Capítulo V

PADWAY volvió a Roma del mejor humor. Nevitta era la primera persona, a excepción de Tomás, que lo había invitado a su casa. Y a pesar de su exterior un tanto frío, Padway era en el fondo un tipo sociable. Estaba tan jubiloso, que desmontó y entregó a Hermann las riendas del caballo prestado, sin notar a los tres individuos de aspecto rudo apoyados contra la nueva cerca, frente a la vieja casa de la calle Larga.

Cuando se encaminó hacia la puerta, el más alto de los tres, un hombre con barba negra, se puso frente a él. Este hombre tenía frente de sí una hoja de papel, verdadero papel, sin duda del fabricante de fieltro a quien había enseñado Padway el arte y leía en voz alta.

—… estatura regular, cabellos y ojos castaños, nariz grande, barba corta. Habla con cierto acento —levantó la mirada agudamente—. ¿Eres Martinus Paduei?

Sic. Quis est?

—Estás arrestado. ¿Vendrás en paz?

—¿Qué? ¿Quién…? ¿Por…?

—Orden del prefecto municipal. Brujería.

—Pero… pero… ¡Eh! ¡No puedes…!

—Dije «en paz».

Los otros dos hombres se habían puesto a un lado y otro de Padway, y cada uno de ellos lo tomó por un brazo y comenzaron a llevarlo caminando por la calle. Cuando se resistió, una cachiporra corta apareció en la mano de uno de ellos. Miró frenéticamente en torno suyo. Hermann ya no estaba a la vista. Sin duda, Fritharik se encontraba roncando, como siempre. Llenó de aire sus pulmones, para gritar; el hombre colocado a su derecha levantó la cachiporra. Padway no gritó.

Lo llevaron a la vieja cárcel, bajo la Oficina de Registros, en la Capitolina. Todavía estaba aturdido cuando el empleado preguntó su nombre, edad y dirección. Recordó que había oído en algún lado que uno tenía derecho a llamar por teléfono a su abogado, antes de ser encerrado. Pero esa información no le sería útil en esas circunstancias.

Un italiano pequeño y vivaz que estaba descansando en una banca, se levantó.

—¿Qué es esto, un caso de hechicería que implica a un extranjero? Me parece un caso nacional.

—Oh, no, no lo es —respondió el empleado—. Ustedes, los funcionarios nacionales, únicamente tienen autoridad en Roma en los casos mixtos godo-romanos. Este hombre no es godo; dice que es americano, cualquier cosa que signifique eso.

—¡Sí, lo es! Lee tus reglamentos. La oficina del prefecto pretoriano tiene jurisdicción en todos los casos capitales que involucren a extranjeros. Si tienes una acusación de hechicería, nos entregarás el caso y el prisionero. Vamos.

El hombrecillo caminó posesivamente hacia Padway, a quien no le gustó el empleo del término «casos capitales».

—No seas tonto —dijo el empleado—. ¿Lo vas a arrastrar hasta Rávena para interrogarlo? Aquí tenemos una buena cámara de tortura.

—Sólo estoy cumpliendo con mi deber —replicó el policía del Estado. Tomó a Padway por un brazo y principió a tirar de él hacia la puerta—. Ven, brujo. Te enseñaremos un verdadero tormento moderno en Rávena. Estos policías romanos no saben nada.

¡Christus! ¿Estás loco? —gritó el empleado.

Se levantó de un salto y sujetó el otro brazo de Padway; el hombre de barba negra que lo había detenido hizo lo mismo. El policía estatal tiró, y también lo hicieron los otros dos.

—¡Eh! —gritó Padway.

Pero los funcionarios estaban demasiado empeñados en su lucha para notarlo. El policía del Estado gritó con voz penetrante:

—¡Justinio, corre y di al ayudante del prefecto que esta escoria romana está tratando de privarnos de un prisionero!

Un hombre salió corriendo. Se abrió otra puerta y entró un tipo gordo, de aspecto soñoliento.

—¿Qué sucede? —chilló.

El empleado y el policía municipal tomaron actitudes marciales, soltando a Padway. El policía estatal siguió tirando de él hacia la puerta; los policías locales abandonaron el protocolo y lo sujetaron otra vez. Todos gritaron al mismo tiempo al hombre gordo. Padway dedujo que era el commentariensius municipal, o jefe de policía.

