DE regreso en Roma, Padway fue a ver a sus generales imperialistas cautivos. Estaban alojados cómodamente y parecían bastante complacidos con su situación, aunque Belisario continuaba taciturno y abstraído. La inactividad forzada no sentaba bien al ex-comandante en jefe.
—Como puedes ver con suficiente facilidad, pronto tendremos aquí un Estado poderoso. ¿Has cambiado de opinión respecto a unirte a nosotros? —le preguntó Padway.
—No, mi señor cuestor. Un juramento es un juramento.
—¿Nunca has violado un juramento en tu vida?
—No, que yo sepa.
—Supongo que si por alguna razón me hicieras un juramento, te considerarías ligado con tanta firmeza como por los otros, ¿no?
—Naturalmente. Pero ésa es una suposición ridícula.
—Tal vez. ¿Qué te parecería que te ofreciera tu libertad y el transporte de regreso a Constantinopla, con la condición de que nunca volverías a esgrimir armas contra el reino de los godos y de los italianos?
—Eres un hombre astuto y lleno de recursos, Martinus. Te agradezco tu oferta, pero no podría ajustarlo a mi juramento a Justiniano. Por lo tanto, debo declinar.
Padway repitió su ofrecimiento a los otros generales. Los tres aceptaron de inmediato. El razonamiento de Padway fue: Estos tres son comandantes entre buenos y mediocres. Justiniano puede conseguir bastantes de su clase, así que no tiene objeto retenerlos. Por supuesto, violarán su juramento tan pronto como estén fuera de mi alcance. Pero Belisario es un auténtico genio militar; no debe permitírsele que luche otra vez contra el reino. Debe pasarse al lado de ellos o dar su palabra, que nada más él cumpliría, o tenerlo detenido.
Por otra parte, la mente hábil, pero ligeramente retorcida, de Justiniano estaba celosa en grado irrazonable del éxito de Belisario y de su virtud un tanto ñoña. Cuando supiera que Belisario había permanecido en Roma, en vez de empeñar su palabra, que se esperaría que violara, el emperador podría estar bastante molesto para hacer algo interesante. Padway escribió:
Del rey Thiudahad al emperador Justiniano, salud:
Vuestra serena alteza: Te enviamos con esta carta a las personas de tus generales Constantiano, Periano y Bessas, bajo palabra de no volver a tomar las armas contra nosotros. Un ofrecimiento similar le fue hecho a tu general Belisario, pero él rehusó aceptar, basándose en su honor personal.
Como parece improbable que la continuación de esta guerra produzca algún resultado constructivo, aprovechamos la oportunidad para establecer los términos que consideraremos razonables para el establecimiento de una paz prolongada entre nosotros.
Por supuesto, éste es un boceto muy elemental, cuyos detalles tendrán que ser ajustados en una conferencia entre nuestros representantes. Pensamos que aceptarás estas condiciones u otras muy similares en intención, son lo menos que podemos pedir razonablemente, en las circunstancias actuales.
Anticiparemos el gracioso favor de una contestación a la más inmediata conveniencia de vuestra serenidad.
por Martinus Paduei, Cuestor.
Cuando vio quién era su visitante, Tomás se levantó y caminó hacia él, con su ojo bueno brillante y la mano extendida.
—¡Martinus! Es bueno verte otra vez. ¿Cómo se siente ser importante?
—Es cansador —respondió Padway, estrechándole con vigor la mano—. ¿Qué noticias hay?
—¿Noticias? ¿Noticias? ¡Escuchen eso! ¡Ha estado haciendo la mayor parte de las noticias en Italia por los últimos meses y desea saber qué noticias hay!
—Me refiero a nuestro pajarito enjaulado.
—¿Uh? Oh, ¿quieres decir… —Tomás miró cautelosamente en torno suyo—, el ex rey Wittigis? Estaba bien, de acuerdo con los últimos informes, aunque nadie ha logrado extraerle una sola palabra cortés. Oye, Martinus, de todas las jugadas infames que he oído, la peor fue confiarme la misión de esconderlo, sin avisarme. Estoy seguro de que Dios también está de acuerdo conmigo. Esos soldados me arrastraron de la cama y después los tuve varios días en la casa, junto con su prisionero.
