SI Padway no estaba equivocado y si la historia de Procopio era cierta, Thiudahad debía pasar por la Vía Flaminia durante las veinticuatro horas siguientes, en su fuga empavorecida a Rávena. Por todo el camino preguntó a la gente si el ex rey había pasado por allí. Todos le contestaron negativamente.
Ahora, a orillas de Narnia, se hallaba tan al norte como se atrevió a llegar. La Vía Flaminia se bifurcaba en ese punto y no tenía modo de saber si Thiudahad tomaría el camino viejo o el nuevo. Así que él y Hermann se pusieron cómodos a un lado del camino. Padway miró a su compañero con ojos furiosos. Hermann tomó demasiada cerveza en Ocriculum.
Al oír las preguntas de Padway y sus instrucciones de tomar turnos para vigilar el camino, nada más sonrió como un idiota y dijo «¡Ja, ja!». Quedó dormido a la mitad de una oración.
Padway se paseó en la sombra de un lado a otro, oyendo los ronquidos de Hermann y tratando de pensar. No había dormido desde el día anterior y ahí estaba ese baboso barbudo, tomando el reposo que necesitaba Padway urgentemente.
¿Y si Thiudahad no apareciera? ¿O que diera un rodeo, por la Vía Salaria? Una y otra vez se había puesto tenso, al aparecer polvo camino abajo, solamente para que se materializara como un granjero tras una carreta de bueyes, o en cualquiera otra gente.
¿Podría haber cambiado los planes de Thiudahad la influencia de Padway, de modo que su curso de acción fuera diferente del que debió ser? Padway veía su influencia como una serie de ondas extendiéndose sobre un estanque. Por el mero hecho de haberlo conocido, las vidas de personas como Tomás y Fritharik ya habían cambiado radicalmente de lo que habrían sido, si él no hubiera aparecido en Roma.
Pero Thiudahad nada más lo había visto dos veces, antes de ese momento y no había ocurrido nada drástico en ninguna ocasión. El camino de Thiudahad en el tiempo y el espacio podría haberse alterado, pero sólo de una manera leve.
Intentó consultar su reloj de pulsera y recordó que lo había escondido en la Muralla de Aureliano para no mojarlo, antes de tenderse en el agua. Esperó que tendría una oportunidad de recobrarlo algún día y que estuviera en buenas condiciones de funcionamiento cuando lo hiciera.
Esa nubecilla de polvo en el camino probablemente era otro maldito rebaño de vacas o de ovejas. No, era un hombre a caballo. El oído de Padway captó los resoplidos de una cabalgadura acicateada; entonces reconoció a Thiudahad.
—¡Hermann! —gritó.
—Akhkhkhkhkhg —roncó Hermann. Padway corrió hacia él y punzó al godo con su bota. Hermann dijo—: Akhkhkhkhkhg. Meina luibs… guhhg.
Padway cedió; el ex rey estaría sobre ellos en un instante. Montó a su caballo y salió al trote al camino, con las manos levantadas.
—¡Hai, Thiudahad! ¡Mi señor!
Thiudahad taloneó su caballo y al mismo tiempo tiró de las riendas, indeciso respecto a si debía detenerse, rodear a Padway y seguir adelante, o volverse por el camino por donde había venido. Entonces, el animal exasperado inclinó la cabeza y corcoveó. Thiudahad se aferró frenéticamente a la silla. Su cara estaba pálida de terror, y café de polvo.
Padway se inclinó y tomó las riendas.
—Tranquilízate, mi señor —dijo.
—¿Quién… qué…? Oh, es el editor. ¿Cómo te llamas? No me la digas; lo sé. ¿Por qué me detienes? Tengo que llegar a Rávena… Rávena…
—Serénate. Jamás llegarías vivo a Rávena.
—¿Qué quieres decir? ¿También tratas de asesinarme?
—No. Pero como has de saber, puedo leer el futuro.
—Oh, de veras, sí, lo he sabido. ¿Qué hay en mi futuro? ¡No me digas que voy a ser asesinado! No, excelente Martinus. No quiero morir. Si solamente me dejan vivir, no volveré a molestar a nadie jamás.
El hombrecillo de barba gris casi gimoteó de miedo.
—Si guardas silencio por unos minutos, te diré lo que veo. ¿Recuerdas cuando robaste, por una consideración a un godo, una bella heredera que le había sido prometida en matrimonio?
—Oh, de veras. Al hijo de Optaris Winithar, ¿verdad? Únicamente que no digas «robaste», mi excelente Martinus. Yo nada más… ah… ejercí mi influencia del mejor hombre. Pero ¿por qué?
