Capítulo XVI

ERA la segunda mitad de mayo de 537, cuando Padway entró a Benevento con su ejército. Sus efectivos aumentaron poco a poco, a medida que llegaban del norte los restos del ejército de Urias. Esa misma mañana, un grupo de forrajeros encontró a tres godos que se habían establecido cómodamente en una granja local, a pesar de las protestas del dueño, preparándose para pasar en paz el resto de la guerra. Éstos también se unieron a ellos, aunque no de muy buena gana.

En lugar de ir directamente a la costa tirrena u occidental de Nápoles, Padway atravesó Italia hacia el Adriático y descendió por esa costa hasta Teate. Después avanzó tierra adentro hacia Lucera y Benevento. Como aún no tenían una línea telegráfica en la costa oriental, Padway se mantuvo informado de los movimientos de Juan el Sanguinario por medio de mensajeros a través de los Apeninos a las estaciones telegráficas que todavía no estaban en manos del enemigo. Calculó su marcha para llegar a Benevento después de que Juan el Sanguinario capturara Salerno, al otro lado de la península, dejando un destacamento protegiendo Nápoles e iniciado la marcha hacia Roma por la Vía Latina.

Padway esperaba ponerse a su retaguardia en los alrededores de Capua, mientras Belisario, si entendía sus órdenes, venía directamente de Roma y atacaba a los imperialistas por el frente.

En algún sitio entre Padway y el Adriático estaba Gudareths, llevando un tren de carretas llenas de picas y cartelones con la proclama de emancipación de Padway. Las picas habían sido sacadas de buhardillas e improvisadas con pértigas de cercas y cosas así. Los arsenales godos de Pavía, Verona y de otras ciudades septentrionales, estaban demasiado lejos en el momento para ser de alguna utilidad.

Las noticias de la emancipación se extendieron como un fuego de gasolina. Los labriegos se sublevaron en toda Italia meridional. Pero parecían más interesados en saquear e incendiar las villas de sus patrones que en unirse al ejército.

Una pequeña fracción de libertos se unió a ellos; esto significó varios miles de hombres. Cuando cabalgó hacia la retaguardia de su columna y vio esta gran chusma desordenada, que hormigueaba por el camino, parloteando como urracas y tomándose tiempo para dormitar, Padway se preguntó si serían de mucha utilidad.

Benevento está en una pequeña elevación, en la confluencia de los ríos Calore y Sabbato. Al entrar a la ciudad, Padway vio a varios godos sentados contra una de las casas. Uno de ellos le pareció familiar. Cabalgó hacia él.

—¡Dagalaif! —gritó.

El policía levantó la mirada.

Hails —dijo con voz fatigada, sin entonación. Donde debió estar su oreja izquierda, había un vendaje en torno a su cabeza—. Supimos que venías hacia acá, así que esperamos.

—¿Dónde está Nevitta?

—Mi padre murió.

—¿Qué? Oh —Padway calló por segundos. Después comentó—: ¡Oh, demonios! Era uno de los pocos amigos auténticos que tenía.

—Lo sé. Murió como un verdadero godo. Padway suspiró y se dedicó a alojar a su fuerza. Dagalaif continuó sentado contra el muro, sin mirar nada en particular.

Permanecieron en Benevento por un día. Padway supo que Juan el Sanguinario casi había pasado el cruce de caminos en Calatia, en su marcha hacia el Norte. No tenía noticias de Belisario, así que lo mejor que podía esperar era librar una acción retardatoria y mantener a Juan en Italia meridional hasta que llegaran más fuerzas.

Dejó su infantería en Benevento y cabalgó a Calatia con su caballería. Para entonces tenía una fuerza respetable de arqueros montados. Fritharik cabalgaba a su lado.

—¿No son bellas las flores, excelente patrón? —comentó—. Me recuerdan los jardines de mi hermosa propiedad de Cartago. Ah, eso era algo digno de verse.

Padway volvió la cara macilenta. Todavía podía sonreír, aunque le doliera.

—¿Te sientes poético, Fritharik?

—¿Yo, poeta? ¡Honh! ¿Únicamente porque me agrada tener algunos recuerdos agradables en mi última cabalgata terrenal…?

—¿Qué quieres decir con «última»?

