Capítulo IX

EL hijo de Oskar Liuderis, comandante de la guarnición de la ciudad de Roma, miraba lúgubremente el firmamento gris de septiembre por la ventana de su oficina. El mundo había estado volviéndose al revés con demasiada frecuencia para esta alma leal y simple. Primero, Thiudahad es depuesto y Wittigis elegido rey. Luego, por algún proceso misterioso, Wittigis se convence y persuade a los otros caudillos godos de que el modo de contender con el terrible Belisario es correr a Rávena, y deja una guarnición inapropiada en Roma. Y ahora se sabe que los ciudadanos se sienten insatisfechos; algo peor: que sus tropas temen tratar de defender la ciudad contra los griegos. Aún peor: que el papa Silverio ha estado tratando con Belisario y violado suavemente sus juramentos a Wittigis, pretextando que el rey es un herético, para arreglar una capitulación incruenta de la ciudad.

Pero todos estos choques fueron leves, comparados con el que recibió cuando los dos visitantes anunciados por su ordenanza resultaron ser Martín Padway y el ex rey Thiudahad, a quien reconoció inmediatamente, a pesar de estar afeitado.

—¡Vosotros! —exclamó—. ¡Vosotros!

—Sí, nosotros —respondió Padway en tono suave—. Creo que conoces a Thiudahad, rey de los ostrogodos e italianos. Y me conoces a mí. A propósito, soy el nuevo cuestor del rey.

Eso significaba que era una combinación de secretario, legislador y escritor en nombre suyo.

—Pero… ¡pero tenemos otro rey! Se supone que vosotros tenéis vuestras cabezas a precio o algo así.

—Oh, eso —contestó Padway negligentemente—. El Consejo Real fue un poco apresurado en su acción, como esperamos demostrarle a su tiempo. Explicaremos…

—Pero ¿dónde habéis estado? ¿Y cómo escapaste de mi campamento? ¿Y qué estáis haciendo aquí?

—Una cosa cada vez, por favor, excelente Liuderis. Primero, hemos estado en Florencia, reuniendo unos pocos suministros para la campaña. Segundo…

—¿Cuál campaña?

—… segundo, tengo la forma, negada a los hombres comunes para escapar de la prisión. Tercero, estamos aquí para conducir tus tropas contra los griegos y destruirlo.

—¡Estáis locos! Os haré encerrar hasta que…

—Vamos, espera hasta que nos escuches. ¿Conoces mis… pequeñas dotes para ver los resultados futuros de las acciones de los hombres?

Unh, he oído cosas. Pero si piensas que puedes hacer que me aparte de mis deberes con algún cuento descabellado…

—Exactamente, mi querido señor. Él rey te dirá cómo anticipé el infortunado intento de Optaris contra su vida y cómo usé mi conocimiento para frustrar sus planes. Puedo presentarte más pruebas. Por ejemplo, puedo decirte que no recibirás ayuda de Rávena. Que Belisario marchará por la Vía Latina en noviembre. Que el Papa convencerá a tu guarnición de que se retire antes de que lleguen ellos. Y que tú permanecerás en tu puesto y serás capturado y enviado a Constantinopla.

—¿Estáis aliado con Satanás? ¿O quizá eres el mismo diablo? No he dicho a nadie mi determinación de permanecer aquí si mi guarnición se retira y no obstante, tú lo sabes.

—No tengo esa suerte —Padway sonrió—, excelente Liuderis. Solamente soy un hombre ordinario, de carne y hueso, que tiene algunas dotes especiales. Aún más, Wittigis perderá por último la guerra, aunque nada más será después de años de lucha destructora. Esto es, sucederán todas estas cosas, a menos que cambies tus planes.

—Bueno, ¿qué planes de operaciones tienes en la mente contra los griegos? —inquirió Liuderis, después de una hora.

—Sabemos que vendrán por la Vía Latina —replicó Padway—, así que no tiene objeto dejar Terracina guarecida. Y sabemos la fecha aproximada de su venida. ¿Cuántos hombres, más o menos, podrías reunir para fines del mes próximo, contando la guarnición de Terracina?

Liuderis sopló entre sus barbas y pensó.

