Capítulo XI

POCO a poco, la población de Rávena se escurrió como agua de una esponja sobre un piso de mosaico. Una gran corriente fluyó hacia el norte, cuando cincuenta mil godos volvieron a Dalmacia. Padway oró porque Asinar, quien tenía un asomo más de inteligencia que Grippas, no tuviera otra idea y regresara a Italia antes de haber hecho nada.

Padway no se atrevió a salir de Italia para tomar el mando personal de la campaña. Hizo lo que pudo, enviando parte de su guardia personal para enseñar a los godos tácticas de arquería a caballo.

Padway al fin halló tiempo para rendir sus respetos a Mathaswentha. Se dijo que simplemente era cortés y hacía un contacto útil. Pero él sabía que en realidad no quería salir de Rávena sin ver otra vez a la hembra suculenta.

La princesa goda lo recibió con gracia.

—Te agradezco haberme salvado de la bestia, excelente Martinus. Jamás podré pagarte con propiedad —introdujo a Martinus en la sala.

—Fue muy poco, señora —replicó—. Sólo que llegamos en el instante oportuno.

—No te restes méritos, Martinus. Sé mucho respecto a ti. Se requiere un verdadero hombre para realizar todo lo que has hecho. Especialmente si una considera que llegaste a Italia, un extranjero, hace sólo poco más de un año.

—Hago lo que puedo, princesa. Puedo parecer impresionante a otros, pero es para mí como si hubiera sido obligado a cada acción por las circunstancias, independientemente de mis intenciones.

—Una doctrina fatalista, Martinus. Casi podría creer que eres un pagano. Y no es que me importe.

—Difícilmente —Padway rió—. Entiendo que todavía se pueden hallar paganos, si uno busca gente italiana por las montañas.

—Sin duda. Me agradaría visitar algún día algunas de las pequeñas aldeas. Con un buen guía, por supuesto.

—Yo debo ser un guía bastante bueno, después de todo lo que he recorrido en el último par de meses.

—¿Me llevarías? Sé cuidadoso; tú sabes que te haría cumplir.

—Eso no me preocupa, princesa. Pero al paso actual, Dios sabe cuándo tendré tiempo para algo que no sea la guerra y la política, ninguna de las cuales es mi oficio.

—¿Cuál es entonces?

—Era un compilador de datos; un historiador de periodos que no tenían historia. Podrías llamarme un filósofo histórico.

—Eres fascinante, Martinus. Sé que te llaman misterioso. Pero si no te agradan la guerra y la política, ¿por qué te dedicas a ellas?

—Sería difícil explicarlo, mi señora. En el curso de mi trabajo en mi país, tuve ocasión de estudiar la elevación y la caída de muchas civilizaciones. Al mirar en torno mío, puedo ver muchos síntomas de una caída.

—¿Realmente? Eso es una afirmación extraña. Por supuesto, mi pueblo y bárbaros como los francos han ocupado la mayor parte del Imperio de Occidente. Pero ellos no son un peligro para la civilización. La protegen de auténticos salvajes como los hunos búlgaros y los eslavos. No puedo recordar una época en la que nuestra cultura occidental estuviera más segura.

—Tienes derecho a expresar tu opinión, señora —dijo Padway—. Yo solamente relaciono los hechos que conozco y llego a las conclusiones que puedo. Datos tales como la declinación de la población en Italia, a pesar de las inmigraciones godas, el volumen de los embarques.

—¿Embarques?

Triggws para emplear vuestras propias palabras godas. Bueno, quiero impedir que las tinieblas de la barbarie desciendan sobre Europa occidental. Una de las debilidades de nuestra situación actual es la lentitud en las comunicaciones. Así que promuevo la compañía telegráfica. Y como mis patrocinadores son patricios romanos sospechosos de inclinaciones helenófilas, me hallo de lleno en la política. Una cosa lleva a otra hasta que hoy, prácticamente estoy gobernando a Italia.

—Supongo que lo malo con las comunicaciones lentas es que un general puede rebelarse, o un invasor violar las fronteras, semanas antes de que lo sepa un gobierno central —Mathaswentha observó.

—Cierto. Ya veo que eres la hija de tu madre. Diría que tienes la mente de un hombre, si quisiera condescender contigo.

—Por el contrario, me sentiría muy complacida —la muchacha sonrió—. Cuando menos si te refieres a un hombre como tú. La mayoría de los hombres que me rodean… ¡bah! Niños chillones sin ideas. Cuando me case, lo haré con un hombre… ¿digamos, de pensamiento y de acción?

