CUANDO Padway regresó a Roma, su primer interés fue ver cómo marchaba su periódico. El primer número publicado desde su partida salió bien. Menandro estaba misteriosamente alegre respecto al segundo, recién impreso, insinuando que tenía una sorpresa espléndida para su patrón. Así era. Padway miró una prueba y su corazón casi se detuvo. En la primera plana había una historia detallada del cohecho que pagó Silverio el nuevo Papa, al rey Thiudahad, para asegurar su elección.
—¡Campanas del infierno! —gritó Padway—. ¿No tienes juicio para no publicar esto, Jorge?
—¿Por qué? —preguntó Menandro, abatido—. Es cierto, ¿no?
—¡Por supuesto, es cierto! Pero no quieres que nos cuelguen o nos quemen en una pira, ¿verdad? La Iglesia ya sospecha de nosotros.
Menandro sorbió un poco; enjugó una lágrima y se sonó la nariz en su túnica.
—Lo siento, excelente patrón. Intenté complacerte; no tienes idea de los trabajos que pasé para conseguir los datos concernientes.
—Gracias al cielo, todavía no han salido ejemplares de este número.
—Oh, sí, ya han salido.
—¿Qué?
—Oh, sí, Juan el librero se llevó los primeros cien ejemplares hace nada más un minuto.
Juan el librero recibió el susto de su vida cuando Padway, todavía sucio por días de viaje, galopó tras él por la callé, saltó a tierra desde su caballo y lo tomó por un brazo. Alguien inició los gritos de «¡Ladrones! ¡Socorro! ¡Asesinos!». Padway se halló tratando de explicar a cuarenta ciudadanos truculentos, que todo estaba bien.
Un soldado godo se abrió paso entre la multitud e inquirió qué sucedía allí. Un ciudadano señaló a Padway.
—¡Es el tipo de las botas! —gritó—. ¡Lo oí decir que cortaría la garganta al otro hombre, si no le entregaba su dinero!
Así que el godo arrestó a Padway.
Padway no soltó a Juan el librero, quien estaba demasiado atemorizado para hablar. Acompañó pacíficamente al godo, hasta que estuvieron lejos del oído de la muchedumbre. Entonces invitó al soldado a una vinatería, los agasajó a él y a Juan y se explicó. El godo permaneció inflexible, a pesar de la corroboración de Juan, hasta que Padway lo recompensó liberalmente. Padway obtuvo su libertad y sus preciosos periódicos. Entonces tuvo que preocuparse respecto al hecho de que alguien había robado su caballo, mientras él estaba custodiado por el godo.
Padway volvió caminando a casa, con los periódicos bajo el brazo. Sus servidores mostraron su pesar por la pérdida del caballo.
—¡Vamos, ilustre amo —dijo Fritharik—, de cualquier modo, esa carne para los buitres no valía mucho!
Padway se sintió mucho mejor cuando supo que el primer tramo del telégrafo debía terminarse en una semana o en diez días. Se sirvió una buena bebida antes de la cena. Después de ese fatigoso día eso hizo que su cabeza girara un poco.
Como Julia tardó en llegar con la cena, Padway le dio una nalgada juguetona. Se sorprendió un poco de sí mismo.
Después de la cena sintió sueño. Mandó las cuentas al demonio y subió a dormir, dejando a Fritharik ya roncando en su colchón, frente a la puerta. Padway no habría apostado mucho en favor de la capacidad de Fritharik para despertar cuando entrara un ladrón.
Había comenzado a desnudarse cuando lo sobresaltó un golpe a la puerta. No pudo imaginar…
—¿Fritharik? —preguntó.
—No. Soy yo.
Frunció el ceño y abrió la puerta. La luz de la lámpara iluminó a Julia de Apulia. Entró con una oscilación de caderas.
—¿Qué deseas, Julia? —inquirió Padway.
La muchacha gorda, de cabellos negros, lo miró, sorprendida.
—Oh… ¿mi señor no quiere que lo diga? ¡No sería decente!
—¿Eh?
La muchacha rió.
—Lo siento —dijo Padway—. Te equivocaste de estación. Baja.
Pareció confundida.
—¿Mi… amo no me quiere?
—Eso es. Cuando menos no para eso.
