Capítulo VI

JUNIANO, director de construcciones de la Compañía Telegráfica Romana, entró jadeando a la oficina de Padway.

—El trabajo… —dijo. Se interrumpió para tomar aliento y comenzó nuevamente—: el trabajo en la tercera torre de la línea de Nápoles fue interrumpido esta mañana por un escuadrón de soldados de la guarnición de Roma. Les pregunté qué demonios ocurría y dijeron que no lo sabían; nada más tenían órdenes de interrumpir la construcción. ¿Qué vas a hacer, excelente amo?

¿Así que los godos se oponían? Eso significaba ver a sus superiores. Padway se estremeció ante la idea de mezclarse más en la política.

—Supongo que veré a Liuderis —suspiró.

El comandante de la guarnición de Roma era un godo grande, grueso, con las barbas blancas más espesas que había visto Padway en su vida. Su latín era regular. Pero de tiempo en tiempo elevaba la mirada azul y movía los labios silenciosamente, como rezando; en realidad estaba repitiendo una declinación o una conjugación para hallar la terminación apropiada.

—Mi buen Martinus, estamos en guerra. Principias a levantar estas… ah… torres misteriosas, sin pedirnos permiso. Algunos de tus patrocinadores son patricios… ah… conocidos por sus sentimientos helenófinos. ¿Qué podemos pensar? Debes considerarte afortunado por haber escapado al arresto.

—Estaba esperando que el ejército las hallaría útiles para trasmitir información militar —protestó Padway.

Liuderis se encogió de hombros.

—Soy simplemente un soldado que cumple con su deber. No entiendo estos… ah… aparatos. Quizá funcionaron como dices. Pero yo no podía tomar la… ah… responsabilidad de permitirlos.

—¿Entonces no retirarás tu orden?

—No. Si quieres permiso, tendrás que ver al rey.

—Pero mi querido señor, no tengo tiempo de correr a Rávena.

Otro encogimiento de hombros.

—Es lo mismo para mí, buen Martinus. Yo conozco mi deber.

Padway intentó la astucia.

—Parece que ciertamente lo conoces. Si yo fuera el rey, no podría pedir un soldado más fiel.

—¡Adulón! —pero Liuderis sonrió complacido—. Lamento no poder satisfacer tu pequeña petición.

—¿Cuáles son las últimas noticias de la guerra?

Liuderis frunció el ceño.

—No hay muchas… Pero debo ser cuidadoso con lo que digo. Estoy seguro de que eres una persona más peligrosa de lo que parece.

—Puedes confiar en mí. También soy partidario de los godos.

¿Sí? —Liuderis guardó silencio, mientras los engranes giraban dentro de su cabeza. Luego inquirió—: ¿Cuál es tu religión?

—Congregacionalista. En mi país, es lo más parecido al arrianismo.

—Ah, entonces tal vez eres como dices. Las pocas noticias que hay no son buenas. No hay en Bruttium más que una pequeña fuerza al mando de Evermuth, el yerno del rey. Y nuestro buen rey…

Se encogió de hombros nuevamente, esta vez con desesperación.

—Mira, excelente Lauderis, ¿no retirarás esa orden? Escribiré a Thiudahad de inmediato, pidiéndole su permiso.

—No, mi buen Martinus, no puedo. Antes consigue el permiso. Y es mejor que vayas en persona, si deseas acción.

Así ocurrió que Padway se encontró, contra su voluntad, trotando en un anciano caballo de silla a través de los Apeninos, hacia el Adriático. Al principio, Fritharik se había sentido deleitado de tener cualquier caballo entre sus rodillas. Antes de que hubieran llegado muy lejos, su tono cambió.

—Amo —gruñó—, no soy un hombre instruido. Pero conozco los caballos. Siempre afirmé que un buen caballo era una buena inversión —agregó sombríamente—: Si fuéramos atacados por malhechores, no tendríamos una oportunidad con estos pobres despojos viejos. No es que tema a la muerte, ni a los bribones tampoco. Pero sería triste que un caballero vándalo acabara en una tumba anónima en uno de estos valles solitarios. Cuando era un noble un África…

—No estamos manejando una cuadra de carreras —estalló Padway. Cuando Fritharik lo miró con expresión ofendida, sintió haber hablado tan cortantemente—. Olvídalo, viejo, algún día podremos permitimos buenos caballos. Nada más que ahora siento como si tuviera los pantalones llenos de hormigas.