—Si llamara a los hombres de Formia, seis, tal vez siete mil. Alrededor de la mitad arqueros y la mitad lanceros. Es decir, asumiendo que el rey Wittigis no lo sepa e intervenga.

—¿Si pudiera demostrarte que tendrías posibilidades bastante buenas contra ellos, los conducirías?

—No lo sé todavía. Debo pensarlo. Quizá. Si como dices, nuestro rey… excúsame, noble Thiudahad, me refiero al otro rey, va a ser derrotado, podría valer la pena correr el riesgo. ¿Qué harías tú?

—Belisario tiene más o menos diez mil hombres —respondió Padway—. Dejará dos mil para guarecer Nápoles y otras ciudades meridionales. Todavía tendrán una pequeña superioridad numérica sobre nosotros. Veo que tu bravo Wittigis huyó cuando tenía veinte mil disponibles.

Liuderis se encogió de hombros y pareció confundido.

—Es cierto que no fue una acción inteligente. Pero espera muchos miles más de Galia y Dalmacia.

—¿Tienen tus hombres alguna práctica en ataques nocturnos?

—¿Ataques nocturnos? ¿Quieres decir, atacar al enemigo por la noche? No. Nunca oí hablar de ese procedimiento. Las batallas siempre se libran durante el día. Un ataque nocturno no me parece muy práctico. ¿Cómo conservarías el control de tus hombres?

—Ése es el punto. Nadie ha sabido jamás que los godos hagan un ataque por la noche, así que hay alguna posibilidad de éxito. Pero requerirá entrenamiento especial. Primero, tendrás que destacar patrullas en los caminos que conducen al norte, para devolver a la gente que pueda llevar a noticia a Rávena. Necesito un par de buenos ingenieros de catapultas. No deseo tener que depender enteramente de los libros que encuentre en las bibliotecas, para integrar mi artillería. Si entre tus tropas nadie sabe nada de catapultas, debemos hallar a uno o dos romanos que sepan. Y puedes hacerme miembro de tu estado mayor… ¿no tienes estado mayor? Entonces es tiempo de que principes a tenerlo… con un salario razonable…

Padway se tendió sobre la cumbre de una colina próxima a Fregellae y observó a los imperialistas a través de su telescopio. Le sorprendió que Belisario, el mejor soldado de su tiempo, no hubiera destacado exploradores más lejos, pero era el año de 536. Su partida avanzada consistía en unos pocos cientos de hunos y moros montados, quienes galopaban siguiendo caminos secundarios por cientos de metros y volviendo al camino principal. Luego venían dos mil de los famosos cataphracti o coraceros, trotando en formación ordenada. El sol bajo y frío hacía resplandecer las escamas de sus armaduras. Su estandarte era una serpiente de cuero inflada, retorciéndose al extremo de una larga asta.

Éstos eran los mejores soldados y ciertamente los más versátiles en el mundo y todos les temían. Al verlos, Padway no se sintió confiado. Después venían tres mil arqueros de Isauria, marchando a pie y, finalmente, dos mil coraceros más. Junto a Padway, Liuderis observó:

—Ésa es una especie de señal. Ja, creo que acamparán aquí. ¿Cómo sabías que escogerían ese punto, Martinus?

—Es sencillo. ¿Recuerdas ese pequeño aparato que tenía en la rueda de esa carreta? Sirve para medir la distancia. Medí las distancias en el camino. Luego de saber su jornada normal de marcha y el punto del que partieron, el resto es fácil.

—Tch, ech, maravilloso. ¿Cómo piensas en todas esas cosas? —los ojos grandes y confiados de Liuderis recordaron a Padway los de un San Bernardo—. ¿Debo hacer que los ingenieros ensamblen ya a Brunilda?

—Aún no. Cuando el sol se ponga, mediremos la distancia hasta el campamento.

—¿Cómo lo harás sin ser visto?

—Te lo enseñaré cuando llegue el momento. Mientras tanto, asegúrate de que los muchachos guarden silencio y se mantengan ocultos.

—No les agradará tener que comer una cena fría —Liuderis frunció el ceño—. Si no los vigilamos, con seguridad encenderán fuego.