Las comisuras de su boca se inclinaron hacia abajo. Aparecieron en sus ojos dos grandes lágrimas.
—¿No te agrado? ¿No piensas que soy agradable?
—Pienso que eres una cocinera magnífica y una buena muchacha. Ahora, buenas noches. Fuera.
Ella se resistió a salir y principió a sorber. Luego sollozó. Su voz se elevó a un lamento agudo.
—Sólo porque soy del campo… jamás me miraste… nunca me pediste en todo este tiempo… entonces, esta noche fuiste bueno… creí… creí… buu-u-ú…
—Vamos, vamos… ¡por el cielo, deja de llorar! Siéntate. Traeré un trago para ti.
Julia chasqueó los labios al primer sorbo de brandy diluido.
—Bueno —dijo. Todo era bueno… bonus, bona o bonum, según fuera el caso—. El amor es bueno. Todo hombre debía tener un poco de amor. Amor… ¡ah!
Hizo un movimiento serpentino, notable en una persona de su físico. Padway tragó saliva.
—Dame esa bebida, Julia. Yo también la necesito.
—¿Ahora —inquirió después de un rato—, nos hacemos el amor?
—Bueno… muy pronto. Sí, creo que lo haremos.
Padway hipó. Frunció el ceño al ver los grandes pies descalzos de Julia.
—Espera… hip… un minuto. Vamos a ver esos pies —las plantas estaban negras—. Eso no está bien. Oh, no, absolutamente. Los pies presentan un obstáculo sicológico insu-insuperable.
—¿Uh?
—Interponen una barrera síquica a la… hip… adoración apropiadamente devota de Ashtaroth. Debemos lavar los pies.
—No entiendo.
—Olvídalo; yo tampoco. Lo que quiero decir, es que antes vamos a lavar tus pies.
—¿Es eso una religión?
—Podrías expresarlo en esa forma. ¡Maldita sea! —derribó el aguamanil de su base, tomándolo en el aire milagrosamente.
—Eres el hombre más bueno —Julia rió—. Eres un auténtico caballero. Ningún hombre me había hecho eso…
Padway abrió los ojos y parpadeó. Recordó todo bastante rápidamente. Contrajo los músculos, uno tras otro. Se sintió bien. Hurgó en su conciencia en forma experimental. No reaccionó en absoluto.
Se movió cuidadosamente, pues Julia ocupaba dos terceras partes de su cama no demasiado ancha. Se levantó sobre un codo y la miró. El movimiento descubrió sus grandes senos. Entre ellos tenía un trozo de hierro, pendiente de su cuello. Le había dicho que eso era un clavo de la cruz de San Andrés. Y no quiso quitárselo.
Sonrió. Agregó un par de cosas a la lista de inventos mecánicos que intentaba producir. Pero por el momento, sería…
Una pequeña cosa gris con seis patas, no mucho mayor que la cabeza de un alfiler, salió de los vellos de la axila de Julia. Pálido contra la piel olivácea, caminó con lentitud glacial.
Padway saltó del lecho. Contrayendo la cara con asco, se vistió sin tomarse tiempo para lavarse. La alcoba apestaba. Roma debía haber embotado su sentido del olfato, o lo habría notado antes.
Julia despertó cuando él estaba terminando de vestirse. Farfulló los buenos días y salió.
Ese día pasó dos horas en los baños públicos. A la noche siguiente, el llamado de Julia obtuvo una orden áspera de que se largara de su cuarto y no se acercara a él. Ella comenzó a llorar. Padway abrió con violencia la puerta.
—¡Un chillido más y estás despedida! —y azotó la puerta.
Ella obedeció, malhumorada. Durante los días inmediatos, él captó miradas venenosas de ella; no era una actriz.
Al domingo siguiente, cuando volvió de la Biblioteca Ulpiana halló un pequeño grupo de hombres frente a su casa. Solamente estaban mirando. Padway no pudo ver nada raro en la casa.
—¿Qué hay de extraño en mi casa? —preguntó a un desconocido.
El hombre lo miró el silencio. Todos lo miraron de igual modo. Se retiraron en parejas y en tríos, rápidamente, volviéndose a mirar de tiempo en tiempo.
Dos trabajadores no se presentaron el lunes por la mañana. Nerva vino hasta Padway.