—Quiero decir la última y no puedes decirme algo diferente. Juan el Sanguinario nos supera numéricamente por tres a uno, dicen. No habrá una tumba anónima para nosotros, porque no se molestarán en sepultarnos. Anoche tuve un sueño profético…

Al aproximarse a Calatia, donde la Vía de Trajano a través de Italia se unía a la Vía Latina de Salerno a Roma, sus exploradores informaron que la retaguardia del ejército de Juan el Sanguinario había salido hacía poco tiempo de la ciudad. Padway disparó sus órdenes. Un escuadrón de lanceros trotó al frente y una fuerza de arqueros montados los siguió. Desaparecieron por el camino. Padway cabalgó hacia la cumbre de un otero para observarlos. Se hicieron más y más pequeños, apareciendo y desapareciendo por las ondulaciones del camino.

Luego se escucharon gritos y sonidos metálicos, débiles por la distancia. Se impacientó. El telescopio no le servía, pues no podía ver alrededor de las esquinas. Los pequeños sonidos continuaron y continuaron. Leves columnas de humo principiaron a levantarse sobre los olivos. Bueno; eso significaba que sus hombres habían incendiado el tren de carretas de Juan el Sanguinario.

Entonces apareció en el camino un pequeño grupo oscuro, rematado por lanzas en ristre que parecían delgadas como cabellos. Padway atisbo a través de su telescopio, para asegurarse de que eran sus hombres. Bajó trotando del otero y libró algunas órdenes más. La mitad de sus arqueros a caballo se extendieron en un cuarto creciente a uno y otro lado del camino, y un cuerpo de lanceros se agrupó tras ellos.

Pasó el tiempo y los hombres transpiraban en sus cotas de malla de escamas. Después apareció la guardia avanzada, cabalgando a galope tendido. Sonreían y algunos agitaban partes del botín prohibido. Pasaron atronando el camino entre los arqueros en espera.

Su comandante cabalgó hacia Padway.

—¡Funcionó como un hechizo! —gritó—. Caímos sobre las carretas, dispersamos a los guardias e incendiamos el tren. Entonces vinieron contra nosotros. Hicimos lo que ordenaste. Se desorganizaron. Luego vino el mismo Juan con su maldito ejército. Así que nos retiramos. Llegarán en cualquier minuto.

—Magnífico —replicó Padway—. Ya sabes tus órdenes. Espéranos en el paso del monte Tifata.

Así que partieron y Padway aguardó. Pero no por mucho tiempo. Apareció una columna de coraceros imperiales, cabalgando a galope tendido. Comprendió que eso significaba que Juan el Sanguinario estaba sacrificando el orden en favor de la velocidad en su persecución, ya que los escuadrones no podían viajar a través de los campos y huertos a los lados del camino a ese paso. Aunque se desplegaran, tomaría a sus alas algún tiempo para llegar.

Los imperialistas se hicieron más y más grandes y los cascos de sus caballos produjeron un gran estruendo sobre el camino empedrado. Vio lo que iba a ocurrir y dio una orden. Alzaron las lanzas a los hombros y pusieron tensos los arcos. Para entonces estaban bien al alcance y los godos abrieron fuego. El restallido rápido y seco de los arcos y el silbido de las flechas se agregaron al clamor de la aproximación de los bizantinos. El caballo del comandante, un espléndido animal tordillo, se encabritó y fue derribado por otro corcel que chocó contra él. La vanguardia de la columna imperial se desorganizó en una masa de hombres y animales que se movían en círculos.

Padway miró al comandante de su cuerpo de lanceros; hizo girar su brazo dos veces en torno a su cabeza y señaló a los imperialistas. La línea de arqueros montados se abrió y los caballeros godos cargaron. Como siempre, avanzaron lentamente al principio, pero para cuando llegaron hasta los imperialistas, sus pesados corceles habían tomado un impulso irresistible. Los coraceros retrocedieron con gran estruendo, defendiéndose de modo desesperado, cuerpo a cuerpo, pero poniendo sus arcos en acción tan pronto como podían.

De reojo, Padway vio que un grupo de jinetes subía a una colina próxima. Eso significaba que las alas de Juan el Sanguinario estaban llegando. Hizo que su trompetero tocara la señal de retirada. Pero los caballeros siguieron presionando hacia atrás a la columna imperialista. Tenían la ventaja en el peso de hombres y caballos y lo sabían. Padway espoleó su caballo al galope por el camino, tras ellos. Si no detenía a los malditos tontos, serían tragados por el ejército imperialista. Llegó hasta sus godos, arrastró por la fuerza a su comandante fuera de la refriega y gritó a su oído que se retirase.