Entonces entraron dos policías municipales más, con un prisionero delgado y harapiento. Intervinieron en la discusión con auténtico fervor italiano, lo cual significó utilizar las manos. El prisionero harapiento salió prontamente a la carrera; sus captores no notaron su ausencia por un minuto completo.

—¿Por qué lo soltaste? —comenzaron a gritarse uno al otro.

—¡Idiota, tú fuiste quien lo dejó escapar!

El hombre llamado Justinio regresó con una persona elegante, quien se anunció como el corniculatis, o prefecto ayudante. Este individuo agitó un pañuelo perfumado hacia el grupo en pugna.

—Suéltenlo, muchachos —dijo—. Sí, tú también, Sulla —éste era el policía del Estado—. Así, no quedará nada de él para interrogarlo.

Por la forma como se calmaron los otros presentes en el cuarto ya congestionado, Padway dedujo que el ayudante del prefecto era un tipo bastante importante. El prefecto ayudante hizo algunas preguntas.

—Lo siento, mi querido commentariensius —concluyó—, pero temo que este hombre nos pertenece.

—Todavía no —chilló el jefe—. No pueden entrar y apoderarse de un prisionero cuando quieran. Perdería mi empleo si se los cediera.

El ayudante del prefecto bostezó.

—Querido, ¡eres insufrible! Olvidas que represento al prefecto pretoriano, quien representa al rey, y si te ordeno que entregues al prisionero, lo entregarás y eso es todo. Así que ahora te lo ordeno.

—Anda, ordena. Tendrás que llevártelo por la fuerza y aquí tengo más fuerzas que tú —el jefe resplandeció como Billiken e hizo girar sus pulgares, uno en torno del otro—. Clodiano, ve a traer a nuestro ilustre gobernador de la ciudad, si no está demasiado ocupado. Veremos si tenemos autoridad sobre nuestra propia cárcel —el empleado partió—. Por supuesto, podríamos emplear el método de Salomón.

—¿Quieres decir, cortarlo en dos? —inquirió el ayudante del prefecto.

—Eso es. Sería gracioso, ¿verdad? ¡Jo, jo, jo, jo, jo! —el jefe rió en tono agudo, hasta que el llanto descendió por su cara—. ¿Preferirías la mitad de la cabeza o la de los pies? ¡Jo, jo, jo, jo, jo!

Los otros policías, municipales rieron también debidamente; el prefecto ayudante se permitió una sonrisa vacía, tediosa. Padway pensó que el humor del jefe era de un gusto dudoso.

Al fin volvió el empleado con el gobernador de la ciudad. El conde Honorio vestía una túnica con las dos cintas púrpuras de senador romano y caminaba con un paso medido tan cuidadosamente, que Padway se preguntó si no habrían marcado sus pisadas por anticipado, con señales de tiza. Tenía mentón cuadrado y toda la expresión cordial de una tortuga de carey.

—¿Qué sucede? —preguntó con una voz como una lima de acero—. Pronto, que soy un hombre ocupado.

Y al hablar, la pequeña verruga que tenía bajo la mandíbula, osciló de un modo que recordó más que nunca a la tortuga de carey.

El jefe y el ayudante del prefecto expusieron sus versiones. El empleado sacó un par de libros de leyes; los tres oficiales ejecutivos unieron sus cabezas y hablaron en tono bajo, volviendo las páginas rápidamente y señalando párrafos.

Por último, el prefecto ayudante cedió.

—Oh, bien, de cualquier forma, habría sido una molestia horrible tener que llevarlo hasta Rávena. En particular porque la estación de los mosquitos comenzará allí pronto. Me alegra haberte visto, mi señor conde.

Hizo una inclinación hacia Honorio, inclinó la cabeza con indiferencia hacia el jefe y partió.

—Ahora que lo tenemos —dijo Honorio—, ¿qué haremos con él? Déjenme ver la acusación. El empleado sacó un papel y lo entregó al conde.

—Hm-m-m… «y además, que el citado Martinus Paduei se asoció perversa y felonamente con el Maligno, quien le enseñó las artes diabólicas de la magia, con la que ha estado poniendo en peligro el bienestar de los ciudadanos de Roma… firmado, Aníbal Escipión de Palermo». ¿No fue este Aníbal Escipión un asociado tuyo o algo así?

—Sí, mi señor conde —respondió Padway, y explicó las causas del despido de su capataz—. Si está refiriéndose a mi prensa de impresión, puedo demostrar fácilmente que es un sencillo aparato mecánico, no más mágico que una de tus clepsidras.