—Pensé que desearías saberlo, señor Martinus —empezó después de carraspear—. Ayer fui a misa a la iglesia del Ángel Gabriel.
—¿Sí?
Esa iglesia estaba a dos cuadras de la casa de Padway.
—El padre Narciso predicó contra la hechicería. Habló de personas que contrataban demonios con Satanás y fabricaban aparatos extraños. Fue un sermón muy enérgico. Pareció que estuviera hablando de ti.
Padway se preocupó. Eso podría ser una coincidencia, pero estaba casi seguro de que Julia había ido a confesarse de haber fornicado con un mago. Un sermón mandó a la gente a mirar el cubil del mago. Unos pocos más como ése…
Temía más que nada en la tierra al entusiasmo religioso de una chusma, sin duda porque sus procesos mentales eran tan completamente diferentes a los de él.
Llamó a Menandro y le pidió información respecto al padre Narciso.
Los informes fueron desalentadores, desde el punto de vista de Padway. El padre Narciso era uno de los sacerdotes más respetados en Roma. Era recto, caritativo, humano y valeroso. Tenía formalidad absoluta las veinticuatro horas del día, y no había una sombra de escándalo en torno suyo, hecho que lo hacía por sí un clérigo distinguido.
—Jorge —dijo Padway—, ¿no mencionaste en una ocasión a un obispo con concubinas?
—Es el obispo de Bolonia, señor. Tiene dos mujeres… cuando menos sabemos de dos. Sé sus nombres y todo. Creí que sería una buena historia para el periódico.
—Todavía puede serlo. Escribe la historia concerniente al obispo de Bolonia, Jorge. Que sea sensacional. Páralo e imprime tres o cuatro pruebas de galera; después guarda el tipo en un lugar seguro.
Padway tardó una semana para obtener audiencia con el obispo de Bolonia, quien por suerte estaba en Roma. El obispo era una persona hermosamente vestida, con una bella cara exangüe. Padway sospechó que había un cerebro muy inteligente detrás de esa sonrisa dulce, ascética.
Besó la mano del obispo y murmuraron naderías amables. Padway habló del trabajo maravilloso de la Iglesia y de cómo él intentaba, a la medida de sus humildes posibilidades, de ayudarlo.
—Por ejemplo —dijo—, ¿… conoces mi periódico semanario, reverendo señor?
—Sí, lo leo con placer.
—Bueno, tengo que vigilar a mis muchachos, quienes son propensos a errar, en su entusiasmo por cazar noticias. He intentado hacer de mi semanario una hoja limpia, digna de entrar a cualquier hogar, sin escándalo. Aunque eso signifique escribir yo mismo la mayoría del número, algunas veces —suspiró—. ¡Ah, hombres pecaminosos! ¿Creerías, reverendo señor, que he tenido que suprimir historias de sucio libelo contra miembros de la sagrada Iglesia? La más escandalosa de todas llegó recientemente —sacó una de las pruebas de galera—. Con dificultad me atrevo a enseñártela, señor, temiendo que tu ira justificada hacia este sucio producto de una imaginación desordenada me condene a las llamas eternas.
—Déjame verlo, hijo mío. Un sacerdote ve muchas cosas horribles en su carrera. En estos tiempos se requiere un espíritu fuerte para servir al Señor.
Padway le entregó la hoja. El obispo la leyó. Una expresión triste cubrió su cara angélica.
—¡Ah, pobres mortales débiles! No saben que se hacen un daño mucho mayor que el que sufre el objeto de su calumnia. Demuestra que debemos tener la ayuda de Dios a cada paso, para no caer en pecado. Si me dices quién escribió esto, oraré por él.
—Un hombre llamado Marcus —dijo Padway—. Por supuesto, lo despedí inmediatamente. No quiero a nadie que no esté dispuesto a cooperar al máximo con la Iglesia.
—Agradezco tus justos esfuerzos —dijo—. Si hay algún favor que pueda hacerte…
Padway le habló del buen padre Narciso, quien estaba mostrando una incomprensión tan lamentable de sus empresas…
Al domingo siguiente, Padway fue a misa. Tomó asiento bien al frente, determinado a enfrentarse a todo, si el padre Narciso sé mostraba obstinado.
