y no podía moverse. El hueso estaba destrozado y sus astillas asomaban a través de la piel. No tenía elección, debía terminar inmediatamente aquel sufrimiento. Era un corzo joven y estaba muy delgado. Como no llevaba la escopeta conmigo rematé al animal con la navaja. El corzo alzó extenuado la cabeza y me miró, luego dio un suspiro, se estremeció y se desplomó en la nieve. Le había dado certeramente. Era un corzo pequeño, pero pesó mucho en mi ánimo durante el camino de vuelta. Más tarde, cuando reanimé mis manos heladas en la cabaña, lo limpié. La piel ya estaba fría pero al abrirlo aún salió un poco de vapor del cuerpo. El corazón estaba aún caliente. Puse la carne en un barreño de madera y lo llevé a uno de los cuartos de arriba, donde se helaría por completo hasta la mañana siguiente. El hígado lo repartí entre Lince y la gata. Yo me contenté con un vaso de leche. Por la noche oí crujir el frío en la madera. Aunque había echado mucha leña sobre el fuego tiritaba bajo la manta sin poder dormir. De vez en cuando un tronco llameaba chisporroteando y se apagaba de nuevo; yo me sentía enferma por esta constante necesidad de matar. Intenté imaginar lo que sentiría un hombre al que le gusta matar y no lo logré. Se me ponía carne de gallina y la boca se me secaba de pura repulsión. Hay que tener vocación para matar. Yo llegaría a hacerlo con la máxima rapidez y precisión posibles, pero no me acostumbraría nunca a ello. Estuve despierta durante mucho tiempo en la oscuridad crepitante pensando en aquel pequeño corazón que se iba convirtiendo en un pedazo de hielo en el cuarto de arriba.

Esto sucedió en la noche del 7 de febrero. El frío continuó durante tres días, las castañas sin embargo ya habían desaparecido a la mañana siguiente.

Encontré otros tres corzos helados y una cría de ciervo y quién sabe cuántos no encontré.

Después del terrible frío irrumpió una ola de aire húmedo y templado. El camino hacia el establo se transformó en una superficie lisa de hielo. Tuve que echar ceniza y romper el hielo con el pico. El viento oeste dio paso al viento sur, que estuvo bramando día y noche alrededor de la casa. Bella estaba asustada y había que ir a verla varías veces al día. Comía poco, cambiaba el peso de una pata a otra y se resentía cuando la ordeñaba. Pensando en el parto inminente me invadía el pánico. ¿Cómo extraería el ternero del vientre de Bella? Una vez asistí al nacimiento de un ternero y me acordaba más o menos de cómo fue. Dos hombres fornidos habían sacado a la cría del vientre materno. A mí aquello me pareció muy bárbaro y la vaca me dio mucha lástima, pero quizá tenía que ser así. Yo no era un experto.

El 11 de enero Bella sangró un poco. Fue después de echarle el pienso al atardecer y decidí instalarme en el establo para pasar la noche. Llené el termo de té, preparé una cuerda fuerte, un cordón y una tijera, además puse un cubo con agua sobre el fogón. Lince estaba empeñado en acompañarme, pero le encerré en casa, en el establo sólo hubiera molestado. Yo ya había creado un pequeño apartado para la cría y lo había llenado con paja fresca. Bella me recibió con mugidos roncos, mi presencia parecía alegrarla. Sólo me cabía esperar que éste no fuera su primer parto y que ya tuviera alguna experiencia. La acaricié y le dije palabras cariñosas. Se veía que tenía dolores y que estaba por completo concentrada en los procesos que se desencadenaban en su cuerpo. Pisaba inquieta en el sitio y ya no se volvió a echar. Como la calmaba que yo le hablara le conté todo lo que la comadrona en su día me dijo a mí en la clínica. Todo saldrá bien, no tardará mucho, apenas te dolerá, y tonterías por el estilo. Me senté en el sillón que había traído del garaje. Más tarde fui a coger el agua caliente a casa, estaba hirviendo y tendría tiempo de enfriarse un poco. El vapor flotaba en el ambiente y yo estaba tan sobrecogida como si yo misma fuera a tener un niño.

Dieron las nueve. El viento sacudía el tejado y de puros nervios estaba helada. Me preparé un vaso de té caliente y volví a prometerle a Bella un parto fácil y una cría fuerte y hermosa. Ella tenía la cabeza vuelta hacia mí y me miraba con expresión de dolor y paciencia. Sabía que yo deseaba ayudarla y eso me daba a mí confianza.

Durante mucho tiempo no sucedió nada. Una vez recogí estiércol y eché un poco de paja nueva. La lámpara ardía amarilla y tranquila sobre el pequeño fogón. En ningún caso debía derribarla. Tenía que tener en cuenta tantas cosas. Quizá la luz fuera insuficiente para el momento del parto.

Me sentí de pronto cansadísima. Los hombros me dolían y la cabeza se me caía de un lado al otro. De buena gana me hubiera echado en la paja fresca destinada al ternero y me hubiera dormido. Me quedé traspuesta unas cuantas veces y otras tantas me desperté sobresaltada. Bella sangraba de nuevo y tenía fuertes contracciones. Sus flancos agitados trabajaban violentamente. A veces gemía suavemente y yo le contestaba con palabras dulces. Una vez bebió un poco de agua. Yo veía que íbamos progresando lentamente y por fin apareció una pata mojada y enseguida otra. Bella sufría. Temblando de excitación até las dos patitas marrones y tiré de la cuerda sin conseguir mucho. Evidentemente yo no tenía la fuerza de dos hombres fornidos. Pero observando a Bella comprendí de pronto. Me imaginé con toda claridad la posición del ternero en su interior. Era contraproducente tirar de las patas delanteras, ya que así la cabeza de la cría en vez de doblarse hacia abajo se iba hacia atrás. Me lavé las manos y con cuidado las introduje tanteando en el cuerpo caliente de Bella. Fue más difícil de lo que pensaba. Tuve que esperar a que pasara la contracción para internarme más. Conseguí agarrar la cabeza y la apreté hacia abajo con las dos manos. La próxima contracción me aprisionó los brazos pero la cabeza avanzó. Bella se quejaba y daba patadas a diestro y siniestro. Yo la alentaba y apretaba la cabeza hasta que el sudor me caía en los ojos. El dolor en los brazos era insoportable. Por fin apareció la cabeza. Bella resopló aliviada.

Esperé la siguiente contracción y tiré de la cuerda, el ternero salió tan deprisa que tuve que dar un salto para recogerlo en mi regazo. Desde esa posición lo dejé resbalar suavemente al suelo, el cordón umbilical ya se había roto. Puse la cría a los pies de Bella y ésta empezó enseguida a lamerla. Las dos respiramos, felices de haberlo hecho tan bien. Al alimón habíamos puesto en el mundo un ternero. Bella no se cansaba de lamer a su hijo y yo admiraba los rizos mojados de su frente. Era gris y marrón como su madre, quizá con el tiempo se oscureciera. A los pocos minutos ya intentó ponerse de pie. Bella se lo comía con los ojos de puro amor. Por fin me pareció que estaba bien de lametazos. Cogí al pequeño en brazos y lo llevé a su apartado. Bella podía asomarse por encima de las tablas y lamerle el morro todo lo que se le antojara. Le di agua tibia y hierba fresca. Pero el parto todavía no había finalizado. Yo estaba bañada en sudor. Era medianoche. Me senté en el sillón y bebí té caliente. Como no debía dormirme me levanté otra vez y me dediqué a pasear por el establo.

Al cabo de una hora Bella se intranquilizó nuevamente y tuvo contracciones. Esta vez duraron unos minutos y enseguida expulsó la placenta. Bella se echó agotada. Limpié el establo, extendí nueva paja y me asomé a ver cómo estaba el ternero. Se había dormido, acurrucado en la paja. Cogí la lámpara, corrí el cerrojo del establo y regresé a casa. Lince me recibió nervioso y tuve que contarle lo que había pasado. Aunque no comprendiera mis palabras, entendió que a Bella le había sucedido algo bueno y se retiró a su rincón apaciguado. Yo me lavé a fondo, eché leña al fuego y me fui a la cama.

Esa noche no noté siquiera que la gata subía a mi cama y no me desperté hasta la mañana. Mi primer impulso fue ir al establo. Con el corazón agitado, corrí el cerrojo. Bella en ese momento lamía a su hijo el morro, al verlos respiré aliviada. El pequeño se mantenía ya firme sobre sus fuertes patas, le conduje hasta su madre y le acerqué el morro a las ubres maternas. Enseguida comprendió y empezó a mamar. Bella pisaba inquieta cuando el pequeño la empujaba con su cabeza redonda. Era a todas luces un chico despierto. Cuando se hartó terminé de ordeñar a Bella. La leche era amarilla y grasienta y no me gustó. Bella tenía una expresión demacrada y un poco agotada, pero yo sabía que se recuperaría pronto con mis cuidados. En sus ojos húmedos podía leer que flotaba en un estado de felicidad cálida. Me emocionó tanto que huí del establo.

Soplaba viento sur y el tiempo se mantenía lluvioso. Más tarde un cielo azul y húmedo asomó entre las nubes fugitivas, sombras oscuras pasaban rápidas encima del claro. Yo me sentía nerviosa y tensa. La gata estaba cargada de electricidad. Su pelo se erizaba y chisporroteaba cuando la acariciaba. Intranquila, me seguía con sus lamentos, hundía su morro caliente y seco en mi mano y no quería comer. Ya me temía que hubiera cogido alguna enfermedad felina desconocida cuando caí en la cuenta de que necesitaba un macho. No hacía más que correr al bosque y cuando volvía me acosaba con sus quejidos y sus muestras de cariño. También Lince, que no solía sufrir los efectos del viento sur, trotaba confuso alrededor de la casa, contagiado por la intranquilidad de la gata. Por la noche me despertó el grito de un animal desconocido en el bosque: ka-au, ka-au. Parecía un gato, pero algo diferente y yo pensé con preocupación en la gata. Estuvo fuera tres días y casi perdí la esperanza de volver a verla. El tiempo cambió y comenzó a nevar. Me alegré, pues me sentía floja e incapaz de trabajar. El viento templado me había agotado. Me perseguía obsesivamente la idea de que olía ligeramente a putrefacción. Quizá no era sólo una obsesión. Quién sabe cuántos cuerpos helados en el bosque se deshelaron con el viento cálido. Era un alivio no oír el viento y poder contemplar los copos ligeros que flotaban delante de la ventana.