Padway la miró a los ojos y notó que su corazón se había acelerado varios latidos por minuto.

—Espero que lo encuentres, princesa.

—Puedo encontrarlo todavía.

Se irguió en su asiento y lo miró directamente, casi desafiante, sin importarle la confusión interior que le estaba causando.

—Ésa es una razón —continuó—, por la cual estoy agradecida de que me hayas salvado de la bestia. De todos los imbéciles, él es quien tiene la cabeza más dura. ¿Qué fue de él, a propósito? No finjas inocencia, Martinus. Todos saben que tus guardias lo sacaron al vestíbulo de la iglesia y después pareció desaparecer.

—Está en lugar seguro.

—¿Quieres decir que lo escondiste? La muerte habría sido todavía más segura.

—Tenía razones para no desear que muriera.

—¿Sí? Te advierto que si alguna vez cae en mis manos, no tendré tales razones.

—¿No eres un poco dura con el pobre viejo Wittigis? Estaba intentando defender el reino a su modo.

—Tal vez. Pero después de su actuación en la iglesia, lo aborrezco —los ojos grises se encontraban fríos como el hielo—. Y cuando odio, no lo hago a medias.

—Eso veo —respondió Padway secamente, sacado de la bruma rosa por un momento.

Pero entonces, Mathaswentha sonrió otra vez, una mujer curvilínea y deseable.

—Por supuesto, te quedarás a cenar. Nada más asistirán pocas personas y se retirarán temprano.

—Oh… Gracias, señora, será un deleite.

Para su tercera visita a Mathaswentha, Padway estaba diciéndose: He aquí una verdadera mujer. Físico arrebatador, carácter enérgico, cerebro agudo. El hombre que la obtenga tendrá una en un millón. ¿Por qué no he de ser yo? Parece que le gusto. Con ella respaldándome, no hay nada que no pudiera realizar. Por supuesto, es un poco sanguinaria.

En otras palabras, estaba tan enamorado como puede estarlo un hombre tan prudente y racional.

Pero ¿cómo se procede para casarse con una princesa goda? Supuso que lo único que podía hacer era abordar poco a poco el tema y ver cómo reaccionaba.

—Mathaswentha, querida mía, cuando hablaste de la clase de hombre con quien te gustaría casarte, ¿tenías en la mente otras especificaciones? —inquirió.

—¿Tienes curiosidad, Martinus? —ella sonrió y el salón osciló ligeramente—. No tengo muchas, aparte de las que mencioné. Por supuesto, no deberá ser mucho más viejo que yo, como era Wittigis.

—¿No te importaría que no fuera mucho más alto que tú?

—No, a menos que fuera un simple redrojo.

—¿No tienes objeciones a las narices largas?

—Martinus, eres el hombre más gracioso —emitió una risa rica, gutural—. Supongo que tú y yo somos diferentes. Yo voy directamente a lo que deseo, sea amor, venganza o cualquiera otra cosa.

—¿Qué hago yo?

—Caminas alrededor, lo atisbas desde todos los ángulos y pasas una semana, calculando si lo deseas lo suficiente para arriesgarte a tomarlo. No creas que me enfada. Me agradas por eso.

—Me alegra. Pero respecto a narices…

—¡Por supuesto, no me importa! Por ejemplo, pienso que la tuya es aristocrática. Ni tengo objeciones a las pequeñas barbas rojas, ni a los cabellos castaños ondulados, ni a ninguna de las otras características de un joven asombroso llamado Martinus Paduei. A eso era a lo que deseabas llegar, ¿no?

Padway sintió un gran alivio. ¡Esta mujer maravillosa se empeñaba en allanar las dificultades!

—En efecto, así era, princesa.

—No necesitas ser tan impresionantemente respetuoso, Martinus. Cualquiera reconocería que eres extranjero, por la forma meticulosa como utilizas todos los títulos y epítetos adecuados.

—No me agrada correr riesgos, como sabes —Padway sonrió—. Bien, mira, es así. Yo… uh… me preguntaba… uh… si no te disgustan estas… uh… características, si podrías aprender a… uh…

—No quieres decir acaso a amarte, ¿sí?

—¡Sí! —exclamó Padway.

—Con práctica, podría aprender.

—¡Cuándo! —dijo Padway, enjugándose la frente.

