PADWAY se apresuró a volver a Roma y mostró a Belisario la carta de Justiniano. Nunca había visto un hombre más infeliz que el recto tracio.
—No lo sé —fue todo lo que replicó Belisario a sus preguntas—. Tendré que pensar.
Padway tuvo una entrevista con Antonina, la esposa de Belisario. Se entendió bien con esta pelirroja esbelta y vigorosa.
—Le dije en repetidas ocasiones que no recibiría otra cosa que ingratitud de Justiniano —observó Antonina—. Pero tú sabes cómo es… razonable respecto a casi todo, excepto lo relativo a su honor. Más, después de esta carta… haré lo que pueda, excelente Martinus.
Para deleite de Padway, Belisario capituló finalmente.
El punto de peligro inmediato parecía ser Provenza. El servicio de información de Padway había descubierto la historia de otro soborno pagado por Justiniano a los francos, para que atacaran a los godos. Así que Padway hizo algunos cambios. Ordenó a Asinar que regresara a casa. Sisigis fue transferido al mando del ejército Dálmata de Asinar, y se dio a Belisario el mando de las fuerzas de Sisigis en Galia. Antes de partir hacia el norte, Belisario pidió a Padway toda la información disponible referente a los francos.
—Son valientes, traicioneros y estúpidos —explicó Padway—. No tienen sino infantería sin armadura, que combate en columna. Llegan dando alaridos, lanzan una andanada de hachas y jabalinas y avanzan con las espadas. Si puedes detenerlos con una línea de piqueros de confianza o con cargas de caballería, son indefensos contra los arqueros montados. Son muy numerosos, pero una masa tan enorme de infantería no puede permanecer mucho tiempo en un territorio que pueda alimentarlos, así que deben mantenerse en movimiento o padecer hambre.
»Además, son tan primitivos que no pagan nada a sus soldados. Se espera que vivan del pillaje. Si puedes contenerlos en un lugar el tiempo suficiente, se disuelven por deserción. Pero no subestimes su número y su ferocidad.
»Intenta enviar agentes a Borgoña para espolear a los borgoñones contra los francos, quienes los conquistaron hace sólo pocos años, y no simpatizan con ellos.
Si iba a haber más guerra, Padway conocía un invento que la decidiría definitivamente en favor de los ítalo-godos. La pólvora se hacía con azufre, carbón y salitre. Había aprendido eso en sexto grado. Sin duda los dos primeros estaban disponibles.
Supuso que el nitrato de potasio podía obtenerse en algún lado como mineral. Pero no sabía dónde ni qué apariencia tenía. No podía sintetizarlo con el equipo que tenía a la mano, aunque hubiera tenido los conocimientos de química necesarios. Pero recordó haber leído que se formaba debajo de los montones de estiércol. Y recordó también un montón enorme que vio en el patio de Nevitta.
Visitó a Nevitta y le pidió permiso para cavar. Gritó de alegría cuando encontró cristales que parecían de azúcar de arce. Nevitta le preguntó si estaba loco.
—Seguro —respondió—. ¿No lo sabías? He estado loco durante años.
Su vieja casa de la calle Larga se hallaba más llena que nunca de actividad, a pesar de la mudanza a Florencia. Era empleada por la Compañía Telegráfica como cuartel en Roma. Padway estaba haciendo construir otra prensa. Y ahora, el espacio restante en la planta baja se convirtió en un laboratorio químico. Padway no sabía qué proporciones de los tres ingredientes hacían buena pólvora y el único modo de saberlo era por la experimentación.
Dio órdenes en nombre del gobernador, de fundir y perforar un cañón. La fundición de bronce que recibió la orden no se mostró deseosa de cooperar. Nunca habían visto un objeto así y no estaban seguros de poder hacerlo. ¿Para qué quería este tubo, para un tiesto?
Les tomó mucho tiempo hacer el modelo y el molde. El primero que entregaron pareció estar bien, hasta que Padway examinó cuidadosamente el extremo de la recámara. Allí el metal estaba esponjoso y agujerado. El cañón hubiera explotado la primera vez que disparara.
La dificultad era que había sido fundido con el plano de boca hacia abajo. La solución fue aumentar la longitud del cañón, fundirlo con el plano de boca hacia arriba y aserrar la parte adicional de bronce defectuoso.
Sus esfuerzos para producir pólvora no llegaron a ninguna parte. Muchas de las proporciones de los ingredientes ardían bellamente cuando eran encendidas. Pero no explotaban. Ensayó todas las proporciones; varió sus métodos de mezcla. No estallaban.
Quizá tenía que encender una gran cantidad, comprimida aún más apretadamente. Presionó todos los días a la fundición, hasta que entregaron el segundo cañón.
