Capítulo X

DESPUÉS de buscar durante algún tiempo, Padway encontró a Thiudahad en la Biblioteca Ulpiana. El hombrecillo se hallaba detrás de un enorme montón de libros. Cuatro guardaespaldas estaban acostados sobre una mesa, roncando con estrépito. Thiudahad levantó la mirada legañosa.

—Oh, sí, es el muchacho editor. Martinus, ¿no?

—Es cierto, mi señor. Debo agregar que soy tu nuevo cuestor.

—¿Qué? ¿Qué? ¿Quién te lo dijo?

—Tú. Me nombraste tú.

—Oh, de veras, lo hice. Soy un necio. Cuando me absorbo en libros realmente no sé qué está ocurriendo. Vamos a ver, Liuderis y tú iban a combatir a los imperialistas, ¿verdad?

Oc ille, mi señor. Todo ha concluido.

—¿Sí? Supongo que te vendiste a Belisario, ¿verdad? Espero que hayas logrado de Justiniano una propiedad y una anualidad para mí.

—No fue necesario, mi señor. Vencimos.

—¿Qué?

Padway hizo un resumen de los sucesos de los tres últimos días.

—Y será mejor que te retires a dormir temprano esta noche, señor. Por la mañana saldremos hacia Florencia.

—¿A Florencia? ¿Por qué, en nombre del cielo?

—Estamos en camino de interceptar a tus generales Asinar y Grippas. Vienen de Dalmacia, luego de haber sido atemorizados por el general imperial Constanciano. Si podemos alcanzarlos antes de que lleguen a Rávena y sepan respecto a Wittigis, quizá podamos recuperar tu corona.

—Sí, supongo que debemos hacerlo —suspiró Thiudahad—. Pero ¿cómo supiste que Asinar y Grippas venían de regreso a casa?

—Es un secreto profesional, mi señor. También he mandado una fuerza de dos mil hombres a recuperar Nápoles. Está en manos del general Herodiano sólo con trescientos hombres, así que no habrá gran dificultad.

Thiudahad entrecerró los ojos acuosos.

—Que se hagan las cosas, Martinus. Si puedes entregarme a ese vil usurpador, Wittigis… ¡aaah!… ¡Lo mandaré a un torturador de Constantinopla, si no puedo hallar uno bastante ingenioso en Italia!

Padway no replicó, pues tenía sus propios planes para Wittigis.

—Tengo una sorpresa agradable para ti: el cofre de la paga del ejército imperial…

—¿Sí? —los ojos de Thiudahad resplandecieron—. Por supuesto, es mío. Eso es muy considerado de tu parte, excelente Martinus.

—Bueno, tuve que tomar un poco para pagar a nuestras tropas y las deudas del ejército. Pero encontrarás el resto en una condición agradable para agregarlo a la hacienda real. Te esperaré en casa.

Padway omitió añadir que había confiscado más de la mitad del resto y depositado el dinero con Tomás. Quien es dueño de los cofres de la paga de un ejército capturado, en particular cuando el captor es un voluntario que sirve teóricamente a uno de dos reyes enemigos, era un problema que la ciencia legal de la época no estaba equipada para decidir. En todo caso, Padway tenía la seguridad de que podía utilizar el dinero mejor que Thiudahad.

Padway cabalgó hacia la casa de Cornelio Anicio. Su propietario retórico había ido a los baños, pero salió Dorotea. Padway tuvo que admitir que lo hacía sentirse bastante bien cabalgar un caballo poderoso en un atavío romántico (para él), con capa, botas y todo, e informar de su éxito a una de las muchachas más bonitas en Roma.

—Tú sabes, Martinus, al principio mi padre fue necio respecto a tu posición social. Pero después de todo lo que has hecho, se ha olvidado de eso. Por supuesto, no está entusiasmado por el régimen godo. Pero prefiere a Thiudahad, quien es culto, a ese salvaje Wittigis.

—Me agrada eso. Me simpatiza tu viejo.

—Todos hablan ahora de ti. Te llaman el «misterioso Martinus».

—Lo sé. Es absurdo, ¿verdad?