Esa noche volvió la gata. Encendí la vela y ella saltó sobre mi regazo. A través del camisón noté su piel fría y mojada, la estreché entre mis brazos. Ella maullaba y maullaba contándome todo lo que le había sucedido y frotaba su frente contra la mía. Sus gritos hicieron salir de su rincón a Lince, que la olisqueó contento. Me levanté y les calenté un poco de leche a los dos. La gata estaba hambrienta y tenía el pelo sucio y revuelto como cuando apareció quejándose delante de mi puerta. Me hizo sonreír y la regañé y la acaricié al mismo tiempo. Lince, muy sorprendido también, recibió su parte de topetazos cariñosos. Algo extraordinario debía de haberle pasado a la gata. Quizá Lince comprendía mejor que yo su excitación, sin duda se trataba de algo agradable pues volvió a su rincón muy satisfecho. Pero la gata no se calmó tan deprisa. Con el rabo muy tieso iba de un lado a otro, se metía entre mis pies y maullaba. Cuando por fin me metí de nuevo en la cama y apagué la vela, ella vino a mi lado y empezó a limpiarse concienzudamente. Por primera vez en muchos días me sentí serena y relajada. El silencio de la noche invernal era un dulce regalo después de los bramidos y quejidos del viento sur. Me dormí con el ronroneo complacido de la gata en el oído.

Por la mañana había diez centímetros de nieve nueva. Seguía sin hacer viento y una luz blanca tamizada iluminaba la pradera. En el establo Bella me recibió impaciente por que le trajera a su hijo hambriento. Éste era cada día más fuerte y más avispado. El vientre hundido de Bella empezaba a rellenarse un poco. Pronto nada recordaría aquella noche de viento en la que trajimos al mundo al pequeño ternero.

Madre e hijo se dedicaron el uno al otro y yo me sentí excluida y un poco perdida. Comprendí que tenía envidia de Bella y procuré abandonar el establo lo antes posible. Allí sólo me necesitaban para ordeñar, limpiar y dar de comer. Cuando yo cerraba la puerta tras de mí el establo se convertía en un islote de felicidad, impregnado de ternura y del aliento cálido de los animales. Para mí era mejor buscar alguna tarea que pensar demasiado en ellos. En el garaje quedaba ya poca hierba seca y después del desayuno fui con Lince al desfiladero para traer más. La gata, muy delgada y con piel sin lustre, dormía el sueño del agotamiento sobre mi cama. Durante la mañana bajé por hierba dos veces y por la tarde otra; al día siguiente, lo mismo. No hacía frío, de cuando en cuando nevaba, copos pequeños y secos. El viento continuaba encalmado. Exactamente como a mí me gusta el invierno. Lince, cansado de ir y venir de la cabaña al prado del arroyo, no se movía de su rincón. La gata durmió durante varios días, levantándose únicamente para comer y salir durante la noche. Bebía el sueño como una medicina, sus ojos se aclararon y su piel recuperó el brillo. Parecía feliz y supuse que aquel animal desconocido del bosque era efectivamente un gato. Le llamé señor Ka-au Ka-au y le imaginé orgulloso y valiente, de otro modo no hubiera sobrevivido en el bosque. Los gatitos que se avecinaban no me hacían ilusión, no me darían más que disgustos, pero la gata merecía esa dicha.

Habían sucedido tantas cosas en el último tiempo. Perla había muerto, había venido al mundo un pequeño toro, la gata había encontrado un compañero, algunos corzos se habían helado y los animales de rapiña habían tenido un invierno excelente. Yo misma había pasado por muchos altibajos y ahora estaba fatigada. Echada en el banco entrecerraba los ojos y veía en el horizonte las cumbres nevadas y los copos blancos que descendían sobre mi rostro en el silencio inmenso y luminoso. No había pensamientos, ni recuerdos, sólo la silenciosa y enorme luz de la nieve. Sabía que este estado era peligroso para una persona sola, pero no tenía fuerzas para defenderme de él.

Lince no me dejaba mucho rato a la deriva. Se acercaba una y otra vez y me empujaba con el morro. Yo volvía la cabeza con un esfuerzo y veía relucir en sus ojos la vida, cálida y exigente. Con un suspiro me incorporé y retorné a mis quehaceres cotidianos. Ahora Lince, mi amigo y mi guardián, ya no está y el deseo de sumergirme en el silencio blanco e indoloro es a veces muy grande. Tengo que vigilarme a mí misma y ser más severa que antes.

La gata mira fijamente la lejanía con sus ojos amarillos. De repente vuelve a mí y su mirada me obliga a extender la mano y acariciar su cabeza redonda con la M negra en la frente. Cuando a la gata le place, ronronea. A veces mi caricia le molesta, pero es demasiado cortés para rechazarla y se paraliza bajo mi mano, tranquila. Y yo retiro despacio la mano. Lince siempre disfrutaba cuando le acariciaba, como si no pudiera evitarlo. Pero por eso no le añoro menos. Era mi sexto sentido. Desde que murió siento como si me hubieran amputado un miembro. Algo me falta y siempre me faltará. No sólo le echo de menos cuando voy a cazar, sigo un rastro y tengo que perseguir a un animal herido durante horas. Eso no es lo más importante, aunque la vida es ahora más difícil para mí. Lo peor es que sin Lince me siento sola de verdad.

Desde su muerte sueño mucho con animales. Me hablan como seres humanos y en el sueño me parece de lo más natural. Los personajes que poblaban mis sueños en el primer invierno han desaparecido. Ya no los veo. En sueños los seres humanos no eran nunca amables conmigo, en el mejor de los casos eran indiferentes. En cambio los animales del sueño son siempre amables y están llenos de vida. No creo que esto sea especialmente interesante, sólo ilumina mis expectativas con respecto a las personas y a los animales.

Lo mejor sería no soñar. Llevo ya tanto tiempo viviendo en el bosque y he soñado con personas, animales y cosas, pero nunca con el muro. Lo veo cada vez que bajo a coger hierba, es decir, veo a través de él. Ahora, en invierno, cuando los árboles y arbustos han perdido la hoja, distingo claramente la casa pequeña. Cuando hay nieve apenas existen diferencias entre este lado y el otro, aquí y allá el mismo paisaje blanco, ligeramente alterado por las huellas de mis pesados zapatos en este lado.

El muro forma parte de mi vida hasta el punto de que no pienso en él durante semanas. Incluso cuando pienso en él no me parece más siniestro que un muro de ladrillos o una verja de jardín que me impiden el paso. ¿Qué tiene, realmente, de especial? Es un artefacto de un material cuya composición desconozco. En mi vida siempre han proliferado objetos de ese tipo. El muro me obligó a una vida completamente nueva, pero lo que de verdad me conmociona es lo que siempre me conmocionó: el nacer, el morir, las estaciones del año, el crecer y el decaer. El muro ni está vivo ni está muerto, en el fondo no me atañe y por eso no sueño con él.

Algún día tendré que enfrentarme a él, porque no podré vivir siempre aquí. Pero hasta que llegue ese momento no quiero tener ninguna relación con él.

Desde esta mañana estoy convencida de que nunca volveré a ver a un ser humano, me parece imposible que alguien viva en la montaña. Y si allá fuera, al otro lado, hubiera hombres, habrían sobrevolado con aviones la región. He descubierto que las nubes bajas sobrevuelan el muro y no están cargadas de algún tóxico porque entonces yo no viviría ya. ¿Por qué no viene un avión? Esa ausencia debía haberme llamado la atención hace tiempo. No se me ha ocurrido pensar en ello hasta ahora. ¿Dónde están los aviones de reconocimiento de los vencedores? ¿Acaso no hay vencedores? No llegaré a verlos, estoy segura. En el fondo me alegra no haber pensado en los aviones. Hace un año la idea misma me hubiera desesperado. Hoy ya no.

Desde hace unas semanas mis ojos me dan guerra. De lejos veo perfectamente pero al escribir las líneas se disuelven ante mis ojos. Es posible que se deba a la luz escasa y a que escribo con un lápiz duro. Siempre estuve orgullosa de mis ojos, aunque es una estupidez enorgullecerse de una cualidad física. No hay nada peor que quedarse uno ciego. A lo mejor no es más que vista cansada y no debo preocuparme. Pronto será otra vez mi cumpleaños. Desde que vivo en el bosque no noto que envejezco. No hay nadie que me lo diga. Nadie me dice qué aspecto tengo y yo misma nunca pienso en ello. Hoy es el 20 de diciembre. Escribiré hasta que empiecen las labores de primavera. El verano será este año que viene menos cansado para mí porque no subiré a los prados altos. Bella pastará en el prado del bosque como el primer año y yo me ahorraré el largo y fatigoso camino.

El mes de febrero del primer año no contiene ninguna anotación en mi calendario. Pero lo recuerdo aún bastante bien. Creo que fue más cálido y húmedo que frío. En el claro la hierba comenzó a verdear por la raíz, debajo del amarillo del otoño. El aire, sin embargo, no soplaba del sur, el clima era suave, de viento oeste. En el fondo no era excepcional para febrero. A mí me parecía perfecto, porque los animales del bosque encontraban por todas partes hojas y hierba vieja y se recuperaban un poco. También a los pájaros les iba mejor. Se mantenían alejados de la cabaña, lo que significaba que no me necesitaban. Las cornejas me fueron fieles hasta la llegada de la verdadera primavera. Sentadas en los abetos esperaban mis desperdicios. Su vida transcurría según reglas severas. Cada mañana a la misma hora aparecían en el claro y tras sobrevolarlo varias veces y gritar mucho se posaban en los árboles. A última hora de la tarde, en la penumbra, alzaban el vuelo y se alejaban por encima del bosque describiendo círculos y gritando. Ignoro dónde tienen sus cuarteles de noche. Las cornejas llevan una excitante vida doble. Con el tiempo les he tomado cierto cariño y no comprendo que en el pasado me repelieran. Como en la ciudad se las veía sobre todo en sucios basureros me parecían animales tristes y sucios. Aquí, en los lustrosos abetos, son pájaros completamente diferentes. Hoy espero cada día su llegada porque me anuncia la hora. Lince también se acostumbró a ellas y las dejaba en paz. Siempre se acostumbraba a todo lo que a mí me importaba. Era una criatura muy dócil. Para la gata, por el contrario, las cornejas eran fuente inagotable de disgusto. Sentada en la ventana las observaba con el pelo erizado y enseñando los dientes. Cuando se había excitado y encolerizado bastante se echaba refunfuñando en el banco y ahogaba su enfado en sueño. Más arriba de la cabaña había habitado una lechuza. Desde que venían las cornejas, había cambiado de domicilio. Yo no tenía nada en contra de ella pero, como probablemente esperábamos gatitos, me pareció oportuno que las cornejas la ahuyentaran.

Hacia finales de febrero el estado de la gata era evidente. Estaba gorda y alternaba el mal humor con los ataques de cariño. Lince observaba desconcertado estos cambios. Un día recibió un buen cachete de ella y se retiró prudentemente evitando el trato con su caprichosa amiga. Había olvidado por completo que esta misma situación se había producido con anterioridad. Esta vez no habría otra Perla y era mejor así. Claro que con unos antepasados tan heterogéneos no se podía predecir nada. Contra toda razón me alegraba de la descendencia que se avecinaba. Pensar en ella me distraía y ocupaba. Mi estado de ánimo mejoró al prolongarse la claridad del día con la aproximación de la primavera. El invierno en el bosque es muy duro, sobre todo cuando no se tienen compañeros.