—Mm-m-m. Eso puede ser cierto o no —comentó Honorio. Miró a Padway entrecerrando los ojos—. Esas nuevas empresas tuyas han prosperado bastante. Su leve sonrisa recordó a Padway a un zorro soñando con gallineros desprotegidos.

—Sí y no, mi señor. He ganado algún dinero, pero he vuelto a reinvertir la mayor parte en el negocio. Así que no tengo más dinero que el necesario para los gastos diarios.

—Es una lástima —observó Honorio—. Parece que tendremos que dejar que prosiga el caso.

Padway estaba sintiéndose más y más nervioso bajo el escrutinio penetrante, pero su actitud continuó siendo atrevida.

—Oh, mi señor, no pienso que tengas un caso fácil. Si puedo decirlo, sería lo más infortunado para tu dignidad el dejar que fuera llevado a proceso.

—¿Sí? Mi buen hombre, temo que no sabes lo expertos que son los interrogadores que tenemos. Para cuando terminen de… ah… interrogarte, habrás admitido toda clase de cosas.

—Mm-m-m. Mi señor, dije que no tengo mucho dinero en efectivo. Pero tenga una idea que podría interesarte.

—Eso está mejor. Lutecio, ¿puedo emplear tu oficina privada?

Honorio caminó hacia la oficina, sin aguardar la contestación, indicando con un movimiento de cabeza a Padway que lo siguiera. El jefe los miró con expresión amarga, resintiendo la pérdida de su parte en el soborno. Honorio se volvió hacia Padway en la oficina del jefe.

—No estabas proponiendo por acaso cohechar a tu gobernador, ¿verdad? —inquirió con frialdad.

—Bueno… uh… no precisamente…

—¿Cuánto? —restalló—. ¿Y en qué está, en… joyas?

—Por favor, mi señor, no tan rápido. Requerirá una breve explicación —Padway exhaló un suspiro de alivio.

—Conviene que tu explicación sea buena.

—Es esto, mi señor; sólo soy un pobre extranjero en Roma y, naturalmente, debo depender de mi ingenio para vivir. La única cosa valiosa que tengo, en realidad, es ese ingenio. Pero con un tratamiento bondadoso, razonable, puede rendir buenas utilidades.

—Al grano, joven.

—Tenéis una ley contra corporaciones de responsabilidad limitada en empresas que no sean públicas, ¿verdad?

—La tuvimos —Honorio se frotó el mentón—. No sé cuál es su estado, ahora que la autoridad del senado se limita a la ciudad. No creo que los godos hayan hecho reglamentos sobre ese tema. ¿Por qué?

—Bueno, si puedes conseguir que el senado apruebe una enmienda a la antigua ley, aunque no creo que eso sea necesario, pero parecerá mejor, podría enseñarte cómo podrían beneficiarse generosamente tú y otros senadores que lo merecieran, con la organización y la operación de una compañía así.

—Joven, ésa es una oferta miserable —Honorio se puso rígido—. La dignidad de un patricio le prohíbe dedicarse al comercio.

—No te dedicarías a él, mi señor. Seríais accionista.

—¿Seríamos qué?

Padway explicó la operación de una sociedad anónima.

Honorio se friccionó nuevamente el mentón.

—Sí, veo dónde podría hacerse algo con ese plan. ¿Qué clase de compañías tienes en la mente?

—Una compañía para la transmisión de noticias a grandes distancias, mucho más rápida de lo que puede viajar un mensajero. En mi país la llamarían un telégrafo semafórico. La compañía obtiene sus ingresos del cobro por mensajes particulares. Por supuesto, no te perjudicaría obtener un subsidio de la hacienda real, con base en que la institución es valiosa para la defensa nacional.

Honorio lo pensó por un momento.

—No me comprometeré por ahora; tendré que pensarlo y sondear a mis amigos. Por supuesto, mientras tanto, permanecerás aquí, bajo la custodia de Lutecio.

—Mi señor conde —Padway sonrió—, tu hija se casará la semana próxima, ¿verdad?

—¿Y qué?

—Tú quieres, en mi periódico, una magnífica crónica de la boda, ¿no? Una lista de invitados distinguidos y un retrato de la novia.

—Hm-m-m. No me molestaría eso; no.