—Lo siento, Tomás. Pero tú eras el único hombre en Roma en quien podía confiar absolutamente.
—Está bien, si lo miras en esa forma. Pero Wittigis es el hombre más gruñón que he conocido. Nada le agradaba.
—¿Cómo va la compañía telegráfica?
—Eso es otra cosa. La línea de Nápoles está funcionando con regularidad. Pero las líneas a Rávena y Florencia no serán terminadas antes de un mes y hasta entonces no habrá posibilidades de obtener ganancias. Y la minoría de accionistas ha descubierto que son una minoría. Quieren tu sangre. Al principio, el conde Honorio estaba con ellos. Amenazó con encarcelarnos a Vardan, a Ebenezer y a mí si no le vendíamos, le dábamos prácticamente, el control. Pero supimos que necesitaba dinero más de lo que necesitaba las acciones y le compramos las suyas.
—Voy a iniciar otro periódico tan pronto como tenga tiempo —dijo Padway—. Habrá dos, uno en Roma y otro en Florencia.
—¿Por qué uno en Florencia?
—Allí es donde va a estar nuestra nueva capital.
—¿Qué?
—Sí. Está mejor situada que Roma respecto a los caminos y todo eso y tiene un clima mucho mejor que Rávena. De hecho, no conozco un sitio que no tenga un clima mejor que Rávena, incluyendo al infierno. Vendí la idea a Casiodoro y entre ambos conseguimos convencer a Thiudahad de que mude las oficinas administrativas hacia allá. Si Thiudahad quiere tener su corte en la Ciudad de las Nieblas, los Pantanos y las Ranas, ésa será su opinión. Me alegraré de no tenerlo entre mis cabellos.
—¿Entre tus cabellos? ¡Jo-jo-jo! Eres el tipo más gracioso, Martinus. ¿Qué otra cosa de naturaleza revolucionaria estás proyectando?
—Voy a tratar de iniciar una escuela. Tenemos un rebaño de profesores, pero todo lo que saben es retórica y gramática. Voy a hacer enseñar cosas que importen realmente: matemáticas, ciencias y medicina. Veo que tendré que escribir yo mismo todos los textos.
—Nada más una pregunta, Martinus: ¿Cuándo encuentras tiempo para dormir?
—La mayor parte del tiempo no duermo. Pero si en alguna ocasión logro salirme de toda esta actividad política y militar, espero recobrarme. No me agrada en realidad, pero es un medio necesario para alcanzar un fin. Éste son cosas como el telégrafo y las prensas. Mis acciones políticas y militares pondrán no constituir ninguna diferencia dentro de cien años, pero espero que las otras cosas sí la constituyan.
Padway iba a partir pero antes preguntó:
—¿Aún está trabajando Julia de Apulia con Ebenezer el judío?
—Lo último que supe de ello fue que estaba trabajando con él. ¿Por qué? ¿Deseas que regrese contigo?
—No lo permita Dios. Debe desaparecer de Roma.
—¿Por qué?
—Por su propia seguridad. Todavía no puedo explicártelo.
—Pero creí que te desagradaba…
—Eso no significa que quiera que la asesinen. Y también estaría en peligro mi pellejo, a menos que la saquemos de la ciudad.
—Oh, Dios, ¿por qué dejaste que me enredara con un político?
—¿Qué dices de tu primo de Nápoles, Antioco? Le pagaría por que la contratara con un salario más alto.
—Bueno, yo…
—Haz que vaya a trabajar con él, bajo otro nombre. Arréglalo discretamente, viejo. Si se divulga esto, estaremos en la sopa.
—¿Sopa? ¡Ja, ja! Muy gracioso. Haré lo que pueda. Ahora, respecto a ese pagaré tuyo de hace seis meses…
Oh, de veras, pensó Padway, ahora comenzaría otra vez. La mayoría del tiempo era bastante fácil hablar con él. Pero no podía o no quería conducir la transacción financiera más simple sin tres horas de regateos frenéticos. Quizá él lo disfrutaba. Padway no.
Mientras cabalgaba nuevamente por el camino a Florencia, Padway lamentó no haber visto a Dorotea mientras estaba en Roma. No se había atrevido a hacerlo. Ésa era una razón más para hacer que Mathaswentha se casara pronto. Dorotea sería una muchacha mucho más apropiada para él, aunque menos espectacular. No era que estuviera enamorado de ella. Pero era probable que se enamorase si la veía lo suficiente.
