Capítulo XIV

LOS miembros del Consejo Real godo aparecieron en la oficina de Padway con una variedad de ceños. Eran hombres de riqueza y ocio y no les agradaba ser arrastrados prácticamente de sus mesas de desayuno.

Padway los informó. Sus noticias los aturdieron a un silencio temporal.

—Como sabéis, mis señores —continuó—, bajo la constitución no escrita de la nación goda, un rey demente debe ser remplazado tan pronto como sea posible. Permitidme sugerir que las circunstancias hacen del reemplazo del infortunado Thiudahad un problema apremiante.

—Esto es en parte obra tuya, joven —gruñó Wakkis—. Podríamos haber comprado a los francos…

—Sí, mi señor. Sé todo eso. La dificultad es que los francos no permanecerían comprados, como bien sabes. En todo caso, a lo hecho, pecho. Ni los francos ni Justiniano han actuado todavía contra nosotros. Si podemos organizar rápidamente la elección de un nuevo rey, no estaremos peor de lo que estamos.

—Supongo que tendremos que convocar otra convención de los electores —dijo Wakkis.

—Aparentemente nuestro joven amigo tiene razón —habló otro consejero, llamado Mannfrith—, por mucho que yo odie recibir consejos de extraños. ¿Cuándo y dónde será la convención?

Hubo muchos ruidos guturales de los godos.

—Con la venia de mis señores, tengo una sugerencia —dijo Padway—. Nuestra nueva capital civil será Florencia y, ¿qué modo más apropiado hay de inaugurarla, que efectuar ahí nuestra elección?

Hubo más gruñidos, pero nadie presentó una idea mejor. Padway sabía bien que no les gustaba seguir sus sugerencias, pero que, por otra parte, se alegraban de evitar el pensar y aceptar responsabilidades.

—Tendremos que dar tiempo para que salgan los mensajes —observó Wakkis—, y para que lleguen a Florencia los electores.

En ese momento entró Urias. Padway lo llevó aparte.

—¿Qué dijo? —le preguntó quedo.

—Lo hará.

—¿Cuándo?

—Oh, creo que en alrededor de diez días. No parece muy decente, tan pronto después de la muerte de mi tío.

—Olvídalo. Es ahora o nunca.

—¿Quiénes serán los candidatos? —inquirió Mannfrith—. Me agradaría ser uno de ellos, solamente que mi reumatismo me ha estado molestando mucho.

—Thiudegiskel será uno de ellos —propuso alguien—. Es el sucesor lógico de Thiudahad.

—Pienso que os complacerá saber que nuestro estimado general Urias será candidato —anunció Padway.

—¿Qué? —chilló Wakkis—. Es un joven magnífico, lo admito, pero es inelegible. No es del clan Amal.

Padway mostró una sonrisa triunfante.

—No lo es ahora, mis señores, pero lo será para cuando sea convocada la elección —los godos parecieron sorprendidos—. Y mis señores, espero que todos vosotros nos daréis el placer de vuestra compañía en la boda.

Durante el ensayo de la boda, Mathaswentha llamó a Padway.

—Has sido realmente el más noble respecto a esto, Martinus —dijo—. Espero que no lo lamentarás demasiado.

—Querida mía, tu dicha es mi felicidad —Padway hizo su mejor intento de parecer noble—. Y si amas a este joven, estás haciendo lo justo.

—Lo amo. Prométeme que no te sentarás a lamentarlo, sino que irás a buscar alguna joven buena, adecuada para ti.

—Será difícil olvidar, querida mía —Padway suspiró convincentemente—. Pero ya que lo pides, lo prometo. Vamos, no llores. ¿Qué pensará Urias? Deseas hacerlo dichoso, ¿no?