¡Ni! ¡Nist! —replicó el hombre a gritos—. ¡Buena pelea! —y volvió a lanzarse a la lucha.

Los godos empezaron a retroceder por el camino. En pocos segundos, todos estaban alejándose al galope, excepto unos pocos rodeados por los imperialistas.

En teoría, fue una retirada estratégica. Pero desde el punto de vista de los caballeros godos, Padway se preguntó si sería posible detenerlos de ese lado de los Alpes.

Una mirada hacia atrás le informó que los imperialistas habían dispuesto de los godos que no pudieron escapar y estaban iniciando la persecución.

De acuerdo con el plan, los arqueros montados se reunieron detrás de los lanceros y galoparon tras ellos, los de extrema retaguardia disparando hacia atrás.

Había catorce kilómetros hasta el paso, la mayor parte cuesta arriba. Padway esperó no tener que hacer esa cabalgata nuevamente.

Los riscos estaban amarillos en el sol poniente de la tarde, cuando la columna goda llegó por último al paso, trastabillando. Habían perdido pocos hombres, pero cualquier perseguidor realmente vigoroso podría haberlos alcanzado, derribándolos con facilidad de sus monturas. Por fortuna, los imperialistas no estaban menos cansados. Pero de cualquier modo, seguían persiguiéndolos.

Padway oyó que un oficial gritaba, despertando ecos que subieron por las paredes del paso:

—¡Descansarás cuando yo diga, cerdo perezoso! Miró en torno suyo y vio con satisfacción que la fuerza que envió adelante se encontraba aguardando en silencio en sus puestos. Éstos eran los hombres que aún no eran empleados en absoluto. La pandilla que incendió el tren de carretas estaba retirada detrás y los que habían huido se tendieron en tierra todavía más allá.

Los imperialistas avanzaron. Padway pudo ver volverse las cabezas de los hombres y levantar las miradas nerviosamente a las pendientes. Pero al parecer, Juan el Sanguinario aún no admitía que sus enemigos pudieran estar conduciendo una campaña inteligente. La columna imperialista cabalgó hasta la parte más estrecha del paso, seguida por los rayos oblicuos del sol.

Un caballo relinchó horriblemente y los imperialistas corrieron en todas direcciones. Padway dio la señal de ataque a un escuadrón de lanceros.

Únicamente había espacio para seis caballos de frente e incluso así, estaban apretados. Las rocas y los troncos no hicieron mucho daño a los imperialistas, excepto al formar un gran montón que cortó en dos su columna. Y los godos atacaron a la fracción que había pasado del punto de ruptura. Los coraceros, sin poder maniobrar o siquiera utilizar sus arcos, fueron arrojados contra la barrera por sus enemigos, más pesados. La lucha concluyó cuando los imperialistas sobrevivientes echaron pie a tierra y escaparon hacia la seguridad. Los godos reunieron los caballos abandonados y los condujeron hacia sus filas, lanzando alaridos.

Juan el Sanguinario se retiró a un par de tiros de flecha. Después hizo avanzar un pequeño grupo de coraceros, para disparar una andanada de flechas. Padway envió al paso a algunos arqueros godos desmontados. Éstos causaron tanto daño a los imperialistas, disparando desde atrás de la barrera, que los coraceros pronto fueron retirados.

Entonces, Juan el Sanguinario mandó a algunos lanceros para que barrieran a los arqueros. Pero la barrera detuvo su ataque. Mientras avanzaban paso a paso entre las rocas, los godos los llenaron de flechas. Para un general mucho más estúpido que Juan el Sanguinario ya habría comprendido que en ese paso estrecho, los caballos eran más o menos tan útiles como loros verdes. El hecho de que los imperialistas pudieran defender su extremo del paso tan fácilmente como Padway defendía el suyo no podía ser un gran consuelo, ya que ellos estaban tratando de pasar y Padway no. Juan el Sanguinario desmontó a algunos lombardos y gépidos y los mandó avanzar a pie. Mientras tanto, Padway apostó a algunos lanceros desmontados tras la barrera, de modo que sus lanzas formaran un grupo denso. Sus arqueros retrocedieron y subieron por las pendientes para disparar sobre las cabezas de los caballos.