Pero tenía muchas otras cosas que hacer. Su mente vivaz, concienzuda, lo espoleaba. Sabía que su puesto descansaba sobre la base de su influencia sobre un rey senil, impopular. Mientras Padway los satisfaciera, los godos no intervendrían, ya que estaban acostumbrados a dejar la administración civil en manos de extranjeros. Pero ¿y cuando desapareciera Thiudahad? Padway tenía mucho heno qué recoger y había bastantes nubes de tormenta sobre el pajar.
Arrendó espacio para oficinas en Florencia a nombre del gobierno y atendió sus negocios. Esta vez no hubo irregularidades en las cuentas. O no habían ocurrido más robos, o los muchachos estaban haciéndose más hábiles para ocultarlos.
Fritharik renovó su petición de que le permitiera acompañarlo, mostrando mucho orgullo en su espada enjoyada, que recuperó y se hizo enviar de Roma. La espada decepcionó a Padway, aunque no lo dijo. Las gemas solamente estaban pulidas, no cortadas; no se habían inventado los cortes con facetas. Pero el llevarla parecía agregar pulgadas a la estatura ya imponente de Fritharik. Padway cedió, un tanto en contra de su mejor juicio. Nombró su gerente general al competente y al parecer honesto Nerva.
Al cruzar las montañas, cayó sobre ellos una nevada retrasada durante dos días y llegaron todavía temblando a Rávena. La ciudad lo deprimió, con su atmósfera húmeda y sus corrientes de intriga, y el problema de Mathaswentha lo puso nervioso. La visitó y le hizo un amor insincero, lo cual lo hizo más ansioso por escapar.
Urias anunció que estaba dispuesto y preparado para entrar al servicio de Padway.
—Mathaswentha me convenció. Es una mujer maravillosa.
—Lo es ciertamente —respondió Padway. Le pareció descubrir un aire un poco culpable y furtivo en el recto Urias cuando hablaba de la princesa. Sonrió para sí mismo—. En lo que yo estaba pensando era en establecer una escuela militar regular para los oficiales godos, más o menos al estilo bizantino, contigo a cargo de ella.
—¿Qué? Oh, creí que tenías para mí un mando en las fronteras.
Así que no era el único a quien le desagradaba Rávena.
—No, mi querido señor. Esta misión debe hacerse en bien del reino, y no puedo hacerlo yo mismo. Por tanto, necesito a un hombre inteligente e instruido para dirigirla y tú eres el único que hay a la vista.
—Pero, mi muy excelente Martinus, ¿has intentado en alguna ocasión enseñar algo a un oficial godo? Admito que es necesaria una academia, pero…
—Lo sé. La mayoría de ellos no saben leer ni escribir y desdeñan a quienes saben hacerlo. Por eso te escogí. Eres respetado, y si alguien puede poner sentido en sus cabezas duras, eres tú —sonrió comprensivamente—. No habría tratado con tanto empeño de obtener tus servicios, si fuera una misión fácil, ordinaria.
—Gracias. Sabes hacer que las personas trabajen para ti.
Padway pasó a explicar a Urias algunas de sus ideas. Que la debilidad de los godos era la falta de coordinación entre sus lanceros montados y sus arqueros a pie; que necesitaba lanceros a pie y arqueros montados para tener una fuerza bien redondeada. También describió la ballesta, el abrojo de hierro y otros ingenios militares.
—Se requieren cinco años para hacer un buen arquero —observó—, en tanto que un recluta puede aprender a manejar una ballesta en pocas semanas. Y si puedo conseguir algunos trabajadores del acero, realmente buenos, te enseñaré una armadura de placas que pesa sólo la mitad que una de esas cotas de malla de escamas, proporciona mejor protección y permite la misma libertad de acción —sonrió—. Puedes esperar gruñidos contra todas estas ideas novedosas, de los godos más conservadores. Así que será mejor que las introduzcas gradualmente. Y recuerda, son ideas tuyas; no trataré de privarte del crédito de ellas.
