Hoy, 5 de noviembre, comienzo mi informe. Relataré todo con la mayor exactitud posible. Aunque ni siquiera sé si hoy es verdaderamente el 5 de noviembre. Durante el invierno pasado perdí unos cuantos días. Tampoco puedo precisar el día de la semana. Pero no creo que sea demasiado importante. Tengo que basarme en notas escuetas, escuetas porque nunca pensé en escribir este relato y me temo que en mis recuerdos las cosas serán diferentes a como yo las viví.
Este defecto es, sin duda, característico de todos los relatos. No escribo por placer, sencillamente he de escribir si no quiero perder la razón. No hay nadie que piense o decida por mí. Estoy sola por completo y tengo que intentar sobrevivir a los largos y oscuros meses del invierno. No cuento con que estas notas sean encontradas alguna vez. En este momento no sé siquiera si lo deseo. Quizá lo sepa cuando las haya terminado.
Me he propuesto esta tarea para que me libre de mirar fijamente la oscuridad y tener miedo. Porque tengo miedo. Me acecha desde todos los lados y no quiero esperar a que me alcance y me domine. Escribiré hasta que oscurezca y este trabajo nuevo y desacostumbrado cansará y vaciará mi cabeza y me adormilará. La mañana no me da miedo, pero temo los atardeceres largos y crepusculares.
Ignoro qué hora será. Quizá las tres de la tarde, más o menos. He perdido mi reloj, aunque hacía tiempo que había dejado de serme útil. Era un diminuto reloj de pulsera de oro, en el fondo un juguete caro que nunca indicaba la hora con exactitud. Poseo un bolígrafo y tres lápices. El bolígrafo está casi seco y no me gusta escribir con lápiz. Las letras no se destacan bien sobre el papel. Los tenues rasgos grises se difuminan sobre el fondo amarillento. Pero no tengo otra opción. Escribo sobre el reverso de viejos calendarios y sobre papel de oficina amarilleado. El papel de cartas pertenece a Hugo Rüttlinger, un gran coleccionista y un hipocondríaco.
Este relato debería empezar con Hugo, pues sin su afán coleccionista y su hipocondría yo no estaría hoy aquí, probablemente estaría ya muerta. Hugo era el marido de mi prima Luise y un tipo bastante rico. Su fortuna provenía de una fábrica de calderas. Calderas muy especiales que sólo fabricaba Hugo. Desgraciadamente, he olvidado en qué consistía la originalidad de estas calderas, aunque me lo explicaron más de una vez. Poco importa. Hugo, en cualquier caso, era tan rico que tenía que concederse algún capricho extravagante. Un cazadero. También hubiera podido comprarse caballos de carreras o un yate. Pero Hugo temía a los caballos y se mareaba en cuanto pisaba un barco.
El cazadero lo mantenía únicamente por razones de prestigio. Su puntería era mala y le repugnaba matar corzos inocentes. Solía invitar a sus socios y éstos cazaban, con la ayuda de Luise y el cazador, las piezas que le correspondían. Mientras tanto, él dormitaba al sol delante del chalet de caza tumbado en una hamaca y con las manos cruzadas sobre la tripa. Estaba tan agobiado y cansado que se le cerraban los ojos en cuanto se sentaba en un sillón —un hombre descomunal y gordo, perseguido por oscuros terrores y acuciado por todas partes.
Yo le tenía cariño y compartía su afición al bosque y a unos días tranquilos en el chalet. A Hugo no le molestaba que yo trajinara cerca del sillón en el que dormía. Yo daba pequeños paseos y disfrutaba del silencio después de la agitación de la ciudad.
Luise era una cazadora apasionada, una mujer de aspecto saludable, pelirroja, que coqueteaba con todo hombre que se le cruzara por el camino. Como odiaba las tareas domésticas estaba encantada de que yo me ocupara un poco de Hugo, le hiciera cacao y le mezclara sus innumerables pócimas. Hugo se interesaba de una manera enfermiza por su salud, algo que entonces me desconcertaba ya que su vida era una carrera desenfrenada y su único placer una siestecita al sol. Era muy sensible y, aparte de su energía para los negocios, que debo dar por sentada, temeroso como un niño. Sentía devoción por el orden y la perfección y solía viajar con dos cepillos de dientes. Poseía varios ejemplares de cada objeto de uso, lo que parecía transmitirle cierta seguridad. Por lo demás era bastante culto, discreto y un pésimo jugador de cartas.
No recuerdo haber mantenido con él una conversación de alguna importancia. A veces hacía pequeñas incursiones en esa dirección, pero siempre se retiraba prematuramente, quizá por timidez o, sencillamente, porque le costaba demasiado esfuerzo. En cualquier caso, a mí me parecía bien, sólo nos hubiera creado malestar.
Por aquel entonces se hablaba mucho de la guerra nuclear y de sus consecuencias, lo que indujo a Hugo a almacenar víveres y otras cosas de primera necesidad en el chalet. Luise, que consideraba carente de sentido su empeño, opinaba enfadada que nos atraería a los ladrones si alguien se enteraba. Seguramente tenía razón, pero este tipo de confrontaciones podía provocar la tozudez intratable de Hugo. Le daban calambres y taquicardia hasta que Luise cedía. En el fondo, a ella le daba completamente igual.
El 30 de abril los Rüttlinger me invitaron a ir con ellos al chalet de caza. Yo entonces llevaba dos años viuda, mis dos hijas eran casi adultas y disponía a mi gusto de mi tiempo. En realidad hacía poco uso de mi libertad. Siempre fui persona sedentaria y donde mejor me sentía era en casa. Raras veces, sin embargo, rechazaba las invitaciones de Luise. Amaba el chalet y el bosque y soportaba a gusto el viaje de tres horas en automóvil. También aquel 30 de abril acepté la invitación, íbamos a pasar allí tres días sin otros invitados.
El chalet de caza es en realidad una cabaña de madera de un piso, construida con troncos masivos, que aún hoy está bien conservada. En la planta baja se encuentran la gran cocina-cuarto-de-estar al estilo campesino, un dormitorio y un cuartito. En el primer piso, rodeado de un balcón de madera, hay tres habitaciones para los invitados. En una de ellas, la más pequeña, estaba yo instalada. A unos cincuenta pasos de la casa, en una ladera que desciende sobre un arroyo, se halla una pequeña cabaña para el cazador y junto a ella, en la misma carretera, está el garaje de tablas que hizo construir Hugo.
Viajamos, pues, tres horas en automóvil y paramos en el pueblo para recoger al perro de Hugo en casa del cazador. El perro, un sabueso bávaro, se llamaba Lince y, aunque era propiedad de Hugo, se había criado con el cazador, que también se había encargado de adiestrarle. A pesar de ello, el cazador había conseguido que el perro reconociera a Hugo como su amo. A Luise, por el contrario, la ignoraba, no la obedecía y la rehuía. A mí me trataba con amable indiferencia, aunque le gustaba estar cerca de mí. Era un animal magnífico, con pelo oscuro, de un castaño rojizo, un excelente cazador. Nos entretuvimos charlando con el cazador y se decidió que la tarde siguiente él iría a cazar con Luise. Ella tenía la intención de cazar un corzo, cuya veda terminaba precisamente el 1 de mayo. La conversación se alargaba, como suele suceder en el campo, y hasta Luise, que no solía tener mucha comprensión, frenaba su impaciencia para no indisponer al cazador, cuyos servicios iba a necesitar.
Llegamos al chalet hacia las tres. Hugo se dedicó inmediatamente a transportar las vituallas del coche a la despensa, junto a la cocina. Yo preparé café en el infiernillo de alcohol y después de la merienda, cuando Hugo ya daba cabezadas, Luise le pidió que la acompañara de nuevo al pueblo. Era pura maldad por su parte. Pero lo planteó con mucha habilidad, aduciendo que el ejercicio era fundamental para la salud de Hugo. Hacia las cuatro y media le había convencido y emprendió la marcha con él, encantada de la vida. Yo sabía que acabarían en la posada del pueblo. A Luise le gustaba tratar con los leñadores y los jóvenes campesinos, y nunca se le pasó por la cabeza que los avispados muchachos se reían de ella a escondidas.
Recogí la mesa y colgué mi ropa en el armario. Cuando terminé me senté en el banco de la puerta al sol. Era un día radiante y cálido, según el parte meteorológico el tiempo se anunciaba bueno. El sol ya caía oblicuo sobre los abetos y pronto se pondría. El chalet se halla en una pequeña hondonada al final de un desfiladero, rodeado de imponentes montañas.
Estaba sentada recibiendo en la cara los últimos rayos de sol cuando vi volver a Lince. Probablemente había desobedecido a Luise y ésta le había mandado a casa castigado. Vino a mí, me miró preocupado y apoyó su cabeza en mi rodilla. Así permanecimos un rato. Yo le acariciaba y le decía buenas palabras, convencida de que Luise le trataba de manera completamente equivocada.
Cuando el sol desapareció tras los abetos, refrescó y el claro del bosque se llenó de sombras azuladas. Entré en casa con Lince, encendí el fogón grande y comencé a preparar una especie de arroz con carne. No estaba obligada a hacerlo, pero yo misma tenía apetito y además sabía que Hugo prefería una verdadera cena caliente.
A las siete mis anfitriones aún no habían regresado. En el fondo era improbable, yo contaba con que no aparecieran antes de las ocho y media. Di, pues, de comer al perro, comí un poco de arroz con carne y me puse a leer a la luz de la lámpara de petróleo los periódicos que había traído Hugo. En el calor y el silencio me invadió el sueño. Lince se había retirado al rincón de la estufa y resoplaba suavemente, satisfecho. Hacia las nueve decidí irme a la cama. Cerré la puerta y me llevé la llave a mi cuarto. Estaba tan cansada que me dormí enseguida, a pesar del edredón húmedo y frío.
El sol sobre mi cara me despertó y me recordó la tarde anterior. Como sólo disponíamos de una llave del chalet —la otra estaba en casa del cazador—, Luise y Hugo tenían que haberme despertado al volver a casa. En bata bajé corriendo la escalera y abrí la puerta. Lince me saludó impaciente y salió disparado al exterior. Entré en el dormitorio, segura de no encontrar a nadie allí, pues la ventana estaba enrejada y, aunque no lo hubiera estado, Hugo nunca habría cabido por ella. Las camas estaban naturalmente sin tocar.
Eran las ocho. Sin duda Hugo y Luise se habían quedado en el pueblo. Me sorprendió bastante. Hugo odiaba las camas excesivamente cortas de la posada, además no hubiera sido tan descortés como para dejarme pasar sola la noche en el chalet. No me explicaba lo sucedido. Volví a mi cuarto para vestirme. Aún hacía fresco y el rocío brillaba sobre la carrocería del Mercedes negro de Hugo. Hice té y me calenté un poco; luego me puse en camino hacia el pueblo acompañada de Lince.
Apenas noté el frío y la humedad del desfiladero porque iba dándole vueltas a lo que podría haberles sucedido a los Rüttlinger. Quizá Hugo había sufrido un ataque al corazón. Como a menudo con los hipocondríacos, nunca nos habíamos tomado en serio sus achaques. Apreté el paso y ordené a Lince que fuera por delante. Ladrando alegremente salió corriendo. No había pensado en ponerme los zapatos de montaña y le seguí dando traspiés entre las piedras puntiagudas.
Cuando por fin llegué a la desembocadura del desfiladero oí a Lince aullar lastimeramente, como asustado. Doblé un montón de leña que me cerraba la vista y allí estaba Lince quejándose. De su hocico goteaba saliva rojiza. Me incliné hacia él para acariciarle. Tembloroso y lloriqueando se apretó contra mí. Seguramente se había mordido la lengua o golpeado un diente. Le animé a seguir caminando conmigo, pero con el rabo entre las piernas Lince me cerró el camino y me empujó hacia atrás con su cuerpo.
Yo no comprendía lo que le asustaba tanto. La carretera salía en este lugar del desfiladero y, en la medida en que yo la abarcaba con la vista, se extendía desierta y pacífica bajo el sol matutino. Impaciente aparté a un lado al perro y seguí adelante sola. Por fortuna iba despacio gracias a la interferencia del perro, porque a los pocos pasos choqué con la frente contra un obstáculo y retrocedí unos pasos tambaleándome.
Lince comenzó de nuevo a quejarse y a pegarse a mis piernas. Aturdida extendí la mano y toqué algo liso y frío: una resistencia lisa y fría donde sólo podía haber aire. Lo intenté otra vez con aprensión y de nuevo mi mano se posó sobre algo parecido al cristal de una ventana. Entonces oí unos latidos fuertes y me volví antes de comprender que se trataba de mi propio corazón que latía estrepitosamente en mis oídos. Mi corazón había sentido temor antes de que yo lo supiera.
Me senté en un tronco de árbol al borde de la carretera e intenté analizar la situación. No lo conseguí. Era como si todas las ideas me hubieran abandonado de golpe. Lince se acercó cabizbajo y su saliva ensangrentada cayó sobre mi abrigo. Le acaricié hasta que se tranquilizó. Y luego los dos miramos hacia la carretera, que brillaba tranquilamente bajo la luz de la mañana.
Me levanté hasta tres veces para cerciorarme de que aquí, a tres metros de distancia, se alzaba un obstáculo liso y frío que me impedía continuar mi camino. Pensé en una confusión de los sentidos, pero sabía que, naturalmente, no se trataba de eso. Me hubiera sido más fácil aceptar un estado de locura que aquella terrible barrera invisible. Pero ahí tenía a Lince con su hocico ensangrentado y ahí estaba el chichón en mi frente, que ya empezaba a dolerme.
No sé cuánto tiempo pasé sentada en aquel tronco, pero recuerdo que mis pensamientos giraban en torno a cosas sin importancia, como si no quisieran por nada en el mundo concentrarse en la inconcebible experiencia.
El sol había ascendido y me calentaba la espalda. Lince se lamía y relamía, pero dejó de sangrar. No se había hecho mucho daño. Comprendí que debía hacer algo y ordené a Lince que se quedara sentado. Con cuidado y con las manos extendidas me acerqué al obstáculo invisible, tanteando seguí su curso hasta llegar a las últimas rocas del desfiladero. Ya en el otro lado de la carretera, proseguí hasta el arroyo y allí vi que el agua estaba remansada y se salía de su cauce. Sin embargo llevaba poco caudal. El mes de abril había sido seco y el deshielo ya había pasado. Al otro lado del muro —me he acostumbrado a llamar al obstáculo así, pues algún nombre tengo que darle, ya que está ahí— el cauce del arroyo estaba casi seco durante un trecho, luego el agua volvía a correr en un hilillo. Sin duda, se había abierto camino a través de la piedra calcárea permeable. El muro, por lo tanto, no se adentraba en profundidad en la tierra. Sentí un ligero alivio. No quise cruzar el arroyo remansado. No era probable que el muro terminara abruptamente en la otra orilla porque, de ser así, Hugo y Luise no hubieran tenido dificultad en regresar.
De pronto me llamó la atención lo que en el subconsciente me venía angustiando desde hacía un rato: que la carretera estaba completamente desierta. Alguien tenía que haber dado la alarma. Lo natural hubiera sido que las gentes del pueblo se agolparan curiosas delante del muro. E incluso si nadie lo había descubierto, Hugo y Luise se tenían que haber chocado con él. Que no se vislumbrara ni un solo ser humano me pareció más inexplicable que el muro mismo.
Bajo la luz radiante del sol me estremecí. La primera granja pequeña, en realidad una simple alquería, quedaba tras la primera curva. Si cruzaba el arroyo y ascendía un trecho por el prado la vería enseguida. Volví donde estaba Lince y le dije algunas palabras tranquilizadoras. En realidad se estaba comportando con sensatez, yo era la que necesitaba que la reconfortaran. Pensé, de pronto, que era un gran consuelo tener a mi lado a Lince. Me quité los zapatos y las medias y crucé el arroyo. Al otro lado el muro continuaba al pie del prado. Por fin divisé la alquería. Al sol y en calma, era una imagen pacífica y familiar. Un hombre se inclinaba sobre la fuente con la mano inmóvil a medio camino entre el chorro de agua y su rostro. Un anciano muy pulcro. Los tirantes le colgaban como serpientes a lo largo del cuerpo y llevaba las mangas de la camisa remangadas. Pero su mano nunca llegaba a su cara. No se movía en absoluto.
Cerré los ojos y miré de nuevo. El pulcro anciano seguía sin moverse. Ahora descubrí que se apoyaba con las rodillas y la mano izquierda en el borde de la pila de piedra y que quizá no se caía por eso. Junto a la casa había un jardincillo, en el que crecían hierbas de cocina entre rosas de Pentecostés y amapolas. También había un arbusto de lilas un poco escuálido y desordenado que ya había florecido. El mes de abril había sido casi veraniego, incluso aquí en la montaña. En la ciudad las rosas de Pentecostés también habían florecido. Por la chimenea no salía humo.
Golpeé con el puño el muro. Me dolió un poco, pero no sucedió nada. Y de repente ya no tenía ganas de romper el muro que me separaba de lo incomprensible que le había sucedido al viejo de la fuente. Me alejé con precaución, crucé el arroyo y volví junto a Lince, que olisqueaba algo y se había olvidado del susto. Era un pájaro, una sitela. Su cabecita estaba destrozada y su pecho cubierto de sangre. Era uno de los numerosos pájaros pequeños que habían encontrado su fin de esta triste manera en una espléndida mañana de mayo. Por razones que desconozco siempre recordaré a esta sitela. Mientras la contemplaba me llamó la atención el griterío lastimero de los pájaros. Lo debía de estar oyendo desde hacía rato sin ser consciente de ello.
De pronto deseé huir de aquel lugar, regresar al chalet, dejar atrás el angustioso piar y los pequeños cadáveres cubiertos de sangre. También Lince estaba agitado y se pegaba a mí quejándose. En el camino de vuelta a través del desfiladero se mantuvo a mi lado y yo le fui hablando para calmarle. No recuerdo lo que le dije, me parecía importante romper el silencio en la oscura y húmeda barranca, donde la luz se filtraba verdosa entre las hojas de haya y los hilillos de agua brotaban de las rocas desnudas a mi izquierda.
Habíamos caído en un buen atolladero, Lince y yo, y aún no sabíamos todo lo malo que era. Pero no estábamos perdidos: éramos dos.