Ya en febrero empecé a salir al exterior con frecuencia. El aire me cansaba y me abría el apetito. Inspeccioné mis reservas de patatas y constaté que debía economizar si quería llegar a la próxima cosecha. En ningún caso había que tocar las patatas para sembrar. En verano me limitaría casi exclusivamente a carne y leche. Así podría ampliar mi campo de cultivo. Solía comer las patatas con la piel por las vitaminas. No sé si serviría de algo, pero la idea en sí me animaba mucho. Cada segundo o tercer día me permitía una manzana y en los intervalos masticaba las pequeñas manzanas silvestres, tan ásperas que apenas podía tragarlas. Las reservas eran suficientes para todo el invierno. Bella daba ahora tanta leche que el ternero no la tomaba toda y sobraba para hacer mantequilla. Me resultaba más fácil resolver el problema del avituallamiento en invierno que en verano, porque la carne se mantenía más tiempo fresca. Lo único que me faltaba era fruta y verdura. No sabía cuándo había que destetar al ternero y busqué información en los almanaques sin encontrar nada sobre el tema. Estaban hechos para gente que conocía los principios básicos de la agricultura. Mi ignorancia hacía muy excitante la vida de vez en cuando. Por todas partes me acechaban peligros difíciles de prevenir a tiempo. Siempre tenía que estar preparada a sorpresas desagradables y no me quedaba otro remedio que soportarlas estoicamente.

De momento dejé mamar al ternero a su gusto. Todo dependía de que se hiciera pronto grande y fuerte. Yo ignoraba la edad que ha de tener un toro para procrear, pero esperaba que manifestara su potencia en su momento. Era consciente de que mi plan era un tanto fantástico, pero no podía hacer otra cosa que creer en su posibilidad. Desconocía las consecuencias de un cruce consanguíneo tan próximo. Quizá Bella no quedaba preñada o ponía en el mundo una cría malformada. De todo esto nada decían los almanaques. Seguramente no era corriente cruzar a un toro con su madre. Como no me gusta vivir sin planificar las cosas y a oscuras me costaba mantener la calma. La impaciencia siempre fue uno de mis peores defectos, en el bosque aprendí a dominarla, hasta cierto punto al menos. Las patatas no crecen más deprisa porque yo me retuerza las manos angustiada, ni el pequeño ternero se hace adulto de la noche a la mañana. Cuando por fin fue grande deseé más de una vez que hubiera seguido siendo un pequeño y robusto ternero, porque me planteó problemas muy complicados.

Había pues que esperar y esperar. Aquí en el bosque todo se toma mucho tiempo, un tiempo que no aceleran miles de relojes. No hay prisa para nada, yo aún soy la única fuente de intranquilidad en el bosque, y eso me hace sufrir.

Marzo trajo un empeoramiento del tiempo. Nevó y cayeron heladas, el bosque se convirtió en un resplandeciente paisaje de invierno. El frío era, no obstante, moderado, ya que a mediodía el sol caía templado sobre la ladera y el agua goteaba del tejado. El venado no corría peligro, porque donde daba el sol había suficientes superficies sin nieve cubiertas de hierba y hojas. En aquella primavera ya no encontré más corzos muertos. Cuando lucía el sol iba con Lince al bosque o a coger hierba seca en el pajar. Una vez cacé un corzo débil y lo congelé. Por fin llegó el deshielo y llovió violentamente durante varios días. La niebla estaba tan baja que no se podía ver más allá del establo. Yo vivía en una pequeña isla cálida en un húmedo mar de niebla. Lince estaba deprimido y se asomaba constantemente al claro. Yo no podía hacer nada por él, ya que el tiempo húmedo me sentaba mal y no quería resfriarme. Notaba ya la garganta áspera y tosía ligeramente. Pero la cosa no fue a más y al día siguiente estaba mejor. Más graves fueron los dolores reumáticos que tuve en las articulaciones. Mis dedos se hincharon y enrojecieron, sólo los podía doblar con mucho dolor. Tenía una fiebre ligera y tomé las píldoras antirreumáticas de Hugo. Encerrada en casa me imaginaba exasperada que llegaría el día en el que no podría mover mis manos. La lluvia dio paso a aguanieve y luego a nieve. Mis dedos seguían inflamados y me dolía cada movimiento. Lince notaba que estaba enferma y me enternecía con sus muestras de cariño. Una vez me hizo llorar con su solicitud y los dos nos quedamos muy emocionados sentados el uno junto al otro en el banco. Las cornejas esperaban en los abetos los desperdicios. Me debían de considerar una institución fabulosa, una especie de Seguridad Social, y cada día eran más perezosas.

El 11 de marzo la gata saltó de la cama, se sentó delante del armario y me pidió con urgencia que la dejara entrar en él. Cogí un paño viejo, lo extendí en el interior y la gata saltó sobre él. Continué con mis quehaceres y no me acordé de ella hasta el anochecer, al volver del establo. Me asomé al armario, pero ya había pasado todo. La gata ronroneaba intensamente y me lamió la mano feliz. Esta vez eran tres crías y las tres vivían. Tres gatitos atigrados, desde el gris más claro al más oscuro, todos limpiados ya a fondo y buscando la leche de la madre. La gata apenas se tomó el tiempo para beber agua y volvió inmediatamente a su prole. Dejé entreabierta la puerta del armario y ahuyenté a Lince, que husmeaba curioso. La gata no reaccionaba tan agresiva como cuando nació Perla y aunque bufó al perro lo hizo sólo por puro formalismo. Es curioso el interés que Lince mostraba por el feliz acontecimiento. Como no sabía expresar de otro modo su entusiasmo comió una ración doble. He notado que las alteraciones emocionales desencadenan en él un ansia compulsiva de comer. La gata reacciona de forma parecida. Cuando se disgusta con las cornejas corre a comer a su plato. En aquella noche no vino a mi cama y yo, sin poder dormir, pensé en Perla. La mancha de sangre en el suelo todavía no había desaparecido y yo había decidido no taparla. Me tenía que acostumbrar a vivir con ella. Ahora había tres nuevos gatitos. Me propuse no encariñarme con ellos, pero, como era de prever, no cumplí ese propósito.

Poco a poco mejoró el tiempo. En el valle reinaba seguramente ya ambiente primaveral, sin embargo en la montaña la niebla se mantuvo aún durante una semana, luego se disolvió. Y entonces se impuso rápidamente un clima templado, casi veraniego, y de la noche a la mañana brotaron por todas partes la hierba y las flores de la tierra húmeda. Los abetos se cubrieron de brotes jóvenes y las ortigas del montón de estiércol empezaron a proliferar alegremente. El cambio fue tan brusco que me costó adaptarme. No me sentí mejor inmediatamente, y en los primeros días de calor estaba más desmadejada que durante el invierno. Los gatitos crecían bien, pero aún permanecían en el armario. La gata no se preocupaba por ellos como por Perla. De noche solía marcharse al bosque durante una hora. Quizá confiaba ahora más en mí o quizá los pequeños tigres no le parecían correr tanto peligro. Bebía la leche de Bella por cuencos y la transformaba en su cuerpo en leche apta para sus cachorros. El 20 de marzo me los presentó. Los tres estaban gordos y relucientes, ninguno tenía el pelo largo de Perla. Uno tenía la carita más fina que la de los otros y deduje que sería una hembra. Es casi imposible establecer el sexo de unos gatos tan pequeños y yo no tengo demasiada experiencia en el asunto. Desde aquel momento la gata jugaba con sus pequeños en la habitación. Para Lince, que se comportaba como si fuera su padre, eran un entretenimiento especial. En cuanto ellos se percataron de que era inofensivo le empezaron a molestar tanto como a su madre. A veces Lince se hartaba de sus travesuras y decidía que tenían que irse a la cama. Entonces los llevaba con cuidado al armario. Apenas había terminado de transportar el último cuando el primero ya estaba de nuevo dando tumbos por la habitación. La gata le observaba y si alguna vez he visto reír maliciosamente a una gata fue ésta. Al final solía levantarse, repartía unos cachetes y conducía a su prole al armario. Les trataba con más severidad que a Perla y con razón, eran increíblemente juguetones y peleones. El señor Ka-au Ka-au se había impuesto genéticamente por completo. Durante todo el día corrían por la cabaña y siempre había que tener cuidado de no pisarlos.

No sé cómo sucedió pero una mañana durante una de esas locas carreras el gato más pequeño, el de la carita fina, cayó presa de convulsiones y murió en pocos minutos. Yo no estaba atendiendo y no comprendí lo que le pasaba. No tenía ninguna herida. La gata vieja se lanzó sobre él y le lamió entre lamentos, pero ya no había nada que hacer. Enterré al gatito cerca de Perla. La gata vieja le buscó durante una hora y luego se dedicó a los otros dos como si nunca hubiera existido un tercer gatito. Los hermanos tampoco lo echaron de menos. Lince no estaba en casa cuando ocurrió el percance y cuando volvió me miró interrogante y fue al armario a buscarlo. Algo le distrajo y olvidó a qué había ido. Estoy segura, sin embargo, de que notó la falta de uno de los gatos. Yo soy el único ser que aún hoy piensa alguna vez en aquel animalito de cara fina. ¿Se golpearía la cabeza contra la pared? ¿O se dan también entre los gatos los espasmos infantiles? Me alegra que no sufriera y me alegra saber lo que le sucedió. No le lloré como a Perla, pero le eché de menos un poquito.

Los dos gatos supervivientes eran, como pude comprobar, verdaderos machos. Desde que hacía buen tiempo jugaban delante de la puerta y me inquietaban con su empeño de meterse entre los arbustos. Pronto empezaron a cazar moscas y escarabajos e hicieron doloroso contacto con las grandes hormigas del bosque. Al principio su madre los vigilaba atentamente, pero noté pronto que el asunto de los cachorros la cansaba. Los cachetes que repartía eran cada vez más fuertes. No se lo podía reprochar, los dos retoños eran indeciblemente turbulentos y desobedientes. Los bauticé Tigre y Pantera. Pantera estaba rayado en negro y gris claro, Tigre en gris oscuro y negro sobre fondo rojizo. Cuando disponía de un poco de tiempo me entretenía mirándolos en sus juegos felinos. Así sucedió que los dos gatos obtuvieron nombres mientras que el pequeño choto seguía sin él. No se me ocurría ninguno. La gata vieja tampoco tenía nombre. Yo la llamaba cien nombres cariñosos, pero ninguno era su nombre de verdad. Creo que ya no se hubiera acostumbrado a él.