—Entiendo —Urias sonrió—. De modo que si alguien es colgado por ellas, seré yo y no tú. Como ese libro sobre astronomía que salió con el nombre de Thiudahad. Tiene ardiendo a todo religioso desde aquí hasta Persia. Se culpa al pobre viejo Thiudahad, pero sé que tú le proporcionaste las ideas y lo convenciste. Muy bien, mi amigo misterioso, acepto.
El mismo Padway se sorprendió cuando Urias apareció pocos días después con una ballesta muy respetable. Aunque el aparato era bastante sencillo y le había proporcionado una serie muy adecuada de dibujos de él, sabía por triste experiencia que para conseguir que un artesano del siglo VI hiciera algo que nunca hubiera visto antes, se tenía que estar sobre él mientras fallaba en seis intentos y después hacerlo uno mismo.
Pasaron una tarde en el gran bosque de pinos, al este de la ciudad, disparando contra blancos. Fritharik se mostró extraordinariamente acertado, aunque fingió despreciar las armas de proyectiles como indignas de un noble caballero vándalo.
—Pero es muy fácil apuntarla —aceptó.
—Sí —respondió Padway—. Entre mi pueblo hay una leyenda concerniente a un ballestero que ofendió a un funcionario del gobierno y como castigo, fue obligado a disparar contra una manzana puesta sobre la cabeza de su hijo. Lo hizo, sin herir al muchacho.
Cuando regresó, Padway supo que tenía una audiencia al día siguiente con un enviado de los francos. El enviado, cierto conde Hlodovik, era un hombre alto, con mandíbula prominente. Obviamente, padecía los efectos posteriores de una borrachera.
—Madre de Dios, tengo sed —dijo—. ¿Quieres hacer por favor algo al respecto, amigo cuestor, antes de que hablemos de negocios? —así que Padway hizo traer vino. Hlodovik lo bebió a grandes tragos—. ¡Ah! Así está mejor. Ahora, amigo cuestor, puedo decir que no creo haber sido tratado muy bien aquí. El rey únicamente me vio durante un parpadeo; dijo que tú manejas los negocios. ¿Ésa es la recepción adecuada para el enviado del rey Theudeberto, el rey Hildeberto y el rey Hlotokar? No sólo un rey, sino tres.
—Son muchos reyes —replicó Padway, sonriendo placenteramente—. Estoy muy impresionado. Pero no debes ofenderte, mi señor conde. Nuestro rey está viejo y no soporta el peso de los negocios públicos.
—Entonces, harrump, nos olvidaremos de eso. Pero no hallaremos fácil olvidar la razón de mi venida hasta acá. Concretamente: ¿qué fue de los ciento cincuenta mil sólidi que prometió Wittigis a mis señores, el rey Theudeberto, el rey Hildeberto y el rey Hlotokar, si no lo atacaban mientras estaba luchando contra los griegos? Aún más, cedió Provenza a mis amos, el rey Theudeberto, el rey Hildeberto y el rey Hlotokar. No obstante, vuestro general Sisigis no ha evacuado Provenza. Cuando mis señores mandaron una fuerza a ocuparla, hace pocas semanas, fueron rechazados, con varios muertos. Debías saber que los francos, que somos el pueblo más valiente y orgulloso de la tierra, jamás nos someteremos a tal tratamiento. ¿Qué vas a hacer al respecto?
—Tú, mi señor Hlodovik —contestó Padway—, debías saber que los actos de un usurpador vencido no pueden comprometer a un gobierno legítimo. Pensamos retener lo que tenemos. Así que puedes informar a tus amos, el rey Theudeberto, el rey Hildeberto y el rey Hlotokar, que no habrá pago ni evacuación.
—¿Realmente piensas eso? ¿No sabes, joven amigo, que los ejércitos de los francos podrían barrer toda Italia, incendiando y saqueando, cuando quisieran? Mis señores, el rey Theudeberto, el rey Hildeberto y el rey Hlotokar, muestran gran indulgencia y humanidad al ofrecerte una solución. Piénsalo con cuidado antes de que invites al desastre.
—Lo he pensado, mi señor. Y sugiero respetuosamente que tú y tus amos hagan lo mismo. Que consideren en particular un pequeño ingenio militar que estamos introduciendo. ¿Te agradaría ver una demostración?