El chalet apareció a pleno sol. El rocío sobre el Mercedes se había secado y el techo brillaba con un negro casi rojizo. Un par de mariposas revoloteaban en el claro y el perfume cálido de las agujas de abeto flotaba en el aire. Me fui a sentar en el banco de la puerta y al momento lo que había visto en el desfiladero me pareció irreal. No podía ser, cosas así no sucedían y cuando sucedían no ocurrían en un pequeño pueblo de montaña, ni en Austria, ni en Europa. Soy consciente de lo estúpido que es este razonamiento, pero como es exactamente lo que pensé no quiero ocultarlo. Permanecí muy quieta al sol, contemplando las mariposas y creo que durante un rato no pensé realmente en nada. Lince, que había bebido agua en la fuente, saltó al banco, junto a mí, y apoyó su cabeza en mis rodillas. Me alegró esta señal de afecto, hasta que recordé que el pobre no tenía otra elección.
Al cabo de una hora entré en la casa y calenté el resto de arroz con carne para Lince y para mí, luego hice café para despejarme la cabeza y fumé tres cigarrillos. Eran los últimos. Hugo, que era un fumador empedernido, se había llevado por descuido cuatro cajetillas en el bolsillo del abrigo y todavía no había almacenado tabaco en el chalet para la próxima posguerra. Después de fumar los tres cigarrillos no pude aguantar más en el chalet y volví con Lince al desfiladero. El perro me siguió sin entusiasmo y pegado a mis talones. Fui corriendo casi todo el camino y paré sin aliento cuando divisé el montón de leña. Avancé lentamente con las manos extendidas hasta tocar el muro frío. No podía esperar otra cosa, sin embargo la impresión fue más violenta que la primera vez. El arroyo seguía remansado, pero el hilo de agua al otro lado se había ensanchado un poco. Me quité los zapatos para cruzar el agua. Lince me siguió remolón. No le temía al agua, pero el arroyo estaba muy frío y le llegaba hasta la tripa. Me molestaba no ver el muro, así que corté una brazada de ramas de avellano y las fui clavando en el suelo al pie del muro. Esta actividad me pareció la inmediata y, sobre todo, me entretuvo tanto que no pude pensar mientras la llevaba a cabo. Fui ascendiendo por la ladera y alcancé de nuevo el punto desde el que se divisaba la pequeña granja.
El viejo seguía junto a la fuente, la mano ahuecada alzada hacia el rostro. La parte del valle que se dominaba desde aquí estaba llena de sol y el aire transparente vibraba dorado y verde en los límites del bosque. También Lince vio ahora al hombre. Se sentó y, echando la cabeza hacia atrás, soltó un horrible y prolongado aullido. Había comprendido que lo que había allí junto a la fuente no era un hombre vivo.
Su lamento me desgarró y sentí el impulso de aullar con él. Me desgarraba como si fuera a partirme en pedazos. Cogí a Lince del collar y le arrastré conmigo. Él calló y me siguió tembloroso. Guiándome lentamente con la mano fui siguiendo el muro y clavando una rama tras otra en el suelo.
Cuando miraba hacia atrás veía el nuevo límite hasta el arroyo. Parecía que los niños habían jugado, un juego inocente y alegre de primavera. Los árboles frutales al otro lado del muro ya habían florecido y su follaje era de un brillante verde claro. El muro ascendía ahora poco a poco por la ladera hasta un grupo de alerces que crecían en medio del prado. Desde aquí se divisaban otras dos alquerías y parte del valle. Sentí haber olvidado los prismáticos de Hugo. En cualquier caso no vi a nadie, a ningún ser vivo. De las casas no salía humo. Según mi opinión la catástrofe tuvo lugar hacia el anochecer y sorprendió a los Rüttlinger en el pueblo o en el camino de vuelta a casa.
Si el hombre de la fuente estaba muerto —y ya no cabía duda— todas las gentes del valle estaban muertas y no sólo los seres humanos, sino también los demás seres vivos. Sólo vivía la hierba de las praderas, la hierba y los árboles; las hojas jóvenes se ofrecían relucientes al sol.
Con las dos manos apoyadas en el muro frío miraba fijamente hacia el otro lado. Y de pronto ya no quise ver nada más. Llamé a Lince, que escarbaba debajo de los alerces, y volví sobre mis pasos a lo largo de la frontera de juguete. Tras cruzar el arroyo aún delimité la carretera hasta las rocas y regresé despacio al chalet. Después de la sombra verde y fresca del desfiladero el sol nos asaltó con violencia al salir al claro. Lince, harto de mis excursiones, corrió a la casa y se refugió en el rincón junto a la estufa. Como siempre cuando estaba desconcertado se durmió enseguida después de suspirar y lloriquear un poco. Le envidié esa capacidad. Ahora que dormía eché de menos esa ligera intranquilidad que irradiaba constantemente. Pero era mejor tener en casa un perro dormido que estar sola por completo.
Hugo, que no bebía, había organizado una pequeña reserva de coñac, ginebra y whisky para sus invitados. Me serví un vaso de whisky y me senté a la gran mesa de roble. No pretendía emborracharme, sólo buscaba desesperadamente un remedio para ahuyentar el denso estupor de mi cabeza. Me di cuenta de que pensaba en el whisky como mi whisky, es decir, que ya no creía en la vuelta del verdadero propietario. Esto me produjo un pequeño shock. Tras el tercer trago aparté asqueada el vaso. La bebida me sabía a paja impregnada de lisol. Además, no había nada que aclarar en mi cabeza. Era evidente que durante la noche había descendido o había crecido una pared invisible y en mi situación me resultaba imposible hallarle una explicación al fenómeno. No sentía ni preocupación ni desesperación y era absurdo provocar a la fuerza este estado de ánimo. Tenía los años suficientes para saber que tarde o temprano surgiría. La cuestión más importante era saber si la catástrofe se limitaba al valle o afectaba a todo el país. Me decidí por lo primero, porque así me quedaba la esperanza de que en pocos días me liberarían de mi prisión en el bosque. Hoy creo que ya entonces había desechado esa posibilidad en el subconsciente. Pero no estoy segura. En cualquier caso, fui tan razonable como para no renunciar por el momento a la esperanza. Al cabo de un rato me di cuenta de que me dolían los pies. Me quité los zapatos y las medias y vi que me había hecho ampollas en los talones. El dolor me vino bien porque me distrajo de elucubraciones estériles. Después de meter los pies en agua y poner pomada y esparadrapo en los talones decidí instalarme en el chalet de la manera que me pareciera más soportable. Primero trasladé la cama de Luise del dormitorio a la cocina y la coloqué junto a la pared para dominar toda la habitación, la puerta y la ventana. Extendí la piel de cordero de Luise al pie de la cama con la secreta esperanza de que Lince la utilizara para dormir. Pero no lo hizo, por cierto, prefiriendo siempre el rincón de la estufa. También saqué del dormitorio la mesilla de noche. Más adelante transporté a la cocina el armario. Cerré las contraventanas del dormitorio y cerré la puerta desde la cocina. Luego cerré también las habitaciones de arriba y colgué la llave de un clavo junto al fogón. No sé por qué hice todo esto, seguramente era una actividad instintiva. Necesitaba tener todo a la vista y protegerme de ataques inesperados. Coloqué la escopeta cargada de Hugo cerca de la cama y la linterna sobre la mesilla de noche. Era consciente de que mis medidas estaban dirigidas contra seres humanos y me parecieron ridículas. Sin embargo, como hasta ahora los peligros siempre habían procedido de los humanos, me costaba cambiar de actitud. El único enemigo que hasta ahora había conocido en mi vida había sido el hombre. Di cuerda a mi reloj despertador y a mi reloj de pulsera y luego traje a la cocina madera de la que se apilaba cortada bajo el porche y la amontoné junto al fogón.
Entretanto había caído la tarde y el aire fresco de la montaña descendía sobre la casa. La luz del sol aún iluminaba el claro, pero los colores se iban volviendo más fríos y duros. Un pájaro carpintero repiqueteaba en el bosque. Me alegró oírle, como también escuchar el chapoteo del agua de la fuente al caer en un chorro grueso como un brazo en el abrevadero de madera. Me eché el abrigo sobre los hombros y me senté en el banco de la puerta. Desde aquí podía ver el camino hasta el desfiladero, la cabaña del cazador, el garaje y, más allá, los oscuros abetos. De vez en cuando creía oír pasos desde el desfiladero, pero naturalmente se trataba de una ilusión. Durante un tiempo estuve observando abstraída las hormigas gigantes del bosque que pasaban delante de mí en precipitada procesión.
El pájaro carpintero dejó de trabajar, el aire refrescó aún más y la luz se hizo azulada y fría. El trocito de cielo sobre mi cabeza se tiñó de rosa. El sol desapareció detrás de los abetos. El parte meteorológico había sido exacto. Al pensar en él recordé la radio del coche. La ventanilla estaba medio abierta y apreté el pequeño botón negro. Al cabo de un rato percibí un zumbido débil y vacío. El día anterior, durante el viaje, Luise había ido escuchando —para disgusto mío— música bailable. Ahora un poquito de música me hubiera enloquecido de alegría. Giré y giré los botones: nada que hacer, sólo el zumbido lejano y débil, que quizá provenía del mecanismo de la radio misma. Ya entonces tenía que haber comprendido. Pero me negué a ello. Prefería decirme que el aparato se habría roto durante la noche. Lo intenté aún varias veces, pero la caja no emitió otra cosa que ese zumbido.
Por fin desistí y volví al banco. Lince salió de la casa y vino a apoyar su cabeza en mis rodillas. Necesitaba palabras de aliento. Mientras yo le hablaba él escuchaba con atención, apretándose contra mí lloriqueando. Por fin me lamió la mano y sin mucha convicción golpeó el suelo con el rabo. Los dos teníamos miedo e intentábamos animarnos el uno al otro. Mi voz me sonaba extraña e irreal y bajé el tono hasta un susurro, hasta que no se distinguía del murmullo de la fuente. La fuente, por cierto, me iba a asustar más de una vez. Desde cierta distancia su chapoteo suena como la conversación entre dos voces humanas soñolientas. Pero entonces yo aún no lo sabía. Dejé de hablar bajito y ni siquiera me di cuenta de ello. Me estremecí a pesar del abrigo y contemplé cómo el cielo empalidecía hasta volverse gris.
Por fin entré en la casa y encendí la estufa. Más tarde vi que Lince se aventuraba hasta el desfiladero y allí se paraba y esperaba inmóvil. Al rato dio la vuelta y regresó a casa con la cabeza gacha. Los tres o cuatro días siguientes hizo lo mismo. Luego parece que se resignó, en cualquier caso no lo repitió más. No sé si simplemente olvidó o si, a su manera canina, había comprendido la verdad antes que yo.
Le di de comer arroz con carne y galletas de perro y llené su cacharro con agua. Sabía que normalmente sólo se le daba de comer por la mañana, pero no me apetecía cenar sola. Hice té para mí y me senté nuevamente a la mesa grande. Ahora la cabaña estaba calentita y la lámpara de petróleo echaba su luz amarilla sobre la madera oscura.
No me había dado cuenta de lo cansada que estaba. Lince, que había terminado de comer, saltó a mi lado sobre el banco y me miró atentamente durante un buen rato. Sus ojos eran marrones y cálidos, un poco más oscuros que su piel. El blanco que rodeaba el iris brillaba húmedo y azulado. De pronto me alegré mucho de que Luise hubiera obligado al perro a regresar a casa.
Recogí la taza de té vacía, eché agua caliente en la palangana de metal y me lavé; luego, como ya no tenía nada más que hacer, me metí en la cama.
Había cerrado las contraventanas y la puerta. Al poco rato Lince saltó del banco y vino a mi lado. Me olisqueó la mano, fue hasta la puerta, de allí a la ventana y otra vez a mi cama. Le dije buenas palabras y por fin, después de suspirar casi como una persona, se refugió en su rincón junto a la estufa.
Dejé encendida la lámpara y cuando por fin la apagué la habitación me pareció oscura como boca de lobo. Pero en realidad la oscuridad no era total. El rescoldo del fogón se reflejaba tenue y tembloroso en el suelo y al cabo de un rato pude distinguir los contornos del banco y de la mesa. Me dije si no sería mejor tomarme una de las pastillas para dormir de Hugo, pero desistí por temor a no oír si ocurría algo. Luego pensé que el terrible muro podría acercarse en el silencio y la oscuridad de la noche. Pero estaba demasiado cansada para tener miedo. Los pies me seguían doliendo y estirada boca arriba no tenía fuerzas ni para mover la cabeza. Después de todo lo ocurrido estaba preparada a pasar una noche mala, pero cuando me resigné a ello ya me había dormido.
No soñé y me desperté descansada hacia las seis de la mañana, cuando los pájaros empezaban a cantar. Enseguida lo recordé todo, aterrada cerré los ojos e intenté sumergirme de nuevo en el sueño. Naturalmente, no lo conseguí. A pesar de que no me había movido apenas, Lince ya sabía que estaba despierta y se acercó para saludarme con alegres ladridos. Me levanté, abrí las contraventanas y dejé salir a Lince al prado. Hacía casi frío, el cielo estaba aún pálido y los arbustos brillaban de rocío. Se anunciaba un día espléndido.
De repente me pareció completamente imposible sobrevivir este luminoso día de mayo. Al mismo tiempo sabía que debía sobrevivirlo y que no había escapatoria. Tenía que mantener la calma y, simplemente, superarlo. No era el primer día de mi vida que me había visto obligada a superar de esta manera. Mientras menos me resistiera, más llevadero sería. El aturdimiento del día anterior había desaparecido por completo; podía pensar con claridad, con tanta como me era posible hacerlo. Sólo cuando mis pensamientos rondaban el tema del muro, parecía que también ellos chocaban con un obstáculo frío, liso e insalvable. Era mejor no pensar en él. Me puse la bata y las zapatillas, crucé el prado mojado hasta el coche. Encendí la radio. El zumbido tenue y vacío sonaba tan extraño e inhumano que lo apagué inmediatamente.
Ya no creía que la radio estaba rota. En la luz fría de la mañana me era imposible creerlo.
No recuerdo lo que hice aquella mañana. Únicamente sé que estuve un rato inmóvil junto al coche hasta que la humedad que penetraba en las zapatillas me sobresaltó.
Quizá las siguientes horas fueron tan terribles por fuerza que las he olvidado. Quizá las pasé en un estado de atontamiento. No me acuerdo. Recuperé la conciencia hacia las dos de la tarde, cuando iba con Lince por el desfiladero.
Por primera vez no me pareció romántico y lleno de encanto, sino solamente húmedo y oscuro. Incluso en pleno verano está húmedo y oscuro, la luz del sol no penetra nunca hasta su fondo. Después de las tormentas de lluvia suelen salir allí las salamandras de sus escondrijos. Más adelante, en verano, las pude ver alguna vez. Había muchas. A menudo me encontraba diez o quince en una tarde, criaturas preciosas, a manchas rojas y negras, que me recordaban más a ciertas flores como los lirios atigrados y el martagón que a sus modestas parientes las lagartijas verdigrises. Aunque el contacto con las lagartijas me gusta, nunca he tocado una salamandra.
Aquel 2 de mayo no vi ninguna. Claro que no había llovido y yo ignoraba que allí las hubiera. Caminaba a grandes zancadas para escapar a la penumbra húmeda y verde. Esta vez iba mejor equipada, con zapatos de montaña, pantalones hasta la rodilla y una chaqueta caliente. El día anterior el abrigo me había molestado y al marcar el límite del muro sus faldones se habían arrastrado por el prado. También llevaba los prismáticos de Hugo y una mochila con un termo de cacao y unos bocadillos.
Además de un pequeño cortaplumas (para sacar punta al lápiz) llevaba la afilada navaja de Hugo. No me era muy útil para cortar ramas, ya que era peligrosa y me hubiera herido con ella. Aunque me costaba admitirlo llevaba la navaja para protegerme. Era un arma que me daba una seguridad un tanto falaz. Más adelante la dejaría a menudo en casa. Desde que Lince ha muerto la vuelvo a llevar en todas mis expediciones. Ahora, sin embargo, sé muy bien por qué la llevo y no me engaño diciendo que la necesito para cortar ramas de avellano. El muro, como es lógico, seguía en el mismo lugar que yo había marcado y no se había acercado al chalet como me había temido la noche anterior. Tampoco había retrocedido, pero eso no lo había esperado. El arroyo tenía su nivel de agua habitual, por lo visto no le había costado abrirse paso por las rocas sueltas. Lo crucé saltando de piedra en piedra y seguí mi frontera de juguete hasta el observatorio junto a los alerces. Allí corté más ramas y comencé a marcar el curso del muro.
Era un trabajo fatigoso y pronto la espalda me dolió de tanto agacharme. Pero estaba obsesionada con la idea de que tenía que llevar a cabo esta tarea tan bien como fuera posible. Además me tranquilizaba e introducía una medida de orden en el gigantesco y terrible desorden que se había cernido sobre mí. Un fenómeno como el de este muro no debía existir, simplemente. Delimitarlo con ramas era el primer intento por mi parte de colocarlo en su sitio, ya que existía.
Mi camino conducía a través de dos prados, un bosquecillo de abetos jóvenes y un macizo de frambuesos asilvestrados. El sol calentaba y mis manos sangraban, arañadas por las espinas y las piedras. Las ramas me servían en el prado, pero en el monte bajo necesitaba verdaderas estacas. En algunos lugares marqué con la navaja los árboles cercanos al muro. Todo esto me entretenía y así avanzaba muy despacio.
Desde la altura del macizo de frambuesos me asomé al valle que se extendía ante mí. Con los prismáticos vi todo con claridad y precisión absolutas. Delante de la casita del carretero una mujer estaba sentada inmóvil al sol. No distinguí su cara porque tenía la cabeza caída y parecía dormir. Miré la escena hasta que los ojos me lloraron y el cuadro se disolvió en formas y colores. Atravesado en la puerta, un perro pastor con la cabeza apoyada en las patas no se movía.
Si aquello era la muerte, había sido rápida y leve, casi amorosa. Quizá hubiera sido más sabio por mi parte haber acompañado al pueblo a Hugo y a Luise.
Por fin me arranqué de aquel cuadro tan plácido y continué clavando ramas. El muro descendía ahora hacia una pequeña hondonada del prado, en la que se hallaba un caserío de una planta; era una granja muy pequeña como las que abundan en la montaña y que no se pueden comparar con las del valle.
El muro dividía el pequeño prado situado detrás de la casa y había cortado dos ramas de un manzano. No parecían cortadas, por cierto, sino más bien derretidas, si es que puede imaginarse madera derretida.