La boda fue un bello acontecimiento, en una forma semibárbara. Padway descubrió un gusto insospechado por la dirección de escena e introdujo un acto que había visto en fotografías de bodas de la academia militar de los Estados Unidos: el de hacer que los amigos de Urias formaran un arco de espadas, bajo el cual bajaran las escaleras del templo el novio y la novia. En su interior estaba conteniéndose para reprimir la risa. Pensó que el largo hábito de Urias se parecía asombrosamente a una bata de baño que él tuvo, excepto que la bata de Padway no había tenido imágenes de santos bordadas con hilos de oro.

Al partir la pareja, Padway se escondió tras un pilar. Si lo vio Mathaswentha de reojo, pudo haber pensado que estaba derramando una última lágrima. Pero en realidad se hallaba permitiéndose el lujo de un prolongado suspiro de alivio.

Antes de reaparecer, oyó a un par de godos que hablaban al otro lado del pilar.

—Sería un buen rey, ¿eh, Albehrts?

—Quizá. Lo sería, por sí mismo. Pero temo que esté bajo la influencia de ese Martinus. No es que tenga nada específicamente contra el misterioso Martinus, entiende… pero tú sabes cómo es.

—Ja, ja, ja. Oh, bueno, uno siempre puede lanzar al aire un sestercio para decidir por quién votar.

Padway tenía toda la intención de mantener a Urias bajo su influencia. Eso parecía posible. A Urias le desagradaban los problemas de la administración civil y se impacientaba con ellos. Era un soldado competente y al mismo tiempo era susceptible a las ideas de Padway.

Hizo que la noticia de la elección fuera trasmitida por telégrafo, economizando así una semana que de ordinario hubiera sido necesaria para que los mensajeros viajaran a todo lo largo y lo ancho de Italia, y convenciendo, incidentalmente, a los godos del valor de sus innovaciones. Envió otro mensaje también, ordenando a todos los altos comandantes militares que permanecieran en sus puestos. Su motivo verdadero era una determinación de mantener a Thiudegiskel en Calabria durante las elecciones.

Los godos jamás habían visto unas elecciones conducidas según los principios estadounidenses, probados por el tiempo. Padway se los enseñó. Los electores llegaron a Florencia para hallar la ciudad cubierta con gallardetes y canelones enormes que decían:

¡VOTA POR URIAS, EL PREDILECTO DEL PUEBLO!

¡Impuestos más bajos! ¡Obras públicas más grandes!

¡Protección para los ancianos! ¡Gobierno eficaz!

Y todo eso. También encontraron un sistema completo de comisionados de distrito para remolcarlos, enseñarles la ciudad, aunque en esos días Florencia no tenía mucho que mostrar, y atraérselos en general.

Tres días antes de que se efectuaran los comicios, Padway ofreció una barbacoa al aire libre Él mismo se metió en deudas por los gastos. Bueno, no precisamente; metió en deudas al pobre Urias, que fue demasiado prudente en aceptar a su nombre compromisos que pudo haber evitado.

Más tarde, Padway y Urias descansaron ante una botella de brandy. Padway comentó que la elección le parecía un cincho, pero luego tuvo que explicar qué era un cincho. De los dos candidatos adversarios, uno se había retirado y el otro, el hijo de Harjis Austrowald, era un anciano únicamente con la relación más remota con el clan Amal.

Entonces llegó uno de los comisionados de distrito, sin aliento. Le pareció a Padway que la gente siempre acudía a él sin aliento.

—¡Thiudegiskel está aquí! —ladró el hombre.

Padway no perdió tiempo. Investigó dónde estaba alojado, reunió unos cuantos soldados godos y fue a arrestarlo. Halló que Thiudegiskel se había apoderado, con una pandilla de sus amigos, de una de las mejores posadas de la ciudad, y arrojando a la calle a los huéspedes con sus pertenencias.

La banda estaba hartándose en la planta baja, a la vista de todos. No habían cambiado aún sus ropas de viaje y parecían fatigados Padway entró. Thiudegiskel levantó la mirada.

—Oh, eres tú nuevamente. ¿Qué quieres?

—Tengo una orden de arresto contra ti —anunció Padway—, por insubordinación y abandono de tu puesto, firmada por Ur…

La voz aguda lo interrumpió.