Las cornejas, que podían resultar peligrosas para los gatos, partieron hacia sus desconocidos lugares de veraneo en cuanto hizo calor, y la lechuza tampoco volvió a aparecer. A veces, sentada en el banco al sol, yo pensaba en los orígenes de Pantera y Tigre y les daba alguna posibilidad de supervivencia. Como era de esperar no era capaz de desentenderme de ellos. Al contrario, ya me preocupaba por su suerte. Deseaba que crecieran fuertes lo más deprisa posible y aprendieran todos los trucos de su avezada madre. Pero antes de que aprendiera algo más que cazar moscas Pantera desapareció entre los arbustos y no volvió más. Lince le buscó en vano. Es posible que se lo llevara algún animal de rapiña.

Tigre se quedó solo. Durante mucho tiempo buscó y lloró a su hermano, y como no lo encontró volvió a jugar con su madre, con Lince o conmigo. Si nadie se entretenía con él, corría detrás de una mosca, jugueteaba con una ramita o con las bolitas de papel que yo le hacía con las páginas de una novela policíaca. Me dolía verle tan solo. El dibujo de su piel era precioso y hacía todos los honores a su nombre. Nunca he visto un gato tan revoltoso y vital. Con el tiempo se convirtió en mi gato, entre otras cosas porque su madre no quería saber nada de él y Lince temía sus afiladas garras. Así se unió a mí, tratándome unas veces como madre sustitutiva, otras como compañera de juegos. Tuve que aguantar innumerables arañazos hasta que él comprendió que debía esconder las uñas al jugar. En la cabaña destrozaba todo lo que caía entre sus garras y le gustaba afilarlas en las patas de la mesa y de la cama. A mí no me importaba. Mis muebles no eran valiosos y aunque lo hubieran sido un gato vivo significaba más para mí que el mueble más extraordinario. Tigre aparecerá muchas veces en este relato mío. No me fue concedido disfrutar de él más de un año. Aún hoy me cuesta admitir que una criatura tan viva esté muerta. A veces me imagino que se ha ido al bosque con el señor Ka-au Ka-au y goza de una vida en libertad. Son sueños. Sé que está muerto porque de lo contrario hubiera vuelto a mi lado, aunque sólo fuera temporalmente.

A lo mejor la gata se escapa de nuevo al bosque en primavera y tiene otra vez crías. Quién sabe. Puede que el gran gato del bosque haya muerto o que la gata tras su grave enfermedad del año pasado no pueda tener crías. Si vuelve a haber gatitos, se repetirá todo otra vez. Yo me propondré no ocuparme de ellos, luego les tomaré cariño y después los perderé. Hay momentos en los que espero con alegría un tiempo en el que no exista nada que ate mi corazón. Estoy cansada de que se me arrebate siempre lo que amo. No hay solución, porque, mientras exista en el bosque una criatura a la que yo pueda amar, yo la amaré y cuando no exista ninguna yo dejaré de vivir. Si todos los seres humanos fueran como yo, no habría muro y el viejecito no estaría petrificado junto a su fuente. Pero comprendo por qué los otros siempre han estado en mayoría. Amar y cuidar a otro ser es muy fatigoso, y más pesado que matar y destruir. Sacar adelante un niño cuesta veinte años, matarlo sólo diez segundos. Incluso un ternero necesita un año para crecer y hacerse fuerte y un par de hachazos puede aniquilarlo. Pienso en el largo período en el que Bella le llevó y alimentó pacientemente en su vientre, en las horas difíciles de su nacimiento y en los largos meses durante los que se transformó de ternerito en un toro hecho y derecho. Tuvo que brillar el sol para que creciera la hierba para él, el agua tuvo que manar de la tierra y caer del cielo para darle de beber. Hubo que cepillarle y frotarle, hubo que sacar el estiércol de su establo para que estuviera limpio y seco. Y todo fue en vano. No puedo evitar ver un gran desorden y un terrible derroche en esta vida. Quizá el hombre que lo mató estaba loco, pero su locura lo delató. El deseo oculto de matar debía dormir en él desde tiempos inmemoriales. Le compadezco por estar hecho así, pero siempre intentaré eliminar a personajes de ese tipo, no puedo consentir que un ser así constituido siga matando y destruyendo. No creo que en el bosque habite todavía otro ejemplar de su especie, pero me he vuelto desconfiada como mi gata. La escopeta cuelga de la pared siempre cargada y no doy un paso fuera de casa sin mi afilado cuchillo. He reflexionado mucho sobre estos hechos y he llegado al punto en que casi comprendo a los asesinos. Su odio a todo lo que es vida debe de ser enorme. Lo comprendo, pero yo personalmente me tengo que oponer. No hay nadie que me proteja o que trabaje por mí para que pueda entregarme sin trabas a mis elucubraciones.

Como en abril el tiempo se mantuvo bastante bueno decidí abonar el campo de patatas. El montón de estiércol había crecido y llené dos sacos para arrastrarlos sobre ramas de haya hasta el campo. Repartí el estiércol en los surcos y extendí tierra encima. También aboné la pequeña huerta de judías. Luego tuve que ir una vez más por hierba seca al desfiladero y, como la leña empezó a escasear, me pasé una semana serrando y cortando. Estaba cansada, pero contenta de trabajar de nuevo y de que al atardecer hubiera más horas de luz. El plan de trasladarme a los prados altos en verano me preocupaba cada día más. Me parecía una empresa muy fatigosa aun llevando sólo lo más imprescindible para vivir de una manera primitiva en la cabaña. También estaba el problema de los gatos. Suele decirse que se apegan más a la casa que a sus amos. Yo pretendía llevarlos conmigo, pero temía una desgracia. Cuanto más vueltas le daba al asunto más insuperables me parecían las dificultades. Tampoco podía olvidar el campo de patatas y el prado del arroyo. Había que segar la hierba y eso significaba una caminata diaria de siete horas, además del trabajo. Tendría que posponer hasta el otoño la reserva de madera para el invierno, y durante todo el verano no comería truchas. Mientras sopesaba los pros y los contras, dando por imposible la realización del plan, ya sabía que estaba decidida firmemente a subir a los prados altos. Era bueno para Bella y el choto, por lo tanto yo tendría que ser capaz de realizar los trabajos diversos. Dependía demasiado para todos del bienestar de ambos como para que yo pensara en mí. Además el prado del bosque no bastaba para dos animales y la hierba del prado del arroyo estaba destinada para el invierno. Una vez que reconocí que el traslado estaba decidido hacía tiempo —casi cuando vi por primera vez los verdes pastos de las cumbres— me tranquilicé, aunque sin poder evitar un poso de angustia. Mi idea era quedarme hasta haber plantado las patatas y hacer acopio de leña. El tiempo seguía bueno, pero no me atrevía a plantar las patatas por si había aún un empeoramiento. Me dediqué entretanto a partir leña. Trabajaba despacio pero todos los días y amontonaba los troncos y astillas alrededor de la cabaña. Y por fin un domingo no hice más que las tareas del establo y pasé el resto del día durmiendo. Estaba tan fatigada que pensé que no me levantaría más. Pero el lunes fui de nuevo al montón de la madera y estuve acarreando troncos.

A mi alrededor florecía la primavera y yo sólo veía madera. El montón de serrín amarillo crecía de día en día. La resina se me pegaba a las manos, las pequeñas astillas se me clavaban en los dedos, los hombros me dolían, pero yo estaba obsesionada con partir la mayor cantidad de madera posible. Eso me daba seguridad. Demasiado cansada para tener hambre atendía a los animales como un autómata. En el fondo me alimentaba exclusivamente de leche, nunca en mi vida había bebido tanta. Un buen día comprendí que tenía que dejarlo. No me quedaban ya fuerzas. Desperté de mi furia trabajadora y durante unos días me dediqué a pasear en zapatillas y bata y a cuidarme. Poco a poco volví a comer, espinacas silvestres y patatas.

Entretanto la gata había dejado de ocuparse de su revoltoso hijo. Cuando éste se acercaba con intención de jugar, ella le propinaba unos zarpazos como dándole a entender que su infancia había concluido. Tigre había adquirido los modales de un verdadero golfillo. A su madre no se atrevía a molestarla, a Lince por el contrario lo torturaba todo el día. ¡Y qué paciencia tenía el perro! Con un mordisco hubiera podido matar al gatito y sin embargo le trataba con cuidado exquisito. Un día Lince se hartó y le dio una lección. Lo cogió por la oreja y a pesar de sus pataletas y maullidos lo arrastró por la habitación y lo tiró debajo de mi cama. Luego se dirigió con mucha dignidad a su rincón para dormir por fin en paz. Hasta Tigre comprendió que tenía razón. Pero como le resultaba imposible estar quieto me escogió a mí como su próxima víctima.

Yo todavía estaba agotada del trabajo de la madera, pero él insistía. Incansable, pretendía que le tirara pelotitas o corriera tras él. Lo que más le gustaba era esconderse y tirarse a morderme las piernas cuando pasaba distraída. Sólo le faltaban unas manilas para aplaudir regocijado cuando yo daba un respingo asustada. Su madre nos observaba con visible desaprobación. Creo que me despreciaba por no defenderme. Y, la verdad, Tigre era a veces muy pesado. Pero cuando pensaba en la suerte que habían corrido sus hermanos no podía rechazarle. Él a su manera me lo agradecía, instalándose por ejemplo en mi regazo, frotando su cabecita contra mi frente o apoyando las patas delanteras en mi pecho, puesto de pie en la mesa y mirándome atentamente con sus ojos color miel. Sus ojos eran más oscuros y más cálidos que los de su madre y su morro tenía un fino ribete marrón como si acabara de beber café. Le tomé mucho cariño y él me correspondía casi con pasión. Ningún ser humano le había hecho daño y no compartía las tristes experiencias de su madre. Siempre me acompañaba al establo. Allí se sentaba en el fogón y miraba con bigotes tensos y muy interesado cómo yo arreglaba a Bella y al choto. Pronto se percató de que Bella era la fuente de la deliciosa leche y nada más ordeñarla tenía que llenarle su pequeño plato. Evitaba acercarse a los dos grandes animales —también el pequeño choto era un gigante para él— y los miraba con recelo, siempre dispuesto a la huida.

Desde que Tigre me dedicaba su atención Lince estaba un poco celoso. Un día le llamé, le acaricié primero a él luego al pequeño gato y le expliqué que en nuestra amistad nada había cambiado. No sé si entendió de verdad lo que le dije, pero en adelante toleró al gatito y, al ver que yo le quería, se erigió en su protector. En cuanto Tigre se escapaba entre la maleza Lince le traía cogido por la piel de la nuca. La gata vieja ni tomaba nota de estas pequeñeces. Había vuelto a su antiguo modo de vida, dormía durante el día e iba de caza por la noche. De madrugada regresaba y se dormía acurrucada contra mis piernas y ronroneando. Tigre guardaba un apego infantil hacia el armario y dormía allí en su viejo rincón. Aún no se había dado cuenta de que era un animal nocturno y jugaba encantado a la luz del sol. Yo lo prefería así, pues de día podría vigilarle y cuando iba de paseo con Lince lo encerraba en un cuarto.