—Bueno, entonces será mejor que no me detengas, o no podré publicar el periódico. Sería una lástima que un suceso tan elegante no saliera en las noticias, porque el editor estaba en la cárcel.

Honorio se frotó la barba y sonrió fríamente.

—Para ser un bárbaro, no eres tan estúpido como esperaría uno. Te haré poner en libertad.

—Muchas gracias, mi señor. Debo añadir que podré escribir párrafos mucho más brillantes después de que haya sido retirada la acusación. Tú sabes, nosotros, los trabajadores creativos.

Cuando Padway estuvo lejos del alcance del oído de sus carceleros, emitió un largo suspiro. Estaba transpirando y tampoco era por el calor.

Tan pronto como hubo puesto en orden su establecimiento, tuvo una conferencia con Tomás. Estaba preparado apropiadamente cuando llegó a su casa por la calle Larga una procesión de cinco sillas de manos, llevando a Honorio y a otros cuatro senadores. Los senadores parecían no sólo dispuestos, sino ansiosos de invertir su dinero, en particular después de que vieron los hermosos certificados de valores que había imprimido Padway. Pero tampoco parecían entender la idea de Padway respecto al manejo de una corporación.

Uno de ellos le punzó las costillas y sonrió.

—Mi querido Martinus, ¿no vas a poner en realidad esas necias torres de señales y esas cosas?

—Bueno —respondió Padway, cautelosamente—, ésa fue la idea.

—Oh, comprendo —el senador hizo un guiño—. Tendrás que construir un par de ellas para engañar a la clase media y poder vender nuestras acciones con ganancia. Pero nosotros sabemos que todo es un engaño, ¿no? No podrías hacer nada en mil años con tu plan de señales.

Padway no se molestó en discutir con él. Tampoco se preocupó en explicar el verdadero objeto de hacer que Tomás el sirio, Ebenezer el judío y Vardan el armenio tomaran cada uno dieciocho por ciento de las acciones. Los senadores podrían haber estado interesados en saber que estos tres banqueros habían convenido por adelantado en retener sus acciones y votar como indicara Padway, dándole así, con cincuenta y cuatro por ciento de las acciones, un control completo de la operación.

Padway tenía todas las intenciones de hacer un éxito de su compañía telegráfica, comenzando con una línea de torres de Nápoles, a Roma, a Rávena, y conectar su operación con la de su periódico. Pronto encontró una dificultad elemental: si deseaba mantener bajos sus gastos al grado de obtener utilidades, necesitaba telescopios, para posibilitar un amplio espaciamiento de las torres. Los telescopios requerían lentes. ¿Dónde había un lente o un hombre que pudiera hacer uno? Cierto, existía una historia concerniente al anteojo de esmeralda de Nerón…

Padway fue a ver a Sexto Dentato, el orífice parecido a una rana que cambió sus liras por sestercios. Dentato graznó instrucciones para ir al establecimiento de cierto Floriano el vidriero.

Floriano era un hombre de cabellos claros, con bigote caído y acento nasal. Salió al frente de su pequeño taller oscuro, oliendo fuertemente a vino. Sí, había tenido en un tiempo su fábrica de vidrio, en Colonia. Pero los negocios marcharon mal para la industria vidriera del Rin; las incertidumbres de la vida bajo los francos. Se arruinó. Ahora hacía una vida precaria reparando ventanas y esas cosas.

Padway explicó lo que deseaba, pagó un poco a cuenta y se retiró. Cuando volvió el día fijado, Floriano agitó las manos.

—¡Mil perdones, señor! Ha sido difícil comprar la pedaceria de vidrio requerida. Pero aguarda unos días más, te lo suplico. Y si pudieras darme algún dinero más a cuenta… los tiempos son difíciles… soy pobre…

En su tercera visita, Padway halló ebrio a Floriano. Cuando lo sacudió, todo lo que pudo hacer el hombre fue refunfuñar el galorrománico, que no entendió. Padway entró al taller. No había signos de instrumentos o materiales para hacer lentes.

Padway se retiró, disgustado. La industria vidriera genuina más próxima estaba en Puteoli, cerca de Nápoles. Tardaría mucho en lograr por correspondencia que se hiciera algo.

Llamó a Jorge Menandro y lo contrató como director del periódico. Habló durante varios días hasta enronquecer y dejar sordo a Menandro, respecto a cómo ser director. Luego salió hacia Nápoles.