No las toqué. Dos vacas yacían al otro lado del muro en la hierba. Las observé atentamente. Sus flancos no subían y descendían. También ellas daban la impresión de estar dormidas más que de estar muertas. Sus morros rosados no estaban lisos y húmedos, sino que tenían el aspecto de piedra de grano fino pintada con bonitos colores.
Lince miraba al bosque con la cabeza vuelta. No soltó como la vez anterior su escalofriante aullido, sino que se limitó a no mirar la escena, como si hubiera decidido no registrar lo que se hallara al otro lado del muro. En otro tiempo mis padres tuvieron un perro que de modo parecido se apartaba de todos los espejos.
Mientras yo contemplaba los dos animales muertos, oí a mi espalda el mugir de una vaca y el ladrido excitado de Lince. Me volví impulsivamente y entonces se abrió el bosque y apareció acompañada por el perro inquieto una vaca viva que mugía. Corrió hacia mí para contarme a gritos toda su pena. El pobre animal hacía dos días que no había sido ordeñado, su voz era ronca y desesperada. Intenté proporcionarle alivio inmediatamente. De chica había aprendido a ordeñar porque, me divertía, pero de eso hacía ya veinte años y había perdido por completo la práctica. La vaca me dejó hacer pacientemente, había comprendido que yo deseaba ayudarla. La leche amarilla cayó en un chorro fuerte sobre la tierra y Lince se apresuró a lamerla. La vaca tenía mucha leche y las manos pronto me dolieron del ejercicio desacostumbrado. La vaca, por fin descargada, bajó la cabeza y acercó su gran morro a la trufa marrón de Lince. La mutua inspección debió de ser positiva, pues los dos animales estaban tranquilos y contentos.
Bueno, allí estaba yo, en un prado desconocido en medio del bosque y era dueña de una vaca. Porque, naturalmente, no iba a dejarla allí.
Descubrí restos de sangre en su morro; seguramente se había lanzado desesperada contra el muro que le impedía regresar a su establo y con sus dueños.
De éstos no había ni rastro. Probablemente se hallaban en el interior de la casa en el momento de la catástrofe. Las cortinas corridas delante de las pequeñas ventanas me confirmaron en mi suposición de que la desgracia había ocurrido al anochecer. Y no muy tarde, pues el viejo aún se estaba lavando y la mujer descansaba en el banco de la puerta con el gato. Ninguna mujer se sienta con su gato en el banco de la entrada por la mañana temprano cuando hace fresco. Además, si la catástrofe hubiera tenido lugar por la mañana, Hugo y Luise habrían podido volver a la casa del bosque. Pensaba todo esto, pero enseguida me dije que estas reflexiones eran completamente inútiles para mí. Dejé pues de cavilar y me puse a buscar en el bosque bajo otra posible vaca con gritos y llamadas, pero nada se movió. Si en las proximidades hubiera habido otro animal, Lince lo hubiera descubierto.
No me quedó otro remedio que conducir a la vaca a casa por el monte y por el valle. Mi tarea de clavar estacas halló así un rápido fin. Ya era tarde, al menos las cinco de la tarde, y la luz del sol penetraba en franjas estrechas en el claro.
Así nos pusimos en camino de vuelta los tres. Resultó práctico que hubiera clavado ramas y que no tuviera que perder tiempo buscando el muro. Caminaba despacio entre éste y la vaca, siempre preocupada de que el animal no se rompiera una pata. Pero parecía estar acostumbrada a andar por terreno montañoso. No necesitaba controlarla, sólo atender a que se mantuviera a una distancia segura del muro. Lince ya había comprendido el significado de la línea de ramas y guardaba la distancia.
En todo el camino no pensé ni una vez en el muro, tan ocupada iba con mi hallazgo. A veces la vaca se paraba para pacer y entonces Lince se echaba cerca de ella y no la perdía de vista. Cuando creía que ya estaba bien la empujaba suavemente y ella obediente se ponía en marcha. No sé si estaré en lo cierto, pero más de una vez tuve la sensación de que Lince sabía tratar muy bien a las vacas. Creo que el cazador le utilizaba como perro pastor cuando en otoño sacaba sus vacas al prado.
La vaca parecía tranquila y contenta. Después de dos horribles días había dado con un ser humano y se había librado de su dolorosa carga de leche. No pensaba ni remotamente en escapar. En algún lugar habría un establo, en el que el nuevo amo la instalaría. Iba pues trotando a mi lado, resoplando y expectante. Una vez cruzado el arroyo, no sin cierta dificultad, incluso aceleró el paso hasta el punto de dejarme casi atrás.
Entretanto, yo había comprendido que esta vaca era una bendición, pero también una carga. Ya no podría hacer grandes excursiones de reconocimiento.
Un animal de éstos necesita que le den de comer y que le ordeñen, exige un amo sedentario. Yo era propietaria y prisionera de una vaca. Sin embargo, aun no queriéndola, me hubiera sido imposible abandonarla. Ella dependía de mí.
Cuando llegamos al claro ya era casi de noche. La vaca se paró, volvió la cabeza y mugió suavemente, como si se alegrara. La conduje a la cabaña del cazador. En su interior había únicamente dos camas de obra, una mesa, un banco y un fogón también de obra. Saqué la mesa y el colchón de paja de una de las camas e instalé a la vaca en su nuevo establo. Era bastante grande para un animal. Cogí un cubo de metal del fogón, lo llené de agua y lo coloqué en el pesebre improvisado en una de las camas. Era todo lo que podía hacer de momento por mi vaca. La acaricié, le expliqué la nueva situación y corrí el cerrojo de la puerta.
Estaba tan agotada que apenas si me arrastré hasta el chalet. Los pies me ardían a causa de los pesados zapatos y la espalda me dolía. Di de comer a Lince y bebí un poco de cacao del termo. Renuncié a comerme los bocadillos de pura fatiga. Esa noche me lavé en la fuente fría y me metí enseguida en la cama. Lince también parecía cansado, pues nada más comer se retiró al rincón de la estufa.
La mañana siguiente no fue tan insoportable como la anterior y nada más abrir los ojos recordé a la vaca. Me despabilé inmediatamente, a pesar de sentirme aún baldada por los esfuerzos no acostumbrados. Se me habían pegado un poco las sábanas y el sol ya entraba en franjas amarillas por los resquicios de las contraventanas.
Me levanté y me puse manos a la obra. En el chalet había utensilios de cocina de sobra, y entre ellos escogí un cubo para ordeñar. Con él me fui al establo. La vaca esperaba dócil delante de su pesebre y me recibió lamiéndome entusiasmada la cara. La ordeñé, aunque peor que el día anterior, porque me dolían todos los huesos de las manos. Ordeñar es un trabajo muy duro y tenía que hacerme de nuevo a él. Conocía la técnica y eso era lo más importante. Como no había hierba seca, saqué a la vaca al prado después de ordeñarla y la dejé allí pastando. Sabía que no se escaparía.
Por fin desayuné yo, leche caliente y los bocadillos ya duros del día anterior. Recuerdo que toda la jornada estuvo dedicada a la vaca. Le arreglé lo mejor que pude el establo. Extendí ramas verdes en el suelo, porque no tenía paja, y con el primer estiércol creé la base de un montón de estiércol cerca de la cabaña.
El establo era una sólida construcción de fuertes troncos. Bajo el tejado, en una esquina, había un pequeño espacio que más adelante llené de hierba seca. En aquel mes de mayo aún no disponía de hierba cortada para echar en el suelo y tuve que arreglarme hasta otoño con ramas frescas.
Naturalmente, también pensé sobre la vaca. Con un poco de suerte esperaba un ternero. Pero no debía hacerme ilusiones, sólo podía desear que mi vaca diera mucha leche.
Mi situación seguía pareciéndome provisional, al menos yo me esforzaba en creerlo así.
Mis conocimientos sobre la cría de ganado eran escasos. Una vez había presenciado el nacimiento de un ternero, pero ni siquiera sabía cuánto tiempo duraba la gestación en una vaca. Desde entonces me he enterado de ello gracias a un almanaque campesino, pero no he aprendido mucho más hasta hoy y, en estas circunstancias, no sé cómo podría aprender.
Una vez pensé en desmontar el pequeño fogón del establo, pero luego resultó muy útil. Cuando fue necesario me permitió calentar agua en el establo mismo. La mesa y la silla las transporté al garaje, donde ya se amontonaban numerosas herramientas. Hugo siempre había insistido en buenas herramientas, y el cazador, un hombre ordenado, había cuidado que estuvieran a punto. No sé por qué Hugo apreciaba tanto las herramientas. Él mismo ni las tocaba, pero en cada visita las examinaba con gran satisfacción. Si se trataba de una manía, era una manía muy beneficiosa para mí. En realidad, debo a las rarezas de Hugo estar aún con vida. El bueno de Hugo, que Dios le bendiga, seguro que aún sigue sentado a una mesa de la posada con un vaso de limonada en la mano, por fin libre del temor a la enfermedad y la muerte. Y ya no hay nadie que le empuje de una reunión en otra.
Mientras yo me ocupaba del establo, la vaca pastaba en el prado. Era un hermoso animal, de hueso delicado, bien alimentado y de color gris y marrón. Daba la impresión de juventud y alegría. Su manera de girar la cabeza hacia todas partes cuando arrancaba hojas de los arbustos me recordaba a una dama graciosa, coqueta y joven que miraba por encima del hombro con sus ojos húmedos y marrones. Me enamoré enseguida de ella, daba gusto mirarla.
Lince no permitía que yo me alejara, observaba a la vaca, bebía de la fuente y rebuscaba entre los arbustos. Era otra vez el viejo perro alegre y había olvidado el miedo de los días pasados. Se había hecho a la idea de que al menos de momento yo era su amo.
A mediodía preparé una sopa con guisantes en conserva y abrí una lata de corned beef. Tras la comida el cansancio me invadió con fuerza. Ordené a Lince que vigilara un poco a la vaca y me eché en la cama vestida, como atontada. Después de todo lo sucedido, lo lógico hubiera sido perder el sueño, pero tengo que reconocer que durante estas primeras semanas en el chalet dormí especialmente bien hasta que el cuerpo se acostumbró a las pesadas tareas. El insomnio empezó a torturarme mucho más tarde.
Hacia las cuatro me desperté. La vaca se había echado para rumiar. Lince la observaba soñoliento desde el banco de la puerta. Le relevé de su guardia y él reanudó sus paseos de inspección. Por entonces solía inquietarme enseguida al no verle. Más adelante, cuando supe lo mucho que podía confiar en él, perdí por completo ese temor.
Cuando refrescó, puse agua sobre el fogón y encendí la estufa. Necesitaba urgentemente un baño.
Al caer la noche metí a la vaca en el establo, la ordeñé, eché agua fresca en el cubo y la dejé sola para pasar la noche. Después de bañarme me envolví en mi bata, bebí leche caliente y me senté a la mesa para recapacitar. Me sorprendía no sentir tristeza, ni desesperación. Me entró tanto sueño que apoyé la cabeza en las manos y casi me hubiera dormido sentada. Como era incapaz de pensar, intenté leer una de las novelas policíacas de Hugo. Pero no era lo adecuado. Mi interés por la trata de blancas era más bien escaso en estos momentos. Por cierto que Hugo también solía dormirse a la tercera o cuarta página de sus duras novelas negras. A lo mejor las utilizaba como somnífero.
Yo tampoco resistí más de diez minutos; con decisión me puse en pie, apagué la luz y me metí en la cama.
A la mañana siguiente, el tiempo era frío y desapacible y me recordó que tenía que ocuparme del pasto para mi vaca.
En la pradera cercana al arroyo había descubierto un pajar y era posible que guardara algo de hierba seca. El coche de Hugo no me servía para nada, ya que su dueño se había llevado consigo las llaves. De todos modos, las llaves no me hubieran resuelto nada. Yo acababa de hacer el carnet de conducir dos semanas antes, cediendo a la insistencia de mis hijas y con gran dificultad. Por nada en el mundo me hubiera aventurado con el coche por el desfiladero. En el garaje encontré un par de sacos viejos y cargada con ellos fui por paja después de mis tareas en el establo.
En el pajar del prado próximo al arroyo hallé efectivamente un poco de pienso. Llené los sacos y después de atar los unos a los otros los arrastré camino de casa. Pronto vi que los sacos no resistirían el transporte por la carretera de grava, así que dejé dos en el borde del camino y cargué otros dos a la espalda hasta el chalet. Despejé el garaje de herramientas, que llevé al cuartito situado junto a la cocina, y recogí los sacos que faltaban para descargarlos a su vez en el garaje.
Por la tarde bajé aún dos veces por hierba seca, y al día siguiente otra vez más. Todavía estábamos a comienzos de mayo y en la montaña puede hacer bastante frío por estas fechas. Mientras el tiempo fuera moderadamente fresco y lluvioso, la vaca podía quedarse a pastar en la pradera. El animal parecía contento con su nueva vida y soportaba con paciencia mi torpeza al ordeñarlo. A veces volvía su cabezota como si me observara divertida en mis esfuerzos, pero no se movía y nunca intentó cocearme. Era amable, a veces incluso juguetona.
Pensé en un nombre para mi vaca y le puse Bella. No era un nombre que correspondiera a la región, pero era breve y sonoro. La vaca comprendió enseguida que ahora era Bella y cuando yo la llamaba volvía la cabeza. Me gustaría saber qué nombre tenía antes, quizá Dirndl, Gretl o La Gris. En realidad no necesitaba nombre alguno, era la única vaca del bosque, a lo mejor la única de todo el país.
También Lince tenía un nombre poco adecuado, que reflejaba la ignorancia de la gente del pueblo. Pero en este valle los perros se habían llamado desde tiempos inmemoriales Lince. Los verdaderos linces hacía tanto tiempo que habían desaparecido que nadie en el valle sabía cómo eran. Quizá uno de los antepasados de Lince había matado al último lince genuino y había recibido en premio ese nombre.
El mal tiempo dio paso a una lluvia constante y más adelante incluso a una borrasca de nieve. Bella se quedó en el establo, comiendo hierba seca, y yo tuve tiempo y calma para reflexionar. En mi agenda, o más bien en la de Hugo, he anotado en el 10 de mayo: «inventario».
Aquel 10 de mayo fue un verdadero día de invierno. La nieve, que al principio se había derretido inmediatamente, cuajó y continuó cayendo.
Todo empezó cuando al despertarme me sentí indefensa y abandonada a los elementos. Físicamente no me sentía ya cansada, por lo tanto estaba expuesta a los ataques de mis cavilaciones. Habían transcurrido diez días y mi situación no se había alterado. Durante esos diez días me había aturdido con trabajo, pero el muro seguía en el mismo sitio y nadie había venido en mi ayuda. No me quedaba otro remedio que afrontar la realidad. En aquel momento no renuncié a toda esperanza, todavía no. Esta absurda esperanza siguió viva en mí, incluso cuando tuve que admitir que nunca llegaría ayuda externa. Era una esperanza contra toda razón y contra mi propia convicción.
Ya entonces, en aquel 10 de mayo, estaba convencida de que la catástrofe era de grandes dimensiones. Todo parecía confirmarlo: la ausencia de ayuda exterior, el silencio de la radio y lo que yo misma había visto a través del muro.
Mucho más tarde, cuando ya había perdido toda esperanza, seguía sin poderme creer que mis hijas estaban muertas, como estaban muertos el viejo de la fuente y la mujer en el banco.
Si pienso hoy en mis hijas se me aparecen como niños de cinco años y tengo la sensación de que salieron ya entonces de mi vida. Probablemente todos los hijos empiezan a salir de las vidas de sus padres a esa edad, poco a poco se convierten en huéspedes extraños. Pero el proceso es tan inapreciable que casi no se nota. Hubo desde luego momentos en los que ese alejamiento se hizo evidente, pero como cualquier madre lo reprimí rápidamente. Había que vivir, y ¿qué madre podría vivir consciente de esa transformación?
Al despertar el 10 de mayo pensé en mis hijas como en dos niñas pequeñas que corren cogidas de la mano por el parque. Las dos adolescentes desagradables, despegadas y agresivas que había dejado en la ciudad se habían vuelto de pronto irreales. Por ellas no lloré nunca, pero sí por las niñas que habían sido hacía muchos años. Quizá parezca muy cruel, pero no sé a quién tendría que engañar hoy. Puedo permitirme escribir la verdad. Todos por los que he mentido durante mi vida están muertos.
Con frío en la cama estuve dándole vueltas a lo que debía hacer. Podía matarme o intentar abrir un camino debajo del muro, lo que probablemente no sería más que otra forma de suicidio, más dificultosa. Y, naturalmente, podía quedarme donde estaba e intentar seguir viviendo.
Ya no era lo suficientemente joven como para pensar en el suicidio. Además, la presencia de Bella y Lince y cierta curiosidad me disuadían de esa idea. El muro era un enigma y hasta ahora nunca había sido capaz de huir ante un enigma sin resolver. Gracias a la previsión de Hugo contaba con reservas para todo el verano. Poseía una casa, madera para toda la vida y una vaca que también era un enigma sin resolver y que quizá esperaba un ternero.
Antes de tomar otras resoluciones deseaba esperar la aparición o no aparición de ese personaje. El muro no me planteaba muchos quebraderos de cabeza. Supuse que se trataba de un arma nueva que una de las superpotencias había conseguido mantener secreta, un arma ideal, por cierto, que dejaba intacta la tierra, pero mataba a los hombres y a los animales. Hubiera sido mejor que también se salvaran los animales, pero según parecía no había sido posible. Desde tiempos ancestrales los hombres nunca han respetado a los animales en sus recíprocas carnicerías. Cuando el veneno hubiera perdido su eficacia —yo imaginaba que se trataba de una especie de veneno— el terreno sería ocupado. A juzgar por su aspecto pacífico, las víctimas no habían sufrido, aquello me parecía una de las fechorías más humanitarias y más diabólicas que había inventado cerebro humano.
No tenía ni idea de cuánto tiempo duraría la infertilidad del suelo, pero suponía que en cuanto fuera posible el muro desaparecería y los vencedores ocuparían el país.
Hoy me pregunto de vez en cuando si el experimento —en caso de que fuera realmente un experimento— no les ha salido demasiado bien. Tardan mucho en hacer acto de presencia esos vencedores.