Padway había hecho los preparativos adecuados por anticipado. Cuando llegaron al campo de desfiles, encontraron a Urias, Fritharik, la ballesta y una dotación de dardos. La idea de Padway era que Fritharik hiciera unos cuantos disparos de demostración contra un blanco. Pero Fritharik y Urias tenían otra idea. Éste caminó cincuenta pasos, se volvió y puso una manzana sobre su cabeza. Fritharik preparo la ballesta, puso un dardo en la ranura y llevó el arma a su hombro.
Padway quedó helado de horror. No se atrevió a gritar a los dos idiotas que desistieran, por miedo a quedar mal ante el franco. Y si Urias moría, aborreció pensar el daño que haría eso a sus planes.
La ballesta restalló. Se oyó un chasquido y volaron fragmentos de manzana. Urias sonrió y quitó pedazos de manzana de sus cabellos.
—¿Encuentras impresionante la demostración, mi señor? —preguntó Padway.
—Sí, bastante —respondió Hlodovik—. Vamos a ver ese aparato. Hm-m-m. Por supuesto, los valerosos francos no creen que alguna batalla sea ganada nunca con muchas ridículas flechas. Pero esto no sería malo para cazar. ¿Cómo funciona? Ya veo; tiras de la cuerda hacia atrás…
Mientras Fritharik estaba demostrando la ballesta, Padway apartó a Urias y le dijo en voz baja lo que pensaba de esa acción imprudente. Urias intentó parecer serio, pero no pudo evitar una leve sonrisa infantil. Se escuchó otro restallido y algo silbó entre ellos a corta distancia de la cara de Padway. Saltaron y giraron. Hlodovik tenía en sus manos la ballesta, con una sonrisa estúpida en su cara larga.
—No sabía que se disparaba tan fácilmente —dijo.
Fritharik perdió la tranquilidad.
—¿Qué estás tratando de hacer, borracho tonto?
—¿Qué es eso? ¿Me llamas tonto? Oh… —y la espada del franco salió a medias de su vaina.
Fritharik retrocedió de un salto y llevó la mano a la empuñadura de su espada. Padway y Urias corrieron y los tomaron por los codos.
—¡Serénate, mi señor! —gritó Padway—. No es nada para principiar por eso una pelea. Te ofrezco una disculpa.
El franco sólo enfureció más y trató de soltarse de Padway.
—¡Le enseñaré a ese bastardo mal nacido! ¡Mi honor está ofendido! —gritó. Varios soldados godos que haraganeaban por el campo los miraron y se aproximaron trotando. Hlodovik los vio venir y volvió a guardar su espada, gruñendo.
Padway intentó ablandarlo, pero Hlodovik solamente gruñó y pronto salió de Rávena. Padway despachó un aviso a Sisigis para que estuviera alerta contra un ataque franco. Su conciencia lo molestó mucho. En cierto modo, pensó que debió haber tratado de apaciguar a los francos, ya que odiaba la idea de ser responsable de una guerra. Pero sabía que esa tribu feroz y traicionera solamente tomaría cada concesión como signo de debilidad. La ocasión para retener a los francos era la primera vez.
Llegó otra enviado; era de los kutrigures o hunos búlgaros.
—Es muy digno —el ujier informó a Padway—; emplea un intérprete, pues no habla ni latín ni godo. Dice que es un boyardo.
—Que pase.
El enviado búlgaro era un hombre rechoncho, patizambo, con pómulos prominentes, un bigote ferozmente retorcido hacia arriba y una nariz todavía más grande que la de Padway. Vestía una hermosa casaca forrada con piel, pantalones bolsudos y un turbante de seda enredado alrededor de la cabeza afeitada, del cual salían por atrás dos absurdas trenzas negras. A pesar del atavío, Padway encontró razón para sospechar que el hombre nunca había tomado un baño en su vida. El intérprete era un tracio, pequeño y nervioso, que revoloteaba alrededor del búlgaro.