El Vesubio no estaba humeando. Pero Puteoli, sobre la pequeña faja de terreno plano entre el extinto cráter de Solfatara y el mar, sí humeaba. Padway y Fritharik buscaron el sitio recomendado por Dentatus. Ésta era una de las fábricas más grandes y humeantes.

Padway preguntó al portero por Andrónico, el propietario. Andrónico era un hombre bajo, membrudo, cubierto de hollín. Cuando Padway dijo quién era, Andrónico chilló.

—¡Ah! ¡Magnífico! Entrad, caballeros, tengo la cosa exacta.

Lo siguieron a su infierno privado. El vestíbulo, que era también la oficina, estaba rodeado de anaqueles. Los entrepaños se encontraban cubiertos con artículos de vidrio. Andrónico levantó una ánfora.

—¡Ah! ¡Mirad! ¡Tal claridad! ¡No podríais traer vidrio más blanco de Alejandría! ¡Únicamente dos sólidi!

—No vine en busca de una ánfora, mi querido señor —dijo Padway—. Deseo…

—¿Una ánfora no? ¿Una ánfora no? ¡Ah! Aquí está la cosa —alzó otra ánfora—. ¡Mirad! ¡La forma! ¡Tal pureza de línea! Os recuerda…

—¡Dije que no deseo comprar una ánfora! Quiero…

—¡Os recuerda a una bella mujer! ¡El amor!

—Deseo unas pequeñas piezas de cristal, hechas especialmente…

—¿Cuentas? Por supuesto, caballeros. Mirad —el vidriero tomó un puñado de cuentas—. ¡Mirad el color! ¡Esmeralda, turquesa, todo! —tomó otro puñado—. Mirad, las caras de los doce apóstoles, una en cada cuenta.

—Cuentas no…

—¡Entonces un vaso! Aquí está uno. Mirad, tiene a la Sagrada Familia en altorrelieve…

—¡Jesús! —gritó Padway—. ¿Me escucharás?

Por fin Andrónico dejó que Padway explicara lo que quería.

—¡Por supuesto! ¡Magnífico! He visto ornamentos con esa forma. Haré el corte preliminar esta noche y los tendré dispuestos pasado mañana.

—No servirán —rectificó Padway—. Éstos deben tener una superficie esférica exacta. Pules uno cóncavo contra un convexo con… ¿cómo llaman el esmeril? ¿El material que utilizan para pulir? Un poco de naxium para afinarlos…

Padway y Fritharik fueron a Nápoles y se alojaron en casa del primo de Tomás, Antioco el naviero. Su bienvenida fue menos que cordial. Entrevieron que Antioco era fanáticamente ortodoxo. Odiaba el nestorianismo de su primo. Sus observaciones acres respecto a los heréticos hicieron sentirse tan incómodos a sus huéspedes, que se mudaron al tercer día. Buscaron alojamiento en una posada cuya falta de limpieza perturbó el alma limpia de Padway.

Cada mañana viajaban hasta Puteoli para ver cómo estaban saliendo los lentes.

Cuando partieron hacia Roma, Padway tenía una docena de lentes, la mitad plano convexos y la mitad plano cóncavos. Estaba escéptico respecto a la posibilidad de hacer un telescopio con un par de lentes alineados con su ojo para juzgar las distancias. Con todo, funcionó.

La combinación más práctica resultó ser un lente cóncavo para el ocular con uno convexo como de setenta y cinco centímetros al frente. El vidrio tenía burbujas y la imagen estaba un tanto distorsionada. Pero el telescopio de Padway, rudimentario como era, constituiría una diferencia de dos a uno en el número de torres requeridas.

Más o menos por ese tiempo, el periódico publicó su primer anuncio. Tomás había tenido que apretar el tornillo a uno de sus deudores para hacerlo comprar espacio. El anuncio decía:

¿Quieres un funeral elegante?

¡Ve con buen estilo al encuentro de tu Creador! ¡Si esperas uno de nuestros funerales, casi no te importará morir!

¡No pongas en peligro tus posibilidades de salvación con un entierro chapucero!

Nuestros expertos se han encargado de algunos de los cadáveres más nobles de Roma.

Se hacen arreglos con el sacerdocio de cualquier secta.

Precios especiales para heréticos. Música adecuadamente triste, proporcionada a un leve costo adicional.

Juan el egipcio, sepulturero gentil.

Cerca de la Puerta Vimanal