A lo mejor no hay vencedores. No tiene sentido darle más vueltas. Un científico, un especialista en armas de destrucción total hubiera descubierto más elementos de juicio que yo, aunque de poco le hubiera servido. Con toda su sabiduría tendría que hacer lo que yo, esperar e intentar seguir viviendo.
Después de explicármelo tan bien como me fue posible con mi experiencia y mi inteligencia, salté de la cama para encender la estufa, ya que la mañana era muy fría. Lince salió de su escondrijo y me saludó con su reconfortante simpatía. Y ya era hora de ir al establo a atender a Bella. Después del desayuno reuní en el dormitorio todas mis provisiones e hice una lista de ellas. Aquí la tengo, al alcance de la mano, pero no voy a copiarla, a lo largo de mi relato aparecerá cada objeto que entonces yo poseía. Trasladé los víveres del cuartito al dormitorio, porque era fresco también en verano. La casa está construida contra la ladera y su parte posterior siempre está en la sombra.
Disponía de suficientes vestidos y también de suficiente petróleo para la lámpara, así como de alcohol para el pequeño infiernillo. Había un paquete de velas y dos linternas con pilas de repuesto. La farmacia doméstica estaba bien surtida y, aparte de los vendajes y los analgésicos, aún se conserva todo intacto. Hugo había puesto verdadero entusiasmo en este botiquín, pero creo que con el paso del tiempo la mayoría de los medicamentos ha caducado.
Un gran saco de patatas y cierta cantidad de cerillas y munición resultaron de vital importancia. Así como también las diversas herramientas, la escopeta de dos cañones, el Mannlicher, los prismáticos, la guadaña, el rastrillo y el horcón, que servían para cortar la hierba del prado con la que se alimentaba a los animales del bosque en invierno, y un saco de judías. Sin todos estos tesoros que debo a los temores de Hugo y al azar, ya no estaría viva.
Constaté que había consumido ya demasiados víveres. Sobre todo era un lujo alimentar con ellos también a Lince. No era lo adecuado para él, necesitaba urgentemente carne fresca. Tenía harina para al menos tres meses, ahorrando mucho, no podía confiar en que para entonces me hubieran rescatado. En realidad, no podía confiar en que me encontraran jamás.
Mi mayor tesoro para el futuro lo constituían las patatas y las judías. Había que encontrar como fuera un terreno para plantarlas. También tenía que decidirme a salir en busca de carne fresca. Yo sabía manejar las escopetas, ya que había practicado con éxito el tiro al plato, pero nunca había disparado sobre animales vivos.
Más adelante encontré, en el cobertizo donde se echaba de comer a los corzos en invierno, seis piedras de sal rojas. Desde hace ya mucho tiempo no dispongo más que de esta sal en bruto. En verano tenía la intención de pescar truchas con el aparejo de Luise. No lo había hecho nunca, pero no sería demasiado difícil. La perspectiva de matar tanto no me gustaba nada, pero no me quedaba otra solución si quería mantenernos vivos a Lince y a mí.
A mediodía, hice arroz con leche, prescindiendo del azúcar. Al cabo de ocho semanas ya no tenía ni un trozo de azúcar, a pesar de mis economías, y de ahí en adelante hube de renunciar al dulce.
Me propuse dar cuerda a los relojes a diario y tachar una fecha en el calendario. En aquel tiempo me parecía importante hacerlo. Me agarraba desesperadamente a los escasos restos de orden humano que aún me quedaban. Que conste que sigo sin abandonar ciertas costumbres. Me lavo todos los días, me limpio los dientes, hago la colada y mantengo ordenada la casa.
No sé por qué lo hago, es como un imperativo interior que me empuja a ello. A lo mejor temo que si actúo de otra manera dejaré de ser poco a poco una persona y acabaré arrastrándome por ahí sucia y maloliente, articulando sonidos incomprensibles. No es que me asuste convertirme en un animal, eso no sería grave, pero el ser humano nunca será un animal, y se despeñará al abismo si lo intenta. Yo no quiero que eso me suceda. En el último tiempo esa posibilidad me aterra y ese terror me induce a escribir este relato. Cuando lo termine lo esconderé bien y lo olvidaré. No me gustaría que el ser extraño en el que puedo convertirme lo encuentre un día. Haré todo lo posible para evitar esa transformación, pero no soy tan pretenciosa como para creer que no puede ocurrirme lo que les ha ocurrido a tantos seres humanos anteriores a mí.
En el fondo, ya no soy en este momento la persona que fui una vez. ¿Cómo voy a saber en qué dirección evolucionaré? Quizá ya me haya alejado tanto de mí misma que ni siquiera lo noto.
Cuando ahora pienso en la mujer que era antes de que el muro interviniera en mi vida, no me reconozco en ella. También la mujer que escribió en el calendario «10 de mayo: inventario» me es extraña. Fue prudente por su parte dejar notas para que yo la pueda resucitar a nueva vida en mi memoria. Me doy cuenta de que no he escrito mi nombre en ningún lugar del relato. Lo he olvidado casi, y me parece bien que así sea. Nadie me llama por él, por lo tanto no existe. Tampoco quiero que un día aparezca en las revistas de los vencedores. Es inimaginable que todavía existan revistas en el mundo, aunque ¿por qué no? Si la catástrofe hubiera tenido lugar en Beluchistán, leeríamos las noticias en los periódicos sentados impertérritos en el café. Hoy somos nosotros Beluchistán, un país muy remoto y desconocido del que apenas se sabe dónde está y en el que habitan hombres que probablemente no son hombres, subdesarrollados e insensibles al dolor: números y siglas en periódicos extranjeros. Ningún motivo para perder la calma. Recuerdo bien qué poca imaginación tenía la mayoría de las personas. Sin duda era una bendición para ellas. La imaginación hipersensibiliza al hombre, le hace vulnerable e indefenso. Yo nunca he reprochado a los faltos de imaginación su defecto, a veces hasta los he envidiado. Su vida era más ligera y agradable que la de los demás.
Estas reflexiones no tienen nada que ver con mi relato. Pero no puedo evitar recapacitar sobre cosas que carecen de toda importancia para mí. Estoy tan sola que no siempre escapo a las cavilaciones infructuosas. Desde que Lince ha muerto, sucumbo a menudo a ellas.
Intentaré no apartarme demasiado de mis notas del calendario.
El 16 de mayo di por fin con el lugar adecuado para un campo de patatas. Durante días lo había estado buscando con Lince. No debía estar muy lejos del chalet, tampoco a la sombra, y sobre todo tenía que ser de buena tierra. Este requisito era casi imposible de cumplir. En esta región el humus cubre la piedra calcárea en una capa muy delgada. Estaba a punto de perder la esperanza de encontrar un buen terreno cuando di con el lugar idóneo en un pequeño claro hacia mediodía. El suelo era casi llano, seco y protegido por todas partes por el bosque, y allí había verdadera tierra. Una tierra curiosamente leve, negra y cuajada de trocitos de carbón. Seguramente hubo aquí hace mucho tiempo una carbonera, porque desde que yo recordara no había carboneros en el bosque.
No sabía si las patatas prosperan en tierra mezclada con carbón, pero me decidí a plantarlas en este suelo porque no hallaría otro terreno más profundo.
Saqué la pala y el garfio de la cabaña y me dispuse a preparar la tierra. No era fácil, pues en ella crecían arbustos y unos hierbajos de largas raíces increíblemente correosos. El trabajo me llevó cuatro jornadas y acabé agotada. Cuando terminé descansé un día e inmediatamente empecé a plantar las patatas. Recordaba vagamente que había que partirlas en trozos y tener en cuenta que cada parte tuviera al menos un ojo. Luego las cubrí de tierra y me fui a casa. No podía hacer otra cosa más que esperar.
Traté mis manos cortadas con grasa de ciervo que había encontrado en un gran pedazo en la cabaña del cazador. Cuando me recuperé un poco, preparé el terreno junto al establo para sembrar allí mis judías. Sólo había sitio para un huerto pequeño y yo no sabía si las judías saldrían. Podían estar añejas o preparadas químicamente. En cualquier caso, había que intentarlo.
Entretanto, el tiempo había mejorado y el sol alternaba con chubascos. Una vez tuvimos incluso una ligera tormenta y el bosque se transformó en una olla verde llena de vapores. Tras esta tormenta el tiempo se volvió casi veraniego, cosa que consideré digna de anotar, y la hierba del prado creció opulenta. Era una hierba sorprendentemente dura, casi punzante, muy larga, y supongo que no valía gran cosa como alimento para el ganado. Bella, sin embargo, parecía satisfecha. Pasaba todo el día en el prado y engordaba a ojos vistas. Para mayor seguridad, transporté la última hierba seca que quedaba en el pajar a la cabaña con la idea de estar bien pertrechada en el caso de un cambio repentino del tiempo. Cada dos días cortaba ramas secas para el lecho de Bella. Deseaba que mi vaca prosperara en la limpieza y el orden. El cuidado de Bella me daba mucho trabajo. Ahora tenía leche en cantidad para mí y para Lince, pero aunque Bella no hubiera dado leche, no habría sido capaz de tratarla menos bien. Pronto fue para mí mucho más que una pieza de ganado que mantenía para provecho propio. Probablemente mi actitud no era sensata, pero ni podía ni quería cambiarla. Los animales eran mis únicos compañeros y yo me sentía como cabeza de nuestra insólita familia.
Al día siguiente de la tormenta, el 30 de mayo, llovió durante todo el día, una lluvia cálida y fértil que me obligó a permanecer en casa si no quería mojarme hasta los huesos en pocos minutos. Al anochecer refrescó notablemente y encendí la estufa. Después de las tareas del establo y de haberme lavado, me puse la bata para leer todavía un rato a la luz de la lámpara. Había encontrado un almanaque campesino que me parecía interesante. Contenía mucha información sobre horticultura y cuidado del ganado, y yo necesitaba urgentemente saber más de estos temas. Lince dormía enroscado en su hueco de la estufa y suspiraba feliz en el calor. Yo bebía té sin azúcar y escuchaba el rumor regular de la lluvia. De pronto creí oír el llanto de un niño. Pensé que era una ilusión y volví a la lectura del almanaque, pero entonces Lince alzó la cabeza y agudizó el oído: ahí estaba otra vez, un quejido débil y lastimero.
Esa noche llegó la gata a casa, un montoncito de piel gris mojada, acurrucado delante de la puerta y maullando.
Ya dentro de la cocina clavó aterrada sus uñas en mi bata y bufó furiosa a Lince, que le ladraba.
Reñí enérgicamente al perro, que se retiró a su rincón ofendido y a regañadientes. Luego puse sobre la mesa a la gata, que seguía bufando a Lince. Era un gato de campo delgado y a rayas grises y negras, estaba hambriento y empapado de lluvia, pero dispuesto no obstante a defenderse con uñas y dientes. No se tranquilizó hasta que ordené a Lince que se metiera en el dormitorio.
Le di leche y un poco de carne, y la gata, mirando preocupada a su alrededor, engullía precipitadamente todo lo que yo le iba dando. Por fin se dejó acariciar, saltó de la mesa, dio una vuelta a la habitación y subió a mi cama. Allí se echó y empezó a limpiarse. Cuando se secó vi que era un bello animal no demasiado grande, de dibujo original. Lo más bonito eran sus enormes ojos redondos y de color ámbar. A lo mejor había pertenecido al viejo de la fuente y se había chocado con el muro al regresar al atardecer de su expedición de caza. Durante cuatro semanas había estado vagando, quizá me observaba desde hacía tiempo sin atreverse a acercarse al chalet. El calor y la luz, también el olor de la leche le habían atraído y vencido su desconfianza.
Lince protestaba en su encierro y fui a sacarle por el collar. Le mostré la gata, acariciándole primero a él y luego a ella, y se la presenté como nueva compañera. Lince reaccionó con sensatez y comprensión. La gata en cambio mantuvo durante días su actitud hostil y desconfiada hacia él. Es posible que hubiera hecho malas experiencias y bufaba furiosa cada vez que el perro se acercaba curioso a ella.
Por la noche la gata dormía sobre mi cama, apretada contra mis piernas. No era muy cómodo, pero con el tiempo me acostumbré. Por la mañana la gata se marchaba y no volvía hasta caída la tarde para comer, beber y dormir en mi cama. Siguió este régimen durante cinco o seis días y a partir de ahí se quedó conmigo, comportándose como un verdadero gato casero.
Lince insistía en acercarse a la gata, era un perro muy curioso, y por fin ella le aceptó, dejó de bufarle y hasta le permitió que la olisqueara aunque con poco entusiasmo. Era una criatura muy nerviosa y desconfiada, se estremecía al menor ruido y constantemente estaba tensa y dispuesta a la huida.
Pasaron semanas hasta que se sosegó y dejó de temer que yo la echara a patadas. Es curioso que desconfiaba menos de Lince que de mí. Sin duda no esperaba sorpresas desagradables de él y le trataba como una mujer caprichosa trata a un marido algo torpe. Unas veces le bufaba y le daba zarpazos, otras, cuando Lince se había retirado a su rincón, se acercaba a él y hasta dormía a su lado.
Sus experiencias con los seres humanos debían de haber sido malas y, sabiendo cómo se trata a menudo a los gatos en el campo, no me extrañó. Yo procuraba ser siempre cariñosa con ella, me acercaba despacio y sin dejar de hablarle. Cuando a finales de junio se levantó de su sitio y vino por primera vez hacia mí, cruzando la mesa, para frotar su cabecita contra mi frente lo consideré un gran éxito. A partir de ese momento no es que me colmara de favores, pero estaba dispuesta a olvidar lo malo que le había sucedido con los humanos.
Aún hoy puede suceder que retroceda asustada ante mí o que huya hacia la puerta cuando me muevo inesperadamente. Me duele, pero quién sabe, quizá la gata me conoce mejor que yo misma e intuye de lo que sería capaz. Mientras escribo estas frases está echada en la mesa, frente a mí y mira con sus grandes ojos amarillos por encima de mi hombro una mancha en la pared. Ya me he vuelto tres veces hacia esa «mancha» y no he visto nada más que la vieja madera oscura. A veces la gata me mira fija e interminablemente, pero no con tanta intensidad como mira la pared; al rato aparta la cabeza o cierra los párpados como turbada.
También Lince apartaba los ojos cuando le miraba mucho tiempo. No creo que los ojos humanos tengan un efecto hipnótico, pero me imagino que son demasiados grandes y brillantes para resultar agradables a un animal más pequeño. A mí tampoco me gustaría que me miraran fijamente con ojos de plato.
Desde que Lince ha muerto la gata está más unida a mí. Es posible que comprenda que dependemos la una de la otra, seguramente estaba celosa del perro y no sabía exteriorizarlo. En realidad dependo yo más de ella que ella de mí. Hablo con ella, la acaricio y siento su calor pasar a través de mis manos a mi cuerpo y eso me da consuelo. No creo que la gata me necesite tanto como yo a ella.
Lince se fue encariñando con ella con el tiempo. Para él era un miembro más de la familia o de la manada y se hubiera echado sobre cualquier agresor para protegerla.
Éramos ya cuatro: la vaca, la gata, Lince y yo. Lince era el que me quedaba más cerca, era más un amigo que un perro. Mi único amigo en un mundo de fatigas y soledad. Comprendía todo lo que le decía, sabía cuándo yo estaba triste o alegre y, a su manera sencilla, intentaba reconfortarme.
La gata era muy diferente, un animal valiente y endurecido que yo respetaba y admiraba, y que siempre defendía su libertad. No estaba en absoluto sometida a mí. Claro que Lince no podía escoger, él necesitaba un amo. Un perro sin amo es el ser más triste del mundo, y hasta el peor de los hombres puede alegrar la vida de su perro.
La gata empezó pronto a plantear sus exigencias. Quería entrar y salir a su gusto, también de noche. Yo lo comprendí y, como tenía que mantener cerrada la ventana cuando hacía mal tiempo, le abrí un pequeño agujero en la pared, detrás del armario. Fue un trabajo difícil pero mereció la pena, ya que el gato me dejaba así en paz de noche. El armario impedía que en invierno entrara la corriente fría de aire. En verano yo dormía, naturalmente, con la ventana abierta; sin embargo, el gato siguió utilizando su propia pequeña salida. Llevaba una vida muy ordenada, dormía durante el día, se marchaba hacia la noche y regresaba de madrugada para calentarse en mi cama.
Veo mi cara, pequeña y deformada, en el espejo de sus ojos grandes. Ha cogido la costumbre de contestarme cuando le hablo. No te vayas esta noche, le digo, en el bosque acechan el búho y el zorro, conmigo estarás segura y calentita. Grrau, miau, miau, responde ella, lo que más o menos significa, ya veremos, querida ama, aún no quiero comprometerme. Pero pronto llega el momento en que arquea el lomo, se estira dos veces, salta de la mesa, se escabulle hacia el fondo y desaparece sin hacer ruido en la penumbra. Y un poco más tarde yo dormiré mi sueño ligero en el que murmuran los abetos y chapotea la fuente.
De madrugada, cuando el pequeño y familiar cuerpo se apriete contra mis piernas me dejaré caer en el sueño, pero nunca hasta el fondo, pues debo estar alerta.
Alguien podría acercarse a la ventana, alguien con el aspecto de un hombre que escondiera una azada.
Mi escopeta cuelga cargada junto a la cama. Escucho por si se aproximan pasos a la casa o al establo. En el último tiempo pienso a menudo en vaciar el dormitorio e instalar en él el establo de Bella. El plan tiene muchos inconvenientes, pero me tranquilizaría tanto oírla a través de la puerta y saberla cerca y segura. Tendría que abrir una puerta al exterior desde la habitación y romper el suelo para hacer un desagüe. Podría conducirlo hasta el pozo negro situado detrás de la casa, debajo de la cabaña. Lo único que me preocupa es la puerta. Con gran esfuerzo conseguiría hacer el hueco y luego tendría que encajar atinadamente la vieja puerta del establo, y creo que no seré capaz de hacerlo. Todas las noches en la cama pienso en esa puerta y me dan ganas de llorar de lo torpe e inútil que me siento. Y sin embargo cuando le haya dado las vueltas necesarias al problema lo atacaré. En invierno Bella estará caliente y contenta junto a la cocina y oirá mi voz. Mientras haga frío y la nieve se amontone no puedo hacer nada más que pensar en ello.
En aquel mes de junio el establo de Bella me planteó otros problemas. El suelo de madera empapado de sus orines empezó a pudrirse y a oler mal. No podíamos continuar así. Arranqué dos tablones del suelo y cavé un desagüe por el que los excrementos salieran al exterior. La cabaña estaba un poco inclinada en el sentido de la ladera que descendía hacia el arroyo. Probablemente el suelo se había vencido con los años, lo que era positivo para mi trabajo. El terreno calcáreo y permeable lo absorbería todo.