Reflexionó que había este beneficio en el cristianismo: con sus conceptos del Milenio y del Día del Juicio, acostumbraba a la gente a esperar, de una manera en que no lo hacían otras religiones, y así, preparaba sus mentes para los conceptos de evolución orgánica y progreso científico.
El padre Narciso comenzó su sermón donde lo había concluido la semana anterior. La brujería era el más condenable de los crímenes; no debían dejar que un hechicero viviera, etcétera.
Pero no debemos confundir en nuestro santo entusiasmo, continuó el buen sacerdote, con una mirada agria a Padway, al practicante de las negras artes y al familiar de los demonios con el artesano honesto, quien con sus aparatos ingeniosos hace más benigno nuestro viaje a través de este valle de lágrimas. Después de todo, Adán inventó el arado y Noé el barco. Y este nuevo arte de escribir con máquinas haría posible divulgar más efectivamente la palabra de Dios entre los paganos.
Cuando Padway llegó a casa, llamó a Julia y le dijo que ya no la necesitaría.
Al día siguiente en que se fue, Padway hizo un recorrido personal por la casa, para ver si algo había sido robado o roto. Halló bajo su lecho un objeto curioso: un rollo de plumas de pollo, atadas con crines de caballo en torno de lo que parecía ser un ratón muerto hacía mucho tiempo; todo estaba rígido con sangre coagulada. Fritharik no sabía qué era, pero Jorge Menandro sí; palideció un poco.
—¡Una maldición! —musitó.
Informó a Padway, sin ganas, que era un amuleto de mala suerte, vendido por uno de los hechiceros locales; el ama de llaves despedida lo había dejado allí, indudablemente, para llevar a Padway a una muerte prematura y terrible. El mismo Menandro no estaba seguro de que quisiera seguir en su trabajo.
—No es que en realidad crea en maldiciones, excelente señor, pero tengo que sostener a mi familia y no puedo correr riesgos…
Un aumento de sueldo dispuso de los escrúpulos de Menandro. Jorge se sintió contrariado de que Padway no aprovechara la ocasión para hacer arrestar y colgar a Julia por brujería.
—¡Nada más piénsalo —dijo—, nos pondría de parte de la Iglesia y sería una historia maravillosa para el periódico!
Padway contrató a otra ama de llaves. Ésta era canosa, de apariencia frágil y deprimentemente virginal. Por eso la aceptó.
Supo que Julia había ido a trabajar para Ebenezer el judío. Esperó que Julia no intentara ninguna de sus especialidades en Ebenezer. No parecía que el viejo banquero pudiera soportar muchas de ellas.
—En cualquier momento —explicó Padway a Tomás— debemos recibir ese primer mensaje por telégrafo desde Nápoles.
—Eres una maravilla, Martinus —Tomás se friccionó las manos—, únicamente me preocupa que vayas a excederte. Los mensajeros del servicio civil italiano se quejan de que este invento destruirá su forma de vida. Dicen que es competencia injusta.
Padway se encogió de hombros.
—Veremos. Tal vez habrá algunas noticias de guerra.
—Ésa es otra cosa que está preocupándome —Tomás frunció el ceño—. Thiudahad no ha hecho nada para defender Italia. Odiaría ver que la guerra llegara hasta Roma.
—Te haré una apuesta —dijo Padway—. El yerno del rey, Evermuth el vándalo, abandonará a los imperialistas. Un sólidi.
—¡Hecho!
Casi en ese instante Juniano, quien había sido puesto a cargo de las operaciones, llegó con un papel. Era el primer mensaje y traía la noticia de que Belisario había desembarcado en Reggio; que Evermuth se había pasado a su lado; que los imperialistas marchaban sobre Nápoles.
Padway sonrió al banquero, quien tenía la boca abierta.
—Lo siento, viejo, pero necesito ese sólidi. Estoy ahorrando para un nuevo caballo.
—¿Oyes eso, Dios? Martinus, la próxima ocasión que haga una apuesta con un mago, puedes nombrarme irresponsable.
Dos días después, llegó un mensajero y dijo a Padway que el rey estaba en Roma, alojado en el palacio de Tiberio, y que se requería la presencia de Padway. Éste pensó que tal vez Thiudahad había reconsiderado la proposición de los telescopios.