Marabuntas, añadió para sí. Casi no había montado desde su llegada a la Roma antigua y no había cabalgado mucho en su vida anterior. Para cuando llegaron a Spoleto sentía que no podía sentarse ni permanecer de pie, sino que tendría que pasar el resto de su vida semiacuclillado, como un chimpancé reumático.

Padway decidió que el ujier principal, como Poo-Bah, había nacido con una mueca en la cara.

—Mi buen hombre —dijo este ser—, no podría darte una audiencia con nuestro señor rey sino cuando menos hasta dentro de tres semanas.

¡Tres semanas! En ese tiempo, la mitad de las variadas máquinas de Padway habrían dejado de trabajar y sus hombres estarían corriendo en círculos inútiles, tratando de arreglarlas. Menandro, quien se inclinaba a ser descuidado con el dinero, especialmente el ajeno, habría llevado el periódico a la bancarrota. Esta situación requería pensarse. Padway enderezó sus piernas doloridas e intentó retirarse.

El italiano perdió de inmediato su soberbia.

—Pero ¿no trajiste dinero? —chilló con asombro sincero.

—Por supuesto, ¿cuál es tu tarifa?

El ujier principió a contar muy seriamente con los dedos.

—Bueno, por veinte sólidi podría darte tu audiencia mañana. Mi tarifa acostumbrada para pasado mañana es de diez sólidi; pero ese día será domingo, así que estoy ofreciendo entrevistas el lunes por siete y medio. Para dentro de una semana, dos sólidi. Para…

Padway lo interrumpió para ofrecer un cohecho de cinco sólidi por una audiencia el lunes y finalmente la consiguió a ese precio, más una botella pequeña de brandy.

—Tú sabes, seguro que también tienes un presente para el rey.

—Lo sé —respondió Padway en tono cansado. Enseñó al ujier un pequeño estuche de cuero—. Se lo entregaré personalmente.

El hijo de Thiudahad Tharasmund, rey de los ostrogodos e italianos; comandante en jefe de los ejércitos de Italia, Iliria y Galia meridional; primer príncipe del clan Amal; conde de Toscana; ilustre patricio; presidente ex-oficio del circo; etcétera, era de la estatura aproximada de Padway, delgado hasta la sequedad, y tenía una pequeña barba gris. Atisbo con ojos acuosos a su visitante.

—Entra, entra, mi buen hombre —invitó, con voz aguda—. ¿Cuál es tu asunto? Oh, sí, Martinus Paduei. Tú eres el editor, ¿no? ¿Eh?

Hablaba el latín de la clase superior, sin un asomo de acento.

Padway hizo una inclinación ceremoniosa.

—Lo soy, mi señor rey. Antes de discutir de negocios, tengo…

—Esa máquina de hacer libros que tienes es una gran cosa. He oído hablar de ella. Gran cosa para la ciencia. Debes ver a mi súbdito Casiodoro. Estoy seguro de que a él le agradaría publicar su Historia Goda. Una gran obra. Merece una amplia circulación.

Padway esperó pacientemente.

—Traigo un pequeño obsequio para ti, mi señor.

—¿Eh? ¿Obsequio? Veámoslo, por todos conceptos.

Padway tomó el estuche y lo abrió. Thiudahad chilló.

—¿Eh? ¿Qué diablos es eso?

Padway explicó la utilidad de un lente de aumento. No insistió en la miopía evidente de Thiudahad. Thiudahad tomó un libro y probó la lupa en él. Chilló con deleite.

—¡Magnífico, mi buen Martinus! ¿Podré leer todo lo que quiera, sin que me duela la cabeza?

—Así lo espero, mi señor. Cuando menos debe ayudarte. Ahora, respecto a mi negocio aquí…

—Oh, sí, quieres verme para editar a Casiodoro. Lo haré venir.

—No, mi señor, es respecto a otra cosa.