—Sí. Nunca me pareciste misterioso, a pesar de ser extranjero.

—Eso es grande. No me temes, ¿verdad?

—En lo más mínimo. Si hiciste un pacto con Satanás, como insinúa alguna gente, estoy segura de que el demonio obtuvo la peor parte —rieron. La muchacha agregó—: Casi es hora de cenar. ¿Te quedarás?

—Lo siento, no puedo. Mañana saldremos de nuevo a la guerra.

Al retirarse, pensó: Si cambiara de idea respecto a la conveniencia del matrimonio, sé dónde principiaría.

Padway hizo un intento más por convencer a Belisario, pero sin éxito. No obstante, enlistó como guardia personal a quinientos de los coraceros imperiales. Su parte del botín sería suficiente para pagarles durante algunas semanas. Después de eso, ya vería.

El viaje a Florencia no fue agradable. Llovió durante la mayoría del trayecto, con turbonadas intermitentes de nieve.

En Florencia, mandó a sus oficiales a comprar ropa más abrigada para la tropa y revisó sus negocios.

—No confío en ninguno de estos hombres, excelente patrón —observó Fritharik—. Estoy seguro de que el capataz y este Jorge Menandro han estado robando, aunque no puedo probarlo. No entiendo todas esas sumas y escritos. Si los dejas solos el tiempo suficiente, robarán todo y, ¿dónde estaremos entonces?

—Ya veremos —replicó Padway.

Llamó al tesorero, Proclus Proclus, y pidió ver los libros. Proclus Proclus pareció inquieto inmediatamente, pero le llevó los libros. Padway se sumergió en las cifras. Todas estaban claras y nítidas, ya que él mismo había enseñado contabilidad por partida doble al tesorero. Y… sus empleados se sorprendieron al oír que Padway estallaba en carcajadas.

—¿Qué… qué sucede, noble señor? —preguntó Proclus Proclus.

—Pobre tonto, ¿no entiendes que con mi sistema de contabilidad, tus pequeños robos destacan en las cuentas? Mira: treinta sólidi el mes pasado y nueve sólidi y algunos sestercios hace nada más una semana.

—¿Qué… qué vas a hacerme?

—Bueno… debería hacerte encarcelar y apalear —Padway guardó silencio por un momento y vio retorcerse a Proclus Proclus—. Pero no deseo ver que padezca tu familia. Y ciertamente, no debía conservarte, después de esto. Pero estoy bastante ocupado y no puedo tomarme el tiempo necesario para entrenar a un nuevo tesorero para que lleve los libros en una forma civilizada. Así que sólo descontaré una tercera parte de tu salario hasta que estén pagados estos pequeños «préstamos» tuyos.

—Gracias, gracias, bondadoso señor. Pero en justicia… Jorge Menandro también debe pagar una parte de eso. Él…

—¡Mentiroso! —gritó el director.

—¡Mentiroso tú! Mira, puedo probarlo. Aquí está una partida por un sólidus, el 10 de noviembre. Y el 11, Jorge aparece con un par de zapatos nuevos y un brazalete. Sé dónde los compró. El día 15…

—¿Qué dices de eso, Jorge? —preguntó Padway.

Menandro confesó finalmente, aunque insistió en que los robos habían sido sólo préstamos temporales hasta el día de pago.

Padway dividió la deuda total entre ambos. Los previno con severidad en contra de la reincidencia. Después dejó al capataz una serie de planes para nuevas máquinas y procesos de trabajos en metal.

—¿Puedo acompañarte, excelente Martinus? —le preguntó Fritharik—. Florencia es muy aburrida. Y necesitas a alguien que te cuide. Ya he ahorrado bastante para recobrar mi espada enjoyada y, si me dejas…

—No, viejo. Lo siento, pero necesito tener aquí una persona en quien pueda confiar. Ya veremos cuando haya terminado esta maldita guerra y esta política.

—Oh, muy bien —Fritharik suspiró ruidosamente—, pero odio pensar que andes sin protección, con todos esos italianos, godos y griegos traicioneros. Aún temo que termines en una tumba anónima.