—Mi buen Martinus —dijo Thiudahad—. Debo pedirte que interrumpas la operación de tu telégrafo.
—¿Qué? ¿Por qué, mi señor rey?
—¿Sabes lo que sucedió? ¿Eh? Ésa cosa tuya esparció la noticia de que mi yerno se pasó… de su traición por toda Roma, pocas horas después de que ocurrió. Es malo para la moral. Alienta al elemento helenófilo y atrae críticas sobre mí. Así que por favor, no lo operes ya, cuando menos durante la guerra.
—Pero mi señor, pensé que tu ejército lo hallaría útil para…
—Ni una palabra más sobre eso, Martinus. Lo prohíbo. Ahora, déjame ver. Oh, había algo más por lo que te quería ver. Oh, sí, a mi servidor Casiodoro le gustaría conocerte. Te quedarás a comer, ¿verdad? Un gran sabio, Casiodoro.
Así que más tarde, Padway se encontró inclinándose ante el prefecto pretoriano, un italiano viejo, un tanto beatífico. Se sumergieron inmediatamente en una discusión sobre historiografía, literatura y los azares del negocio editorial. Para su enfado, Padway descubrió que se divertía. Sabía que se encontraba apoyando a estos débiles viejos parásitos, en su descuido criminal de la defensa del país. Pero, estaba harto del insoportable intelectual que era él por naturaleza, de modo que no pudo menos que simpatizar con ellos.
—Ilustre Casiodoro —dijo—, quizá has notado que en mi periódico he estado tratando de enseñar al componedor de tipo a distinguir entre la «u» y la «ve» y también entre la «i» y la «jota». Ésa es una reforma que se ha necesitado desde hace mucho, ¿no te parece?
—Sí, sí, mi excelente Martinus. El emperador Claudio intentó algo similar. Pero ¿qué letra empleas para cada sonido en cada caso?
Padway lo explicó. También habló a Casiodoro de sus planes para imprimir el periódico, o cuando menos parte de él, en latín vulgar. Casiodoro levantó las manos, horrorizado ante eso.
—¡Excelente Martinus! ¿Esos dialectos miserables que pasan ahora por latín? ¿Qué diría Ovidio si los escuchara? ¿Qué diría Virgilio? ¿Qué diría cualquiera de los antiguos maestros?
—Temo que nunca lo sabrán —respondió Padway, sonriendo—, ya que son un poco anteriores a nuestra época. Pero te aseguro que incluso en su tiempo, las «eses» y «emes» finales habían sido eliminadas de la pronunciación común. Y en todo caso, la pronunciación y la gramática se han apartado demasiado de los modelos clásicos, para que regresen a ellos nuevamente. De manera que si deseamos que nuestro nuevo instrumento para la diseminación de la literatura sea útil, tendremos que adoptar una ortografía que esté más o menos de acuerdo con el lenguaje hablado. De lo contrario, la gente no se molestará en aprenderla. Para comenzar, tendremos que agregar media docena de nuevas letras al alfabeto.
Cuando se despidió, horas después, al menos había hecho un esfuerzo para llevar la conversación hacia las medidas para continuar la guerra. Fue inútil, pero su conciencia estaba tranquila.
Padway se sorprendió, por el efecto de las noticias de su amistad con el rey y el prefecto. Lo visitaron romanos bien nacidos e incluso fue invitado a un par de banquetes muy aburridos.
Incluso Cornelio Anicio lo buscó y emitió la invitación a su casa, codiciada durante tanto tiempo. No se disculpó por el leve desaire en la biblioteca, pero su actitud deferente sugirió que lo recordaba.
Padway se tragó su orgullo y aceptó. Pensó que era una tontería juzgar a Cornelio según sus valores. Y quería ver nuevamente a la hermosa morena.
Cuando llegó la hora, se levantó de su escritorio, y ordenó a Fritharik que lo acompañara.
—¿Irás caminando hasta la casa de este caballero romano?
—Seguro. Sólo son un par de kilómetros. Nos hará bien.
—¡Oh, muy respetable señor, no puedes! ¡No se hace! Lo sé; una vez trabajé para un patricio así. Debes ir en silla de manos, o cuando menos a caballo.
—Tonterías. De cualquier modo, únicamente tenemos un caballo de silla. No quieres caminar mientras yo cabalgo, ¿verdad?