Padway suspiró. Había tenido bastantes experiencias tristes con los godos temperamentales e indisciplinados. Como Padway sentía que no daría resultado que él les ordenara directamente, el pobre Liuderis tenía que hacerlo.

Los bizantinos establecieron con prontitud ordenada su campamento. Ésos eran auténtico soldados, pensó Padway. Se podía hacer algo al mando de hombres como ésos. Pasaría largo tiempo antes de que los godos consiguieran una perfección de movimiento tan tersa. Los godos todavía estaban obsesionados con ideas infantiles de la guerra.

Estaba oscureciendo demasiado para que su telescopio fuera útil. Podía distinguir el estandarte del general frente a una gran tienda. Quizá Belisario era una de esas pequeñas figuras que la rodeaban. Si tuviera una ametralladora… pero no la tenía y jamás la tendría. Se requieren máquinas para hacer ametralladoras y máquinas para hacer esas máquinas y así sucesivamente.

Sin duda el estandarte tenía las letras S. P. Q. R…, el Senado y el Pueblo de Roma (Senatus Populusque Romanu). Un ejército de mercenarios hunos, moros y anatolios, comandado por un eslavo tracio, quien trabajaba para un autócrata dálmata que reinaba en Constantinopla y ni siquiera gobernaba en la ciudad de Roma, se hacía llamar Ejército de la República de Roma y no veía nada gracioso en el acto.

Padway se levantó, gruñendo por el peso de su cota de escamas. Deseó muchas cosas, tales como haber tenido tiempo para entrenar a algunos arqueros montados. Eran las únicas tropas que realmente podían contender en igualdad de condiciones con los letales coraceros bizantinos. Pero tendría que esperar que la oscuridad nulificara la ventaja imperialista en fuego de proyectiles.

Supervisó el hundimiento de una estaca en tierra y midió a pasos la base de un triángulo. Con un poco de geometría calculó la distancia de 400 metros que era el alcance de Brunilda, y ordenó que se ensamblara la gran catapulta. La cosa requirió once carretas cargadas de madera. Padway revoloteaba en torno a sus ingenieros, saltando y siseando reprimendas cuando alguien dejaba caer una pieza de madera.

Fragmentos de cantos llegaban del campamento. Al parecer, la idea de Padway, de abandonar una carreta cargada de brandy donde era seguro que la hallaran los forrajeadores, había dado resultados, a pesar de la severidad de Belisario con los soldados borrachos.

Se sacaron las bolsas de pasta de azufre. Padway consultó su reloj, recobrado del agujero de la muralla. Era cerca de media noche, aunque habría jurado que el trabajo no había tomado más de una hora.

—¿Todo dispuesto? —preguntó—. Enciendan la primera bolsa.

Se encendieron los trapos embebidos en aceite. El saco fue puesto en la eslinga. El mismo Padway tiró del cabo: ¡Z-zam!, dijo Brunilda. La bolsa describió una parábola ígnea. Las canciones de ebrios cesaron y en lugar de eso, hubo un zumbido creciente como de un nido de avispas irritadas. Detrás de él, los látigos y las cuerdas crujieron, mientras los caballos tiraban de la polea que había aparejado Padway para la preparación rápida de la catapulta. ¡Z-zam! La mecha de la segunda bolsa se apagó en el aire, de manera que continuó su vuelo hasta el campo sin ser vista. No importaba. En pocos segundos voló otra. El zumbido fue más fuerte, interrumpido por órdenes claras y agudas. ¡Z-zam!

—¡Liuderis! —gritó Padway—. ¡Da tu señal!

En el campamento, las líneas de caballos comenzaron a relinchar. A los caballos no les agraciaba el dióxido de azufre. Bueno; tal vez la caballería imperialista sería inmovilizada. Bajo los otros ruidos, Padway oyó los sonidos metálicos y las pisadas de los godos poniéndose en camino. En el campamento, algo estaba ardiendo brillantemente. Su luz mostró una compañía de godos, a la derecha de Padway, abriéndose paso por el terreno escabroso, cubierto de hierba. Sus grandes escudos redondos estaban pintados de blanco para reconocerse, y cada hombre tenía un trapo húmedo atado sobre la nariz. Padway pensó que podrían asustar a los imperialistas, aunque no lograran hacer otra cosa. Alrededor, la noche brillaba con el ligero reflejo anaranjado del fuego sobre yelmos, cotas de escamas y hojas de espadas.