En verano olía un poco detrás del establo, pero yo no solía ir por allí. El establo mismo estaba limpio y seco. La ladera de detrás de la cabaña siempre había sido una zona antipática, casi siniestra, constantemente en la sombra del espeso bosque de abetos y húmeda. Allí crecían hongos pálidos y olía a podrido. No me preocupaba que los excrementos contaminaran el arroyo. La fuente estaba más arriba del chalet y su agua clara y muy fría era la mejor que nunca había bebido.
Me doy cuenta de que nunca he anotado en mi calendario cuándo cazaba un corzo. Ahora recuerdo que me disgustaba anotarlo, bastante era tener que hacerlo. Tampoco quisiera explayarme ahora sobre este tema, baste decir que tras algunos fracasos logré aprovisionarnos bastante bien de carne sin malgastar munición. He nacido en la ciudad, pero mi madre era del campo, precisamente de esta región en la que ahora vivo. Ella y la madre de Luise eran hermanas y siempre pasábamos las vacaciones de verano en el campo. Por aquel entonces aún no estaba de moda ir de vacaciones a la Costa Azul. Aunque esos veranos al aire libre se pasaban como jugando, algunas cosas de las que oí entonces se me quedaron grabadas y me aligeran hoy la vida. Al menos no soy una ignorante total. Ya entonces, siendo niña, practicaba el tiro al plato con Luise. Era incluso mejor que ella, aunque ella se convirtió en una cazadora apasionada. En el primer verano que pasé aquí en el bosque pesqué a menudo truchas. No me importaba demasiado matarlas. Sin embargo, matar corzos me sigue pareciendo, no sé por qué, especialmente reprobable, como si fuera una traición. Nunca me acostumbraré a ello.
Mis provisiones disminuían a toda prisa y tuve que economizar. Echaba de menos sobre todo la fruta, la verdura, el azúcar y el pan. Me las arreglaba como podía con ortigas, lechuga silvestre y puntas tiernas de abeto. Más adelante, cuando ya esperaba ansiosa la cosecha de patatas hubo un tiempo en que los antojos me asaltaban como a una mujer embarazada. Las imágenes de comida selecta y abundante me perseguían hasta en el sueño. Afortunadamente este estado psicológico no duró mucho. Lo conocía de los tiempos de guerra, pero había olvidado lo terrible que es depender de un cuerpo insatisfecho. Cuando llegaron las primeras patatas mis deseos incontrolados desaparecieron y empecé a olvidar el sabor de la fruta fresca, del chocolate y del café granizado. Ya no pensaba siquiera en el olor del pan recién hecho. Claro que nunca olvidé por completo el pan. Aún hoy me atenaza el deseo de comerlo. El pan negro se ha convertido para mí en un manjar delicioso.
Cuando recuerdo aquel primer verano en el bosque se me presenta rebosante de actividad y dificultades. Apenas si era capaz de abarcar todas las tareas que se imponían. Como no estaba acostumbrada al trabajo duro estaba constantemente agotada. La distribución del trabajo tampoco era la adecuada. Trabajaba demasiado deprisa o demasiado despacio y tenía que aprender a dominar cada cosa a través de muchos fracasos. Perdí peso y fuerzas, hasta las labores del establo me fatigaban excesivamente. No sé cómo logré sobrevivir estos meses. De verdad que no lo sé. Probablemente lo conseguí únicamente porque me lo había metido en la cabeza y porque tenía que atender a tres animales. Debido al permanente esfuerzo me sucedió pronto lo que a Hugo: me dormía en cuanto me sentaba en el banco. A esto se venía a añadir que aunque soñara día y noche con comida no podía tragar ni un bocado en cuanto me ponía a comer. Sobreviví gracias a la leche de Bella. Era lo único que no me daba asco. Estaba demasiado inmersa en estas penalidades como para enjuiciar con claridad mi situación. Había decidido resistir y resistía, pero había olvidado por qué era importante resistir y así vivía al día. No recuerdo si en aquel tiempo iba a menudo al desfiladero, probablemente no. Una vez, a finales de junio, bajé al prado del arroyo para inspeccionar la hierba y eché una mirada a través del muro. El hombre de la fuente se había caído y estaba boca arriba con las rodillas ligeramente encogidas y la mano ahuecada dirigida hacia el rostro. Quizá le había derribado el viento. No parecía un cadáver, más bien recordaba a esos fósiles de Pompeya. Mientras contemplaba aquella monstruosidad petrificada descubrí debajo de unos arbustos, al otro lado del muro, dos pájaros tirados entre la hierba alta. Eran bonitos como juguetes policromados. Sus ojos relucían como piedras talladas y los colores de su plumaje no habían empalidecido. No tenían el aspecto de estar muertos, sino de objetos que nunca habían estado vivos, inorgánicos por completo. Y, sin embargo, sí habían vivido una vez y su aliento cálido había hecho cantar sus pequeñas gargantas. Lince, que como siempre me acompañaba, se apartó y me empujó con el morro. Quería que siguiéramos nuestro camino. Él era más razonable que yo, así que me dejé llevar por él lejos de aquellos objetos de piedra.
Más adelante evitaba casi siempre mirar a través del muro cuando bajaba al prado. En el primer verano se cubrió por completo de verde. Algunas de mis ramas de avellano habían echado raíces como por milagro y un seto verde surgió a lo largo del muro. En la pradera del arroyo crecían las clavellinas, aguileñas y una planta alta y amarilla. En contraste con el desfiladero el prado tenía un aspecto alegre y amable, pero como lindaba con el muro no lograba sentirme a gusto allí.
Bella me ataba al chalet, a pesar de ello decidí investigar un poco los parajes circundantes. Recordaba un sendero que conducía a otra cabaña de caza situada a mayor altura, y desde allí descendía al valle. Me propuse ir. Como no podía dejar mucho tiempo sola a la vaca, partí aún de noche. Había luna llena y el tiempo era claro y cálido. Ordeñé a Bella al anochecer, le puse hierba y agua en el establo y dejé leche para la gata delante del fogón. Hacia las once, con la primera luz de la luna, me puse en marcha con Lince. Llevaba algo de comer, la escopeta y los prismáticos. Tantas cosas pesaban, pero no me atrevía a ir desarmada. Lince estaba excitado y feliz de salir de expedición tan tarde. Primero ascendí hasta la cabaña de caza, que se hallaba todavía en el terreno de Hugo. El sendero estaba bien conservado y la luna daba suficiente luz. De noche nunca he sentido miedo en el bosque, en cambio en la ciudad siempre temía algo. Por qué, no puedo decirlo, probablemente porque nunca pensé que en el bosque también podía encontrarme con un ser humano. El ascenso duró casi tres horas. Emergí de la sombra del bosque a un pequeño claro en cuyo centro la cabaña dormitaba en la luz blanca. Tenía la intención de registrarla a la vuelta y me senté en el banco de la puerta para descansar un poco y beber un trago del termo. El aire era aquí mucho más fresco que en el valle, pero quizá era una impresión que se debía sobre todo a la luz fría y blanca.
La opresión asfixiante del último tiempo me abandonó y me dejó ligera y libre. Si alguna vez he sentido la paz, fue en esa noche de junio en aquel claro bañado en luz de luna. Lince estaba sentado junto a mí, mirando tranquilo y atento hacia el bosque negro. Me costó ponerme en pie y continuar la marcha. Atravesé el prado empapado de rocío y volví a hundirme en la penumbra del bosque. A veces se oían ruidos secos en la oscuridad, seguramente de los animales pequeños que iban y venían. Lince se mantenía en absoluto silencio a mi lado, convencido de que íbamos de caza. Durante media hora el camino conducía por el bosque y había que andar despacio porque la luz de la luna era débil. Un mochuelo gritó y su llamada no me pareció más ominosa que la de cualquier otro animal. Me sorprendí pisando con especial cautela y sigilo. No podía evitarlo, algo me impelía a ello. Al salir por fin del bosque ya clareaba el día. Su luz turbia se mezclaba con la luz de la luna que se ponía. El sendero conducía entre pinos carrascos y rosas de los Alpes, que en la luz incierta parecían pequeños y grandes bultos. De vez en cuando una piedra rodaba bajo mis pies y caía por la pendiente al valle. Llegué al punto más alto y me senté en una pequeña roca a esperar. Hacia las cuatro y media salió el sol. Se alzó un viento fresco que me revolvió el pelo. El cielo gris y rosa se tiñó de naranja y rojo fuego. Era la primera salida del sol que yo vivía en la montaña. Sólo Lince me acompañaba, sentado a mi lado y mirando hacia la luz como yo. Le costaba un verdadero esfuerzo no ladrar de alegría, como lo demostraban sus orejas inquietas y los temblores que recorrían su lomo como oleadas. De pronto era de día. Me puse en pie e inicié el descenso al valle. Era un valle alargado y cubierto de bosque. Una cresta que se alzaba en el lado opuesto me cerraba la vista. Con los prismáticos no vi más que bosque. Me sentí frustrada ya que esperaba divisar desde aquí algún pueblo. Tenía que continuar ascendiendo entre los pinos hasta encontrar una vista abierta. A lo lejos había una cabaña de pastores desde la que sin duda se dominaría una amplia panorámica. Como no podía ir al mismo tiempo a la cabaña y al valle, me decidí por el valle. Me pareció más prometedor. Quizá albergaba la estúpida esperanza de no encontrar allí el muro. Me temo que así fue; podía haberme ahorrado el camino. Me encontraba ahora en el cazadero vecino, que, según creía recordar, estaba alquilado a un extranjero rico que aparecía por aquí una vez al año durante la época de la brama. Es posible que se debiera a esto el mal estado de la carretera, en la que eran visibles por todas partes las huellas de los torrentes primaverales. En el terreno de Hugo los desperfectos se habían reparado inmediatamente. Por determinados sitios la carretera se asemejaba más bien al lecho de un río. Aquí no existía un desfiladero. Las laderas cubiertas de bosque ascendían a ambos lados del arroyo. En total este valle era más amable que el mío. Escribo «mío». El propietario nuevo, si es que existe, aún no se ha presentado a mí. Si la carretera no hubiera estado tan erosionada la excursión me hubiera parecido un paseo. A medida que me acercaba al fondo del valle iba con más cautela. Adelantaba el bastón y cuidaba de que Lince fuera a mi lado. Él, sin embargo, no parecía agobiado por premoniciones y recuerdos opresivos y trotaba animado junto a mí. Aún me hallaba en el bosque cuando di con el bastón contra el muro. Me llevé un gran chasco. El bosque y un trecho de carretera era todo lo que se ofrecía a mi vista. El muro quedaba más lejos de las casas que en mi zona. Tampoco pude ver el gran chalet de caza, construido hacía sólo dos años, y que, según decían, estaba equipado con todos los lujos imaginables.
De repente me sentí muy cansada, casi agotada. Me abrumaba pensar en la larga caminata de regreso. Volví lentamente sobre mis pasos hasta una cabaña de leñadores que me había pasado desapercibida. Se hallaba en una pequeña hondonada, pegada a la montaña, y su entrada estaba cubierta por completo por las ortigas. No encontré nada en su interior excepto una palangana de metal y un trozo de tocino enmohecido y mordisqueado por los ratones. Me senté a la rústica mesa y desempaqueté mis provisiones. Lince había bajado al arroyo para beber. Le veía por la puerta abierta y eso me tranquilizaba un poco. Bebí té del termo, comí una especie de pastel de arroz, del que también di a Lince. El silencio y el sol que calentaba el tejado invitaban a dormir. Pero me temí que los camastros rellenos de paja estuvieran infestados de pulgas; además una breve siesta me hubiera cansado más. Era mejor no ceder a la tentación. Recogí las cosas en la mochila y abandoné la cabaña.
La euforia que había sentido durante la noche y la mañana se había esfumado y los pies me dolían en los pesados zapatos. El sol me quemaba la cabeza y hasta Lince caminaba cansado y no intentaba animarme. El ascenso no era pronunciado, aunque prolongado y monótono. Quizá me lo pareció en mi desaliento. Iba dando traspiés, sin mirar a mi alrededor, sumida en negros pensamientos.
Bueno, ya había inspeccionado los valles que se hallaban a mi alcance sin necesidad de alejarme del chalet por varios días. Podía ahora subir a los prados altos y desde allí otear el paisaje, pero la extensa sierra me estaba vedada. Si no había muro por aquel lado me encontrarían algún día; en el fondo me debían haber rescatado ya hacía tiempo. No me quedaba otra solución que esperar pacientemente en casa. Pero algo me impulsaba a actuar en contra de la incertidumbre. Verme obligada a esperar y a no hacer nada era una situación que siempre odié. Había esperado demasiado tiempo a personas y a acontecimientos que nunca se presentaron o que lo hicieron tan tarde que ya no significaban nada.
Durante el largo camino de vuelta pensé en mi vida pasada y la encontré insatisfactoria en todos los sentidos. Había conseguido poco de lo que había deseado y cuando lo logré había dejado de desearlo. Probablemente les había sucedido lo mismo a mis congéneres. Pero nunca habíamos hablado de esto cuando podíamos aún hablar. No creo que vuelva a tener ocasión de conversar sobre este tema con otros seres humanos. Me veo pues abocada a conjeturas. Aquel día, durante mi camino de vuelta al valle, aún no había comprendido que mi vida pasada había llegado a un fin abrupto, es decir, lo sabía, pero únicamente con la cabeza, por lo tanto no creía en ello. Sólo sabemos de verdad una cosa cuando el conocimiento de ella se extiende lentamente por todo el cuerpo. Sé, por ejemplo, como lo sabe cualquier criatura, que un día moriré, pero mis manos, mis pies y mis tripas aún no lo saben y por eso la muerte me parece tan irreal. Desde aquel día de junio ha pasado el tiempo y paulatinamente comprendo que nunca volveré atrás.
Hacia la una de la tarde llegué al sendero que conducía entre los pinos carrascos y me senté a descansar en una piedra. El bosque dormitaba al sol de mediodía y el perfume cálido de los pinos subía en nubes hasta mí. Ahora vi que las rosas de los Alpes florecían. Cubrían las laderas como una banda roja. El silencio era más profundo que en la noche de luna, como si el bosque reposara paralizado por el sueño al sol amarillo. Un ave de rapiña describía círculos en el cielo azul, Lince dormía con oreja alerta. Deseé poder estar siempre aquí, al calor y en la luz, con el perro a mis pies y el pájaro sobrevolando mi cabeza. Hacía un rato que no pensaba, como si mis preocupaciones y mis recuerdos no tuvieran nada que ver conmigo. Sentí profundamente tener que reanudar mi camino, y andando me fui transformando otra vez en esa única criatura que no pertenecía al mundo del bosque, es decir, en un ser humano que pensaba cosas confusas, tronchaba las ramas con sus pesados zapatos y se dedicaba a la sangrienta actividad de la caza.
Más tarde, cuando alcancé la cabaña de arriba, ya era otra vez yo misma, ansiosa de encontrar algo utilizable en el interior de la cabaña. Pero una leve tristeza me embargó aún durante horas.
Me acuerdo perfectamente de aquella excursión, quizá porque fue la primera y se alzó como un hito en la monotonía de mis trabajos cotidianos de los últimos meses. No he vuelto a hacer ese camino desde entonces. Siempre he querido volver, pero no hubo ocasión y ahora sin Lince no me atrevo a grandes expediciones. Nunca más me sentaré entre las rosas de los Alpes al sol de mediodía y escucharé el gran silencio.
La llave de la cabaña colgaba bajo una tablilla suelta y no tardé en descubrirla. Registré el interior inmediatamente. La cabaña era más pequeña que el chalet y constaba de una cocina y un cuartito para dormir. Encontré unas mantas, una lona y dos cojines duros como la piedra. No necesitaba ni las mantas ni los cojines, la lona era impermeable y me la llevé. No hallé prendas de vestir. En la cocina había en un armarito sobre el fogón harina, manteca, galletas, té, sal, huevos en polvo y un saquito de ciruelas pasas, que el cazador utilizaba como remedio para todo; recuerdo que siempre estaba masticándolas. También encontré en el cajón de la mesa un paquete de cartas de tarot. Conozco el juego sólo de mirar, pero me gustaron las cartas y me las llevé. Más tarde inventé con ellas un juego, un juego para una mujer sola. He pasado muchas tardes colocando las viejas cartas de tarot. Sus figuras me son tan familiares como si las hubiera conocido toda la vida. Les di nombres y tenía más cariño a unas que a otras. Mis relaciones con ellas se volvieron tan personales como con las figuras de una novela de Dickens que hemos leído veinte veces. Hoy ya no juego ese juego. Una carta se la comió Tigre, el hijo de la gata, y la otra la empujó Lince con las orejas a un cubo de agua. No quiero acordarme todo el tiempo de Lince y Tigre. Pero ¿acaso hay algo en el chalet que no les traiga a mi memoria?
En la cabaña encontré también un viejo despertador que me sería muy útil. Poseía un pequeño despertador de viaje y un reloj de pulsera, pero el despertador de viaje se me cayó un buen día de la mano y el reloj de pulsera nunca indicaba la hora con precisión. Hoy sólo tengo el viejo despertador de la cabaña de caza, aunque también hace tiempo que se paró. Me oriento por el sol y, si no luce, por la llegada y la marcha de las cornejas o por otras señales parecidas. Me gustaría saber qué ha sido de la hora exacta ahora que no hay seres humanos. A veces me acuerdo de lo importante que era no retrasarse ni cinco minutos. Muchos conocidos míos consideraban su reloj como un diosecillo y yo lo encontraba muy razonable. Ya que se vive en esclavitud, conviene someterse a sus reglas y no irritar al amo. Yo nunca serví gustosa al tiempo, al tiempo humano compartimentado por el tictac de los relojes, y eso me creó a menudo problemas. Nunca me gustaron los relojes y cada uno de mis relojes se rompía o desaparecía misteriosamente al cabo de un tiempo. Yo me ocultaba a mí misma esa destrucción sistemática de los relojes, pero hoy sé cómo funcionaba. Dispongo de tanto tiempo para reflexionar que acabaré conociéndome en todos los pliegues.