Temblaron y se deslizaron al cruzar los helados Apeninos hacia Bolonia. Padway resolvió hacer herrar los caballos de sus hombres, si podía hallar unos pocos días libres… los estribos ya habían sido inventados, pero las herraduras no.

En Padua supieron que no habían alcanzado a las fuerzas dálmatas por un día. Thiudahad quiso detenerse.

—Martinus —gimió—, has arrastrado mis viejos huesos por toda Italia septentrional y casi me has matado de frío. Eso no es humano. Debes alguna consideración a tu rey, ¿no?

Padway reprimió su irritación con algún esfuerzo.

—Mi señor, ¿quieres recuperar tu corona o no?

Así que el pobre Thiudahad tuvo que seguir adelante. Cabalgaron con determinación y alcanzaron al ejército dálmata a la mitad del trayecto hacia Atria. Trotaron dejando atrás a miles y miles de godos, a pie y a caballo. Debía haber más de cincuenta mil de ellos. Y estos hombres grandes, de aspecto rudo, habían huido ante el simple rumor de que se aproximaba el conde Constantiano.

El conde tenía solamente una pequeña fuerza, pero Padway era el único presente que lo sabía y su fuente de información no era del todo legítima. Los godos aclamaron a Thiudahad y a los lanceros godos de Martinus y miraron y farfullaron contra los quinientos coraceros. Padway había hecho que su guardia se pusiera cascos godos y capas militares italianas, en lugar de los yelmos de acero con espiga y los mantos como albornoces que acostumbraban. Pero sus mejillas afeitadas, sus pantalones ceñidos y sus altas botas amarillas todavía los hacían suficientemente diferentes para despertar sospechas.

Padway encontró a los dos comandantes cerca de la cabeza de la columna. Asinar era alto y Grippas bajo, pero aparte de eso, eran nada más un par de bárbaros maduros y barbudos. Saludaron con respeto a Thiudahad, quien pareció intimidarse un poco ante tanta fuerza latente. El ex rey presentó a Padway como su nuevo prefecto… no, quería decir, su nuevo cuestor.

—Supimos en Padua que había ocurrido en Italia una guerra civil y una usurpación. ¿Qué significan esas noticias? —preguntó Asinar.

Por esa vez, Padway agradeció que su telégrafo no hubiera estado operando tan al norte. Rió despreciativamente.

—Oh, nuestro valeroso general Wittigis tuvo una idea hace un par de semanas. Se encerró en Rávena, donde no pudieran llegar a él los griegos y se hizo proclamar rey. Hemos eliminado a los griegos y ahora vamos a arreglar a Wittigis. Vuestros muchachos serán útiles.

Dos días después, al mediodía, partieron hacia Rávena. La bruma era tan densa en la calzada septentrional, que un hombre tenía que preceder a pie a los primeros jinetes, para evitar que se desviaran a los pantanos.

Cuando apareció la fuerza, saliendo de la niebla, hubo cierta alarma en Rávena. Padway y Thiudahad guardaron silencio, mientras Asinar y Grippas se identificaban. Como resultado, la mayoría de la enorme fuerza estuvo en la ciudad antes de que alguien notara al hombrecillo canoso junto a Padway. Luego hubo gritos y carreras de un sitio a otro. Un godo con una rica capa roja corrió hacia la cabeza de la columna.

—¿Qué diablos sucede aquí? —gritó—. ¿Habéis capturado a Thiudahad o es lo contrario?

Padway espoleó su caballo para ponerse al frente.

—¿Quién eres tú, mi querido señor? —inquirió.

—Si es de tu incumbencia, soy el hijo de Unilas Wiljarith, general de nuestro señor Wittigis, rey de los godos y de los italianos. ¿Y quién eres tú?

—Me deleita conocerte, general Unilas —Padway sonrió y replicó tersamente—. Soy Martin Paduei, cuestor del viejo señor Thiudahad, rey de los godos y de los italianos. Ahora que nos conocemos…

—¡Pero tonto, ya no hay ningún rey Thiudahad! ¡Fue depuesto! ¿O no lo habías oído?