A la mañana siguiente, muy temprano, Fritharik y un par de ayudantes montaron el cañón sobre una cureña rudimentaria de tablones, en un espacio desocupado, cerca de la Puerta Viminal.
Padway comprimió varios kilos de pólvora en el cañón y metió después una bola de hierro fundido.
—Fritharik, dame esa tea —dijo en voz baja—. Ahora, atrás todos. Hasta allá y tiéndanse. También tú, Fritharik.
—¡Nunca! —exclamó el vándalo, indignado—. ¿Abandonar a mi patrón en un momento de peligro? ¡No!
—Está bien, si deseas la posibilidad de volar en pedazos.
Padway aplicó la llama de la tea al oído del cañón.
La pólvora chispeó y siseó.
La pólvora hizo ¡pfurnp! La bala del cañón saltó del plano de boca, cayó a tierra a un paso de distancia, rodó otro paso y se detuvo.
El bello cañón nuevo y brillante regresó a la casa de Padway para ser guardado en el sótano con el reloj.
A principios de la primavera, Urias apareció en Roma. Explicó que había dejado la academia militar en manos de subordinados y venía a encargarse de formar una fuerza de milicias de romanos, que era otra de las ideas de Padway. Pero tenía un aire desdichado, insidioso, que hizo que Padway sospechara que ésa no era la causa auténtica.
A las preguntas de Padway, estalló al fin.
—Excelente Martinus, simplemente debes darme un mando en algún lugar alejado de Rávena. No puedo soportarla más.
Padway puso un brazo en torno a los hombros de Urias.
—Vamos, viejo, dime qué te molesta. Quizá pueda ayudarte.
—Uh… bueno… es… Oye, ¿qué es lo que hay entre tú y Mathaswentha? —balbuceó Urias, mientras miraba el suelo.
—Eso pensé. Has estado viéndola, ¿verdad?
—Sí. Y si me mandas de vuelta a Rávena, seguiré viéndola a pesar de mí mismo. ¿Están comprometidos tú y ella o qué?
—Tuve esa idea una vez —Padway adoptó el aire de uno que está a punto de hacer un gran sacrificio—. Pero, mi amigo, no me interpondré en el camino de la felicidad de nadie. Estoy seguro de que estás mucho mejor dotado que yo para ella. Así que si quieres pretender su mano, hazlo, con mis bendiciones.
—¿Hablas en serio? —Urias se levantó de un salto y principió a pasearse, casi radiante—. Yo… No sé cómo agradecértelo… es lo más grande que podrías hacer por mí… Soy tu amigo para toda la vida…
—Olvídalo; me alegra ayudarte. Pero ahora que estás aquí, será mejor que termines el trabajo que viniste a hacer.
—Oh. Supongo que debo hacerlo —dijo Urias sobriamente—. Pero ¿cómo la cortejaré entonces?
—Escríbele.
—¿Cómo puedo hacerlo? No sé frases hermosas. De hecho, jamás he escrito una carta de amor en mi vida.
—También te ayudaré en eso. Mira, podemos hacerlo ahora —Padway comenzó a redactar una carta para la princesa—. Vamos a ver, debemos decirle cómo son sus ojos.
—Son como ojos, ¿no?
—Por supuesto, pero en este negocio los comparas con estrellas y con cosas.
Urias pensó.
—Son parecidos al color de un glaciar que vi en los Alpes.
—No, eso diría que son tan fríos como el hielo.
—También le recuerdan a uno la hoja pulida de una espada.
—Objeción similar. ¿Qué dices de los mares nórdicos?
—Hm-m-m. Sí creo que eso es, Martinus. Grises como los mares nórdicos.
—Tiene un tono poético magnífico.
—Lo tiene. Entonces serán los mares nórdicos.
Urias escribió lenta y torpemente.
Cuando estaba concluyendo la carta, Padway se hundió el sombrero y se encaminó a la puerta.
—Hai —exclamó Urias—, ¿qué prisa tienes?
—Voy a ver a unos amigos; una familia llamada Anicio. Gente buena. Te los presentaré algún día, cuando estés atado seguramente.
La idea original de Padway había sido introducir una forma benigna de conscripción selectiva, comenzando con la ciudad de Roma, que requería que los reclutas se presentaran a una instrucción semanal. El Senado, que para entonces era un mero consejo municipal, rehusó. Algunos de ellos desconfiaban o no les simpatizaba Padway.
No quiso ceder hasta que hubiera ensayado otras cosas. Hizo que Urias anunciara prácticas voluntarias, los salarios comunes. Los resultados fueron desalentadores.
Los pensamientos de Padway fueron arrebatados en forma repentina de la remilitarización de los italianos, cuando llegó Juniano con un mensaje telegráfico. Decía:
Wittigis escapó anoche de la detención, no se ha encontrado rastro de él.
(firmado)
Aturpad el Persa
comandante.