No me había equivocado en mis pronósticos pesimistas. Mayo comenzó frío y húmedo. Nevó e incluso granizó y me alegré de que los manzanos ya hubieran florecido. Aún me quedaban tres manzanas arrugadas y un día que estaba hambrienta me comí las tres de una sentada. Las ortigas se cubrieron otra vez de nieve y con ellas todas las flores primaverales. Yo tenía poco tiempo para flores.

Una vez, en primavera, fui a coger hierba al pajar y vi tres o cuatro violetas. Sin pensarlo alargué la mano y me topé con el muro. Creía haber percibido el perfume de las flores, pero en el momento en que mi mano tocó el muro el perfume se esfumó. Las violetas me ofrecían sus pequeñas caras, pero yo no podía alcanzarlas. Tan nimio como fue el episodio me perturbó profundamente. Por la noche pasé mucho tiempo sentada a la luz de la lámpara con Tigre sobre el regazo tratando de sosegarme. Poco a poco olvidé las violetas y volví a sentirme en casa mientras acariciaba a Tigre hasta que se durmió. Eso es todo lo que me queda de las flores de aquella primera primavera: el recuerdo de las violetas y la superficie lisa y fría del muro contra mi mano.

Hacia el 10 de mayo comencé a establecer una lista de las cosas que quería llevar a los prados altos. Era poco pero aun así demasiado si consideraba que lo tenía que llevar cargado a la espalda hasta la cabaña alta. Hice varias selecciones y todavía eran demasiadas cosas. Por fin las repartí en varios montones. Haría el traslado en dos o tres veces ya que era imposible cargar tanto peso cuesta arriba. Cada día le daba vueltas a cómo solucionar todo de la manera mejor y más racional. El 14 de mayo amaneció con tiempo suave y amable, era el momento de plantar las patatas. Ya era un poco tarde para ello, así que no era cuestión de posponerlo más. En otoño había ampliado el campo, pero durante el trabajo me pareció todavía demasiado pequeño y roturé otra parcela de terreno. La delimité con ramas clavadas en el suelo porque me interesaba saber si el abono influía o no en la cosecha. Tuve que retirar un lado de la verja antigua y reconstruirla con ramas y lianas. Por fin la terminé. Ya no me quedaban muchas patatas, pero tenía la satisfacción de no haber tocado las que había destinado para sembrar.

El 20 de mayo inicié el traslado. Cargué la mochila de Hugo y la mía y me puse en camino con Lince. Los prados altos estaban libres de nieve y la hierba joven brillaba verde y tierna bajo el sol. Lince daba saltos de alegría sobre el césped blando, como si algo le impulsara a revolcarse en él con aire torpe y cómico. Vacié las mochilas, bebí té del termo y me eché sobre el colchón de paja para descansar un poco. La cabaña consistía en una cocina con cama y un cuartito. No aguanté mucho tumbada, necesitaba inspeccionar el establo. Era desde luego más espacioso que el mío y estaba más limpio que la cabaña. La distancia hasta la fuente no era grande, quizá unos treinta pasos desde la cabaña. La fuente misma parecía estar en buenas condiciones, aunque el caño de madera estaba un poco picado. En el establo encontré una pila de madera suficiente para aproximadamente dos semanas. Mi idea era utilizar durante el verano madera caída. También había un hacha, y ¿qué más quería? Lo importante eran los utensilios para la leche, varios cubos y recipientes de barro. No tendría que subir cacharros de cocina pues había suficientes para dos personas. Me llamó la atención que los cacharros para la leche, a diferencia de los de la cocina, estaban limpios como la patena, y lo mismo ocurría con el establo comparado con la cabaña. El pastor, según parecía, separaba estrictamente lo personal de lo profesional.

Decidí dejar la lámpara en casa y arreglarme con velas y una linterna. Me llevaría el infiernillo pequeño de alcohol y así me evitaría encender el fogón en los días cálidos. Para Bella y el choto el traslado sería una bendición. Aquí arriba había luz y sol y buen pasto durante varios meses. El verano pasaría deprisa y en el sol y el aire seco se curaría por completo mi reumatismo. Lince olía interesado cada objeto y se mostraba completamente de acuerdo con mis proyectos. Era éste uno de sus rasgos más simpáticos, siempre le parecía perfecto y maravilloso todo lo que yo hacía. Para mí era un poco peligroso su entusiasmo ya que me animaba a empresas que podían ser imprudentes o arriesgadas. Durante los días siguientes fui subiendo a la cabaña todo lo que creía necesario y el 25 de mayo llegó el día de despedirse del chalet de caza. En los últimos días había dejado pastar a Bella y al choto en el claro para que el pequeño se acostumbrara a moverse al aire libre. El cambio le produjo una alegre excitación. No conocía otra cosa que el establo, en penumbra constante. El primer día en la pradera fue seguramente el más feliz de su vida. Sobre la mesa dejé una nota: «Me he trasladado a los prados altos», y cerré con llave el chalet. Mientras escribía la nota me asombré de la absurda esperanza que la animaba, pero no podía evitarla. Llevaba la mochila, la escopeta, los prismáticos y el bastón de montaña. Conducía a Bella a mi lado con una soga al cuello. El pequeño choto nos seguía pegado a su madre y no había peligro de que se escapara. Lince tenía la orden de vigilarle.

A los dos gatos los metí en una caja con respiraderos que até a la mochila. No se me ocurrió otro método de transporte para ellos. Iban indignados y maullaban furiosos en su prisión. Al principio Bella parecía inquieta con el griterío de los gatos, pero luego se acostumbró y siguió caminando sin inmutarse a mi lado. Yo estaba muy nerviosa temiendo que ella o el choto se despeñaran o se rompieran una pata. Todo fue sin embargo mejor de lo que yo esperaba. Al cabo de una hora la gata se resignó a su suerte, los maullidos escandalosos de Tigre por el contrario siguieron traspasándome los tímpanos. De vez en cuando hacía un alto para conceder un respiro al pequeño choto, que no estaba acostumbrado a andar. Tanto él como Bella aprovechaban las pausas para arrancar parsimoniosamente hojas tiernas de los árboles. Ellos estaban menos excitados que yo y parecían felices con la excursión. Yo le decía buenas palabras al desconsolado Tigre con el único resultado de que la gata reanudara su indignada protesta. Al final les dejé gritar a los dos sin escucharlos.

El sendero, bastante bien conservado, estaba trazado en serpentina, pero pasaron cuatro horas hasta que nuestra original comitiva alcanzó la cabaña. Era ya mediodía. Dejé pastar a Bella y al choto junto a la casa y ordené a Lince que no les quitara el ojo de encima. Estaba completamente exhausta no tanto del esfuerzo físico como de la tensión nerviosa. El griterío de los gatos había sido casi insoportable en la última parte del viaje. En el interior de la cabaña solté a mis escandalosos compañeros después de cerrar la puerta y la ventana. La gata vieja se refugió bufando debajo de la cama y Tigre desapareció con un alarido en el rincón de la estufa. Intenté tranquilizarlos pero ellos no querían saber nada de mí y así los dejé a su aire. Me eché en el catre de paja y cerré los ojos. Al cabo de media hora me sentí capaz de levantarme y salir fuera. Lince bebía en la fuente sin olvidar su vigilancia. Le elogié y acaricié y él apreció que le relevara de sus obligaciones. Bella se había echado y el choto se acurrucaba contra su flanco con un aire tan agotado que me asusté. Les puse un cubo de agua cerca, más adelante beberían de la fuente. No había peligro de que se alejaran demasiado con lo fatigados que estaban. Todos nos merecíamos un rato de descanso. Me volví a echar en la cama. Tuve que cerrar la puerta por los gatos. Lince dormía junto a la cabaña a la sombra de un arbusto. En pocos minutos me dormí yo también y dormí hasta el anochecer. A pesar de ello me desperté cansada y baja de tono. La cabaña estaba sucísima, y eso me molestaba mucho. Era sin embargo demasiado tarde para iniciar hoy la gran limpieza. Así pues me contenté con fregar con el cepillo de metal y arena los cacharros que necesitaba y puse una olla pequeña con patatas a cocer sobre el infiernillo de alcohol. Luego deshice la cama y saqué el saco de paja apelmazada a la pradera para varearlo con un palo. Del colchón salió una nube de polvo. De momento no podía hacer más, pero me propuse sacarlo cada día de sol para ventilarlo.

El sol se puso detrás de los abetos y las onduladas praderas y refrescó. Bella y el choto se habían recuperado y pastaban pacíficamente en su nuevo prado. De buena gana les hubiera dejado pasar la noche allí, pero no me atreví y los conduje al establo. Como no tenía paja para hacerles un lecho se echaron a dormir en el suelo de madera. Les puse agua en el bebedero y los dejé solos. Entretanto las patatas se habían cocinado y las comí con mantequilla y leche. Lince recibió lo mismo de cena y mientras comíamos Tigre abandonó su escondrijo, atraído por el olor dulce de la leche. Bebió un poco de leche caliente y luego inspeccionó con curiosidad cada objeto de la cabaña. Pienso que era una suerte que en la cabaña hubiera en la cocina un armario como en el chalet, porque gracias a él Tigre se reconcilió con el traslado. Ahí tenía su armario y la vida le sonreía de nuevo. Durmió todo el verano en él. A su madre, por el contrario, no hubo manera de hacerla salir de debajo de la cama. Le puse un poco de leche al alcance, me lavé en la fuente fría y me metí en la cama. La ventana quedó abierta y el aire fresco me acarició la cara. Había traído sólo un pequeño cojín y dos mantas de lana y eché de menos mi edredón caliente. La paja crujía bajo mi cuerpo, pero estaba tan cansada que me dormí enseguida.

Por la noche me despertó la luz de la luna cayendo sobre mi cara. Todo me pareció extraño y con asombro constaté que añoraba el chalet. El ronquido suave de Lince en su rincón junto a la estufa me hizo sentir mejor e intenté dormir de nuevo, aunque no lo logré inmediatamente. Me levanté y miré debajo de la cama. La gata no estaba allí. La busqué por todas partes sin éxito. Sin duda se había escapado mientras yo dormía. Era inútil llamarla, nunca obedecía. Me volví a echar y esperé con la mirada fija en la ventana ver aparecer su pequeña silueta gris. Eso me fatigó tanto que me dormí.