—Oh, he oído muchas cosas. Pero mi excelente Unilas, antes de que hagas más observaciones rudas, considera que nosotros… esto es, el rey Thiudahad, tenemos más de sesenta mil soldados en Rávena, en tanto que vosotros tenéis alrededor de doce mil. No quieres ninguna molestia desagradable, ¿verdad?

—¡Eres un…! ¡Uh!… ¿dijiste sesenta mil?

—Quizá setenta mil; no los he contado.

—Oh, eso es distinto.

—Pensé que lo considerarías en esa forma.

—¿Qué vais a hacer?

—Bueno, si puedes decirme dónde está el general Wittigis, creo que podríamos hacerle una visita.

—Se está casando. Estará en camino de la iglesia de san Vital.

—¿Quieres decir que todavía no se ha casado con Mathaswentha?

—No. Hubo alguna demora para obtener el divorcio.

—Pronto, ¿cómo podemos llegar a la iglesia de san Vital?

Padway no había esperado llegar a tiempo de oponerse al intento de Wittigis para injertarse en el árbol genealógico de los Amal, por su matrimonio forzado con la hija de la fallecida reina Amalaswentha. Pero ésa era una oportunidad demasiado buena para dejarla escapar.

Unilas indicó una cúpula flanqueada por dos torres. Padway le gritó a su guardia y espoleó a su caballo a un galope corto. Los quinientos hombres galoparon detrás. Cruzaron un puente sobre uno de los canales de Rávena y llegaron a la puerta de la iglesia de san Vital.

Había una veintena de guardias a la puerta, a través de la cual salía flotando suavemente la música de un órgano. Los guardias levantaron sus lanzas en «posición».

Padway frenó su cabalgadura y se volvió al comandante de su guardia, un macedonio llamado Aquileo.

—Cúbrelos —estalló.

Hubo un movimiento rápido, concertado entre los coraceros, quienes se habían desplegado en un semicírculo frente a la puerta de la iglesia. En el momento siguiente, los guardias estaban mirando cien rígidos arcos bizantinos, tensos hasta la mejilla.

Nu —dijo Padway en godo—, muchachos, si sueltan sus pinchos y levantan las manos… tenemos una invitación… Oh, así está mejor —saltó a tierra—. Aquileo, dame un escuadrón. Luego rodea la iglesia y que nadie entre ni salga hasta que termine con Wittigis.

Entró a la iglesia de san Vital con cien coraceros tras él. La música de órgano murió con un lamento y la gente se volvió a mirarlo. Sus ojos requirieron unos pocos segundos para habituarse a la penumbra.

Un obispo arriano, con cara de encurtido, estaba en el centro del enorme octágono y tres personas se hallaban frente a él. Uno era un hombre grande, con una capa larga y rica, y una corona sobre su pelo negro canoso: Wittigis. Otra era una muchacha alta, con tez de cereza y crema y los cabellos en gruesas trenzas doradas: la princesa Mathaswentha. El tercero era un soldado godo común, un tanto aseado, quien estaba tras de la novia, sujetándole un brazo tras de la espalda. Los concurrentes eran un puñado de nobles godos y sus damas.

Padway caminó muy determinadamente por el pasillo, con pasos pesados. La gente se retorció y se agitó en sus asientos.

—¡Los griegos! —murmuraron—. ¡Los griegos están en Rávena!

—¿Qué significa esta intrusión, joven? —demandó el obispo.

—Pronto lo sabrás, mi señor obispo. ¿Desde cuándo ha sostenido la fe arriana que se tome contra su voluntad a una mujer por esposa?

—¿Qué es eso? ¿Quién está siendo tomada contra su voluntad? ¿Qué te importa esta boda? ¿Quién eres tú, para interrumpir…?

Padway emitió su risa más irritante.

—Una pregunta cada vez, por favor. Soy Martinus Paduei, cuestor del rey Thiudahad. Rávena está en nuestras manos y las personas prudentes se comportarán de acuerdo con eso. En cuanto a la boda, no es necesario normalmente nombrar a un hombre para torcer el brazo de la novia a fin de que diga las contestaciones apropiadas. No quieres casarte con este hombre, ¿verdad, mi señora?