—Ja, ja, sé todo respecto a eso, mi querido Sineigs. Quizá pensabas que permanecería lejos de Florencia, mientras hacías las elecciones sin mí, ¿eh? Pero yo no soy así, Martinus. En lo más mínimo. Estoy aquí, soy un candidato y cuando sea rey recordaré todo lo que intentes ahora Eso es una cosa mía; tengo una memoria infernalmente buena.

—¡Arrestadlo! —ordenó Padway a sus soldados.

Hubo un gran ruido de sillas al levantarse la pandilla y echar mano a las empuñaduras de sus espadas. Padway miró a sus soldados; no se habían movido.

—¿Bueno? —estalló.

El más viejo de ellos, una especie de sargento, se limpió la garganta.

—Bueno, señor, así es. Sabemos que eres nuestro superior y todo eso. Pero las cosas son un tanto inseguras, con estas elecciones y todo y no sabemos de quién estaremos tomando órdenes dentro de un par de días. Supón que detenemos a este joven y luego es elegido rey. Eso no sería tan bueno para nosotros, ¿verdad, señor?

—¡Son unos…! —rugió Padway.

Sus soldados principiaron a salir. El joven noble godo llamado Willimer murmuró algo a Thiudegiskel, mientras deslizaba su espada un poco fuera de la funda.

Thiudegiskel movió la cabeza.

—Parece que no simpatizas a mi amigo, aquí presente, Martinus. Jura que te hará una visita tan pronto como concluyan los comicios. Así que sería más saludable para ti que abandonaras Italia en un pequeño viaje. De hecho, tengo dificultad para evitar que él actúe ahora mismo.

Ya casi todos los soldados se habían ido. Padway comprendió que era mejor que él también se marchara, si no quería que esos matones bien nacidos hicieran picadillo de él.

Hizo acopio de toda la dignidad que le fue posible.

—Conocéis las leyes contra el duelo.

—Seguro, la conozco. Pero recuerda que yo seré quien la sancionará. Te hago una buena advertencia, Martinus. Ésa es una cosa…

Pero Padway no esperó a escuchar la siguiente contribución de Thiudegiskel al tema inagotable de su persona. Salió, lleno de cólera y humillación. Para cuando terminó de maldecir su estupidez y pensó en reunir sus tropas orientales, las pocas que no estaban en el norte con Belisario, y hacer un segundo intento, era demasiado tarde. Thiudegiskel había reunido un gran grupo de partidarios dentro del hotel y alrededor de él, y se necesitaría una gran batalla para desalojarlo. Los ex imperialistas disfrutaban mucho de parecer entusiastas respecto a la perspectiva y Urias farfulló que únicamente era honorable dejar que el hijo del ex rey tuviera una oportunidad de obtener la corona.

Tomás el sirio llegó al día siguiente. Llegó jadeando.

—¿Cómo estás, Martinus? No deseaba perderme de toda la excitación, así que vine de Roma. Traje a mi familia.

—Estoy bien, gracias —contestó Martinus—. O estaré bien cuando recupere el sueño atrasado. ¿Cómo estás tú?

—Bien, gracias. Los negocios han sido buenos, para variar.

—¿Y cómo está tu amigo Dios? —inquirió Padway, con seriedad.

—También bien… ¡oh, granuja blasfemo! Eso te costará un interés adicional en tu próximo préstamo. ¿Cómo van los sufragios?

Padway lo informó.

—No serán tan fáciles como pensaba. Thiudegiskel ha encontrado mucho apoyo entre los godos conservadores a quienes no les simpatizan los hombres hechos por su propio esfuerzo, como Wittigis y Urias. La nata prefiere a un Amal por nacimiento…

—¿La nata? ¡Oh, ya veo! ¡Espero que Dios te oiga! Podrías ponerlo de buen humor la próxima vez que piense mandar una plaga o un terremoto.