Me despertó Tigre paseando sobre mí y rozando mi mejilla con su morro frío. Todavía no era de día y durante unos momentos de confusión me pregunté por qué mi cama estaba colocada al revés. Tigre estaba descansado y empeñado en jugar. Entonces recordé dónde estaba y que la gata vieja se había marchado durante la noche. Para huir de las contrariedades del nuevo día intenté refugiarme en el sueño. Tigre, enfurecido, clavó sus uñas en la manta y empezó a maullar tan escandalosamente que fue imposible pensar en dormir. Resignada, me senté en la cama y encendí una vela. Eran las cuatro y media y la primera claridad del día se mezclaba con la luz amarilla de la vela. La euforia matutina de Tigre era una de sus cualidades más molestas. Me levanté suspirando y busqué otra vez a la gata. No había vuelto. Preocupada, calenté leche en el infiernillo para tratar de sosegar a Tigre. Desde luego bebió la leche, pero enseguida se lanzó a una especie de locura optimista en la que imaginaba que mis tobillos eran ratones blancos a los que había que aniquilar a toda costa. Era todo teatro, claro, Tigre me mordía y arañaba bufando con furia, pero sin hacerme el menor daño. El juego disipó por completo el sueño. Lince también se despertó con el jaleo y salió de su rincón para animar con ladridos estentóreos el combate imaginario de Tigre. Lince no tenía un horario fijo para dormir, en cuanto me dedicaba a él estaba dispuesto a todo, si no le hacía caso y no conseguía captar mi atención se echaba sencillamente a dormir. Creo que si yo hubiera desaparecido repentinamente él se hubiera echado para dormir eternamente. Yo no compartía la alegría de mis dos amigos porque pensaba en la gata. Por fin abrí la puerta para que Lince saliera mientras Tigre continuaba su danza frenética.

El cielo gris pálido se teñía hacia el este de rosa y en la pradera brillaban las gotas de rocío. Empezaba un hermoso día. Dominar el paisaje sin el impedimento de los montes y el bosque era una sensación fantástica, aunque no inmediatamente liberadora y agradable. Mis ojos, después de pasar el año en el valle tenían que acostumbrarse a la lejanía. El frío era inclemente. Me estremecí y me metí en casa para ponerme algo de abrigo. La ausencia de la gata me intranquilizaba. Estaba segura de que no andaba cerca sino que había regresado al valle. ¿Lo habría conseguido? En cierto modo yo había traicionado su confianza en mí, confianza que no era además muy firme. Su desaparición echaba una sombra sobre el incipiente día de verano. Como no podía hacer nada me dediqué, como todos los días, a mis labores domésticas. Ordeñé a Bella y la conduje con el choto al prado. Tigre no pensaba en escaparse, aún era joven y se adaptaba, quizá no se sentía tan fuerte como para independizarse.

Aquella mañana ahogué mis penas en té —recuerdo con placer el tiempo en que aún poseía té—. Su aroma me animó y me dije que la gata pasaría el verano en el chalet y me recibiría tan contenta en otoño. ¿Por qué no? Ella era una hembra avezada, acostumbrada a los peligros. Durante un rato estuve sentada a la mesa sucia mirando a través de la ventana el cielo que se teñía de rojo. Lince visitaba los alrededores. Tigre se había desmoronado agotado en pleno juego y se había escondido en el armario para dormir a pierna suelta. En la cabaña reinaba un silencio absoluto. Se iniciaba una nueva etapa. Yo ignoraba lo que me depararía, pero la nostalgia y el temor del futuro se alejaron lentamente de mí. Veía la superficie de los prados altos, a lo lejos una franja de bosque y encima de todo la gran cúpula del cielo en cuyo límite occidental colgaba el disco pálido de la luna mientras en el este ascendía el sol. El aire era cortante y obligaba a respirar hondo. Me empezaba a gustar este paisaje, extraño y peligroso, y como todo lo peligroso lleno de misteriosa seducción.

Por fin me aparté de la embriagadora visión y me puse a limpiar la cabaña. Encendí el fogón para calentar agua y froté la mesa, el banco y el suelo con arena y un viejo cepillo que encontré en el cuartito. Tuve que repetir el proceso dos veces y gasté verdaderos ríos de agua. Al cabo la cabaña seguía sin ser muy acogedora, pero al menos estaba limpia. En algunos sitios tuve que arrancar la suciedad con un cuchillo. No creo que aquel suelo hubiera conocido con anterioridad el contacto del agua, desde luego no en tiempos del pastor aficionado a las pin-up girls. Por cierto que no quité la foto del armario. Al final hasta me gustaba. Me recordaba lejanamente a mis hijas. Limpiar la cabaña era un trabajo estimulante. Dejé abiertas la puerta y la ventana para que corriera el aire. Durante la mañana el suelo se secó y adquirió un brillo rojizo que me llenó de satisfacción. Extendí el colchón de paja sobre la hierba y Lince aprovechó la ocasión para tumbarse en él. Cuando le ahuyenté se escondió fastidiado detrás de la cabaña. Odiaba las tareas de limpieza doméstica porque yo le prohibía pisotear el suelo mojado. Después del baño de agua y aire la cabaña perdió su olor rancio y yo me sentí más a gusto. A mediodía comimos leche y patatas y me dije que habría que conseguir carne para Lince pronto. Era necesario y decidí no esperar, sobre todo porque al serme desconocida la región tenía que contar con algún fracaso. Efectivamente, hasta dos días más tarde y tras cuatro expediciones infructuosas no logré cazar un ciervo joven que me planteó un serio problema. Como aquí no disponía de una fuente para mantener la carne al fresco había que consumir las partes más perecederas rápidamente y guardar el resto cocido o asado en el cuarto más frío. Durante todo el verano alternamos los períodos muy abundantes con los de escasez y muchas veces tuve que tirar parte de la carne porque se había estropeado. La tiraba lejos de la cabaña en el bosque y siempre desaparecía por la noche. Algún animal carnívoro debió de pasarlo muy bien aquel verano. Tuve alguna dificultad con la dieta pues las patatas escaseaban, pero en ningún momento pasamos hambre. Durante el tiempo que pasé en la montaña no tomé notas. Me había traído un calendario y borraba concienzudamente cada día que transcurría, pero no anoté siquiera acontecimientos tan importantes como la siega de la hierba. El recuerdo de aquellos meses, sin embargo, permanece fresco en mi memoria y no me cuesta escribir sobre ellos. Nunca olvidaré el perfume del verano, las lluvias torrenciales y las noches cuajadas de estrellas.

La tarde del primer día en la montaña me senté en el banco de la puerta a calentarme al sol. Había atado a Bella a una estaca y el pequeño choto no se alejaba nunca mucho de su madre. Una semana más tarde abandonaría esta medida de seguridad. Bella tiene un carácter amable y equilibrado y nunca me creó dificultades y su hijo era entonces un ternero feliz y revoltoso. Crecía y se fortalecía a ojos vistas, y todavía no había yo dado con un nombre para él. Naturalmente, hay cientos de nombres para un choto, pero ninguno me gustaba, me parecían todos un poco tontos. Además él se había acostumbrado ya a que le llamara Toro y me seguía como un perrillo. Lo dejé pues así y con el tiempo ni pensé ya en darle otro nombre. Era una criatura bondadosa y confiada que, como saltaba a la vista, se tomaba la vida como una gran fiesta. Aún hoy me alegro de que Toro tuviera una juventud tan dichosa. Nunca oyó una mala palabra, nadie le maltrató o golpeó, bebió la leche de su madre, comió las delicadas hierbas de la montaña y durmió de noche en el cálido entorno de Bella. Para un pequeño choto no puede haber vida más hermosa y él la tuvo, al menos, durante un tiempo. En el pasado y habiendo nacido en el valle, hubiera acabado en el matadero.

Tras la primera semana que pasé trabajando en la casa, en el establo y recogiendo leña decidí echar un vistazo a los alrededores. La cabaña estaba situada en la amplia hondonada verde formada por los prados entre dos montañas agrestes que no podía pensar en escalar porque padecía vértigo y no me atrevía a transitar por aquellos caminos de cabras. Visité de nuevo el observatorio y estudié el paisaje con los prismáticos. No vi humo ni movimiento en las carreteras, que se distinguían borrosamente. Debían de estar cubiertas de maleza. Con la ayuda del mapa de carreteras de Hugo intenté orientarme. Me hallaba en el extremo norte de un macizo montañoso que se extendía hacia el sureste. Había inspeccionado los dos valles que descendían a la zona subalpina; yo vivía en uno de ellos. Este territorio era sólo una pequeña parte de la cordillera. Era imposible establecer hasta dónde llegaba el terreno libre hacia el sureste ya que no me podía alejar demasiado de casa y aun acompañada de Lince la empresa hubiera sido peligrosa. Si toda la montaña estaba libre, tendría que abarcar únicamente cotos arrendados y de acceso cerrado, pues de lo contrario se hubieran hallado en esa zona numerosos excursionistas en aquel 1 de mayo, que ya habrían dado conmigo hace tiempo. Durante horas estudié las laderas de las montañas y los valles que se extendían ante mí, pero no descubrí rastro de vida humana. Una de dos, o el muro cruzaba por medio de la sierra o en todo el macizo no había nadie más que yo. Podía parecer inverosímil, pero no era imposible. En la víspera de un día de fiesta los leñadores y los cazadores bien podían haberse quedado en casa. Además yo tenía la impresión de que a mi zona pasaban constantemente ciervos que no había visto con anterioridad. Al principio todos los ciervos me parecían iguales, pero en el curso de un año aprendí a distinguir a mis ciervos de los otros. Una parte de la sierra, por lo tanto, tenía que estar libre. Entre las rocas calcáreas pude distinguir algunas gamuzas, pero no muchas, la tina había hecho estragos entre ellas.

Me decidí a hacer pequeñas excursiones de reconocimiento y encontré un sendero entre los pinos enanos que me atreví a seguir. Si salía de casa por la mañana a las seis, después de ordeñar a Bella, podía caminar durante cuatro horas por la montaña y regresar aún con luz. En esas ocasiones solía atar a Bella y a Toro aunque la preocupación por ellos me acompañaba fuera donde fuera. Me adentré en cotos completamente desconocidos para mí, hallé varias cabañas de cazadores y leñadores de las que me llevé algunas cosas útiles. El hallazgo más feliz fue un saquito de harina, que se había conservado milagrosamente seca. La cabaña donde la encontré se hallaba en un claro muy soleado, además la harina estaba guardada en un armario. También encontré un paquetito de té, tabaco corriente, una botella de alcohol, periódicos viejos y un trozo de tocino enmohecido y comido por los gusanos. Todas las cabañas estaban invadidas por los arbustos y las ortigas y en alguna la lluvia había traspasado el tejado y el interior se hallaba en mal estado.