Mathaswentha libró su brazo del soldado, quien había estado disminuyendo la presión, cerró la mano y lo golpeó en la cara con fuerza bastante para echarle la cabeza hacia tras. Después se volvió hacia Wittigis, quien retrocedió.

—¡Bestia! —gritó—. ¡Te arrancaré los ojos…!

El obispo la sujetó por un brazo.

—¡Cálmate, hija mía! ¡Por favor! ¡En la casa de Dios…!

El rey Wittigis había estado parpadeando, absorbiendo gradualmente la noticia. El ataque de Mathaswentha lo sacó de su letargo.

—¿Intentas decirme que el miserable tinterillo, ése Thiudahad, ha tomado mi ciudad? ¿Mi ciudad? —gruñó.

—Ésa, mi señor, es la idea general. Temo que tendrás que renunciar a la idea de convertirte en miembro de la familia Amal y gobernar a los godos. Pero nosotros…

—¡Cerdo! —rugió—. ¿Crees que entregaré pacíficamente mi corona y mi novia? ¡Por Jesús, antes te veré en el infierno más ardiente!

Mientras hablaba, desenvainó su espada y corrió hacia Padway, con su pesada capa bordada en oro aleteando.

Padway no fue tomado del todo por sorpresa. Sacó su espada y paró el golpe de Wittigis bastante fácilmente, aunque la fuerza del tajo casi lo desarmó. Entonces se encontró pecho a pecho con el godo, estrechando el torso de barril y masticando la barba canosa de Wittigis. Intentó gritar a sus hombres, pero fue como tratar de hablar con la boca llena de trigo desmenuzado.

—¡Sujé… sh… ssh… sujétenlo, muchachos! ¡No le hagan daño!

Fue más fácil ordenarlo que hacerlo. Wittigis luchó como un gorila cautivo, aun cuando estaban colgados de él cinco hombres, bramando y echando espuma por la boca todo el tiempo. Los caballeros godos estaban poniéndose de pie, algunos llevando las manos a las empuñaduras de sus espadas, pero en una minoría desesperada, y entonces nadie pareció ansioso de morir por su rey. Wittigis principió a sollozar entre rugidos.

—Átenlo hasta que se tranquilice —dijo Padway, sin sentimiento—. Mi señor obispo, ¿puedo molestarlo pidiéndole pluma y papel?

El obispo miró agriamente a Padway y llamó a un sacristán, quien lo condujo a un cuarto junto al vestíbulo. Tomó asiento y escribió:

Martinus Paduei a Tomás el sirio. Salud:

Mi querido Tomás: te mando con esta carta a la persona de Wittigis, ex rey de los godos e italianos. Su escolta tiene órdenes de entregártelo en secreto.

Según recuerdo, tenemos una torre del telégrafo en construcción, en la Vía Flaminia, cerca de Helvillum. Por favor, dispón que se haga construir de inmediato una cámara en la tierra bajo esa torre, y disponerla como un apartamento. Encarcela allí a Wittigis con una guardia apropiada. Ponlo tan cómodo como sea posible, no quiero que se le haga daño.

Debe observarse el mayor secreto todo el tiempo. Eso no debe ser difícil, ya que esta torre está en una parte inculta del país. Será aconsejable hacer que Wittigis sea llevado a la torre por otros guardias distintos a los que lo lleven a Roma y que lo vigilen hombres que no hablen latín ni godo. Solamente liberarán a su prisionero por órdenes mías, dadas en persona o por vía telegráfica, o sin órdenes, en caso de mi encarcelamiento o de mi muerte.

Con mis mejores consideraciones,

Martinus Paduei

—Siento tener que tratarte tan rudamente, mi señor —dijo Padway a Wittigis—. No habría intervenido si no hubiera sabido que era necesario para salvar a Italia.

Wittigis había caído en un silencio taciturno.

—En realidad, te estoy haciendo un favor —continuó Padway—. Si cayeras en manos de Thiudahad, morirías… lentamente.

Todavía no hubo respuesta.

—Está bien, llévenselo, muchachos. Cúbranlo de manera que la gente no lo reconozca, y utilicen calles extraviadas.