Al aproximarse los godos, el ruido se decuplicó, al añadirse los gritos de la batalla organizada, el restallido seco de las cuerdas de los arcos y, finalmente, el coro de herreros de metal sobre metal. Padway pudo ver que «sus» hombres, siluetas negras contra los fuegos, empequeñecían y se perdían de vista en el foso del campamento. Entonces sólo hubo una mancha confusa de movimiento y un gran estrépito, mientras los atacantes trepaban al otro lado, invisibles hasta que entraron nuevamente a la luz de los fuegos y se mezclaron con los defensores.

Uno de los ingenieros informó que los sacos de azufre se habían terminado. ¿Qué debían hacer entonces?

—Aguarden órdenes posteriores —replicó Padway.

—Pero, capitán, ¿no podemos ir a pelear? ¡Estamos perdiéndonos de toda la diversión!

—¡Ni, no podéis! ¡Vosotros sois el único cuerpo de ingenieros que vale algo al oeste del Adriático. No permitiré que os hagáis matar!

—¡Uh! —exclamó una voz en la oscuridad—. Ésa es una actitud cobarde, permanecer aquí. Vamos, muchachos. ¡Al diablo con el misterioso Martinus!

Y antes de que Padway pudiera hacer algo, los veinte y pico de sirvientes de la catapulta trotaron hacia los fuegos.

Padway pidió furiosamente su caballo y cabalgó en busca de Liuderis. El comandante estaba refrenando su cabalgadura frente a una masa sólida de lanceros. La luz del fuego iluminaba sus cascos, sus caras, sus hombros y el bosque de lanzas verticales. Parecían algo salido de una ópera de Wagner.

—¿No hay aún señales de un contraataque? —preguntó Padway.

—No.

—La habrá. ¿Quién va a conducir este escuadrón?

—Yo.

—¡Oh, señor! Creí que te había explicado por qué el…

—Lo sé, Martinus —lo interrumpió Liuderis firmemente—. Tienes muchas ideas. Pero eres joven. Yo soy un soldado viejo. El honor requiere que guíe a mis hombres. Mira, algo ocurre en el campamento.

Cierto. La caballería imperial estaba saliendo. A pesar de las dificultades, Belisario había conseguido reunir un grupo de caballos manejables y los coraceros para montarlos. Mientras observaban, este grupo salió atronando por la puerta principal y la infantería goda se dispersó en todas direcciones ante ellos. Liuderis gritó y la masa de jinetes godos se puso en movimiento, cobrando velocidad al avanzar. Padway vio que los imperialistas rodeaban ampliamente para tomar a los atacantes por la retaguardia y después, los hombres de Liuderis los ocultaron. Oyó el choque al encontrarse las fuerzas y luego todo fue confusión.

El ruido se apagó poco a poco. Padway se preguntó qué había ocurrido. Se sintió tonto, montado en su caballo, a 400 metros de la acción. Estaba teóricamente donde debían estar la plana mayor, las reservas y la artillería. Pero no había reservas, su única catapulta se encontraba abandonada en algún lugar en la oscuridad y los artilleros y la plana mayor se hallaban al frente, intercambiando golpes de espada con los imperialistas.

Padway trotó hacia el campamento, renegando contra las ideas del siglo VI respecto a la guerra. Se encontró con un godo que estaba vendando pacíficamente su espinilla con un trozo de tela arrancado de su túnica; otro que oprimía su estómago y gemía, y un cadáver. Luego halló un grupo de coraceros imperiales desmontados y desarmados.

—¿Qué estáis haciendo? —inquirió.

—Somos prisioneros —replicó uno—. Había unos godos que se suponía que debían estar vigilándonos, pero enfurecieron por perderse del botín, así que se fueron al campamento.

—¿Qué sucedió a Belisario?

—Aquí está —el prisionero señaló a un hombre sentado en tierra, con la cabeza entre las manos—. Un godo lo golpeó en la cabeza y lo aturdió. Está recuperando el sentido. ¿Sabes qué se hará con nosotros, noble señor?