—Y Thiudegiskel no es tan estúpido como se podía esperar —siguió Padway—. Tan pronto como llegó, envió a sus amigos a arrancar mis cartelones y a poner los suyos. Hubo peleas a puñetazos y un acuchillado, no fatalmente, por fortuna. Así que… ¿conoces a Dagalaif, hijo de Nevitta?

—¿El jefe de policía? Sólo de nombre.

—No es elegible para votar. Bueno, el vigilante de la ciudad tiene demasiado miedo a los godos para mantener el orden y no me atrevo a usar a mis guardias por temor de provocar a todos los godos contra los «extranjeros». Extorsioné a los padres de la ciudad para que comisionaran a Dagalaif para que delegara a los otros alguaciles que no son electores como policía electoral. Como Nevitta está de nuestro lado, no sé cuán imparcial será Dagalaif. Pero espero que nos evite una batalla campal.

—Maravilloso, maravilloso, Martinus. No te excedas; algunos godos consideran tus métodos de elección irregulares e indignos. Pediré a Dios que cuide en forma especial de ti y de tu candidato.

Un día antes de los comicios, Thiudegiskel demostró su astucia política, ofreciendo una barbacoa todavía más en grande que la de Padway. Éste tuvo merced de la bolsa de Urias y había limitado su festín a los electores. Thiudegiskel, que podía recurrir a la riqueza de las inmensas propiedades de Thiudahad en Toscana, echó la casa por la ventana.

Invitó a todos los electores y también a sus familias y amigos.

Padway, Urias y Tomás, con los comisionados de distrito del segundo, la familia del tercero y una guardia considerable, llegaron al campo después de que había comenzado la fiesta. El campo estaba cubierto con miles de godos de todas edades, tallas y sexos.

Un godo se acercó a ellos, con espuma de cerveza en la barba.

—Oíd, oíd, ¿qué estáis haciendo? No fuisteis invitados.

Ni ogs frijond —respondió Padway.

—¿Qué? ¿Me dices que no tenga miedo? —gruñó el godo.

—Ni siquiera intentamos participar en vuestra fiesta. Tenemos un pequeño día de campo. No hay ley contra los días de campo, ¿o sí?

—Bueno… ¿para qué es el armamento? Me parece que estabais proyectando un secuestro.

—Vamos —lo apaciguó Padway—. Tú portas una espada, ¿no?

—Pero yo soy oficial. Soy uno de los hombres de Willimer.

—Esta gente también son nuestros hombres. No te preocupes por nosotros. Permaneceremos al otro lado del camino, si eso te hace feliz. Ahora, ve a disfrutar de tu cerveza.

—Bueno, no intentéis nada, pues estaremos preparados.

El godo se retiró, farfullando respecto a la lógica de Padway.

El grupo de Padway se estableció al otro lado del camino, sin hacer caso a las miradas hostiles de los partidarios de Thiudegiskel. El mismo Padway se tendió sobre el pasto, comiendo poco y observando con los ojos entrecerrados el festín. Tomás comentó:

—Mi muy excelente general Urias, esa expresión me indica que nuestro amigo Martinus está planeando algo particularmente infernal.

Thiudegiskel y algunos de su pandilla subieron a la plataforma de los oradores. Willimer presentó al candidato, con brevedad loable. Padway hizo callar a su grupo y esforzó el oído. Aún así, con tanta gente, pocos de ellos completamente silenciosos, entre él y el orador, no captó mucho del godo agudo de Thiudegiskel.

—… ¿y sabíais, amigos, que el general Urias tenía doce años de edad, antes de que su pobre madre pudiera enseñarlo a que no se orinara en el lecho? Es verdad. Eso es una cosa mía; jamás exagero. Por supuesto, no podría exagerar las peculiaridades de Urias. Por ejemplo, la primera vez que visitó a una muchacha…

Urias en raras ocasiones se encolerizaba, pero Padway pudo ver que el joven general estaba acercándose rápidamente a la incandescencia. Tendría que pensar pronto en algo o habría un combate.