La excursión tenía un aire fantasmal. En los colchones de paja en los que hacía un año habían dormido los hombres anidaban ahora los ratones. Ellos eran ahora los amos de las viejas cabañas. Habían roído o comido todas las provisiones que no estaban a buen recaudo. Incluso habían destrozado viejos abrigos y zapatos. Olía a ratones, un olor desagradable y penetrante que impregnaba las cabañas y había sustituido el olor familiar a humo, hombres sudorosos y tocino. Hasta Lince, que había emprendido la expedición con entusiasmo, entraba aprensivo en las cabañas y se apresuraba a salir. Una cierta repugnancia me impedía comer en una de ellas, así que hicimos nuestras modestas comidas en frío junto a cualquier tronco de árbol y Lince bebió de los arroyos que siempre corrían cerca de las cabañas. Pronto me cansé del panorama. Sabía que no encontraría más que ortigas crecidas, olor de ratones y fogones tristes y fríos. La harina, el único hallazgo valioso, la extendí al sol en un paño un día caliente y sin viento. Después de pasar un día al sol y al aire me pareció comestible. Esta harina me ayudó a superar el bache hasta la nueva cosecha de patatas. Con ella hice en la sartén unas tortas finas de leche y mantequilla: el primer pan después de un año. Fue un día de fiesta. También Lince recordó pasados placeres con los aromas que se desprendían de ellas y, naturalmente, no le pude dejar en ayunas.

Una vez, en el observatorio, creí ver en la lejanía humo entre los abetos. Tuve que bajar los prismáticos porque las manos me temblaban. Cuando me calmé y dirigí de nuevo los prismáticos en aquella dirección ya no vi nada. Miré fijamente hasta que los ojos se me llenaron de lágrimas y todo se disolvió en una mancha verdosa. Esperé una hora entera y volví al día siguiente para cerciorarme, pero no vi más el humo. O me lo había imaginado o el viento —era un día de viento sur— lo había dispersado. Nunca lo sabré con certeza. Regresé a casa con dolor de cabeza. Lince, que resistió a mi lado toda esa tarde, debió de tomarme por una loca aburrida. No le gustaba nada el observatorio y solía intentar convencerme de hacer otros paseos. Digo «convencer» porque no encuentro palabra más exacta para describir su manera de actuar. Se colocaba delante de mí y me empujaba en determinada dirección, o se adelantaba unos pasos y se volvía hacia mí con gesto de invitación. Y repetía estos movimientos hasta que yo le seguía o él comprendía que no me dejaría seducir. Probablemente odiaba aquel lugar porque allí tenía que estar quieto y yo le hacía poco caso. También es posible que se percatara de que mirar a través de los prismáticos me sumía en la melancolía. A veces Lince intuía mis estados de ánimo antes que yo misma. A él sin duda le disgustaría verme sentada todos los días en casa, pero su pequeña sombra ya no tiene la fuerza para empujarme en otra dirección.

Lince está enterrado en la montaña. Bajo el arbusto de hojas oscuras que exhalan un suave perfume cuando las froto entre los dedos. Exactamente en el lugar en el que hizo su primera siesta el día de nuestra llegada. Aunque no tuviera otra elección Lince no podía dar por mí más que su propia vida. Era todo lo que poseía: una vida breve y feliz de perro, con mil olores excitantes, el calor del sol sobre la piel, el agua fría de la fuente en la lengua, la persecución intensa de una pieza, el sueño en el rincón cálido de la estufa cuando el viento de invierno corría fuera de la cabaña, las caricias de una mano amiga y la voz humana amada y maravillosa. Yo nunca volveré a ver los prados altos en la luz vibrante del sol, nunca más respiraré su perfume. He perdido ese paisaje y nunca regresaré a él.

Tras renunciar a las excursiones en territorio desconocido de la montaña caí progresivamente en una especie de trance. Abandoné las cavilaciones y me pasaba el día en el banco de la puerta mirando las musarañas. Todo mi afán de actividad esforzada se esfumó sustituido por una indolencia pacífica. Yo sabía que este estado de ánimo podía ser peligroso, pero tampoco me importaba demasiado. Ya no me molestaba vivir como en un veraneo primitivo; el sol, el cielo inmenso y alto sobre los prados y el perfume que exhalaban me convirtieron en otra mujer. Probablemente no tomé ninguna nota en este tiempo porque todo me resultaba un tanto irreal. Más adelante, cuando durante la siega regresaba del averno que era el desfiladero húmedo, me parecía volver a un país que misteriosamente me liberaba de mí misma. Mis terrores y recuerdos quedaban atrás, bajo los oscuros abetos, para asaltarme de nuevo cada vez que descendía entre ellos. Era como si la grandiosa pradera emanara un suave narcótico llamado olvido.

Llevaba ya tres semanas en los prados altos cuando me animé a echar un vistazo al campo de patatas. Era el primer día fresco y nublado tras una larga temporada de buen tiempo. Dejé a Bella y a Toro en el establo con suficiente hierba y agua, y encerré a Tigre en la cabaña. Antes llené su cajoncito con tierra y le puse leche y carne. Lince me acompañaba, como siempre. Llegué al chalet hacia las nueve de la mañana. No sé lo que había esperado o temido. Pero todo seguía igual. Las ortigas habían proliferado y tapaban casi por completo el montón de estiércol. Al entrar en casa vi el pequeño hoyo tan familiar en mi cama. Di una vuelta por el exterior llamando a la gata, pero no apareció. Yo no estaba muy segura de que su huella en la cama no datara de mayo. Estiré la manta y eché un poco de carne en el cuenco de la gata. Lince olisqueaba el suelo y la gatera. Podía tratarse de un rastro antiguo. Abrí todas las ventanas, también la de la despensa, y dejé entrar aire fresco en la casa. Hice lo mismo en el establo. Luego fui a inspeccionar la huerta. Las patatas habían medrado y las que carecían de abono habían crecido efectivamente menos y no eran tan verdes. Gracias a la prolongada sequía el campo no estaba invadido de maleza, así que decidí esperar a la lluvia para limpiarlo. Las judías trepaban ya por las guías. Pero la hierba de la pradera del arroyo no había crecido tan densa como el año pasado y necesitaba urgentemente agua. Faltaban sin embargo varias semanas para la siega y con la lluvia se recuperaría rápidamente. Contemplando la gran extensión de la ladera se me cayó el alma a los pies. Era inimaginable que yo fuera capaz de segarla entera, teniendo que venir además desde tan lejos. El año pasado, sin la caminata previa, la empresa casi me había matado. No me entraba en la cabeza que en la montaña no hubiera pensado ni una vez en estas pegas. Era extraño, pero en cuanto me hallaba en el valle pensaba en los prados altos con temor y aprensión, y cuando estaba allí no entendía cómo se podía vivir en el valle. Como si estuviera constituida por dos personas completamente diferentes, de las que una sólo podía vivir en el valle, mientras la otra florecía en la montaña. Estas cosas me asustaban un poco porque no las entendía.

No olvidé, naturalmente, mirar a través del muro. La casita se ocultaba tras la vegetación. Ya no se veía al viejo que debía de estar detrás del muro de ortigas que tapaba la fuente. Pensé que las ortigas devoraban lentamente el mundo. El arroyo había disminuido mucho debido a la sequía. En algunas pozas había truchas, casi inmóviles. Este verano había veda y podían recuperarse.

El desfiladero estaba sombrío y húmedo como siempre, nada había cambiado. Lloviznaba y la niebla colgaba entre las hayas. Ni rastro de las salamandras, que seguramente dormían bajo las piedras mojadas. En este verano sólo había visto lagartijas verdes y marrones en la montaña. Una vez Tigre mató una y me la puso a los pies. Solía traerme todas sus piezas cobradas: saltamontes gigantescos, escarabajos y brillantes moscas. La lagartija fue su primer trofeo. Expectante, alzó hacia mí sus ojos en los que se reflejaba la luz dorada. Le tuve que elogiar y acariciar. ¿Qué iba a hacer? Yo no soy el dios de las lagartijas y tampoco el de los gatos. Estoy al margen y no debo inmiscuirme en estos asuntos. A veces no resisto la tentación y juego a ser la providencia: salvo a un animal de una muerte segura y mato un corzo porque necesito carne. El bosque asimila fácilmente mis intervenciones. Crece otro corzo, otro animal corre a su perdición. Yo no perturbo seriamente el orden establecido. Las ortigas junto al establo crecerán aunque yo las arranque cien veces y me sobrevivirán. Tienen mucho más tiempo por delante que yo. Un día no estaré aquí y nadie cortará la hierba del prado y la maleza lo invadirá, más tarde el bosque avanzará hasta el muro y recuperará la tierra que le arrebató el hombre. Hasta mis pensamientos se enmarañan como si el bosque echara raíces en mí y pensara con mi mente sus pensamientos ancestrales y eternos. El bosque no desea que vuelva el hombre.

Entonces, en aquel segundo verano, no pensaba aún así. Los límites estaban estrictamente definidos. Al escribir ahora me cuesta mantener separados mi antiguo yo y mi yo actual, que a lo mejor está siendo absorbido por un «nosotros» más amplio. Ya entonces se anunciaba esta transformación. Y la culpa la tuvo el verano pasado en la montaña. En el silencio tenso de la pradera bajo el inmenso cielo era casi imposible seguir siendo un yo individualizado, una pequeña, ciega y obstinada existencia que se oponía a integrarse en la gran comunidad. En un momento mi orgullo había sido precisamente esa existencia individualizada, que en la montaña me pareció de pronto miserable y ridícula, una nada pretenciosa.

De mi primera excursión al chalet traje a la cabaña la última carga de patatas en la mochila y los formidables pijamas de franela de Hugo. Las noches eran realmente frías y echaba de menos mi cálido edredón. Hacia las cinco llegué a la cabaña, que apareció ante mis ojos gris y reluciente de lluvia. De repente tuve la sensación de no pertenecer a ningún sitio; al cabo de unos minutos se disipó esa fantasía y me sentí por completo en casa. Tigre me recibió furioso y salió como una centella al exterior. El cajón con tierra no estaba usado y la comida no había sido tocada. Sin duda el gato había pasado un mal rato. Cuando volvió seguía profundamente ofendido y se sentó en un rincón dándome su redondeada espalda. Su madre también solía expresar de este modo su desdén. Tigre aún era muy infantil y no tardó ni diez minutos en ceder a las tentaciones de la sociabilidad. Con el estómago lleno y reconciliado se retiró a su armario. Yo hice lo que tenía que hacer en el establo, bebí un poco de leche con mis tortas de harina y me metí entre las mantas enfundada en uno de los gigantescos pijamas de Hugo. Me daba tranquilidad saber que en el valle todo estaba en orden. El chalet seguía en su lugar habitual y hasta podía esperar que la gata vieja estuviera viva. De niña sufría constantemente bajo el estúpido temor de que todo lo que veía desaparecería en cuanto le volviera la espalda. La razón adulta no me había curado de este miedo. En el colegio pensaba en la casa de mis padres y de pronto no veía más que un espacio vacío en su lugar. Luego, de mayor, me invadía una angustia nerviosa cada vez que mi familia salía de casa. Sólo era verdaderamente feliz cuando todos estaban en la cama o cuando nos reuníamos en torno a la mesa. La seguridad era poder ver y tocar. Así me pasó aquel verano en la montaña. Si estaba en la cabaña dudaba de la realidad del chalet, y si me encontraba en el valle la montaña se disolvía en mi imaginación en la nada. ¿Eran tan estúpidos mis temores? ¿Acaso el muro no era la confirmación de mis terrores infantiles? De la noche a la mañana me habían arrebatado de manera siniestra mi vida anterior y las cosas que significaban algo para mí. Todo podía suceder si lo que había pasado era posible. Afortunadamente me habían inculcado a tiempo suficiente sensatez y disciplina como para poder ahogar pensamientos de este tipo en sus principios. Pero ignoro si este comportamiento es el normal, quizá la única reacción normal a lo sucedido fuera la locura.