—Pienso que nada muy drástico. Aguardad aquí hasta que envíe a alguien por vosotros.

Padway cabalgó hacia el campamento. Los soldados eran personas extrañas, pensó. Con Belisario al mando y una oportunidad de emplear su famosa táctica de arco y lanza, los cataphracti podrían haber vencido al triple de sus efectivos de tropas en otros tipos. Ahora, como su caudillo había sido golpeado en la cabeza, estaban tan mansos como ovejas.

Halló más muertos y heridos cerca del campamento y unos pocos de caballos sin jinete pastando tranquilamente. En el campo mismo, había soldados imperiales, arqueros de Isauria, moros y hunos, en pequeños grupos que oprimían pedazos de tela contra sus narices para protegerse del efecto de los vapores sulfúricos. Los godos corrían entre ellos de un lado a otro, buscando propiedades que pudieran robarse.

Padway desmontó y preguntó a un par de los saqueadores dónde estaba Liuderis. Contestaron que no sabían y continuaron con sus negocios. Encontró a un oficial llamado Gaina, que lo sabía. Gaina se hallaba sentado llorando junto a un cadáver.

—Liuderis murió —dijo entre sollozos—. Cayó en la refriega, cuando atacamos a la caballería griega.

—¿Quién es ése? —Padway indicó al cadáver.

—Mi hermano menor.

—Lo siento. Pero ¿quieres venir conmigo a organizar las cosas? Allí hay cien coraceros sin nadie que los vigile. Si recobran el juicio, intentarán escapar…

—No. Permaneceré con mi hermanito. Ve, Martinus. Tú puedes encargarte de las cosas —Gaina se disolvió en nuevas lágrimas.

Padway buscó hasta que encontró a otro oficial, Gudareths, quien parecía tener algún sentido. Cuando menos estaba haciendo esfuerzos frenéticos para reunir algunos jinetes para vigilar a los imperialistas rendidos. Padway lo tomó por un brazo.

—Olvídalos —estalló—. Oí que Liuderis murió, pero Belisario vive. Si no lo aseguramos…

Así que arrastraron un puñado de godos y regresaron hacia donde continuaba el general imperial, sentado entre sus soldados. Retiraron a los prisioneros menores y apostaron a varios hombres para vigilar a Belisario. Después pasaron una hora completa reuniendo a jinetes y prisioneros y estableciendo algún orden.

Gudareths, un hombre pequeño y jovial, hablaba continuamente.

—Ésa fue una gran carga, una gran carga. Nunca vi una mejor, incluso en la batalla contra los gépidos en el Danubio. Los tomamos por el flanco, la cosa más limpia que hayas visto. El general griego luchó como un energúmeno, hasta que le pegué en la cabeza. Se rompió mi espada, sí. El mejor golpe que he dado en mi vida. Más fuerte aún que la vez que le corté la cabeza a un huno búlgaro, hace cinco años. Oh, sí, he matado en mi vida cientos de enemigos. Hasta miles. Lo siento por los pobres diablos. No soy en realidad un tipo sanguinario, pero trataron de enfrentarse a mí. Oye, ¿dónde estuviste durante la carga? —miró fijamente a Padway, como una ardilla acusadora.

—Se suponía que debía estar dirigiendo la artillería. Pero mis hombres corrieron a participar en la pelea, y cuando llegué, todo había terminado.

Aiw, no lo dudo, no lo dudo. Como una vez que estuve en un combate contra los borgoñeses. Mis órdenes me mantuvieron fuera de la refriega hasta que casi, estaba concluida. Por supuesto, cuando llegué, debo haber matado cuando menos a veinte…

El tren de tropas y prisioneros se encaminó hacia el norte por la Vía Latina. Padway, aún trastornado por hallarse al mando del ejército godo, simplemente por haberse hecho cargo de las responsabilidades de Liuderis en la noche de confusión, cabalgaba cerca del frente. Los primeros son siempre los primeros que desaparecen, pensó con tristeza, recordando al viejo Santa Claus sencillo y honrado que yacía en una de las carretas a retaguardia y pensando en el reyezuelo perverso y traicionero a quien tenía que manejar cuando volviera a Roma.