—N-no es que me importe caminar; pero se vería raro que el servidor libre de un caballero, como yo, fuera a pie en una ocasión formal, como un esclavo.
Maldito sea este protocolo, pensó Padway.
—Por supuesto, está el caballo de trabajo —observó Fritharik, esperanzado—. Es un animal con buen aspecto; uno casi podría confundirlo con un caballo de guerra.
Padway montó en el caballo de trabajo. Fritharik cabalgó en el flaco caballo de silla.
Padway fue introducido a una gran sala. A través de una puerta cerrada pudo oír la voz de Anicio, en pentámetros ondulantes:
Roma, la diosa guerrera, asiento había tomado,
el pecho descubierto, corona mural en la cabeza.
Detrás, bajo su espacioso yelmo escapando,
los cabellos de su emplumada cabeza por su espalda fluían.
Modesto el porte, pero la severidad su belleza hace severa.
De tono púrpura es su capa, con broche en forma de colmillos;
bajo su seno, una joya su manto cierra.
Un vasto y brillante escudo su costado sostiene,
en el que, en duro metal fundida, la caverna de Rhea…
El criado se había escurrido al interior y murmurado. Anicio interrumpió su declamación y salió con un libro bajo el brazo.
—¡Mi querido Martinus! —gritó—. Imploro tu perdón; estaba ensayando un discurso que voy a decir mañana —dio golpecitos al libro, que llevaba bajo el brazo y sonrió con expresión culpable.
—Escuché algo a través de la puerta.
—¿Sí? ¿Qué piensas de él?
—Tu declamación es excelente.
Resistió la tentación de agregar: «¿Pero qué significa?».
—¿Sí? —chilló Anicio—. ¡Espléndido! ¡Estoy grandemente agradecido! Mañana estaré tan nervioso como Cadmo cuando comenzaron a brotar los dientes del dragón, pero la aprobación anticipada de un crítico tan competente me fortalecerá. Y ahora, te dejaré a merced de Dorotea, mientras concluyo esto. Espero que no te ofenderás. ¡Espléndido! ¡Oh, hija!
Apareció Dorotea e intercambiaron amabilidades. La muchacha llevó a Padway al jardín, mientras Anicio continuaba su plagio de Sidonio.
—Debías escuchar a mi padre en alguna ocasión —dijo—. Te lleva al tiempo en que Roma era realmente el amo del mundo. Si la restauración del poder de Roma pudiera hacerse nada más con palabras hermosas, mi padre y sus amigos lo habrían hecho hace mucho.
Hacía calor en el jardín, un calor del junio italiano.
—¿Cómo llaman a esa flor? —Padway inquirió.
Dorotea se lo dijo. Hizo más preguntas respecto a las flores… preguntas intrascendentes respecto a cuestiones sin importancia.
Ella contestaba graciosamente, inclinándose de tiempo en tiempo para retirar un insecto. Ella también tenía calor. Había pequeñas perlas de transpiración en su labio superior. Su vestido delgado se pegaba en sitios a su cuerpo. Padway admiró esos lugares. Ella estaba cerca de él, hablando con humor grave de las flores, de los insectos y de las plagas que las atacan. Todo lo que tenía que hacer para besarla era inclinarse un poco hacia adelante. Pudo oír la sangre latiendo en sus oídos. Casi consideró una invitación el modo como le sonrió.
Pero Padway no hizo ningún movimiento. Mientras vacilaba, su mente enumeró razones.
Así que deseabas ser joven y necio hace pocos minutos, ¿eh? Martín, muchacho, pensó. No puedes; es demasiado tarde; siempre te detendrás a hacer las cosas racionalmente, como lo has estado haciendo en este momento. Es mejor que te resignes a ser un adulto calculador, en particular, si no puedes evitarlo.
Pero lo entristeció un poco no poder ser uno de esos tipos impetuosos, descritos por lo común como altos y bellos, que miran a una muchacha, saben que está destinada a ser su compañera y la toman en sus brazos. Dejó que Dorotea hiciera la mayor parte de la conversación, mientras regresaban a la casa a cenar con Cornelio Anicio. Al mirar a Dorotea que lo procedía, Padway se sintió levemente disgustado consigo mismo, por haber dejado que Julia invadiera su cama.