—Wittigis confió a Optaris la misión de asesinarte. Te sigue día y noche. Si continúas hacia Rávena, te alcanzará antes de que llegues, te derribará del caballo y te cortará la garganta… así ¡shh!
Padway tomó su propia barba con una mano, levantó su mentón y pasó un dedo sobre su manzana de Adán.
Thiudahad se cubrió la cara con las manos.
—¿Qué haré? Si pudiera llegar a Rávena, tengo amigos allí…
—Eso es lo que tú crees. Yo sé otra cosa.
—Pero ¿no hay nada? Quiero decir, ¿me matará Optaris, sin importar lo que haga yo? ¿No podemos escondernos?
—Tal vez. Mi profecía únicamente es buena si intentas llevar a cabo tu plan original.
—Bueno, entonces nos ocultaremos.
—Está bien, tan pronto como despierte a este tipo.
Padway indicó a Hermann.
—¿Por qué esperarlo? ¿Por qué no lo dejamos ahí?
—Trabaja para un amigo mío. Se suponía que debía cuidarme.
Desmontaron y Padway reanudó sus esfuerzos por despertar a Hermann. Thiudahad se sentó en la hierba.
—¡Tanta ingratitud! Y fui un rey tan bueno… —gimió.
—Seguro —respondió Padway acremente—, a excepción de que rompiste tu juramento a Amalaswentha de no intervenir en los asuntos públicos y después la hiciste asesinar…
—Pero no comprendes, excelente Martinus. Ella hizo asesinar a nuestro más noble patriota, el conde Tulum, junto con esos otros dos amigos de Athalarico, el hijo de ella…
—… e interviniste, nuevamente por una consideración, en la última elección papal; ofreciste vender Italia a Justiniano, a cambio de una propiedad cerca de Constantinopla y una anualidad…
—¿Qué? ¿Cómo supiste…? ¡Quiero decir, es una mentira!
—Sé muchas cosas —continuó—; cometiste omisiones en la defensa de Italia; no socorriste a Nápoles…
—Oh, de veras. Te digo que no me entiendes. Odio todas esas cosas militares. Admito que no soy un soldado; soy un hombre de estudios. Así que dejo eso a mis generales.
—Como han probado los sucesos…, no.
—Oh, de veras. Nadie me entiende. Te diré por qué no hice nada respecto a Nápoles. Sabía que era inútil. Había recurrido a un mago judío, Jeconías de Nápoles, quien tiene una gran reputación de hacer profecías acertadas. Este hombre tomó treinta cerdos y puso diez de ellos en cada una de tres zahúrdas. Una zahúrda era de «godos», otra «italianos» y la tercera «imperialistas». Los dejó sin comer durante varias semanas. Hallamos que todos los «godos» murieron; que algunos «italianos» murieron y el resto perdieron el pelo; pero los «imperialistas» estaban pasándola bien. Así supimos que los godos iban a perder. En tal caso, ¿por qué sacrificar inútilmente las vidas de muchos muchachos valientes?
—Mierda —replicó Padway—. Mis profecías son tan buenas como las de ese farsante gordo. Pero cualquier profecía sólo es buena mientras sigas tus planes originales. Si sigues los tuyos, te cortarán el cuello como a uno de tus cerdos mágicos. Si quieres vivir, obedéceme.
—¿Qué? Vamos, oye, Martinus, aunque ya no sea rey, soy noble por nacimiento y no recibiré órdenes de…
—Como gustes —Padway se levantó y caminó hacia su caballo—. Cuando encuentre a Optaris, le diré dónde hallarte.
—¡Ay! ¡No hagas eso! ¡Obedeceré! ¡Haré cualquier cosa, nada más que no dejes que ese hombre horrible me capture!
—Está bien. Si obedeces órdenes, tal vez incluso pueda devolverte tu reino. Pero entiende que serás un rey puramente nominal.
Padway captó el brillo astuto en los ojos de Thiudahad. Después, sus ojos se desviaron hacia atrás de Padway.
—¡Aquí viene! ¡Es el asesino Optaris! —chilló.
Padway giró sobre sus pies. Seguro, un godo rollizo venía quemando el camino hacia ellos. Ésa era una situación magnífica. Perdió tanto tiempo hablando, que el perseguidor los alcanzó. Aún debía tener unas pocas horas de retraso; pero ahí estaba el hombre. ¿Qué hacer?
No tenía más arma que un cuchillo, más adecuado para cortar filetes que para tajar gargantas humanas. Thiudahad tampoco llevaba espada. A Padway, criado en un mundo de subametralladoras Thompson, las espadas le parecían armas inútiles, así que nunca se le había ocurrido acostumbrarse a llevar una. Comprendió el error al captar el reflejo de la hoja de Optaris. El godo se inclinó y estimuló su caballo hacia ellos.