Los lombardos y gépidos se adelantaron a trote corto. Estaban equipados con cotas de malla imperialistas. Llevaban espadas y algunos de ellos tenían inmensas hachas de combate. Al aproximarse, principiaron a gritar insultos a los godos, quienes sabían bastante bien sus dialectos germanos orientales para contestarles.

Los atacantes se lanzaron aullando sobre la barrera y empezaron a cortar el seto de lanzas que estaban demasiado juntas para que se deslizaran entre ellos fácilmente. Más asaltantes que vinieron detrás empujaron a los primeros contra las puntas de las lanzas. Algunos fueron atravesados. Otros metían los cuerpos entre las astas de las lanzas y llegaban hasta los lanceros. Luego, las primeras filas fueron una maraña de hombres que gruñían y gritaban, demasiado apretados para poder emplear sus armas, mientras que los que estaban tras ellos trataban de alcanzar al enemigo por encima de sus cabezas.

Los arqueros disparaban y disparaban. Las flechas rebotaban en los yelmos y se clavaban temblorosas en los grandes escudos de madera. Los hombres que eran heridos no podían caer ni retirarse.

Un arquero retrocedió entre las rocas para traer más flechas. Algunas cabezas godas se volvieron a mirarlo. Un par más de arqueros lo siguieron, aunque no habían agotado las flechas de sus aljabas. Algunos de los caballeros de retaguardia principiaron a seguirlos.

Padway vio el comienzo de una derrota desastrosa. Detuvo a un hombre y le quitó la espada. Después trepó a la roca desocupada por el primer arquero, gritando algo ininteligible incluso para él. Los hombres se volvieron a mirarlo.

La espada era enorme. Padway la tomó con ambas manos, la alzó sobre su cabeza y la bajó sobre el enemigo más cercano, cuya cabeza estaba al nivel de su cintura. La espada descendió sobre el casco del hombre con un sonido metálico, hundiéndoselo sobre los ojos. Padway golpeó otra y otra vez. El imperialista desapareció; atacó a otro. Golpeó yelmos, escudos, cabezas descubiertas, brazos y hombros. No podía decir cuándo eran efectivos sus golpes, porque cuando se recobraba de cada tajo, el cuadro había cambiado.

Después no hubo a su alcance cabezas que no fueran godas. Los imperialistas se estaban retirando, arrastrando sus heridos.

A primera vista parecía haber alrededor de una docena de godos caídos. Por un momento, Padway se preguntó, colérico, por qué el enemigo había dejado menos cadáveres. Se le ocurrió que algunos de esa docena sólo estaban heridos moderadamente y que el enemigo se había llevado a la mayoría de sus bajas.

El sol se había puesto y el ejército de Juan el Sanguinario se retiró valle abajo para levantar sus tiendas y cocinar su cena. Los godos de Padway hicieron lo mismo. El olor de los alimentos flotaba agradablemente. Cualquiera habría pensado que eran dos grupos de paseantes, a no ser por el montón de hombres y caballos muertos en la barrera.

Padway no subestimó a su enemigo y estableció un amplio y estrecho sistema de puestos avanzados justificados. Una hora antes del amanecer, principiaron a llegar sus centinelas. Parecía que Juan el Sanguinario estaba desplegando dos grandes cuerpos de arqueros anatolios desmontados sobre las colinas a uno y otro lado de ellos. Vio que su posición pronto sería insostenible. Así que sus godos fueron sacados de entre sus mantas, bostezando y gruñendo y guiados hacia Benevento.

Cuando salió el sol y Padway vio a sus hombres, se preocupó seriamente por su moral. Gruñían y parecían tan desalentados como se veía Fritharik de ordinario. No entendían de retiradas estratégicas. Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que principiaran a huir.

En Benevento sólo había un puente sobre el Sabbato, con una corriente bastante rápida. Padway pensó que podría retener ese puente por algún tiempo y que Juan el Sanguinario se vería obligado a atacarlo, por la pérdida de sus provisiones y la hostilidad de los labriegos.