—Necesitaré enseñanza —comentó Mathaswentha—. He vivido una existencia retraída y sé poco del mundo.

—Estudié las leyes —informó Padway rápidamente—, y aunque hay una ordenanza contra el matrimonio entre godos e italianos, no hay nada respecto a los americanos. Así que…

—Podría oírte mejor, querido Martinus, si te aproximaras más —lo interrumpió Mathaswentha.

Padway se acercó y tomó asiento junto a ella.

—Los edictos de Teodorico… —principió de nuevo.

—Yo conozco las leyes, Martinus —dijo ella suavemente—. No es eso en lo que necesito instrucción.

Padway suprimió su tendencia de hablar de modo frenético en cuestiones impersonales para cubrir su perturbación emotiva.

—Mi amor —susurró—, tu primera lección será ésta.

Le besó la mano. Ella tenía los ojos entrecerrados, los labios entreabiertos y su respiración era rápida y superficial.

—¿Entonces los americanos practican el arte de besar como lo hacemos nosotros? —murmuró.

La estrechó y aplicó la segunda lección. Mathaswentha abrió los ojos, parpadeó y sacudió la cabeza.

—Ésa fue una pregunta tonta, mi querido Martinus. Los americanos están muy adelante de nosotros. ¡Qué ideas pones en la cabeza de una muchacha inocente! —rió con alegría. Padway rió también.

—Me has hecho muy feliz, princesa.

—Tú también me has hecho muy feliz, mi príncipe. Pensé que jamás hallaría a nadie como tú.

Se echó nuevamente en sus brazos. Luego se irguió.

—Hay muchas cosas que arreglar antes de que decidamos algo en forma definitiva —dijo de una manera viva, práctica—. Por ejemplo, Wittigis.

—¿Qué hay respecto a él?

De pronto, la dicha de Padway no fue tan completa.

—Tendrá que morir, naturalmente.

—¡Oh!

—No hagas esas exclamaciones, querido. Te advierto que no aborrezco a medias. Y también Thiudahad.

—¿Por qué él?

—Él asesinó a mi madre, ¿no? ¿Qué otra razón deseas? Y con el tiempo, tú mismo desearás convertirte en rey…

—No, no lo desearé —rectificó Padway.

—¿No quieres ser rey? ¡Oh, Martinus!

—Eso no es para mí, querida. De cualquier forma, no soy de la familia Amal.

—Como esposo mío, serás considerado un Amal.

—De cualquier manera, no deseo…

—Vamos, querido, únicamente piensas que no lo deseas. Cambiarás de idea. Y ya que estamos en eso, está esa criada tuya, creo que se llama Julia…

—¿Qué… qué sabes de ella?

—Bastante. Las mujeres oímos todo tarde o temprano.

—Pero… —el punto helado en el estómago de Padway creció más.

—Vamos, Martinus, es un pequeño favor que te pide tu prometida. Y no creas que una persona como yo siente celos de una simple criada. Pero sería una humillación para mí que ella continuara viviendo después de nuestro matrimonio. No necesita ser una muerte dolorosa… algún veneno rápido…

La cara de Padway estaba inexpresiva. Su mente se hallaba girando. Los proyectos letales de Mathaswentha parecían no tener fin. La ropa interior de Padway estaba mojada de transpiración.

Comprendió que no estaba enamorado en absoluto de la princesa. ¡Que algún godo salvaje se quedara con esa feroz valquiria rubia! Él quería una mujer con ideas menos directas para obtener lo que deseaba.

—¿Bueno? —dijo Mathaswentha.

—Estaba pensando —replicó Padway.

No dijo que pensaba frenéticamente cómo salir de ese lío.

—Acabo de recordar que tengo una esposa en América —informó con lentitud.

—Oh. Ésta es una ocasión magnífica para pensar en eso —contestó ella heladamente.

—No la he visto durante mucho tiempo.

—Bueno, entonces existe el divorcio, ¿verdad?

—En mi religión no. Los congregacionalistas creemos que hay en el infierno un compartimiento especial para freír a las personas divorciadas.

—¡Martinus! —sus ojos fueron un par de llamas grises—. Tienes miedo. Tratas de retroceder. Ningún hombre hará eso jamás para contar…

—¡No, no, no, en absoluto! —chilló Padway—. ¡Nada de eso, querida mía! Vadearía ríos de sangre para llegar a tu lado.

—¡Hmm! Un discurso muy hermoso, Martinus Paduei. ¿Lo empleas con todas las muchachas?