Se sentaron… o más bien se reclinaron en divanes, ya que Anicio insistió en comer al buen estilo romano antiguo, para aguda incomodidad de Padway. Anicio tenía en la cara una expresión que Padway encontró un poco familiar.
Supo que la expresión era de un hombre que ha escrito o está a punto de escribir un libro.
—¡Ah, las épocas degeneradas en que vivimos, excelente Martinus! La lira de Orfeo sólo suena débilmente —Anicio explicó—. Calíope vela su rostro; la alegre Talía está muda; los himnos de nuestra santa Iglesia han ahogado los dulces acordes de Euterpe. Sin embargo, unos pocos de nosotros nos esforzamos por mantener en alto la antorcha de la poesía, mientras nadamos en el Helesponto del barbarismo y rastrillamos el jardín de la cultura.
—Toda una hazaña —comentó Padway, retorciéndose en un esfuerzo vano por encontrar una posición cómoda.
—Sí, persistimos a pesar de los desalientos hercúleos. Por ejemplo, no me considerarás atrevido por someter a tu escrutinio brillante de editor un pequeño libro de versos —sacó un manojo de hojas de papiro—. Algunos de ellos no son malos, aunque lo diga su indigno autor.
—Yo debía estar muy interesado —dijo Padway, sonriendo con esfuerzo—. No obstante, respecto a su publicación, debo prevenirte que ya hice contratos por tres libros de tus excelentes colegas.
—Oh —dijo Anicio con inflexión descendente.
—El ilustre Trajano Herodio, el distinguido Juan Leoncio y el respetable Félix Avito. Son todos poemas épicos. Debido a las condiciones del mercado, estos caballeros han tomado la responsabilidad económica de la publicación.
—¿Lo cual significa…?
—Significa que pagan en efectivo por adelantado y reciben el precio completo por sus libros cuando son vendidos, sujetos a los descuentos de los libreros. Por supuesto, distinguido señor, si el libro es bueno realmente, el autor no tiene que preocuparse respecto a recuperar su costo de publicación.
—Sí, sí, excelente Martinus, ya veo. ¿Qué probabilidades piensas que tendría mi pequeña creación?
—Tendría que verla primero.
—La verás. Te leeré parte de ella ahora, para darte la idea.
Anicio se sentó. Tomó los papiros en una mano, haciendo ademanes elocuentes con la otra:
Marte con su atronadora trompeta a su señor aclama,
el juvenil Júpiter, recién a su trono ascendido,
sobre las estrellas por la omnisciente natura colocado.
Las deidades menores a su señor adoran,
a antigua soberanía con pompa sucediendo…
—Padre —lo interrumpió Dorotea—, tu cena se está enfriando.
—¿Qué? Oh, así es, niña.
—Y creo que en alguna ocasión debías escribir algún buen sentimiento cristiano, en lugar de toda esa superstición pagana.
—Si alguna vez tienes una hija, Martinus —Anicio suspiró—, cásala joven, antes de que desarrolle la facultad crítica.
Nápoles cayó en agosto en manos del general Belisario. Thiudahad nada había hecho para ayudar a la ciudad, excepto arrestar a las familias de la pequeña guarnición goda, para asegurar su fidelidad. La única defensa vigorosa de Nápoles fue efectuada por los judíos napolitanos. Éstos sabían el tratamiento que debían esperar bajo el régimen imperial, por haber oído hablar de los complejos religiosos de Justiniano.
Padway oyó la noticia con una sensación de malestar. Había tanto que podía hacer por ellos, si únicamente se lo permitieran. Y se necesitaría un accidente tan pequeño para eliminarlo… uno de los accidentes normales de la guerra, como el que le ocurrió a Arquímedes.
Sé que Thiudahad será depuesto —pensó— y que Wittigis perderá la guerra. Y la perderá de la peor forma… después de años de lucha que devastarán a toda Italia. No es culpa suya. Nada más está hecho de ese modo. Lo que menos deseo es ver arruinado el país; estropearía muchos planes que tengo. Así que me propongo intervenir y cambiar el curso natural de los acontecimientos. Los resultados pueden ser mejores; no podrían ser peores. Me propongo ganar la guerra para vosotros. Si puedo.