Me lo puedo permitir, ya que no tiene ninguna consecuencia para mí. Tampoco importaría lo más mínimo que mi mente hiciera descubrimientos espectaculares. En cualquier caso tendría que limpiar el establo de la vaca dos veces al día y traer la paja del desfiladero. Mi cabeza es libre y puede hacer lo que le plazca, siempre que conserve la razón, necesaria para mantenernos vivos yo y los animales.
En la cabaña de arriba había sobre la mesa de la cocina dos periódicos del 11 de abril, una quiniela rellenada, medio paquete de cigarrillos baratos, un mechero, un carrete de hilo, seis botones de pantalón y dos agujas de coser. Eran las últimas huellas que el cazador había dejado en el bosque. En el fondo debí quemar sus pertenencias en una gran hoguera. El cazador era un buen hombre y hasta el fin de los tiempos no habrá otro como él. Era de mediana edad, con aspecto amargado, sin barba, delgado y, para ser cazador, extraordinariamente blanco de piel. Lo más llamativo eran sus ojos claros, verdiazules, que eran particularmente penetrantes y de los que este hombre modesto estaba exageradamente orgulloso. Utilizaba siempre los prismáticos con sonrisa despectiva. Y esto es todo lo que sé del cazador, además de que era cumplidor, solía mascar ciruelas secas y tenía buena mano para los perros. Hugo le podía haber traído con nosotros el día de la llegada. Seguramente todo hubiera sido más fácil para mí en estos últimos años. Aunque ya no estoy tan segura de ello. Quién sabe lo que el cautiverio hubiera hecho de este hombre tan reservado. Físicamente era más fuerte que yo y yo hubiera dependido de él. Quizá hoy se dedicara a holgazanear en el chalet y me obligara a mí a trabajar. Debe de ser una gran tentación para todo hombre quitarse de encima el trabajo. Además, un hombre que no espera crítica alguna ¿para qué va a trabajar? No; es mejor estar sola. Tampoco hubiera sido bueno para mí vivir con un compañero más débil que yo, porque le hubiera convertido en una sombra y mimado hasta asfixiarle. Yo soy así y el bosque no me ha cambiado. Es posible que sólo me aguanten los animales. Si Hugo y Luise se hubieran quedado en el bosque, sin duda se habrían producido interminables rencillas con el tiempo. No veo nada que hubiera contribuido a una convivencia feliz.
No tiene sentido darle vueltas. Luise, Hugo y el cazador ya no existen y, en el fondo, no deseo que vuelvan. Ya no soy la misma de hace dos años. Si deseara hoy tener cerca a un ser humano me gustaría que fuera una mujer vieja, sabia y con humor con la que reír de vez en cuando. Porque sigo echando mucho de menos la risa. Claro que esta compañera moriría antes que yo y volvería a estar sola. Sería peor que no haberla conocido nunca. Un precio excesivo para unos momentos de risas. Encima la recordaría y sería horrible. Así como estoy ahora no soy más que una piel fina sobre una montaña de recuerdos. No quiero más recuerdos. ¿Qué será de mí cuando esta piel se rompa?
Nunca terminaré este relato si me dejo arrastrar por cualquier pensamiento que me pasa por la cabeza. Ya no tengo ganas de seguir describiendo aquella excursión. Tampoco recuerdo cómo fue el descenso hasta el chalet. En cualquier caso regresé a casa con la mochila llena, arreglé a Bella y me metí en la cama enseguida.
Al día siguiente comenzó según está apuntado en mi calendario el dolor de muelas. Era tan fuerte que no me extraña que lo anotara. Nunca antes y nunca después me ha dolido tanto un diente. Nunca había pensado en esa muela, probablemente porque sabía que no estaba bien. Me la había abierto el dentista y llevaba un empaste provisional. Tenía cita a los tres días y los tres días se habían convertido en tres meses. Consumí en cantidades ingentes las pastillas de Hugo contra el dolor y al tercer día estaba tan atontada que me costaba un enorme esfuerzo realizar los trabajos necesarios. A ratos pensaba que me iba a volver loca; era como si la muela hubiera echado raíces finas y largas que penetraban en mi cerebro. Al cuarto día las pastillas dejaron de actuar y yo, sentada a la mesa con la frente apoyada en los brazos, escuchaba el fragor furioso dentro de mi cabeza. Lince, echado junto a mí sobre el banco, estaba acongojado, pero me era imposible decirle cualquier palabra amable. Pasé toda la noche sentada a la mesa, porque los dolores arreciaban en la cama. Al quinto día se formó un absceso y, en un ataque de desesperación y rabia, me abrí la encía con la navaja de afeitar de Hugo. El dolor del corte fue casi agradable y por un instante borró el otro. Brotó mucho pus y como estaba tan deshecha gemí, grité y estuve a punto de desvanecerme.
Pero no me desvanecí; no tengo ese don, nunca me he desmayado en mi vida. Por fin, con pleno conocimiento, me levanté, me lavé la sangre, el pus y las lágrimas de la cara y me eché en la cama. Las horas siguientes fueron de pura felicidad. Me dormí con la puerta abierta hasta que Lince me despertó al anochecer. Me levanté aún bastante débil, conduje a Bella a su establo, le di de comer y la ordeñé, todo muy despacio y con cuidado, porque los movimientos bruscos me hacían tambalear. Más tarde, después de beber un poco de leche y dar de comer a Lince, me dormí de nuevo, sentada a la mesa. Desde entonces la fístula se llena de vez en cuando de pus, se abre y se cura sin causarme dolores. No sé cuánto tiempo durará esto. Una dentadura postiza sería de vital importancia, pero aún tengo veintiséis dientes propios, entre ellos algunos que debería haber sacado hace tiempo y que se recubrieron por pura vanidad. A veces me despierto a las tres de la madrugada y pensar en esos veintiséis dientes me sume en la desesperación. Están clavados en mis encías como bombas de relojería, y no creo que sea capaz un día de extraerme a mí misma un diente. Si aparecen dolores, tendré que aguantarlos. Sería cómico que después de años de infinitas penalidades en el bosque sucumbiera a una infección dental.
Me recuperé despacio del asunto de la muela, creo que por los numerosos medicamentos que tomé. Gasté demasiadas municiones cuando cacé mi siguiente corzo porque me temblaban las manos. No comía casi, aunque bebía mucha leche y parece que me curó de la intoxicación.
El 10 de junio bajé al campo de patatas. Las plantas estaban ya altas y casi todos los tubérculos habían prendido. También había crecido la mala hierba, y como había llovido el día antes comencé a escardar. Estaba claro que tenía que proteger mis patatas. No creo que los corzos coman las plantas de la patata disponiendo de las hierbas más suculentas, pero podría ser que cualquier otro animal se interesara por los valiosos tubérculos. Así que pasé los días siguientes cercando el campo con ramas fuertes que entrelacé con largas lianas marrones. No era un trabajo excesivamente pesado, pero exigía cierta habilidad que había que adquirir.
Después de mis esfuerzos mi pequeño campo parecía una fortaleza en medio del bosque. Estaba protegido por todos los lados, aunque contra los ratones pude hacer poco. Pensé en echar petróleo en sus madrigueras, pero era un lujo que no me podía permitir; además, quién sabe, quizá las patatas hubieran cogido sabor a petróleo. Son cosas que ignoro y, como se comprenderá, no puedo hacer demasiados experimentos.
Las judías junto al establo habían brotado parcialmente. Es posible que fueran demasiado viejas. Pero aun así podía esperar una pequeña cosecha si el tiempo seguía favorable. En el fondo era pura suerte, ya que había plantado las judías más por juego que por cálculo. Más tarde comprendí lo importante que eran precisamente las judías, que me sustituían el pan. Hoy mi huerto de judías es bastante extenso.
Cerqué también el huerto de judías porque me imaginé que Bella no desdeñaría su verde follaje en un momento de descuido mío. Cuando el trabajo me dejaba un poco de tiempo, por ejemplo en los días de lluvia, sucumbía inmediatamente a la preocupación y a los temores. Bella seguía dando la misma cantidad de leche y había engordado visiblemente. Yo continuaba sin saber si esperaba una cría.
¿Y si de verdad paría un ternero? Me pasaba horas enteras sentada a la mesa, con la cabeza entre las manos, pensando en Bella. Sabía tan poco sobre vacas. ¿Qué pasaría si yo no era capaz de ayudar al ternero a venir al mundo? ¿Y si Bella no sobrevivía al parto o morían ella y la cría? ¿Y si Bella comía alguna hierba venenosa en el prado o la mordía una víbora? Recordaba vagamente haber oído siniestras historias sobre el ganado durante mis vacaciones veraniegas en el campo. Había una enfermedad en la que había que clavar a la vaca un cuchillo en determinada parte del cuerpo. Yo desconocía esa parte y, aunque la hubiera conocido, no habría sido capaz de clavarle un cuchillo a Bella. Antes preferiría pegarle un tiro. En el prado podía haber clavos o cristales rotos. Luise siempre había sido descuidada en este sentido. Los clavos y los cristales podían destrozar uno de los innumerables estómagos de Bella. Ni siquiera sabía cuántos estómagos tiene una vaca. Aprendemos esas cosas para los exámenes y luego las olvidamos. No se trataba sólo de Bella, aunque era mi máxima preocupación, también Lince podía caer en un viejo cepo y las víboras le podían picar. No sé por qué en aquel tiempo temía tanto a las víboras. En los dos años y medio que he pasado aquí no he visto ninguna, tampoco en el claro del bosque. Y qué voy a decir de lo que podía sucederle a mi gata. Era imposible protegerla, ya que por la noche escapaba al bosque y a mis cuidados. La lechuza y el zorro podían cazarla y corría peligro, aún más que Lince, de caer en un cepo.
Por mucho que me esforzara en evitar estas obsesiones nunca lo conseguía del todo. No creo que fueran exageradas, pues era menos probable que yo sacara adelante a los animales en medio del bosque a que murieran. Que yo recuerde siempre he sufrido con este tipo de temores, y siempre sufriré mientras viva una criatura encomendada a mí. Más de una vez, antes del muro, he deseado estar muerta para deshacerme por fin de esta carga. Nunca hablé de ella, un hombre no me hubiera comprendido y las mujeres… ellas sufrían igual que yo. Preferíamos, pues, charlar sobre vestidos, otras amigas o sobre el teatro, entre risas, con la preocupación devoradora y secreta en los ojos. Cada una de nosotras sabía de ella y por eso nunca hablábamos de ella. Es el precio que se paga por el don de saber amar.
Con el tiempo le hablé a Lince de todo esto, simplemente para no olvidar el hablar. Él sólo conocía un remedio para todos los males: una corta y alegre carrera hasta el bosque. La gata me escucha atentamente mientras yo no exprese alguna emoción. El menor atisbo de histeria le molesta y se marcha sin más cuando me dejo llevar por los sentimientos. Bella suele lamerme la cara como respuesta a lo que le cuento, es muy reconfortante pero no es una solución. Claro que no hay solución y hasta mi vaca lo sabe. Pero yo me revuelvo contra el sufrimiento.
A finales de junio la gata se transformó de manera sospechosa. Engordó y se volvió huraña. Pasaba a veces horas encogida, en una actitud hostil, ensimismada e inmóvil, como si escuchara hacia su interior. Si Lince se acercaba a ella le propinaba un buen zarpazo; hacia mí era o exageradamente antipática o más cariñosa que nunca. Su estado —ya que no estaba enferma y comía— era evidente. Mientras yo pensaba en el ternero había crecido un gatito dentro de la gata. A pesar de que le daba mucha leche, ella tenía más sed que antes.
El 27 de junio, un día de tormenta, oí después de la cena pequeños maullidos en el armario. Lo había dejado abierto al ir al establo, no sin antes extender unas viejas revistas de Luise en su interior. Sobre ellas había parido la gata, justo en la portada de Elegante Dame. La gata ronroneaba satisfecha y alzó sus grandes ojos húmedos hacia mí, orgullosa y feliz. Me permitió que la acariciara y admirara sus cachorros. Uno era atigrado como la madre, el otro blanco como la nieve y despeluchado. El gris estaba muerto. Me lo llevé y lo enterré junto al establo. La gata no lo echó de menos, entregándose por completo al cuidado del pequeño blanco y despeinado.
Cuando Lince asomó curioso su cabezota al armario la gata le bufó indignada y él huyó asustado y ofendido al prado. La gata se quedó en el armario y no hubo medio de convencerla de un traslado. Dejé pues abierta la puerta y la sujeté con una cuerda para que no se abriera del todo y el gatito estuviera resguardado en la penumbra.
Por cierto que la gata era una madre apasionada, que sólo se ausentaba durante unas horas por la noche. Ahora no necesitaba buscar comida, ya que yo le daba suficiente carne y leche.
Al décimo día la gata nos presentó su cría. La llevó cogida de la piel de la nuca hasta el centro de la habitación y la posó en el suelo. Su aspecto era muy gracioso, rosa y blanco, y seguía teniendo el pelo más revuelto que el de todos los gatos pequeños que he visto en mi vida. Quejándose se refugió en el calor de su madre y la función había terminado. La gata estaba muy orgullosa y cada vez que volvía a sacar a su cría del armario yo tenía que acariciarla y elogiarla. Como todas las madres estaba convencida de haber creado algo único. Y así era, en el fondo, ya que ni siquiera dos gatos son iguales externamente y aún menos en sus pequeñas y obstinadas almas.
Poco después el pequeño se descolgaba solo del armario y se nos metía entre los pies a Lince y a mí. No mostraba el menor temor y Lince le miraba y olisqueaba interesado en cuanto la gata se alejaba. Por lo general estaba atenta, observando con desconfianza la relación que se iniciaba.
Llamé a la gatita Perla, porque era tan blanca y rosada. El color de su sangre se transparentaba incluso a través de la piel de sus orejitas. Más tarde le crecieron verdaderos plumeros de pelo en las orejas, pero mientras fue pequeña la piel traslucía en muchas partes a través del pelo ligero. Yo entonces aún ignoraba que se trataba de una hembra, pero algo en su cara dulce, un poco apaisada, me pareció femenino. Perla se sentía muy atraída por Lince y pronto empezó a seguirle a su rincón y a jugar con sus largas orejas. Por la noche prefería dormir con su madre en el armario.
En pocas semanas tuve que reconocer que Perla, la gatita despeluchada, se estaba convirtiendo en toda una beldad. El pelo le creció largo y sedoso y le daba el aspecto de un gato de Angora. Pero sólo el aspecto; algún antepasado de pelo largo reaparecía en ella. Perla era una pequeña maravilla, aunque ya entonces pensé que había nacido en un lugar inadecuado. Una gata blanca, de pelo largo, en medio del bosque, está condenada a morir pronto. No tenía ninguna posibilidad de sobrevivir. Quizá la quería tanto por eso. Me había cargado con otra preocupación. Temblaba ante el día en que saliera al exterior. No pasó mucho tiempo y ya jugaba delante del chalet con su madre o con Lince. La gata vieja vigilaba angustiada a Perla, intuyendo quizá que, como yo ya sabía, su cría corría peligro. Ordené a Lince que cuidara de Perla y él no la perdía de vista cuando estábamos en casa. La gata vieja, cansada por fin de las fatigosas obligaciones maternales, aceptó encantada que Lince asumiera el papel de protector de Perla. La pequeña era por su carácter diferente de los gatos domésticos corrientes, era más tranquila, más dulce y cariñosa. A menudo pasaba las horas sobre el banco de la puerta siguiendo con la mirada una mariposa. Sus ojos azules se volvieron verdes al cabo de unas semanas y brillaban como piedras preciosas en su cara blanca. Su morro era más chato que el de su madre y alrededor del cuello lucía una suntuosa gorguera. Viéndola así, sentada en el banco, con las patas delanteras descansando sobre el denso rabo y mirando atentamente a la luz, me sentía tranquilizada. En esas ocasiones me decía que sería una gata casera y llevaría una vida sosegada, echada como ahora bajo el porche.
Cuando me acuerdo de aquel primer verano lo veo ensombrecido, más que por mi propia situación desesperada, por la preocupación constante por mis animales. La catástrofe del muro me había liberado de una gran responsabilidad y, sin que yo me percatara de ello inmediatamente, me había echado encima una nueva carga. Cuando por fin la situación se estabilizó un poco, yo ya no podía cambiar nada en ella.
No creo que mi manera de actuar se debiera a debilidad o a sentimentalismo, sencillamente me guiaba por un instinto que estaba enraizado en mi ser y contra el que no podía combatir si no quería destruirme a mí misma. Nuestra libertad es bien problemática. Probablemente nunca ha existido, excepto sobre el papel. La libertad externa siempre ha sido una utopía, y no conozco a nadie que fuera libre interiormente. Jamás lo he considerado algo vergonzoso. No veo por qué ha de ser deshonroso llevar, como todos los animales, la carga asignada a cada uno y al final morir como cualquier animal. No sé lo que es el honor. Nacer y morir no es honorable, le sucede a cada criatura y no significa nada más allá del hecho mismo. Tampoco los inventores del muro han actuado por decisión libre, sino que han seguido su ansia de conocimiento instintiva. Habría que haber prohibido en el interés general que tradujeran a la realidad su invento.
Pero prefiero hablar del 2 de julio, día en el que comprendí que mi vida dependía de la cantidad de cerillas que me quedaban. La idea, como todas las ideas desagradables, me asaltó a las cuatro de la madrugada.
Hasta ese momento había vivido muy frívolamente al respecto, sin considerar que cada cerilla encendida me podía costar un día de mi vida. Salté de la cama y fui al cuartito por mis reservas de fósforos. Hugo, que era un gran fumador, había pensado en ellos y había organizado también una caja de piedras para su encendedor. Desgraciadamente nunca logré que funcionara el mechero de mesa. Poseía todavía diez paquetes de cerillas, aproximadamente cuatro mil unidades. Según mis cálculos, suficientes para cinco años. Respiré aliviada. Cinco años me parecieron un tiempo larguísimo y pensé que no llegaría a usar todas esas cerillas. Hoy el día de la última llamita está a la vuelta de la esquina. Pero incluso hoy me digo que no se presentará ese momento.
Pasarán dos años y medio y mi fuego se apagará, toda la madera que hay a mi alrededor no me salvará de morir de hambre o frío. A pesar de ello una esperanza insensata sigue viva en mí. Sonrío indulgente. De niña tenía la esperanza, igualmente obstinada, de que nunca moriría. Me imagino esta esperanza como un topo ciego, agazapado en mi interior y obsesionado con sus locuras. Ya que no le puedo ahuyentar le tendré que soportar.