—Lo siento. Estoy loco por ti.

—¿Entonces, por qué actúas como si…?

—Soy devoto tuyo. Fue una estupidez mía que no pensara antes en este inconveniente.

—¿Realmente me amas? —la muchacha se ablandó un poco.

—¡Por supuesto, te amo! Nunca he conocido a nadie como tú —esto último era cierto—. ¡Pero los hechos son los hechos!

Mathaswentha se friccionó la frente.

—Si no la has visto por tanto tiempo, ¿cómo sabes que vive?

—No lo sé. Pero tampoco sé que ha muerto. Tú sabes lo estrictas que son vuestras leyes concernientes a la bigamia. Edictor de Athalarico, párrafo seis. Lo he estudiado.

—Lo creo —respondió con cierta amargura—. ¿Sabe alguien más en Italia respecto a esa perra tuya?

—N-no… pero.

—¿Entonces, no eres un poco necio, Martinus? ¿Qué diferencia existe, si ella está al otro lado de la tierra?

—La religión.

—¡Oh, el demonio se la lleve! Yo manejaré a los arríanos cuando estemos en él poder. En cuanto a los católicos, tú tienes influencia con el obispo de Bolonia. Eso significa que la tienes con el Papa.

—No me refiero a las iglesias, sino a mis convicciones.

—¿Un tipo práctico como tú? ¡Tonterías! Las estás utilizando como una excusa…

Al ver que el fuego estaba a punto de arder nuevamente, Padway la interrumpió.

—Vamos, Mathaswentha, no deseas iniciar una discusión religiosa, ¿o sí? Deja en paz mi credo y no diré nada en contra del tuyo. Oh, acabo de pensar en una solución.

—¿Cuál?

—Enviaré a un mensajero a América, a investigar si mi esposa vive aún.

—¿Cuánto tiempo tomará eso?

—Semanas. Quizá meses. Si me amas, no te importará esperar.

—Esperaré —dijo ella sin entusiasmo. Levantó la mirada agudamente—. ¿Supongamos que el mensajero halla viva a tu esposa?

—Bueno, nos preocuparemos por eso cuando llegue el momento.

—Oh, no, lo arreglaremos ahora mismo.

—Mira, querida, ¿no confías en tu futuro esposo? Entonces.

—No te evadas, Martinus. Eres tan resbaladizo como un abogado bizantino.

—En tal caso, correré el peligro de que mi alma inmortal…

—¡Oh, Martinus! —chilló jovialmente—. ¡Cuán estúpida fui al no ver antes la solución! ¡Darás instrucciones a tu mensajero de que la envenene si la halla viva! Esas cosas pueden hacerse con discreción.

—Ésa es una idea.

—Es la idea obvia. De cualquier modo, la prefiero a un simple divorcio, en bien de mi nombre. Ahora han terminado todas nuestras preocupaciones —lo abrazó con violencia desconcertante.

—Supongo que han terminado —dijo Padway, con una falta total de convicción—. Sigamos con nuestra lección, querida.

La besó nuevamente, tratando de prolongar el beso el mayor tiempo que hubiera sido posible.

—Nunca besarás a otra mujer, mi amor —ella le sonrió, feliz.

—No pensaría hacerlo, princesa.

—Será mejor que no lo pienses —respondió—. Perdóname, querido, por haberme mostrado contrariada. Pero no soy sino una muchacha inocente, sin conocimiento del mundo ni voluntad propia.

—Debo retirarme. Enviaré al mensajero a primera hora. Y mañana partiré hacia Roma —Padway se puso de pie.

—¡Oh, Martinus! Seguramente no tienes que ir.

—No, en realidad. Tú sabes, asuntos de Estado. Pensaré en ti durante todo el camino —la besó otra vez—. Sé valerosa, querida. Sonríe.

Cuando Padway regresó a su alojamiento, hizo bajar de la cama a su ordenanza, un coracero armenio.

—Ponte la bota derecha —le ordenó.

El hombre se friccionó los ojos.

—¿Mi bota derecha? ¿Te comprendo, noble señor?

—Sí. Rápidamente —cuando la bota de cuero estuvo puesta, Padway volvió la espalda al ordenanza y se inclinó. Dijo por arriba de su hombro—. Me darás una rápida coz en el fundamento, mi buen Tirdat.

Tirdat abrió la boca.

—¿Patear a mi comandante?