Siguió rápidamente, antes de que Thiudahad pudiera interrumpirlo otra vez, hablándole de su dificultad con Lauderis.

—¿Eh? Yo jamás molesto a mis comandantes locales. Ellos saben sus obligaciones.

—Pero, mi señor…

Y Padway le hizo una pequeña exposición de ventas respecto a la importancia de la compañía telegráfica.

—¿Eh? ¿Dices que es un proyecto lucrativo? Si es tan bueno como dices, ¿por qué no se me permitió participar desde el principio?

Eso trastornó a Padway. Replicó algo vago, respecto a que no había tenido tiempo. El rey Thiudahad movió la cabeza.

—Aún así, eso no fue considerado, Martinus. No fue leal. Y si el pueblo no es leal a su rey, ¿dónde estamos? Si privas a tu rey de ganar un poco de dinero honrado, no veo por qué debo intervenir en tu provecho con Lauderis.

—Bueno, ejem, mi señor, tuve una idea…

—No fuiste considerado en absoluto. ¿Qué estabas diciendo? Al grano, mi buen hombre, al grano.

Padway resistió un impulso de estrangular a ese hombrecillo exasperante. Llamó a Fritharik, quien estaba detrás, estatuariamente. Fritharik sacó un telescopio y Padway explicó sus funciones…

—¿Sí, sí? Estoy seguro de que es muy interesante. Gracias, Martinus. Diré que traes presentes originales.

Padway abrió la boca. No había intentado obsequiar a Thiudahad su mejor telescopio. Pero ya era demasiado tarde.

—Pensé que si mi señor rey considerase adecuado… ah… facilitar las cosas con su excelente Lauderis, podría asegurar su fama imperecedera en el mundo de los conocimientos.

—¿Eh? ¿Qué es eso? ¿Qué sabes respecto a la ciencia? Oh, lo olvidaba. Eres editor. ¿Algo concerniente a Casiodoro?

—No, mi señor. Casiodoro no. ¿Te agradaría el crédito de revolucionar las ideas de los hombres, relativas al sistema solar?

—No me gusta interferir con mis comandantes locales, Martinus. Lauderis es un hombre excelente. ¿Eh? ¿Qué estabas diciendo? ¿Algo respecto al sistema solar? ¿Qué relación tiene eso con Lauderis?

—Nada, mi señor.

Padway repitió lo que había dicho.

—Bueno, tal vez lo considere. ¿Cuál es esa teoría tuya?

Padway arrancó poco a poco a Thiudahad una promesa de manos libres para la compañía telegráfica, a cambio de fragmentos de información referente a la teoría dé Copérnico, instrucciones para la utilización del telescopio para ver las lunas de Júpiter y una promesa de editar un tratado de astronomía bajo el nombre de Thiudahad.

—Bueno, mi señor —después de una hora, sonrió—, parece que estamos de acuerdo. Hay una cosa más. Este telescopio sería un instrumento de guerra valioso. Si quisieras equipar a tus oficiales con ellos…

—¿Eh? ¿Guerra? Tendrás que ver a Wittigis respecto a eso. Él es mi general en jefe.

—¿Dónde está?

—¿Dónde? Oh, no lo sé. Creo que en algún sitio al norte. Ha ocurrido una pequeña invasión por los alemanes o algo así.

—¿Cuándo volverá?

—¿Cómo puedo saberlo, mi querido Martinus? Cuando haya expulsado a esos alemanes o borgoñones o lo que sean.

—Pero mi más excelente señor, si me perdonas, la guerra con los imperialistas está definitivamente en marcha. Pienso que es importante poner estos telescopios, tan pronto como sea posible, en manos del ejército. Estaremos preparados para suministrarlos a un pre…

—Vamos, Martinus —estalló el rey, irritado—, no trates de decirme cómo gobernar mi reino. Eres tan malo como mi Consejo Real. Siempre «¿Por qué no haces esto?». «¿Por qué no haces lo otro?». Confío en mis comandantes; no me molesto en detalles. Digo que tendrás que ver a Wittigis y eso es todo.

Thiudahad estaba preparado para ser terco, así que Padway dijo algunas superficialidades corteses, hizo una inclinación y se retiró.