Belisario, quien cabalgaba a su lado, estaba todavía menos jovial. El general imperialista era un hombre sorprendentemente joven, de alrededor de treinta y cinco años, alto y un poco gordo, con ojos grises y barba café rizada. Su ascendencia eslava se mostraba en sus grandes pómulos.

—Excelente Martinus —dijo con gravedad—, debo agradecerte la consideración que mostraste hacia mi esposa. Te preocupaste por ponerla cómoda en este triste viaje.

—Está muy bien, ilustre Belisario. Tal vez tú me capturarás algún día.

—Eso es muy improbable, después de este fracaso. A propósito, si puedo saberlo: ¿qué eres tú? ¡Oí que te llamaban misterioso Martinus! Por tu forma de hablar no eres godo, ni siquiera italiano.

Padway repitió su fórmula vaga, concerniente a América.

—¿Sí? Esos americanos deben ser gente muy hábil en la guerra. Cuando comenzó la batalla supe que no estaba enfrentándome a un comandante bárbaro. La coordinación fue demasiado buena.

—¿Te agradaría la idea de combatir a nuestro lado? —preguntó Padway—. Necesitamos un buen general. Como cuestor de Thiudahad, tengo las manos ocupadas en otras cosas.

—No. Hice un juramento a Justiniano —contestó Belisario, y frunció el ceño.

—Lo hiciste. Pero como oirás probablemente, en ocasiones puedo ver en el futuro. Y puedo decirte que mientras más fiel seas a Justiniano, más malo e ingrato será él contigo. Te…

—¡Dije no! Puedes hacer lo que quieras conmigo, pero la palabra de Belisario no debe ponerse en duda.

Padway argumentó un poco más, pero al recordar su Procopio, tuvo poca esperanza de cambiar la actitud severa de este tracio. Belisario era un tipo magnífico, pero su virtud rígida lo hacía un compañero de viaje ligeramente molesto.

—¿Dónde está tu secretario, Procopio de Cesárea? —inquirió Padway.

—No lo sé. Estaba en algún sitio en Italia meridional y se suponía que debía estar en camino para reunirse con nosotros.

—Bien. Lo tomaremos con nosotros. Requeriremos un historiador competente.

Los ojos de Belisario se dilataron.

—¿Cómo sabes que está reuniendo notas para la historia? Pensé que no lo había dicho a nadie, excepto a mí.

—Oh, tengo medios. Por eso me llaman el misterioso Martinus.

Entraron a Roma por la Puerta Latina, al norte, pasando el Circo Máximo, hacia el Campo Pretoriano.

Ahí, Padway ordenó acampar a los prisioneros y dijo a Gudareths que estableciera una guardia sobre ellos. Eso fue bastante obvio. Luego se halló en medio de una multitud de oficiales que lo miraban expectantemente. No pudo pensar en las órdenes que debía librar entonces.

Se frotó el lóbulo de la oreja por unos segundos y después apartó al cautivo Belisario.

—Oye, ilustre general —preguntó en voz baja—, ¿qué diablos hago ahora? Estos asuntos militares no son mi verdadero oficio.

Hubo una sugestión de asombro en la cara sincera y ordinariamente solemne de Belisario.

—Llama a tu pagador general —replicó—, y haz que pague los salarios de los hombres. Será mejor que les otorgues una pequeña gratificación por la victoria en la pelea. Comisiona a un oficial para que traiga algunos médicos que atiendan a los heridos; cuando menos, no creo que un ejército bárbaro como éste tenga su propio cuerpo médico. Debe haber un hombre cuya obligación sea cotejar las nóminas. Investígalo. Supe que el comandante de la guarnición de Roma murió. Nombra a un hombre en su lugar y haz que la guarnición regrese a sus cuarteles. Indica a los comandantes de los otros contingentes que encuentren el alojamiento que puedan para sus hombres. Si tienen que utilizar casas particulares, promete a los dueños que serán pagados a las tarifas comunes. Puedes investigarlas después. Pero antes que nada, debes decir un discurso.

—¿Decir un discurso, yo? —siseó Padway, horrorizado—. Hablo un godo infame…

—Eso es parte del oficio. Diles lo bueno que son como soldados. Que sea breve En cualquier forma, no escucharán muy atentamente.