—Me oíste bien. Adelante. Ahora.

Tirdat movió los pies, inquieto, pero ante la mirada de Padway al fin hizo oscilar el pie y lo disparó. La coz casi envió a Padway de cara. Se irguió, frotándose el punto.

—Gracias, Tirdat. Puedes regresar a la cama.

Pero Padway no partió hacia Roma al día siguiente o ni siquiera a los dos días. Principió a saber que el puesto de cuestor del rey no era simplemente un empleo bien pagado, que le permitía a uno dar órdenes y hacer lo que quisiera. Primero vino el hijo de Wakkis Thurumund, un noble godo del Consejo Real, con un boceto de una enmienda propuesta a la ley contra el abigeato.

—Wittigis convino en revisar la ley —explicó—, pero la contrarrevolución tuvo lugar antes de que tuviera oportunidad de cambiarla. Así que, excelente Martinus, corresponde a ti discutirlo con Thiudahad, poner la enmienda en lenguaje legal apropiado y tratar de retener la atención del rey el tiempo suficiente para obtener su firma. ¡Y que los santos te ayuden, si está en disposición obstinada, muchacho!

Padway se preguntó qué diablos debía hacer; luego recurrió a Casiodoro, quien debía conocer los sistemas, como jefe del Servicio Civil Italiano. El viejo estudioso resultó una gran ayuda.

Invitó a comer a Urias. El godo aceptó y fue bastante amigable, aunque aún estaba un tanto amargado por el tratamiento dado a su tío Wittigis. A Padway le simpatizó. Pensó que no podía hacer aguardar indefinidamente a Mathaswentha. Y no se atrevía a cortejar a una muchacha mientras se considera su pretendiente. Pero Urias era grande y hermoso y parecía inteligente. Si pudiera lograr una unión…

Preguntó a Urias si estaba casado.

—No. ¿Por qué? —replicó el godo, en tanto levantaba las cejas.

—Sólo una pregunta. ¿Qué intentas hacer ahora?

—No lo sé. Supongo que ir a residir en mis propiedades de Picenum. Será una vida aburrida, después de haber sido soldado en los últimos años.

—¿Conoces a la princesa Mathaswentha? —preguntó Padway, fingiendo indiferencia.

—Formalmente no. Llegué a Rávena hace pocos días, para la boda. Pero la vi en la iglesia, cuando interviniste. Es atractiva.

—Bastante. Es una persona digna de conocerse. Si lo deseas, arreglaré que se conozcan.

Tan pronto como Urias se hubo retirado, Padway se apresuró a la casa de Mathaswentha. Intentó hacer que su llegada pareciera tan impremeditada como fuera posible.

—Me retuvieron, querida. Tal vez no salga a Roma hhh

Mathaswentha había deslizado sus brazos en torno a su cuello e interrumpido sus palabras de la manera más efectiva. Padway no se atrevió a parecer tibio, pero eso no fue difícil en absoluto. La única dificultad fue que imposibilitó los pensamientos coherentes, en una ocasión en que necesitaba toda su astucia. Y la hembra apasionada parecía satisfecha con permanecer en el vestíbulo y besarlo toda la tarde.

—¿Qué estabas diciendo, querido? —al fin preguntó.

—Pensé venir por un momento —rió—. Será mejor que vaya a Roma; nunca trabajaré, mientras esté en la ciudad contigo. A propósito, ¿conoces a Urias, el sobrino de Wittigis?

—No. Y no estoy segura de querer conocerlo. Cuando matemos a Wittigis, consideraremos también la idea de matar a su sobrino, naturalmente. Y tengo un prejuicio necio respecto a matar a gente con la cual he tenido relaciones sociales.

—Oh, querida, eso es un error. Es un joven espléndido; te agradará. Es un godo con cerebro y carácter; tal vez el único.

—Bueno no sé…

—Y lo necesito en mis negocios, sólo que tiene escrúpulos en trabajar para mí. Pensé que podrías emplear en él tu sonrisa deslumbrante, para suavizarlo un poco.

—Si crees que en realidad puedo ayudarte, quizá…

Así que esa noche, Padway y Urias acompañaron a cenar a la princesa goda. Al principio, Mathaswentha se mostró demasiado helada hacia Urias. Pero bebieron bastante vino y la muchacha cedió. Urias era buena compañía. Más tarde, todos reían estruendosamente de su imitación de un huno ebrio y de los cuentos de Padway, traducidos a toda prisa.