Thiudahad permaneció clavado en su lugar, temblando con violencia y emitiendo leves maullidos de miedo. Humedeció sus labios secos y chilló una palabra una y otra vez: «Armaio!» (¡Merced!).
En el último momento, Padway se lanzó contra el ex rey y lo derribó, apartándolo del camino del caballo de Optaris. Se levantó, mientras Optaris frenaba furiosamente su montura. Thiudahad también se levantó y se disparó hacia la protección de los árboles. Optaris saltó a tierra y corrió tras él. Mientras tanto, Padway había pensado con rapidez. Se inclinó sobre Hermann, quien estaba principiando a revivir, sacó la espada de su funda y corrió a cortar el paso a Optaris.
Padway se maldijo por tonto. Sólo tenía el conocimiento teórico elemental de la esgrima, pero ninguna experiencia práctica. El pesado espadón godo le era desconocido e incómodo. Pudo ver el blanco de los ojos de Optaris mientras el godo trotaba hacia él, medía la distancia, cambiaba su peso y levantaba su espada para un tajo de revés.
Padway paró el golpe de modo más instintivo que intencional. Las hojas chocaron con un gran ruido y la espada tomada en préstamo a Hermann voló dando vueltas hasta el bosque. Veloz como un relámpago, Optaris atacó otra vez, pero su hoja halló el aire solamente. Si Padway era un esgrimista incompetente, no tenía nada de eso en sus piernas. Corrió tras de su espada, la halló y siguió corriendo, con Optaris jadeando tras él. Había sido un astro menor del cuarto de milla en el colegio; si podía fatigar las piernas del godo, tal vez la desventaja sería menor, cuando finalmente… ¡uff! Tropezó con una raíz y cayó de cara.
De alguna manera rodó sobre sí mismo y se levantó antes de que Optaris estuviera sobre él. Y en alguna forma se puso entre Optaris y un par de grandes robles que crecían demasiado próximos para pasar entre ellos. Así que no había otra cosa, excepto detenerse y defenderse. Cuando el godo avanzó haciendo oscilar su espada sobre su cabeza, en un último ademán desesperado, Padway lanzó una estocada al pecho descubierto de Optaris, alargando el brazo lo más que pudo, más con la idea de mantener alejado al hombre, que con la de herirlo.
El godo era un combatiente apto. Pero la esgrima de su época se hacía por completo con el filo. Nadie había lanzado una simple estocada para detenerlo. Así que no fue culpa suya que en su esfuerzo de ponerse a distancia de cortar a Padway, se ensartara limpiamente en la hoja adelantada. El godo jadeó, intentó respirar y sus gruesas piernas se doblaron poco a poco. Cayó y la espada salió de su cuerpo. Sus manos se crisparon sobre la tierra y un gran río de sangre salió por su boca.
Cuando llegaron Thiudahad y Hermann, encontraron a Padway vomitando contra el tronco de un árbol. Casi no oyó sus congratulaciones.
Estaba reaccionando a su primer homicidio con una combinación de repulsión humana y excitación nerviosa. Para salvar el pellejo inútil de Thiudahad, había matado a uno que tal vez era un hombre mejor, quien tenía un resentimiento legítimo contra el ex rey y quien nunca había hecho ningún daño a Padway. Si nada más hubiera hablado con Optaris o lo hubiera herido levemente… Pero el hombre estaba bien muerto. Los vivos presentaban un problema más inmediato.
—Será mejor disfrazarte —dijo a Thiudahad—. Si eres reconocido, Wittigis enviará a visitarte a otro de tus amigos. Es demasiado malo que ya lleves los cabellos cortos, al estilo romano.
—Quizá podríamos cortarle la nariz —sugirió Hermann—. Entonces nadie lo reconocería.
—¡Oh! —chilló Thiudahad, agarrándose el apéndice indicado—. ¡Oh, por favor! ¿No me desfigurarías realmente en esa forma, mi más noble Martinus?
—No, si te comportas bien, mi señor. Y tus ropas son demasiado lujosas. Hermann, ¿podría confiarte que fueras a Narnia y compraras a un campesino italiano su traje de ir a la iglesia los domingos?
—Ja, ja, me provocas silubr. Voy.
—¿Qué? —chilló Thiudahad—. ¡No me pondré una ropa tan ridícula! Un príncipe de los Amaling tiene su dignidad.
Padway fijó en él su mirada y palpó el filo de la espada.
—¿Entonces, mi señor —dijo sedosamente—, prefieres la pérdida de tu nariz? ¿No? Lo sabía. Entrega un par de sólidi a Hermann. Haremos de ti un granjero próspero. ¿Sabes hablar en dialecto umbrío?