Un día nos dará el último soponcio a él y a mí y entonces mi topo ciego, antes de morir, comprenderá las cosas. Casi me da pena, me gustaría que su constancia obtuviera una satisfacción. Pero, claro, está loco y tengo que dar gracias al cielo por tenerlo controlado.
Hay otra cuestión vital: las municiones. Aún me quedan reservas para un año. Desde que murió Lince necesito menos carne. En el verano pescaré truchas de vez en cuando, además espero una buena cosecha de patatas y de judías. Si fuera necesario podría alimentarme de patatas, judías y leche. Sólo habrá leche si Bella tiene un ternero. Sea como fuere, temo mucho menos el hambre que el frío y la oscuridad. Si llegamos a esos extremos me veré obligada a abandonar el bosque. Carece de sentido cavilar tanto sobre el futuro, lo que tengo que hacer es mantenerme con buena salud y flexibilidad. En realidad estas cuestiones no me preocupan demasiado en las últimas semanas. No sé si será una señal mala o buena. Quizá todo sería diferente si estuviera segura de que Bella espera una cría. A veces pienso que sería mejor que no fuera así. Un ternero únicamente alejaría un poco el fin inevitable y me impondría una nueva carga. Por otro lado sería también maravilloso que apareciera un ser nuevo y joven, sobre todo para la pobre Bella, que espera tan sola en el establo oscuro.
En realidad vivo a gusto en el bosque y me va a costar dejarlo. Volveré, si sigo viva al otro lado del muro. De vez en cuando me imagino lo bonito que hubiera sido criar a mis hijas aquí, en el bosque. Habría sido el paraíso para mí. Aunque dudo de que a ellas les hubiera gustado como a mí. No, no hubiera sido un paraíso. Nunca ha existido el paraíso, tendría que situarse fuera de la naturaleza y eso me parece inimaginable. La idea misma me aburre, no me interesa.
El 20 de julio empecé a cortar la hierba. El tiempo era veraniego y cálido y la hierba ya estaba alta y jugosa en la pradera del arroyo. Llevé la guadaña, el rastrillo y el horcón al pajar, para dejarlos definitivamente allí. No había nadie que los fuera a robar.
Contemplando desde el arroyo el prado que se extendía por la ladera, tuve la sensación de que nunca sería capaz de llevar a cabo esta tarea. De joven aprendí a segar la hierba y en aquel tiempo me encantaba hacerlo después de pasar todo el año en un aula poco ventilada. De eso hacía ya más de veinte años y, sin duda, lo había olvidado. Recordaba que se debe segar muy temprano, cuando ha caído el rocío, y por eso salí del chalet a las cuatro de la mañana. Nada más dar las primeras pasadas con la guadaña recordé el ritmo y desbloqueé mis músculos agarrotados. Como es natural, al principio iba muy despacio y me esforzaba excesivamente. Al segundo día lo hice mucho mejor, al tercero llovió y tuve que interrumpir el trabajo. Llovió durante cuatro días y la hierba se pudrió en el prado, no toda, pero sí la que crecía en sombra. Entonces yo aún no sabía interpretar las señales por las que prever, hasta cierto punto, el tiempo. Nunca estaba segura de si se mantendría bueno o si llovería al día siguiente. Durante la siega de la hierba luché con tiempo inestable. Más adelante aprendí a reconocer el tiempo propicio; en aquel primer verano, sin embargo, estuve a merced del clima.
Necesité tres semanas para segar toda la pradera, debido no sólo al tiempo cambiante, sino también a mi falta de habilidad y a mi debilidad física. Cuando en agosto la hierba estuvo recogida y seca en el pajar, me senté en el prado y rompí a llorar. Fue un verdadero ataque de desaliento y por primera vez comprendí en toda su dimensión lo que me había deparado el destino. No sé qué habría sido de mí si la responsabilidad por mis animales no me hubiera obligado a hacer las cosas necesarias. Recuerdo con desazón aquel tiempo. Tardé catorce días en rehacerme y comenzar de nuevo a vivir. Lince sufrió mucho bajo mi depresión. Dependía totalmente de mí. No se cansaba de intentar animarme y como yo no reaccionaba se escondía abatido debajo de la mesa. Al final me daba tanta pena que simulé una buena disposición de ánimo hasta que recuperé el equilibrio y la calma.
No soy caprichosa por naturaleza. Creo que el agotamiento físico sencillamente venció mis resistencias.
En el fondo, tenía motivos para estar satisfecha. Había llevado a buen fin el tremendo trabajo de la siega. ¿Qué importaba que me hubiera costado un esfuerzo excesivo? Para marcar un nuevo comienzo limpié de malas hierbas el campo de patatas y partí madera para el invierno. Este trabajo lo enfoqué con la cabeza, obligada sin duda por mi debilidad. Un poco más arriba de la cabaña, junto a la carretera, había un gran montón de leña de, exactamente, siete metros cúbicos de volumen. Eran las reservas para el invierno pertenecientes a un tal señor Gassner, como estaba anotado en tinta azul sobre la madera. El señor Gassner, fuera quien fuera, no necesitaba ya leña.
Coloqué los troncos sobre un borriquete del garaje y enseguida me di cuenta de que manejaba mal la sierra. Constantemente se quedaba atascada en la madera y me costaba horrores sacarla. Al tercer día comprendí por fin, es decir comprendieron mis manos, brazos y hombros, y de repente fue como si toda mi vida hubiera estado cortando leña. Continué trabajando sin prisa pero con constancia. Las manos se me llenaron de ampollas que se abrieron y soltaron agua. Introduje una pausa de dos días para curarlas con sebo de ciervo. El trabajo de la leña me gustaba porque podía hacerlo cerca de los animales. Bella pastaba en el prado y miraba de vez en cuando hacia mí. Lince siempre andaba a mi alrededor y Perla se instalaba en el banco, al sol, y observaba con ojos entrecerrados los abejorros. Dentro de la casa la gata vieja dormía sobre mi cama. Por el momento reinaba el orden y yo no necesitaba preocuparme.
De vez en cuando cepillaba a Bella con el cepillo de nailon de Hugo. Le encantaba y se quedaba muy quieta. También cepillaba a Lince y revisaba a los gatos con un viejo peine que encontré en la cabaña por si tenían pulgas. Siempre tenían alguna, como también Lince, y agradecían mi cuidado. Afortunadamente se trataba de pulgas que, por lo que parecía, no se interesaban por la sangre humana. Eran unos bichos grandes, amarillentos, casi marrones, grandes como escarabajos, que saltaban muy mal. El bueno de Hugo no había contado con ellas y no había almacenado polvos insecticidas; seguramente ignoraba que su propio perro podía tener pulgas.
Bella estaba a salvo de los parásitos. Era un animal muy limpio que siempre evitaba echarse sobre sus propios excrementos. Como es lógico yo limpiaba a fondo su establo. Cerca iba creciendo poco a poco el montón de estiércol. En otoño tenía intención de abonar con él el campo de patatas. Alrededor del montón proliferaban gigantescas ortigas, una plaga inerradicable. Yo siempre andaba a la busca de ortigas tiernas para acompañar mis espinacas, la única verdura que crecía por aquí, pero no me gustaba utilizar las ortigas del montón de estiércol. Quizá es un prejuicio tonto, pero no he logrado liberarme de él.
Las puntas jóvenes de los abetos ya estaban duras y habían adquirido un tono verde oscuro, ya no sabían tan bien como en primavera. Yo las seguía masticando porque mi necesidad de verdura era insaciable. A veces encontraba en el bosque tréboles de agradable sabor ácido. No conozco su verdadero nombre, pero los comía de niña. Mi alimentación era, como es lógico, muy monótona. Me quedaban ya pocas provisiones y esperaba ansiosa la cosecha. Sabía que las patatas, como todo en la montaña, madurarían más tarde que en el valle. Procuraba no malgastar mis reservas y me alimentaba sobre todo de leche y carne.
Había adelgazado mucho. Con asombro descubrí en el espejo de Luise mi nuevo aspecto. Me había cortado el pelo, demasiado largo ya, y ahora lo llevaba corto, liso por completo y quemado por el sol. Mi rostro anguloso y tostado del sol y mis hombros huesudos me daban el aire de un adolescente. Mis manos, constantemente cubiertas de ampollas y callos, eran mis herramientas más importantes. Hacía tiempo que me había quitado las sortijas. ¡Quién va a adornar sus herramientas con anillos de oro! Me parecía absurdo y ridículo haberlo hecho un día. Es curioso que en aquel tiempo parecía más joven que cuando llevaba una vida cómoda. La feminidad de la cuarentena me había abandonado al mismo tiempo que los rizos, la pequeña papada y las caderas redondeadas. También perdí la conciencia de ser mujer. Mi cuerpo, más inteligente que yo, se había adaptado y había reducido a un mínimo las molestias femeninas. Podía olvidarme tranquilamente de que era mujer. Unas veces era una niña que busca fresas, otras un muchacho que sierra madera, y sentada en el banco, con Perla sobre las rodillas huesudas y contemplando el sol poniente, era un ser muy viejo y asexuado. Hoy he perdido por completo aquel encanto que irradiaba entonces. Sigo estando delgada, pero musculada, y mi rostro está surcado de finísimas arrugas. No soy fea, pero tampoco atractiva, me parezco más a un árbol que a un ser humano, a un tronco duro y marrón que necesita toda su fuerza para sobrevivir.
Cuando pienso en la mujer que era, la de la pequeña papada que se esfuerza en parecer más joven de lo que es, siento poca simpatía por ella. Pero no la juzgo con dureza. Al fin y al cabo nunca tuvo la oportunidad de dar forma a su vida conscientemente. De joven cargó, en su ignorancia, con una pesada responsabilidad y fundó una familia, y desde aquel momento estuvo siempre atosigada por un sinfín de deberes y preocupaciones. Sólo una giganta hubiera logrado liberarse y ella no era en ningún sentido sobrehumana, era simplemente una mujer angustiada y desbordada, de inteligencia media, en un mundo hostil a las mujeres, extraño y siniestro. Sabía un poco de muchas cosas y nada de otras; en total reinaba un desorden considerable en su cabeza. Sus conocimientos bastaban para la sociedad en que vivía, tan ignorante e impaciente como ella. Yo diría en su descargo que siempre sintió una oscura inquietud, como si supiera que aquello no le bastaba en absoluto.
Durante dos años he sufrido por lo mal pertrechada que estaba esta mujer para la vida real. Aún hoy no sé clavar bien un clavo y pensar en la puerta que quiero instalar para Bella me pone la carne de gallina. Naturalmente, nadie podía prever que un día tendría que instalar una puerta. Pero aparte de eso tampoco sé mucho de otras cosas, ni siquiera conozco los nombres de las flores de la pradera. Los aprendí en la clase de ciencias naturales, en libros y por dibujos y los he olvidado como todo lo que no me sugiere una imagen. He calculado con logaritmos durante años y no tengo ni idea de para qué sirven ni lo que significan. Me resultaba fácil aprender idiomas, pero por falta de práctica no aprendí nunca a hablarlos y he olvidado su ortografía y su gramática. Ignoro cuándo vivió Carlos VI y no sé exactamente dónde están las Antillas ni quién las habita. Y eso que siempre fui una buena alumna. No sé, en nuestro sistema escolar hay algo que no funciona. Gentes de otro planeta me verían como a la débil mental de mi época. Pero creo que a mis amigos y conocidos no les iría mejor.
Ya no tendré la oportunidad de colmar esos vacíos, pues aun en el caso de que diera con la multitud de libros que se apilan en las casas muertas, no seré nunca capaz de asimilar lo leído. Al nacer tuve mi oportunidad, pero ni mis padres, ni mis maestros, ni yo misma supimos aprovecharla. Ahora es demasiado tarde. Moriré sin haber aprovechado mi oportunidad. En mi primera vida fui un diletante y aquí, en el bosque, tampoco seré otra cosa. Mi único maestro es ignorante e inculto como yo —yo misma soy ese maestro.
Desde hace unos días sé que aún conservo la esperanza de que un ser humano lea estas notas. No sé por qué lo deseo, al fin y al cabo qué importa. Sin embargo mi corazón se acelera cuando imagino unos ojos humanos leyendo estas líneas y unas manos humanas pasando estas páginas. Es más probable, por otro lado, que los ratones se coman este relato. Hay tantos en el bosque. Si no tuviera a la gata habrían invadido la casa. Un día la gata desaparecerá y los ratones devorarán mis provisiones y todos los trocitos de papel. Seguramente comen papel escrito con tanto placer como papel en blanco. Quizá el lápiz les produzca algún trastorno, ignoro si es venenoso o no. A veces imagino que escribo para otros seres humanos y entonces me resulta más fácil.
Agosto trajo buen tiempo estable. Decidí que el año siguiente esperaría con la siega de la hierba, una decisión que demostró ser razonable. Recordé que en mis cacerías había descubierto un macizo de frambuesos. Se hallaba a una buena hora del chalet, pero la perspectiva de algo dulce, como en otras ocasiones, me hubiera hecho caminar dos horas. Había oído a menudo que los frambuesos eran el paraíso de las víboras y por eso dejé en casa a Lince. Me obedeció a regañadientes y regresó cabizbajo al chalet. Sobre los zapatos me puse las polainas de cuero que pertenecían al cazador, aunque al llegarme hasta la rodilla me dificultaban el andar. No vi ni una víbora en el macizo de frambuesos, como era de esperar. Hoy ya no me preocupo de ellas. O por aquí hay muy pocas serpientes o me evitan. Es probable que me encuentren tan peligrosa como yo a ellas.
Las frambuesas acababan de madurar y recogí un gran cubo para llevar a casa. Como me faltaba el azúcar para hacer mermelada tuve que comer las frambuesas enseguida. Cada dos días volvía al macizo. Era una pura felicidad, como si me bañara en dulce. El sol calentaba los frutos maduros y un perfume salvaje de sol y frambuesas en fermentación me envolvía y embriagaba. Sentía no tener a Lince conmigo. A veces, cuando delante de un arbusto me enderezaba y estiraba la espalda, me asaltaba la conciencia de la soledad. No era miedo, sólo una ligera congoja. Allí entre los frambuesos, a solas con las ramas espinosas, las abejas, avispas y moscas, me di cuenta de lo que Lince significaba para mí. No podía siquiera imaginar no tenerle. A pesar de ello nunca le llevé al macizo de frambuesos. El miedo a las víboras me perseguía. No quería exponer a Lince a ese peligro, por el mero placer de sentirle a mi lado.
Mucho más tarde, en los prados altos, vi por fin una víbora. Tomaba el sol entre unas piedras. Desde entonces les perdí el miedo a las serpientes. La víbora era muy hermosa y viéndola así, entregada al sol amarillo, tuve la certeza de que no pensaba en picarme. Sus pensamientos estaban muy lejos, no deseaba más que descansar en paz sobre las piedras blancas y bañarse en la luz y el calor del sol. De todos modos me alegré de que en aquella excursión Lince se hubiera quedado en casa. Aunque no creo que se hubiera acercado a la víbora. Nunca le he visto atacar a una serpiente o a una lagartija. A veces escarbaba en busca de ratones, pero en el suelo pedregoso raramente conseguía cazar uno.
La cosecha de frambuesas duró diez días. Me sentía perezosa, pasaba el tiempo sentada en el banco tomando una frambuesa tras otra. Me extrañaba que mi carne no se hubiera convertido ya en carne de frambuesa. Y de pronto me cansé. No era asco, pero estaba ahíta de dulce y del perfume de las frambuesas. Pasé por una tela los dos últimos cubos y llené varias botellas con el jugo que obtuve. Las coloqué en el abrevadero de la fuente, allí donde el agua estaba helada, también en verano. Tan dulces como eran las frambuesas el jugo sabía un poco ácido y refrescante, era una lástima que no se conservara indefinidamente. No probé a conservarlo, sin duda el jugo sin azúcar hubiera fermentado incluso en el agua fría. Como no disponía de tapaderas seguras tampoco lo podía cocer al baño María. De todos modos mis ansias de dulce estaban saciadas por el momento y durante los meses siguientes se mantuvieron en niveles tolerables. Ahora no sufro en absoluto por esta carencia. Se puede vivir perfectamente sin azúcar y el cuerpo con el tiempo pierde el deseo obsesivo de dulce.
Cuando visité por última vez el macizo, el sol quemaba con fuerza sobre mi espalda. El cielo estaba despejado, pero de color plomizo, y el aire pesaba caliente y espeso como papilla sobre los arbustos. Hacía catorce días que no llovía y se avecinaba una tormenta. Hasta ahora las tormentas fuertes me habían dejado tranquila, pero las temía un poco ya que sabía lo salvajes que pueden ser en la montaña. Mi vida ya era bastante difícil y trabajosa sin cataclismos naturales.
Hacia las cuatro de la tarde surgió tras los abetos una pared de nubes negras. Mi cubo aún no estaba lleno, pero decidí volver a casa. Las avispas y las abejas me habían molestado todo el tiempo, revoloteando irritadas y zumbando venenosas alrededor de mi cabeza. En el macizo había también avispones, pero hasta ahora habían sido discretos. Hoy, sin embargo, estaban agresivos y surcaban el aire como furiosas lanzaderas. Parecían de oro puro. Eran muy bellos, pero preferí cederles el macizo.
Las avispas me persiguieron aún durante un rato por el bosque hasta que por fin se cansaron de mis frambuesas. Bajo los abetos y las hayas el calor pesaba, aprisionado bajo una gran campana verde. La pared de nubes se acercaba amenazadora y el sol se escondió tras velos de bruma. Hice el último trecho del camino casi corriendo. No deseaba más que llegar a casa, meter a Bella en el establo y atrincherarme tras mis cuatro paredes.
Lince me recibió quejándose y echando miradas furtivas hacia el cielo. Presentía la tormenta inminente. Bella vino trotando a mi encuentro, bebió en la fuente y se dejó conducir dócilmente al establo. Las moscas y los tábanos la habían molestado durante todo el día y parecía contenta de recogerse en su establo. La ordeñé, cerré las contraventanas y di vuelta a la llave en la cerradura; el cerrojo no me parecía seguro en caso de temporal.