Thiudahad miró húmedamente a Padway.

—Maravilloso, maravilloso, mi querido Martinus. El Consejo Real aceptó lo inevitable. La única dificultad es que ese vil usurpador hizo alterar mi corona para adaptarla a su cabezota; tendré que volverla a alterar. Ahora puedo dedicar mi tiempo a alguna investigación auténtica. Vamos a ver… ¿qué hiciste con Wittigis?

—Está fuera de tu alcance, mi señor rey.

—¿Quieres decir que lo mataste? ¡Vamos, eso es una lástima! Muy desconsiderado de tu parte, Martinus. Te dije que me había prometido una sesión larga y agradable en las cámaras de tormento…

—No, está vivo. Muy vivo.

—¿Qué? ¿Qué? ¡Entonces entrégamelo inmediatamente!

—Está donde nunca lo encontrarás. —Padway movió la cabeza—. Tú sabes, imaginé que sería necio desperdiciar un buen rey de repuesto. Si te ocurriera algo, podría necesitar uno al momento.

—¡Joven insubordinado! ¡No lo permitiré! Harás lo que ordene tu rey, o…

—No, mi señor. Nadie hará daño a Wittigis —Padway sonrió, moviendo la cabeza—. Y será mejor que no seas duro conmigo. Sus guardias tienen órdenes de ponerlo en libertad si me ocurre algo. No te quiere más de lo que tú lo quieres. Puedes imaginar el resto tú mismo.

—¡Demonio! —escupió venenosamente el rey—. ¿Por qué, oh, por qué te permití salvar mi vida? Desde entonces no he tenido un instante de paz. Podrías tener un poco de consideración para un viejo —gimió—. Vamos a ver, ¿de qué estaba hablando?

—Quizá del nuevo libro que vamos a publicar como coautores. Tiene una teoría perfectamente espléndida respecto a la atracción mutua de las masas. Explica los movimientos de los cuerpos celestes y toda clase de cosas. Se llama la ley de gravitación.

—¿Sí? Vamos, eso es muy interesante, Martinus, muy interesante. Extenderá hasta el fin de la Tierra mi fama como filósofo, ¿verdad?

Padway preguntó a Unilas si Urias, sobrino de Wittigis, estaba en Rávena. Unilas replicó que sí, y envió a un hombre a buscarlo.

Urias era grande y moreno como su tío. Llegó con el ceño fruncido en expresión de reto.

—Bueno, misterioso Martinus, ¿qué vas a hacer conmigo, ahora que has derrocado traicioneramente a mi tío?

—Nada —contestó Padway—. A menos que me obligues a hacerlo.

—¿No estás haciendo un purga de la familia de mi tío?

—No. Ni siquiera expurgo a tu tío. En estricta confianza, lo estoy ocultando para impedir que Thiudahad le haga daño.

—¿Sí? ¿Puedo creerlo?

—Seguro. Incluso le pediré una carta en la que declare si está recibiendo buen tratamiento.

—Pueden obtenerse cartas por medio del tormento.

—Con Wittigis no. Aparte de sus defectos, creo que estarás de acuerdo en que es un tipo obstinado.

Urias se calmó visiblemente.

—Eso es algo. Sí, tal vez tengas cierta decencia, después de todo, si eso es cierto.

—Ahora, hablemos de negocios. ¿Deseas trabajar para nosotros… es decir, nominalmente para Thiudahad, pero en realidad, para mí?

Urias se puso rígido.

—Eso está fuera de discusión. Por supuesto, estoy renunciando a mi comisión. No efectuaré ninguna acción desleal a mi tío.

—Siento escuchar eso. Necesito un buen hombre para comandar la reocupación de Dalmacia.

—Es una cuestión de lealtad —Urias movió la cabeza, tenazmente—. Todavía no he faltado nunca a mi palabra dada.

—Eres tan malo como Belisario —Padway suspiró—. Los pocos hombres capaces y dignos de confianza en este mundo no trabajan conmigo debido a obligaciones anteriores. Así que tengo que luchar con granujas y cretinos.

La oscuridad parecía querer descender por pura inercia…