Cuando llegaron al llano en torno a la confluencia de los dos pequeños ríos, Padway se encontró con una sorpresa horrorizante. Un enjambre de sus reclutas campesinos estaba cruzando el puente hacia él. Varios miles habían cruzado ya. Tenía que hacer pasar con rapidez su fuerza sobre el puente; sabía lo que ocurriría si se congestionaba con tropas en retirada. Gudareths cabalgaba a su encuentro.

—¡Seguí tus órdenes! —gritó—. Intenté contenerlos, pero pensaron que ellos mismos pueden derrotar a los griegos y se pusieron en marcha a pesar de todo. ¡Te dije que no sirven!

Padway se volvió a mirar. Los imperialistas estaban a la vista, comenzaban a desplegarse. Parecía el fin de la aventura.

Mientras tanto, los siervos italianos vieron la caballería goda galopando con los imperialistas persiguiéndolos y se formaron la idea de que la batalla se encontraba perdida. Oleadas de movimiento corrieron por los grupos desordenados y al fin, su movimiento se invirtió. El camino que conducía a la ciudad pronto se llenó de italianos fugitivos. Los que habían cruzado el puente estaban congestionados en una chusma que intentaba regresar.

—¡Vuelve sobre el río en alguna forma! —Padway gritó a Gudareths—. ¡Envía jinetes a los caminos para detener a los fugitivos! Que vuelvan de este lado. Trataré de contener a los griegos aquí.

Desmontó a la mayor parte de sus tropas. Dispuso a los lanceros en seis hileras en semicírculo frente a la cabeza de puente, en torno a los labriegos empavorecidos, con las lanzas hacia afuera. Apostó a los arqueros a lo largo de la orilla del río, en dos cuerpos, uno a cada flanco, y tras ellos a sus lanceros montados restantes. Si algo detenía a Juan el Sanguinario, sería eso.

Los imperialistas se detuvieron un momento. Luego, un gran cuerpo de lombardos y gépidos avanzaron hacia la línea de lanzas. Padway, de pie tras la línea, los vio crecer más y más. El sonido de sus cascos era como el de una gran orquesta de timbales, cada vez más fuerte.

Los imperialistas avanzaban. Parecía que podrían pasar sobre cualquier cuerpo de hombres sobre la tierra. Entonces principiaron a restallar las cuerdas de los arcos La carga aminoró su velocidad perceptiblemente, pero siguieron adelante y cayeron sobre la línea de lanzas. Padway pudo ver los labios apretados y las caras pálidas de los lanceros. Si resistían…

Lo hicieron. Los bridones de los imperialistas se encabritaban relinchando cuando los lanceros los herían. Algunos de ellos se detuvieron tan repentinamente, que sus jinetes fueron desmontados. Y después, toda la masa empezó a dispersarse de derecha e izquierda y retroceder hacia el cuerpo principal del ejército. No era la manera de combatir de la caballería y no tenían intenciones de ensartarse en las lanzas de aspecto desagradable.

Padway respiró en verdad por primera vez en casi un minuto. Había estado instruyendo a sus hombres en el sentido de que ninguna caballería podría romper una línea de lanceros en realidad sólida, pero él mismo no lo creyó hasta entonces.

Luego ocurrió algo terrible. Muchos de los lanceros, al ver a los imperialistas en fuga, rompieron la línea y se lanzaron contra sus adversarios de a pie. Padway chilló que regresaran, pero continuaron corriendo, o más bien, trotando pesadamente en sus armaduras. El alerta Juan envió un regimiento de coraceros tras la chusma entorpecida de godos y en un instante los dispersaron por todo el campo. Padway rabió con cólera y desesperación; ésa era su primera pérdida grave. Agarró a Tirdat por el cuello, casi estrangulándolo.

—¡Encuentra a Gudareths! —gritó—. ¡Dile que reúna a unos pocos cientos de estos italianos! ¡Voy a ponerlos en la línea!

La línea de Padway era ya peligrosamente delgada y no podía contraerla sin aislar a sus arqueros y a sus jinetes. Pero esta vez, Juan lanzó a su caballería contra los arqueros flanqueadores. Los arqueros retrocedieron al talud del río, donde no podían llegar a ellos los caballos y la caballería de Padway atacó a los imperialistas, rechazándolos en un caos polvoriento de espadas agitadas.