Sus ojos cayeron sobre Ajax y la familia del esclavo. El hijo mayor de Ajax era un muchacho de diez años, color chocolate, con cabellos lanudos.

—¿Sabe alguien si Thiudegiskel está casado? —preguntó Padway.

—Sí —respondió Urias—. El cerdo se casó antes de marchar a Calabria. Y, además, con una buena muchacha, prima de Willimer.

—Hm-m-m. Oye, Ajax, ¿ese hijo tuyo mayor habla godo?

—Oh, no, mi señor, ¿por qué había de hablar?

—¿Cómo se llama?

—Príamo.

—¿Te agradaría ganarte un par de sestercios, Príamo?

El niño se levantó de un salto e hizo una inclinación. Padway consideró vagamente repulsiva esa actitud servil en un niño. Pensó que algún día debía hacer algo respecto a la esclavitud.

—Sí, mi señor —chilló el niño.

—Di la palabra atta. Eso significa «padre» en godo.

Repitió Príamo:

Atta. ¿Dónde están mis sestercios, mi amo?

—No tan pronto. Príamo. Eso es nada más el principio del trabajo. Practica por un tiempo, diciendo atta.

Padway se levantó y atisbo hacia el campo.

—¡Hai, Dagalaif! —llamó suavemente.

El jefe de la policía se apartó de la chusma y se acercó.

—¡Hails, Martinus! ¿Qué puedo hacer por ti?

Padway le dio instrucciones en voz baja. Después dijo a Príamo:

—¿Ves al hombre con la capa roja en la plataforma, el que está hablando? Bueno, ve hasta él, sube a la plataforma y dile atta. Con voz fuerte, de modo que todos puedan oírlo. Dícelo muchas veces, hasta que suceda algo. Luego corre de vuelta hasta aquí.

Príamo frunció el ceño, concentrándose.

—¡Pero ése no es mi padre! ¡Éste es mi padre! —señaló a Ajax.

—Lo sé. Pero harás lo que digo, si quieres tu dinero.

Así que Príamo se escurrió entre la multitud de godos, con Dagalaif tras de sus talones. Se perdieron a la vista de Padway por unos minutos, mientras Thiudegiskel seguía chillando. Luego, la pequeña forma del negro apareció sobre la plataforma, subido por los fuertes brazos de Dagalaif. Padway escuchó claramente el grito infantil:

¡Atta!

Thiudegiskel se interrumpió a la mitad de una oración.

¡Atta! ¡Atta! —repitió Príamo.

—¡Parece que te conoce! —gritó una voz, al frente.

Thiudegiskel calló, frunció el ceño y enrojeció. Un suave murmullo de risas corrió entre los godos y ascendió a un rugido.

¡Atta! —gritó Príamo una vez más, con mayor fuerza.

Thiudegiskel tomó la empuñadura de su espada y avanzó hacia el niño. El corazón de Padway perdió una palpitación.

Pero Príamo saltó de la plataforma a los brazos de Dagalaif, dejando a Thiudegiskel gritando y agitando su espada. En apariencia gritaba: «¡Es mentira!» una y otra vez. Padway podía ver moverse su boca, pero sus palabras se perdían en el estruendo de la risa wagneriana de la nación goda.

Aparecieron Dagalaif y Príamo corriendo hacia ellos. El godo estaba trastabillando levemente y oprimiéndose el estómago. Padway se alarmó, hasta que vio que Dagalaif padecía un acceso de risa y tos.

Lo palmeó en la espalda hasta que se moderaron las toses y los jadeos.

—Si permanecemos aquí, Thiudegiskel recobrará el juicio y estará lo bastante colérico para azuzar a sus partidarios hacia nosotros con las armas en las manos. En mi país teníamos la palabra «zape», que creo que es aplicable. Vámonos.

—Eh, mi señor —chilló Príamo—, ¿dónde están mis dos sestercios? Oh, gracias, mi amo. ¿Quieres que llame «padre» a alguien más, mi señor?