Por un minuto, Padway simplemente miró el mensaje. Luego se levantó de un salto.
—¡Fritharik! ¡Saca nuestros caballos! —gritó.
Galoparon hacia el alojamiento de Urias.
—Esto me pone en una situación incómoda, Martinus. Mi tío intentará recuperar su corona. Tú sabes que es un hombre tenaz.
—Lo sé. Pero tú sabes lo que importa mantener las cosas en marcha como están.
—Ja. No retrocederé. Pero no puedes esperar que trate de hacer daño a mi tío. Lo quiero, aunque sea un viejo gruñón y terco.
—Respáldame y te prometo que haré lo posible por asegurarme que no se le haga daño.
—¿Cómo supones que escapó? ¿Soborno?
—Sé tanto como tú. Dudo del soborno; cuando menos, Aturpad es considerado un hombre honrado. ¿Qué piensas que hará Wittigis?
—En su lugar, yo me ocultaría por un tiempo y reuniría a mis partidarios. Eso sería lógico. Pero mi tío jamás fue muy lógico. Y odia a Thiudahad más que a nada en el mundo. Especialmente después del intento de Thiudahad de hacerlo asesinar. Mi deducción es que se encaminará a Rávena y tratará de liquidar a Thiudahad, él mismo.
—Muy bien, entonces reuniremos alguna caballería veloz y nos encaminaremos hacia allá.
Cuando llegaron a Rávena en la madrugada, no hicieron ninguna pregunta, sino que galoparon directamente hacia el palacio. La ciudad parecía bastante normal. La mayor parte de los ciudadanos estaban desayunando. Pero no vieron la guardia acostumbrada en el palacio.
—Eso tiene mala apariencia —comentó Urias.
Hicieron desmontar a sus hombres, desenfundaron sus espadas y entraron de seis en fondo. Un guardia apareció al final de la escalera. Desenvainó su espada y entonces reconoció a Urias y a Padway.
—Oh, sois vosotros —dijo sin comprometerse.
—Sí, somos nosotros —replicó Padway—. ¿Qué ocurre?
—Bueno… uh… será mejor que veáis por vosotros mismos, nobles señores. Excusadme —el godo desapareció de su vista.
Atravesaron a zancadas los salones. Las puertas se cerraban antes de que llegaran a ellas. Padway se preguntó si estarían entrando a una trampa. Mandó una escuadra para apoderarse de la puerta principal.
A la entrada a los apartamentos reales, encontraron un grupo de guardias. Un par de ellos levantaron sus lanzas, pero el resto sencillamente permaneció incierto.
—Atrás, muchachos —dijo Padway con calma y entró.
—¡Oh, Cristo misericordioso! —exclamó Urias en voz baja.
Había varias personas de pie, en torno a un cadáver tirado en el piso. Padway les ordenó que se apartaran. El cadáver era de Wittigis. Su túnica se encontraba rasgada por una docena de heridas de lanza y espada. Bajo él, la alfombra estaba ensangrentada.
El jefe de ujieres miró asombrado a Padway.
—Esto acaba de suceder, mi señor. Y, no obstante, habéis venido desde Roma por esto. ¿Cómo lo supisteis?
—Tengo sistemas —replicó Padway—. ¿Cómo sucedió esto?
—Wittigis fue dejado entrar al palacio por un guardia amigo suyo. Hubiera matado a nuestro noble rey, pero fue visto y otros guardias se apresuraron al rescate. La guardia lo mató.
Un sonido desde un rincón hizo que Padway levantara la mirada. Ahí estaba agazapado Thiudahad, semivestido. Nadie parecía prestarle atención. La cara cenicienta de Thiudahad atisbo a Padway.
—Ah, si es mi nuevo prefecto, ¿verdad? Tu nombre es Casiodoro. Pero pareces mucho más joven, mi querido señor. Ah, yo, envejeceremos alguna vez. Je, je. Publiquemos un libro, mi querido Casiodoro. Ay, sí, en verdad, un adorable libro nuevo con tapas moradas. Je, je. Lo serviremos de cena, con pimienta y salsa. Ése es el modo de comer aves. Sí, cuando menos trescientas páginas. A propósito, ¿has visto a ese pillo general mío, Wittigis? Supe que iba a venir de visita. Un horrible patán; no sabe nada. Ay, de veras, siento ganas de danzar. ¿Bailamos, mi querido Wittigis? ¡La-la-la, dum de-um!
—Atiéndelo y no le permitas salir —dijo Padway al médico del rey—. El resto de vosotros, volved a vuestro trabajo como si no hubiera sucedido nada. Sustituyan esta alfombra y hagan preparativos para un funeral digno, pero modesto. Urias, quizá sea mejor que te encargues de eso —Urias estaba llorando—. Vamos, viejo, podrás llorar más tarde. Entiendo, pero tenemos cosas que hacer.