Por fin entré en casa, di de comer a Lince y al gato, exprimí el jugo de las frambuesas y llené con él varias botellas. Serían las seis o las seis y media. El cielo se había oscurecido por completo y su color gris negruzco mostraba ahora un feo matiz amarillo sulfuroso. Aquello podía significar granizo y viento fuerte, desde luego inspiraba miedo. Aunque el sol no era más que una luz difusa en el bosque, la campana de calor seguía oprimiendo el claro. Me costaba respirar. No soplaba ni el más ligero aire. Bebí un poco de leche fría y comí sin apetito un trozo de pastel de arroz. No había nada más que hacer y subí al piso de arriba a comprobar las contraventanas de los cuartos. Luego aseguré la ventana del dormitorio. La ventana de la cocina estaba abierta y también la puerta, pero no había ni un ápice de corriente.
La gata vieja se había escapado al bosque después de comer. Perla contemplaba el cielo negro y amarillo desde la ventana. Con las orejas hacia atrás y los hombros encogidos expresaba a través de toda su actitud malestar y temor. Lince estaba echado en la misma puerta y jadeaba estrepitosamente con la lengua fuera. Acaricié a Perla y su piel blanca crepitó bajo mi mano entre chispas. Mi pelo también chisporroteó cuando me pasé los dedos, y las piernas y los brazos me hormigueaban. Lo mejor era no moverse y me senté en el banco de la puerta. Sentí pena por la pobre Bella en su prisión oscura y sofocante, pero tenía que aguantarse, yo no podía ayudarla. La tormenta se desencadenaría de un momento a otro, pero aún reinaba la calma.
En el bosque el silencio nunca es total, creemos que sí, pero hay un sinnúmero de ruidos. Un pájaro carpintero trabaja a lo lejos, un pájaro grita, el viento acaricia la hierba, una rama golpea contra un tronco, y las hojas se mueven al paso de pequeños animales. Todo vive, todo se afana. En aquella tarde, sin embargo, el silencio era casi absoluto. El enmudecimiento de los variados sonidos familiares me angustiaba. Hasta el murmullo de la fuente sonaba amortiguado y contenido, como si el agua corriera con desgana y pereza. Lince se levantó y saltó con un esfuerzo al banco, a mi lado. Suavemente me empujó con el morro. Yo me sentía demasiado desmadejada para acariciarle, pero le dije cosas, en voz baja, abrumada por el terrible calor.
Me preguntaba qué impedía que la tormenta se desencadenara. Estaba oscuro como al anochecer y recordé lo inofensivas y casi agradables que eran las tormentas en la ciudad. Era tan relajante contemplarlas a través de los cristales protectores. Generalmente ni tomaba nota de ellas.
Sin transición alguna oscureció. Me levanté y entré con Lince en casa. Desconcertada, no sabía qué hacer. Encendí una vela. No quería encender la lámpara, quizá por esa vieja superstición de que la luz atrae al rayo. Cerré la puerta pero aún dejé abierta la ventana y me senté a la mesa. La vela ardía vertical e inmóvil, no la agitaba ni un soplo de aire. Lince se dirigió a su rincón de la estufa, dudó y volvió otra vez a mi lado saltando al banco. No quería dejarme sola en el peligro, a pesar de que su instinto le impulsaba a refugiarse en su rincón seguro. Yo también deseaba refugiarme en una cueva segura, pero no la tenía. El sudor me corría por la cara y se acumulaba en las comisuras de la boca. La camisa se me pegaba al cuerpo. El primer trueno desgarró por fin el silencio. Espantada, Perla saltó de la ventana y huyó al rincón de la estufa. Cerré la ventana y las contraventanas, a pesar del calor sofocante. Arriba en las nubes estalló un furioso estruendo. A través de las rendijas vi zigzaguear los relámpagos amarillos y cegadores. La gata vieja surgió de la oscuridad con la piel erizada y se quedó en medio de la habitación, dio un maullido lastimero y desapareció debajo de mi cama. A la débil luz de la vela sus ojos amarillos relucían con destellos rojos. Quise tranquilizar a los animales, pero el siguiente trueno me cortó la palabra. El profundo y prolongado retumbar sobre nuestras cabezas duró quizá diez minutos, pero a mí me pareció eterno. Me dolían los oídos, muy dentro de la cabeza, y me dolían hasta los dientes. Siempre he soportado mal el ruido, que me afecta como un dolor físico.
De pronto hubo un minuto de silencio total, que me pareció más angustioso que el ruido. Era como si sobre nosotros campeara un gigante con las piernas abiertas dispuesto a aniquilar con su martillo de fuego nuestra casita de juguete. Lince aullaba bajito acurrucado contra mí. Fue una verdadera liberación cuando el próximo rayo cayó sulfuroso y el trueno hizo temblar la casa. Le siguió una tormenta violenta, pero lo peor ya había pasado. También Lince lo sintió así, pues bajó del banco y se refugió junto a Perla cerca de la estufa. La piel blanca de la gata se adaptó a la piel marrón rojiza del perro y yo me quedé sola en la mesa.
El viento se alzó y sus ráfagas pasaron bufando por encima de la casa. La llama de la vela vaciló y me pareció que el bochorno cedía. La llama temblorosa sugería aire fresco. Empecé a contar los segundos entre rayo y trueno. Según este cálculo la tormenta continuaba encima del valle. El cazador me contó una vez de una tormenta que estuvo apresada en el valle durante tres días. Entonces no le creí del todo, pero ahora mi opinión era diferente. No podía hacer nada más que esperar. Había pasado el día agachándome entre los frambuesos y el cansancio me invadía. No me atreví a echarme en la cama, pero notaba que me caía de sueño y la llama de la vela se disolvía en un anillo acuoso y difuso. Debí alarmarme, pero para asombro mío constaté que todo me daba igual. Mis pensamientos se desdibujaban como en el sueño. Me compadecí de mí misma por estar tan cansada y porque no me dejaban dormir, estaba enfadada y resentida con no sé quién, pero cuando me desperté sobresaltada había olvidado con quién había polemizado. La pobre Bella me vino a la mente y el campo de patatas, también me acordé de la ventana de mi apartamento en la ciudad que había dejado abierta. No lograba explicarme el sinsentido de estas elucubraciones. Dije en voz alta: «Olvida las malditas ventanas», y entonces me desperté.
Un trueno hizo brincar los cacharros sobre el fogón. El rayo debió de caer muy cerca. Recordé las noches de bombardeo en el sótano y el miedo antiguo me hizo castañetear los dientes. El aire era denso y estancado como entonces en el sótano. Quise lanzarme a abrir la puerta cuando el viento rugió alrededor de la casa sacudiendo las tejas de madera. No me atrevía a echarme y tampoco a sentarme a la mesa, porque no quería deslizarme hacia ese molesto estado de semiinconsciencia. Paseé por la habitación, de un lado a otro, con las manos en la espalda y tambaleándome de fatiga. Lince asomó su cabeza detrás de la estufa y me miró inquieto. Me dominé, le dije unas palabras de aliento y él se retiró a dormir de nuevo. Me daba la impresión de que la tormenta duraba ya horas y sólo eran las nueve y media. Por fin los intervalos entre rayo y trueno se alargaron y respiré aliviada. Seguía sin llover y el vendaval de viento no amainaba. De pronto oí en la lejanía repicar de campanas. Era insólito, pero indudablemente oí entre los aullidos del viento el tono claro de una campana lejana. Si el sonido aquel no se situaba en mi cabeza, tenía que proceder de las campanas del pueblo. Ya no había seres humanos y por eso el viento hacía sonar la campana. Era un sonido fantasmal, algo que no era lógico que oyera y que sin embargo oía. He vivido otras tormentas en el bosque, pero nunca volví a oír la campana. Quizá el viento rompió la soga o, por el contrario, aquel repicar fue una ilusión de mi oído trastornado por el ruido. El viento amainó y con él el fantasmal tintineo. Entonces hubo un chasquido, como si alguien hubiera desgarrado una gigantesca tela, y el agua cayó en tromba del cielo.
Fui a la puerta y la abrí de par en par. La lluvia me dio en la cara y arrastró consigo el miedo y el aturdimiento que me embargaban. El aire tenía un sabor fresco y picaba en los pulmones. Lince salió de su guarida y oteó curioso el panorama. Ladró eufórico, sacudió sus largas orejas y regresó con dignidad junto a su amiga blanca que dormía ovillada pacíficamente. Me puse un abrigo y corrí con la linterna por la oscuridad mojada hasta el establo. Bella se había soltado y me recibió con la cara hacia la puerta. Mugió lamentándose y se acercó a mí. Le palmeé los flancos, que se alzaban y descendían agitados, y ella se dejó volver y atar nuevamente al pesebre. Abrí la ventana. La lluvia no podía entrar aquí ya que los pinos protegían la parte posterior del tejado. Bella merecía aire fresco después del susto de esta noche. Regresé a casa y lentamente me convencí de que podía meterme en la cama tranquila. La gata se asomó debajo de la cama y subió a mi lado, en pocos minutos me dormí profundamente. Soñé con una tormenta y me despertó un trueno. No era un sueño. El viejo temporal volvía o uno nuevo penetraba en el valle. Llovía violentamente y me levanté para cerrar la ventana y recoger un charco de agua en el suelo. La habitación se había refrescado agradablemente. Me tumbé otra vez y me dormí enseguida. Los truenos me despertaron varias veces, pero siempre me volví a dormir. Era un constante trasiego entre la tormenta real y la del sueño, y hacia la madrugada estaba tan harta que me importaban un pepino todas las tormentas del mundo. Me eché la manta por la cabeza y por fin dormí profundamente sin nada que me molestara.
Me despertó un retumbar sordo, un sonido que nunca había oído, y me despabilé inmediatamente. Eran las ocho de la mañana, se me habían pegado las sábanas. Primero dejé salir al impaciente Lince y fui a ver lo que producía aquel estrépito de cosas arrastradas y empujadas. Delante de la casa no se veía nada. El vendaval había revuelto los arbustos y roto algunas ramas, en el camino hacia el establo había grandes charcos de agua. Me vestí, cogí el cubo de ordeñar y fui donde Bella. El establo se encontraba en perfecto orden. El ruido provenía del arroyo. Descendí un poco por la ladera y divisé un torrente amarillo que avanzaba arrastrando árboles arrancados, trozos de tierra con hierba y rocas. Enseguida pensé en el desfiladero. El agua se estancaría delante del muro e inundaría el prado. Decidí inspeccionarlo lo antes posible. Primero, sin embargo, debía hacer las tareas domésticas como todos los días. Dejé salir del establo a Bella. El tiempo era fresco y llovía ligeramente, las moscas y los tábanos no la molestarían. En el prado del bosque se alzaba un gran roble con la vieja marca de un rayo. Esta vez el rayo había encontrado su víctima y no se había contentado con marcar el árbol sino que lo había reducido a astillas. Lo sentí porque había pocos robles en la zona. Al volver a casa oí retumbar el trueno en la lejanía. La tormenta seguía anclada en el valle. Probablemente se movía de valle en valle, en círculo, como lo había descrito el cazador.
Después de comer bajé con Lince al desfiladero. La carretera no estaba inundada ya que quedaba bastante alta, pero el agua se había desviado hacia el otro lado arrastrando consigo arbustos, piedras y barro. Mi amable arroyo verde se había convertido en una furia amarilla y marrón. No me atreví a mirarlo. Una pisada en falso sobre las piedras escurridizas y todas mis penas hubieran hallado fin en el agua helada. Como supuse, el agua no corría con fluidez cerca del muro. Se había formado un pequeño lago, en cuyo fondo se movían lentamente las hierbas del prado. Al pie del obstáculo los árboles, arbustos y piedras formaban una verdadera pirámide. El muro no era sólo invisible, sino también irrompible. La fuerza con la que los troncos y las piedras se lanzaron contra él debió de ser considerable. El lago no era tan grande como yo me temía y en pocos días se desaguaría. Las masas de material acarreado me impedían ver cuál era la situación al otro lado del muro, probablemente la riada amarilla discurría allí con más calma. Pero los ríos crecerían, arrasarían casas y puentes, romperían ventanas y puertas y se llevarían los objetos pétreos e inanimados que un día habían sido humanos de sus camas y sillas. Quedarían embarrancados en la arena y se secarían al sol, hombres y animales de piedra, entre piedras y rocas que nunca fueron otra cosa que piedras y rocas.
Lo veía todo muy claro y sentí casi un mareo. Lince me empujó con el morro para que nos apartáramos de aquel espectáculo. Quizá le inquietaba la crecida de las aguas, quizá también notaba que yo estaba muy lejos de él y quería atraer mi atención. Como siempre en estos casos acabé obedeciéndole. Él sabía mejor que yo lo que me convenía. Durante todo el camino de vuelta fue a mi lado, empujándome con su cuerpo hacia la roca, alejándome del monstruo que corría furioso y podía devorarme. Por fin tuve que reírme de su vigilancia y él de un brinco me colocó sus patas mojadas en el pecho y ladró con alegría desafiante. Lince merecía un amo fuerte y decidido. Yo no estaba siempre a la altura de su vitalidad y me forzaba a parecer animada para no decepcionarle. Pero, aun cuando yo no le proporcionaba una vida especialmente amena, él sin duda se daba cuenta de lo mucho que le quería y necesitaba. Lince era ingenuamente amable, sediento de cariño y abierto al ser humano. El cazador debió de ser una buena persona, porque no detecté nunca un rastro de malicia o algún resabio en Lince.
Llegamos al chalet mojados hasta los huesos. Encendí la estufa y colgué mis vestidos a secar en la barra que para ello había en el fogón. Rellené los zapatos con las páginas arrancadas de un manual de conducir y los puse a secar sobre dos trozos de madera.
El trueno seguía retumbando en las nubes, una vez a la derecha, otra vez a la izquierda. Era un sonido iracundo y un poco frustrado y duró todo el día. En total la tormenta no me había producido daños importantes. Mis truchas habían perecido en parte, seguramente, pero ésta era la pérdida más considerable ocasionada por el temporal. Con el tiempo se recuperarían y multiplicarían de nuevo. En el tejado se soltaron algunas tejas, un desperfecto que habría que arreglar lo antes posible. Me daba un poco de miedo, porque tengo algo de vértigo, pero con vértigo o sin él subiría al tejado para repararlo.
En la explanada delante de la cabaña había amontonada madera cortada, que quería partir en trozos más pequeños. La cosecha de frambuesas y mis ansias de dulce me habían hecho olvidar esta importante tarea. Ahora la madera estaba empapada y tenía que esperar a que se secara al sol. La lluvia había arrastrado el serrín en arroyuelos hasta la carretera, donde formaban tres surcos de un amarillo rojizo que se perdían en la grava. El agua también había erosionado la carretera del desfiladero, pero no en la medida que yo había temido. En la próxima ocasión tendría que repararla. Había tanto que hacer: partir leña, cosechar las patatas, remover el campo, traer paja desde el desfiladero hasta casa, arreglar la carretera y reparar el tejado. Apenas pensaba en descansar un poco cuando ya se presentaban nuevas tareas.
Estábamos a mediados de agosto. El breve verano de la montaña terminaría pronto. Llovió dos días más, la tormenta siguió retumbando a lo lejos. Al tercer día una niebla blanca descendió hasta el mismo prado. No se veían las montañas y los abetos parecían cortados por la mitad. Conduje a Bella al prado ya que el tiempo fresco y húmedo le sentaba bien. Hice limpieza en la casa, cosí un poco y esperé a que volviera el buen tiempo. Al quinto día después del temporal el sol rasgó por fin los velos blancos de la niebla. Lo recuerdo perfectamente porque lo apunté en mi calendario. Entonces aún era bastante comunicativa y tomaba a menudo notas. Más adelante fueron escaseando, por lo que tendré que fiarme de mi memoria.
Después de la gran tormenta no volvió a hacer verdadero calor. El sol salió y mi madera se secó, pero el paisaje adquirió pronto un aire otoñal. Las gencianas de tallo largo florecían en las paredes mojadas del desfiladero y en la sombra de los arbustos crecía el ciclamen. En la montaña estas flores salen a veces ya en julio y, según dicen, presagian un invierno temprano. En los ciclámenes el rojo del verano y el azul del otoño se funden en un violeta rosado y en su perfume se condensa, una vez más, toda la dulzura pasada, pero si se fija uno un poco, en el fondo de su perfume hay un olor distinto, de decadencia y de muerte. Siempre he pensado que el ciclamen es una flor extraña e inquietante.
Como el sol brillaba de nuevo me lancé a la tarea de partir leña. Hacer astillas costaba menos esfuerzo que cortar troncos y avancé a buen ritmo. No esperé, como la vez anterior, a que las astillas cubrieran el suelo, sino que recogí cada noche la madera partida y la amontoné ordenadamente debajo del porche. La lluvia no me volvería a sorprender.
Paulatinamente sistematicé todos mis trabajos y esto me aligeraba considerablemente la vida. La falta de planificación no fue nunca uno de mis defectos, pero en pocas ocasiones me había visto en la situación de realizar uno de mis planes. Siempre surgía, como una fatalidad, alguien o algo que los desbarataba. Aquí en el bosque nadie desbarataría mis planes. Si fracasaba era por culpa propia, yo era la única responsable.
Me dediqué hasta finales de agosto a partir leña. Mis manos se acostumbraron por fin a este trabajo. Las llevaba llenas de astillas que cada noche extraía con una pinza. En otro tiempo me había servido para depilarme las cejas. Ahora las dejaba crecer y ensombrecían mi mirada, tan densas y oscuras. Pero eso ya no me interesaba, estaba completamente absorbida en la cura de mis manos cada noche. Tuve mucha suerte de que ninguna astilla se infectara de verdad, aunque sí aparecieron pequeñas erosiones que el yodo eliminaba durante la noche.
En realidad el trabajo de la leña me arrebató un bellísimo verano tardío. Apenas si veía el paisaje, obsesionada como estaba por amontonar una buena reserva de leña. Cuando por fin coloqué la última astilla en el montón del porche, enderecé la espalda y decidí cuidarme un poco. Es curioso la escasa satisfacción que me da un trabajo terminado. Tan pronto he acabado con él, lo olvido y pienso ya en nuevas tareas. También en aquella ocasión la pausa para recuperarme no duró mucho. Siempre ha sido así. Mientras trabajo sueño con descansar tranquila y pacíficamente en el banco. Pero cuando estoy sentada en él me desasosiego y busco nuevas empresas. No creo que se deba a una diligencia especial, por naturaleza soy más bien perezosa, probablemente se trate de un impulso de autoprotección, porque ¿qué haría durante el descanso más que recordar y cavilar? Precisamente lo que no debo hacer, ¿qué remedio me queda, pues, más que trabajar? No es necesario buscar tareas, ellas mismas se ofrecen con insistencia.