Éste entró caminando con paso rápido, se inclinó rígidamente y no ofreció la mano. Padway pensó que era probable que no se acostumbrara entre los búlgaros. Contestó la inclinación e indicó una silla. Un momento después lamentó haberlo hecho, cuando el búlgaro subió las botas al tapiz y se sentó con las piernas cruzadas. Luego comenzó a hablar en una lengua extrañamente musical, que dedujo Padway que estaba relacionada con el turco. Se interrumpía cada tres o cuatro palabras para que tradujera el intérprete. Fue más o menos así:
—Soy el boyar Karojan… El hijo de Chakir… Quien fue hijo de Tardu… Enviado de Kardam… El hijo de Kapagan… Y gran khan de los kutrigures.
Era perturbador escucharlo, pero no carecía de cierta grandeza poética. El búlgaro se interrumpió impasiblemente en ese punto. Padway se identificó y el dueto principió otra vez:
—Mi señor, el gran khan… Ha recibido un ofrecimiento de Justiniano, emperador de los romanos… De cincuenta mil sólidi… Por no invadir sus dominios.
Si Thiudahad, rey de los godos… Nos hace una oferta mejor… Asolaremos Tracia… Y dejaremos en paz el reino godo.
—De lo contrario… Tomaremos el oro de Justiniano… E invadiremos los territorios godos… De Panonia y Nórica.
Padway se limpió la garganta y principió su contestación, haciendo pausas para ser traducido. Halló que este método tenía sus ventajas. Le proporcionaba tiempo para pensar.
—Mi señor Thiudahad, rey de los godos e italianos… Me autoriza para decir… Que tiene mejor empleo para su dinero… Que el de sobornar a pueblos para que no nos ataquen… Y que si los kutrigures piensan… Que pueden invadir nuestro territorio… Pueden intentarlo… Pero que no podemos garantizarles un recibimiento hospitalario.
El enviado replicó:
—Piensa lo que dices, hombre… Pues los ejércitos de los kutrigures… Cubren la estepa sármata como langostas.
»El sonido de los cascos de sus caballos… son trueno poderoso.
»El vuelo de sus flechas… oscurece el sol.
»Donde han pasado… ni siquiera la hierba vuelve a crecer.
Padway respondió:
—Mi muy excelente Karojan… Lo que dices puede ser cierto.
»Pero a pesar del trueno y del oscurecimiento del sol… la última vez que los kutrigures… atacaron nuestra tierra, hace pocos años… perdieron hasta los calzones.
Al ser traducido esto, el búlgaro pareció perturbado por un momento. Después ruborizó. Padway creyó que estaba colérico, pero pronto descubrió que estaba intentando no reír. Dijo, entre risas contenidas:
—Esta ocasión será diferente, hombre.
»Si se pierden algunos calzones… serán los vuestros.
»¿Cómo será esto?
»¿Nos pagaréis sesenta mil… en tres partes… de veinte mil cada una?
Pero Padway estaba inflexible. El búlgaro concluyó:
—Informaré a mi amo… Kardam, el gran khan de los kutrigures… de tu obstinación.
»Por un cohecho razonable… estoy dispuesto a hablarle… del poder de los ejércitos godos… en términos que lo disuadirán… de la invasión proyectada.
Padway hizo que el búlgaro redujera a la mitad el soborno que pidió originalmente, y se despidieron con la mayor afabilidad. Cuando volvió a su alojamiento, halló a Fritharik tratando de enredar una toalla en torno de su cabeza.
El vándalo levantó la mirada con turbación culpable.
—Excelente señor, estaba tratando de hacerme un tocado como el del caballero huno. Tiene estilo.
Padway había decidido hacía mucho tiempo que Thiudahad era un caso patológico. Pero últimamente, el reyezuelo estaba mostrando signos más definidos de perturbación mental. Por ejemplo, cuando fue a verlo respecto a una nueva ley de herencias, Thiudahad lo escuchó con gravedad mientras explicaba las razones por las cuales el Consejo Real y Casiodoro habían convenido en llevar la ley goda más de acuerdo con la romana.
Pero después habló puras incoherencias.
Era conveniente, en cierto modo, ya que Thiudahad era inofensivo, pero era molesto cuando el rey simplemente se negaba a oírlo o a firmar nada por todo un día.
Luego se halló en disputa acalorada con el pagador del ejército godo. El pagador general se negó a poner en las nóminas de pago a los mercenarios imperialistas a quienes había capturado Padway.
