Capítulo XVII

—SÍ, entiendo el punto —comentó lentamente Urias, ya de regreso en Roma—. Los hombres no lucharán por un gobierno por el que no tengan interés. Pero ¿piensas que podremos permitirnos indemnizar a todos los terratenientes leales cuyos siervos te propones liberar?

—Nos arreglaremos —replicó Padway—. Todo terminará en un periodo de años. Y este nuevo impuesto sobre los esclavos ayudará.

No explicó que esperaba hacer de la esclavitud una institución por completo onerosa, elevando de modo gradual el impuesto sobre los esclavos. Tal idea hubiera sido trastornadoramente radical, aun para la mente flexible de Urias.

—No me importan las limitaciones al poder del rey en esa nueva constitución tuya —prosiguió Urias—. Esto es, por mí mismo. Soy un soldado, y me alegra dejar a otros la conducción de los negocios civiles. Pero no estoy seguro respecto al Consejo Real.

—Aceptarán. Ya los tengo comiendo más o menos de mi mano. Les he demostrado que sin el telégrafo, jamás habríamos podido mantenernos tan bien informados de los movimientos de Juan el Sanguinario; y sin las prensas impresoras no nos habría sido posible levantar tan efectivamente a los siervos.

—¿Qué más hay?

—Debemos escribir a los reyes de los francos y explicarles de manera cortés, que no es culpa nuestra si los borgoñones prefieren nuestro régimen al de ellos, pero que, ciertamente, no nos proponemos devolverlos a sus majestades merovingias.

»También tenemos que hacer arreglos con el rey de los visigodos para equipar nuestros barcos en Lisboa para su viaje al otro lado del Atlántico. A propósito, te ha nombrado sucesor, de manera que cuando muera, los godos de Oriente y los de Occidente estarán unidos de nuevo. Lo cual me recuerda que debo hacer un viaje a Nápoles.

—¿Por qué estás tan empeñado en esta expedición atlántica, Martinus?

—Te lo diré. En mi país nos distraíamos aspirando el humo de una planta llamada tabaco. Es un pequeño vicio bastante inocuo, si no se exagera. Desde que llegué he estado deseando un poco de tabaco y las tierras al otro lado del Atlántico es el lugar más cercano en donde puedes conseguirlo.

Urias emitió su gran carcajada estruendosa.

—Tengo que partir. Me agradaría ver la redacción de tu carta a Justiniano, antes de que la envíes.

—Bien, como decimos en América. La tendré mañana para ti, lo mismo que el nombramiento de ministro de economía de Tomás el sirio, para que lo firmes. Él consiguió esos hábiles trabajadores del hierro de Damasco a través de sus relaciones particulares de negocios, así que no tendré que pedírselos a Justiniano.

—¿Estás seguro de que tu amigo Tomás es honrado?

—Seguro, es honrado. Solamente que debes vigilarlo. Saluda en mi nombre a Mathaswentha. ¿Cómo está?

—Muy bien. Se ha tranquilizado mucho desde que todas las personas que más temía han muerto o enloquecido. Tú sabes, estamos esperando a un pequeño Amal.

—¡No lo sabía! Felicitaciones.

—Gracias. ¿Cuándo vas a hallar una muchacha, Martinus?

Padway se estiró y sonrió.

—Oh, tan pronto como recupere el sueño perdido. Padway vio alejarse a Urias, con un sentimiento de envidia. Él estaba en la edad en que los solteros se sienten nostálgicos respecto a la vida familiar de sus amigos. No era que deseara una repetición de su fracaso con Betty, o un cartucho de dinamita hecho mujer, como Mathaswentha. Esperaba que Urias tendría a su reina preñada prácticamente todo el tiempo a partir de entonces. Eso podría mantenerla alejada de malas ideas. Escribió:

Urias, rey de los godos e italianos, a su radiante clemencia Flavio Anido Justiniano, emperador de los romanos, salud.

Ahora que el ejército enviado por vuestra serena alteza a Italia bajo el mando de Juan, sobrino de Vitaliano, mejor conocido como Juan el Sanguinario, ya no es un obstáculo para nuestra reconciliación, reasumimos la discusión de términos para la terminación honorable de la guerra cruel e improvechosa entre nosotros.

Subsisten las condiciones de nuestra carta anterior, con esta excepción: la indemnización de cien mil sólidi pedida previamente, se duplica, para compensar a nuestros ciudadanos de los daños causados por la invasión de Juan el Sanguinario.

Resta el problema de vuestro general, Juan el Sanguinario. Aunque nunca hemos considerado en serio como una afición coleccionar generales imperiales, las acciones de vuestra serenidad nos han forzado a una política que se parece mucho a eso. Como no deseamos causar una pérdida grave al imperio, liberaremos al citado Juan cuando se pague un modesto rescate de cincuenta mil sólidi. Apremiamos formalmente a vuestra serenidad a considerar en forma favorable este camino. Como sabéis, el reino de Persia está regido por el rey Khusrau, joven de gran fuerza y habilidad. Tenemos motivos para creer que Khusrau intentará pronto otra invasión de Siria. Entonces necesitaréis al general más hábil que podáis encontrar.