Siguieron unos días lluviosos. Bella y Toro pastaban en el prado cubiertos de delicadas gotitas grises, rumiando o descansando el uno junto al otro. Lince y Tigre pasaban el día durmiendo y yo serraba la madera que había recogido en el establo. Tuve que encender la estufa de la cabaña. Me cuesta menos prescindir de la comida que del calor, y madera había de sobra. Los vendavales invernales habían arrancado ramas de los árboles y derribado pequeños abetos con raíz y todo. Encontré el serrucho en la cabaña y cortaba bastante mal, pero la madera caída no es difícil de partir y no me tuve que esforzar demasiado. Llevé la leña a la cabaña y la apilé en el cuartito. Sentía no tener ramas frescas para hacerles un lecho a Bella y a Toro, pero en estas alturas ya no había bosque de hoja caduca. A pesar de ello el establo estaba limpio y seco y los animales no pasaban frío. El barril para hacer mantequilla, que hacía unos meses había bajado con tanta dificultad al valle, fue transportado con igual dificultad otra vez a la cabaña. Me era imprescindible. Bella daba tanta leche que me propuse crear una reserva de mantequilla durante el verano. Con los pastos de la montaña su leche era especialmente sabrosa y Tigre, que pensaba lo mismo, adquirió una verdadera barriguita.

Cuando cepillaba a Bella le contaba lo importante que era para todos nosotros. Ella me miraba mansamente con sus ojos húmedos e intentaba lamerme la cara. No sabía lo valiosa e insustituible que era: lustrosa y marrón, cálida y tranquila era nuestra excelente y dulce nodriza. Yo se lo agradecía cuidándola bien y espero haber hecho por ella todo lo que un ser humano puede hacer por su única vaca. A Bella le gustaba que yo le hablara. A lo mejor hubiera amado cualquier voz humana. Para ella hubiera sido fácil aplastarme con sus patas o traspasarme con sus cuernos, en cambio me lamía la cara y hundía su morro en mi mano. Espero que Bella muera antes que yo porque sin mí moriría de mala manera durante el invierno. Ahora ya no la ato en el establo. Si me ocurriera algo, podría romper la puerta y no se moriría de sed. Un hombre fuerte no tendría dificultad para hacer saltar el cerrojo y Bella es más fuerte que el hombre más fuerte. Vivo día y noche con estos temores, aunque me resista se introducen molestos en mi relato.

Tras el breve período de lluvias me quedaban ya pocas semanas para la siega de la hierba. Aprovecharía este tiempo para recuperarme y fortalecerme. Volvió el buen tiempo, pero sólo hacía calor al mediodía. Las noches en estas alturas eran francamente frías. Llovía raras veces, generalmente después de una tormenta seca, y entonces la lluvia caía a raudales. Después el sol volvía a brillar sobre las cumbres, mientras en el valle persistían las nieblas durante días. Mis animales prosperaban y eran felices en libertad, así que me sentía satisfecha. El recuerdo de la gata era lo único que me atormentaba de vez en cuando. Me dolía que prefiriera quedarse sola en el chalet a estar junto a mí bebiendo buena leche y saliendo de noche en busca de caza entre la hierba alta. Días más tarde comprobé que, en efecto, había regresado al chalet. Tras un fuerte chaparrón descendí al valle para limpiar la huerta de malas hierbas. Al entrar en casa vi enseguida el pequeño hoyo en la cama. La gata sin embargo no apareció. Pasé la mano sobre la ropa fría con la esperanza de que reconociera mi olor. No estaba segura de que fuera capaz de ello, pues según mis observaciones los gatos no tienen muy desarrollado el olfato. Su sentido por antonomasia es el oído. La carne que le dejé la última vez estaba sin tocar y reseca. Debía habérmelo imaginado. La gata era demasiado recelosa como para aceptar un trozo de carne desconocida.

Las patatas florecían en tonos blanco y violeta y habían crecido mucho después de la lluvia. Las malas hierbas se arrancaban con facilidad de la tierra mullida. Amontoné un poco de tierra alrededor de cada planta y así me dieron las tres antes de volver a casa para hacerme un té y preparar algo de comer para mí y Lince. Hacia las siete llegué por fin a la cabaña y aún tuve que arreglar a Bella y a Toro. Como la última vez, Tigre no había visitado su cajón ni había comido y escapó furioso al prado. Era cruel encerrarlo. Nunca sería un gato doméstico. En el futuro le dejaría abierta la ventana del cuartito. Quizá así se quedaría tranquilo en casa con la sensación de que era libre de entrar y salir cuando le apeteciera. A Bella y a Toro los tenía que encerrar en el establo cuando me iba por un día. Temía que si se asustaban por cualquier razón podían romper la soga y despeñarse por el barranco que limitaba el prado. Después de limpiar el establo y de que la hostilidad muda de Tigre diera paso a una actitud conciliante me pude meter por fin en la cama.

Las noches en la montaña siempre eran demasiado cortas. No soñaba nunca. El aire fresco de la noche me acariciaba el rostro, todo parecía ligero y libre, las noches no eran oscuras por completo. Solía irme a la cama más tarde que en el valle porque tardaba en anochecer. Me pasaba los atardeceres de buen tiempo sentada en el banco de la puerta, envuelta en mi abrigo de Loden, y contemplaba cómo los colores del crepúsculo inundaban el cielo. Más tarde veía salir la luna y relucir las primeras estrellas. Lince estaba a mi lado, enroscado en el banco, Tigre pasaba como una pequeña sombra gris en persecución de las mariposas nocturnas y cuando se cansaba se acurrucaba en mi regazo debajo del abrigo y ronroneaba. Yo ni pensaba, ni recordaba y tampoco tenía miedo. Muy quieta y apoyada en la pared de madera miraba el cielo, cansada y al mismo tiempo alerta. Aprendí a distinguir todas las estrellas y, a pesar de no saber sus nombres pronto me fueron familiares. Las únicas que conocía eran la Osa Mayor y Venus. Todas las demás eran anónimas, las rojas, las verdes, las azuladas y las amarillas. Si entrecerraba los ojos veía los inmensos abismos que se abrían entre los montones de estrellas. Alguna vez utilizaba los prismáticos, pero en general prefería mirar el cielo directamente. Así dominaba todo el panorama, que a través de los prismáticos resultaba más bien confuso. La noche, a la que antes temía y hacía frente con iluminación profusa, perdió su halo amenazador aquí en la montaña. En el fondo nunca la había conocido de verdad, encerrada como estaba en casas de piedra con cortinas y persianas. La noche en realidad no era oscura. Era hermosa y empecé a amarla. Incluso cuando llovía y las nubes tapaban el cielo yo sabía que las estrellas estaban allí arriba, las rojas, las amarillas y las azules. Siempre estaban allí, también de día cuando no las veía.

Refrescaba y caía el rocío y entonces yo me metía en casa. Lince me seguía adormilado y Tigre se escondía en su armario. Yo me volvía de espalda a la pared y me dormía. Por primera vez en mi vida me sentía en paz, no satisfecha y dichosa, pero sí en paz. Era algo que tenía que ver con las estrellas y con que ahora por fin sabía que eran reales, no podía explicarlo, pero era así.

Era como si una gran mano parara el reloj dentro de mi cabeza. Y poco después era de día. Tigre paseaba sobre mi cuerpo, la luz de la mañana caía sobre mi cara y cerca, en el bosque, gritaba un pájaro. Al principio echaba de menos el concierto soñoliento de los pájaros que me despertaban en el valle. En la montaña los pájaros ni cantaban ni piaban, sólo conocían el grito duro y agudo.

Estaba despierta, y descalza salí a recibir el día que comenzaba. La pradera, sumida en silencio, estaba cubierta de gotas transparentes que, más tarde, cuando el sol asomaba por encima del bosque, brillarían en los colores del arco iris. Me dirigí al establo para ordeñar a Bella y dejar salir al prado a Toro. Bella ya estaba despierta y me esperaba. Su hijo, un dormilón, aún estaba echado con la cabezota baja, el pelo de la frente ensortijado en rizos húmedos. Limpié el establo y regresé a la cabaña para lavarme, cambiarme y desayunar. Lince y Tigre bebían la leche aún caliente de la vaca y luego corrían al prado. La puerta permanecía abierta durante todo el día y el sol entraba hasta mi cama. Si el tiempo era fresco y lluvioso la cabaña era poco confortable. No era más que un tejado sobre la cabeza y no un hogar como el chalet. Pero no llovía con frecuencia y nunca más de uno o dos días seguidos. Tigre jugaba con sus pelotitas de papel y Lince dormía en su rincón. Yo me dedicaba mucho al pequeño gato, que por cierto ya no era pequeño. Había crecido y sus músculos se habían desarrollado. Su piel relucía de salud y sus bigotes se erizaban densos y magníficos. Era completamente diferente a su madre, violento y cariñoso, siempre dispuesto a jugar. Su pasión era el teatro y repetía sin cansarse los papeles del felino furioso, aterrador y horrible, del gatito dulce y joven necesitado de atención y compasión, del filósofo profundo que está por encima de lo cotidiano —un papel que no aguantaba más de dos minutos seguidos— y el del macho terriblemente ofendido en su honor masculino. Su único público era, naturalmente, yo, porque Lince se dormía durante las funciones, que no le interesaban lo más mínimo. En Tigre todavía no se atisbaba ese ensimismamiento oscuro y melancólico que se apodera a veces de los gatos adultos. Como yo tenía tiempo de sobra aquí en la montaña para dedicárselo, me convertí en su compañero de juegos. Él me quería, sin duda, pero más que nada amaba su libertad. No soportaba que se le encerrara y veinte veces al día se cercioraba de que la puerta o la ventana estaban abiertas. Le bastaba con constatarlo. Luego volvía al armario a dormir. Lince ya no tenía celos del gato. Creo que no le tomaba en serio. A veces jugaba con él, es decir, seguía bonancible el juego del pequeño, pero temía sus explosiones temperamentales. Cuando Tigre tenía uno de sus ataques y corría como un rayo por la cabaña Lince me miraba como un adulto desconcertado, ligeramente irritado, que no comprende nada. Lo único que yo no debía olvidar era elogiarle. Lince dependía de mis palabras y estaba ansioso de oír que era el mejor perro, el más guapo y el más listo. Era tan importante para él como comer o correr.