Cada uno defendió obstinadamente su opinión, así que la discusión fue llevada hasta Thiudahad. El rey escuchó los argumentos con un gran aire de sabiduría. Después despidió al pagador general.
—Puede decirse mucho en favor de uno y otro, querido señor —dijo a Padway—, mucho puede decirse en favor de ambos. Ahora, si decido en tu favor, esperaré un mando adecuado para mi hijo Thiudegiskel.
Padway se horrorizó, aunque intentó no demostrarlo.
—Pero, mi señor rey, ¿qué experiencia militar ha tenido tu hijo? —no podía imaginar un comandante peor que ese cachorro arrogante.
—Ninguna; ésa es precisamente la dificultad. Pasa todo el tiempo bebiendo con sus amigos desenfrenados. Necesita un poco de responsabilidad. Algo bueno, acorde con la dignidad de su nacimiento.
Padway discutió un poco más. Thiudahad fue obstinado.
—Después de todo, Martinus, soy rey, ¿verdad? No puedes intimidarme ni asustarme con tu Wittigis. Je, je, uno de estos días tendré una sorpresa para ti. ¿De qué estaba hablando? Oh, sí. Creo que debes algo a Thiudagiskel por haberlo encerrado en ese horrible campamento de prisioneros…
—¡Pero yo no lo encerré…!
—No me interrumpas, Martinus. No es considerado. O le das un mando o decido en favor del otro hombre, como se llame. Ésa es la palabra real definitiva.
Así que Padway cedió. Thiudegiskel fue puesto al mando de las tropas godas en Calabria, donde Padway esperó que no podría hacer mucho mal. Luego tuvo ocasión de recordar esa esperanza.
Pudo haber parecido atrevido al haber incorporado un elemento tan extraño como los ex imperialistas al ejército ítalo-godo. Pero en ese tiempo no existía el nacionalismo, en el sentido moderno.
Entonces sucedieron tres cosas. El general Sisigis envió informes de actividades sospechosas entre los francos.
Padway recibió una carta de Tomás, en la que le hablaba de un atentado contra la vida del ex rey Wittigis. El asesino se había escurrido inexplicablemente al subterráneo, donde el rey Wittigis, aunque recibió una herida ligera, lo mató con las manos. Nadie sabía quién era el asesino, hasta que Wittigis declaró, con muchas maldiciones espeluznantes, que reconoció al hombre como a un viejo agente secreto de Thiudahad. Padway supo lo que significaba eso. Thiudahad había descubierto el paradero de Wittigis y trataba de quitar del camino a su rival. Si tenía éxito, estaría preparado para retar a la administración de Padway, o aun para echarlo del puesto. O algo peor.
Finalmente, Padway recibió una carta de Justiniano. Decía:
Flavio Anido Justiniano, emperador de los romanos, al rey Thiudahad, salud.
La atención de nuestra serenidad ha sido llamada a las condiciones que propones para la conclusión de la guerra entre nosotros.
Consideramos estos términos tan absurdos e irrazonables, que el dignarnos a responder en absoluto es una acción de gran condescendencia de nuestra parte. Nuestro santo empeño de recobrar para el imperio las provincias de Europa occidental, que pertenecieron a nuestros ancestros y nos pertenecen justamente a nosotros, continuará hasta una terminación victoriosa.
En cuanto al nuestro ex general Flavio Belisario su negativa a aceptar su libertad bajo palabra es un acto de crasa deslealtad, que castigaremos en forma adecuada a su debido tiempo. Mientras tanto, el ilustre Belisario puede considerarse libre de toda obligación hacia nosotros. Todavía más: le ordenamos que se ponga incondicionalmente a las órdenes del infame hereje y agente del Maligno, que se hace llamar Martinus de Padua, de quien hemos oído hablar.
Confiamos que entre la incompetencia y cobardía de Belisario y la ira celestial que ataca a quienes se someten al contacto impuro del diabólico Martinus, la ruina del reino godo no demorará mucho.
Padway comprendió, con un sentimiento levemente enfermizo, que tenía que aprender mucho concerniente a la diplomacia. Su desafío a Justiniano, a los reyes francos y a los de los búlgaros había sido justificado, considerándolos por separado. Pero no debió comprometerse a batallar con todos ellos al mismo tiempo.
Las nubes de tormenta se acumulaban con rapidez.