Además, nuestra leve capacidad para prever el futuro nos informa que dentro de alrededor de treinta años nacerá en Arabia un hombre llamado Mahoma, quien predicando una religión herética, instigará, a menos que sea detenido, una gran oleada de conquista bárbara, subvirtiendo el régimen, tanto del reino persa como del Imperio Romano de Oriente. Apremiamos respetuosamente la conveniencia de asegurar de inmediato el control de la península árabe, para que esta calamidad pueda ser detenida en su origen.

Aceptad, por favor, mi advertencia como prueba de nuestros sentimientos más amigables. Esperamos el gracioso favor de una pronta respuesta.

por Martinus Paduei, Cuestor.

Padway se echó hacia atrás y miró la carta. Había también otras cosas que atender: la amenaza de invasión de Nórico por los bávaros y el ofrecimiento del khan de los avaros de una alianza para exterminar a los hunos búlgaros. La alianza sería rechazada cortésmente. Los avaros no serían unos vecinos más agradables que los búlgaros.

Y, ¿debía seguir con sus experimentos con la pólvora? No tenía la seguridad de que fuera deseable. El mundo ya tenía suficientes medios de infligir muerte y destrucción.

Al diablo con eso, pensó. Metió todos los papeles a una gaveta de su escritorio, tomó su sombrero de la clavija y pidió su caballo. Se encaminó a la casa de Anicio. ¿Cómo podría cortar el hielo con Dorotea, si ni siquiera la había visto después de su regreso a Roma?

Dorotea salió a su encuentro. Pensó lo hermosa que estaba.

Pero no había en su actitud nada de «salud, héroe conquistador». Antes de que Padway pudiera decir una palabra, ella principió:

—¡Bestia! ¡Cosa viscosa! ¡Te ofrecimos nuestra amistad y nos arruinaste! ¡El corazón de mi pobre padre está roto! ¡Y supongo que ahora has venido a jactarte!

—¿Qué?

—¡No simules que no lo sabes! Sé todo lo relativo a esa orden ilegal que expediste, liberando a los siervos de nuestras propiedades en Campania. Incendiaron nuestra casa y robaron las cosas que había conservado desde que era niña…

Principió a llorar. Padway intentó decir algo, pero ella explotó nuevamente.

—¡Largo! ¡No quiero volver a verte nunca! Necesitarás un escuadrón de tus soldados bárbaros para entrar a nuestra casa. ¡Largo!

Padway se retiró con lentitud, desalentado. Era un mundo complejo. Casi cualquier cosa que hiciera uno iba a herir a alguien.

Después, su espalda se enderezó. No era algo por lo que debiera sentirse lástima por uno mismo. Dorotea era una buena muchacha, sí, bella y razonablemente brillante. Pero no era extraordinaria en esos aspectos; había muchas otras no menos atractivas. Para ser franco, Dorotea era una joven bastante común. Y como era italiana, era probable que engordara a los treinta y cinco años.

La indemnización del gobierno por sus pérdidas haría mucho por curar los corazones rotos de los Anicio.

Las muchachas estaban bien y era probable que él cayera uno de esos días. Pero tenía cosas más importantes por qué preocuparse. Su misión no se encontraba concluida. Nunca terminaría… hasta que la enfermedad, la vejez o la daga de algún enemigo acabara con él. Había mucho qué hacer y únicamente unos pocos decenios para hacerlo: brújulas, motores de vapor, microscopios y el mandato de habeas corpus.

Tenía más de año y medio oscilando, tomando un poco de poder aquí, apaciguando a un posible enemigo allá, manteniéndose bastante lejos del desagrado de las diferentes iglesias, iniciando algún arte menor, como el torneado del cobre. ¡No estaba mal para un ratón Padway! Tal vez podría continuar por años.

Y si no podía… si bastante gente se fastidiaba finalmente con las innovaciones del misterioso Martinus… bueno, había un sistema de telégrafo semafórico funcionando a todo lo largo y lo ancho de Italia, para ser sustituido algún día por un auténtico telégrafo eléctrico, si podía hallar el tiempo para los experimentos requeridos. Un sistema postal público estaba a punto de establecerse. Tenía prensas en Florencia, Roma y Nápoles, imprimiendo libros, panfletos y periódicos. Aunque le sucediera cualquier cosa, estas cosas seguirían adelante. Se encontraban demasiado arraigadas para ser destruidas por accidente.

Sin duda, la historia había sido cambiada.

Las tinieblas no descenderían.