Al fin aparecieron los deseados reclutas, empujados por oficiales godos macilentos. El puente estaba cubierto de lanzas abandonadas; los campesinos fueron armados con ellas y puestos en primera línea. Llenaron bien la brecha. Para alentarlos, Padway colocó godos tras ellos, manteniendo las puntas de sus espadas contra sus riñones.

Si Juan el Sanguinario le daba un instante de tregua, podía dedicarse a la delicada operación de hacer pasar toda la fuerza sobre el puente, sin exponer a la matanza ninguna parte de ella.

Pero Juan el Sanguinario no tenía esa intención. Avanzaron dos grandes cuerpo a caballo, encaminados hacia la caballería goda flanqueadora.

Padway no podía ver exactamente lo que ocurría, entre el polvo y las hileras de cabezas y hombros que se interponían. Pero por el estrépito menguante, juzgó que sus hombres estaban siendo obligados a retroceder. Luego vinieron galopando algunos coraceros contra los arqueros, haciéndolos abandonar nuevamente la parte superior del talud. Los coraceros tendieron sus arcos y por unos segundos, godos e imperialistas se disparaban flechas. Después, los godos principiaron a deslizarse al río y a cruzarlo rápidamente a nado.

Atacaron finalmente los gépidos y lombardos. Esta vez no habría lluvia de flechas para hacer más lenta su carga. La masa atacante de gigantes agitando sus grandes hachas, se hizo más y más grande.

Padway se sintió como debía sentirse una cuerda de violín un instante antes de reventarse.

Hubo una conmoción violenta en sus propias filas, frente a él. Las espaldas de los godos fueron sustituidas por las caras morenas de los labriegos. Éstos habían soltado sus picas para abrirse paso hacia atrás entre las filas, a pesar de las puntas de las espadas. Padway vio sus ojos desorbitados, sus bocas emitiendo alaridos de terror, mientras él era derribado por la oleada. Pasaron sobre su cuerpo. Se retorció y pataleó como una salamandra en un anzuelo, preguntándose cuándo serían remplazados los pies descalzos de los italianos por los cascos de la caballería hostil. El reino ítalo-godo estaba perdido y todo su trabajo había sido inútil…

La presión y los golpes menguaron. Padway se libró, dolorido, de los que habían caído sobre él. Toda su línea principió a ceder, pero luego quedó inmóvil.

La caballería pesada imperialista no se veía. El polvo era tan espeso, que no podía verse mucho. De más allá del palio frente a la posición de Padway, venían pisadas, gritos y sonidos metálicos.

—¿Qué sucedió? —gritó Padway.

Nadie respondió. No se veía nada frente a ellos sino polvo.

Después apareció un hombre, corriendo a pie. Al disminuir la velocidad, Padway vio que era un lombardo.

Se preguntaba si sería un lunático que intentaba atacar solo a su ejército.

¡Armaio! ¡Merced!

Los godos intercambiaron miradas sorprendidas. Entonces apareció un par más de bárbaros, uno de ellos conducía un caballo de la brida.

¡Armaio, timrja! (¡piedad, camarada!) ¡Armaio, frijond! (¡merced, amigo!) —gritaron.

Un coracero imperial, con pluma en el yelmo, cabalgó detrás de ellos, gritando en latín: ¡Amicus! Luego aparecieron compañías completas de imperialistas, a pie y a caballo, germanos, eslavos, hunos y anatolios mezclados, bramando en varias lenguas: «¡Piedad, amigo!».

Un grupo sólido de jinetes, con un estandarte godo en medio de ellos, cabalgó entre los imperialistas. Padway reconoció a una figura alta, con barba café, en medio de ellos.

—¡Belisario! —graznó.

El tracio se acercó, se inclinó y le estrechó la mano.

—¡Martinus! No te reconocía, con todo ese polvo en la cara. Temí que llegaría demasiado tarde. Hemos estado cabalgando desde el alba. Los atacamos por la retaguardia y eso fue todo. Tenemos a Juan el Sanguinario, y tu rey Urias está a salvo. ¿Qué haremos con todos estos prisioneros? Deben ser cuando menos veinte mil o treinta mil.

Padway osciló un poco sobre sus pies.

—Oh, reúnelos y ponlos en un campo o algo. No me importa en realidad. En otro minuto estaré dormido sobre mis pies.