Capítulo IV

PADWAY había resuelto no permitir que nada lo distrajera de la tarea de asegurarse un modo de vivir. Hasta que lo consiguiera, no intentaría arriesgar el pellejo, presentando la pólvora o la ley de gravitación a los confiados romanos.

Pero los comentarios del banquero respecto a la guerra le recordaron que, después de todo, estaba viviendo en un mundo político y cultural, lo mismo que económico. En su otra vida, jamás había puesto más atención de la inevitable a los sucesos de actualidad. Y en la Roma postimperial, sin periódicos ni comunicación eléctrica, era aún más fácil olvidarse de las cosas que estuvieran fuera de la órbita inmediata.

Se hallaba viviendo en el crepúsculo de la civilización clásica occidental. La edad de la fe, mejor conocida como la época del oscurantismo, se aproximaba. Europa quedaría en la oscuridad, desde un punto de vista técnico, por cerca de mil años. Ese aspecto era, para la mente prejuiciada de Padway, el aspecto más importante, si no el único de importancia, de una civilización. Por supuesto, la gente entre la cual vivía no tenía concepto de lo que estaba sucediéndoles. El proceso era demasiado lento para observarlo directamente, aun durante toda una vida. Daban por aceptado su medio ambiente, incluso alardeaban de su modernismo. ¿Y qué? ¿Podría cambiar un hombre el curso de la historia hasta el punto de impedir ese periodo de espera? Un hombre había cambiado antes el curso de la historia. Quizá. El ambiente fija el patrón de las realizaciones de un hombre y forma al hombre y lo adapta a ese patrón. Tancredi lo expresó de modo distinto, llamando a la historia una red resistente, que requeriría un esfuerzo enorme para distorsionarla.

¿Cómo podría hacerlo un hombre? Los inventos eran el motor del desarrollo técnico. Pero incluso en su época, la vida del inventor profesional había sido dura y suspicaz. ¿Y cuánto podría conseguir, «inventando» simplemente? Las artes de destilar y de laminar metal estaban lanzadas, sin duda, lo mismo que los números arábigos. ¡Pero había tanto qué hacer, con únicamente una vida para hacerlo!

¿Entonces qué? ¿Negocios? Ya se encontraba en ellos. Las clases superiores los despreciaban; y él no era un hombre de negocios por naturaleza, aunque podía hacer un buen papel entre esos bobos del siglo VI. ¿Política? ¿En un tiempo en que el éxito era del cuchillo más afilado y sin reglas morales de conducta observables? ¡Br-r-r!

¿Cómo impedir que descendiera la ignorancia?

El imperio podría haber subsistido más tiempo si hubiera tenido mejores medios de comunicación. Pero el imperio, cuando menos en Occidente, estaba aplastado sin esperanza, con Italia, Galia y España bajo los pulgares musculosos de sus «guarniciones» bárbaras.

La solución era «comunicación rápida e impresión múltiple…» es decir, la imprenta. Ni siquiera el bárbaro más diligentemente destructor puede extirpar la palabra escrita de una cultura donde la edición mínima de la mayor parte de los libros es de mil quinientos ejemplares.

Así que sería impresor. La red podía ser resistente, pero tal vez nunca había sido atacada por un Martin Padway.

—Buenos días, mi querido Martinus —saludó Tomás—. ¿Cómo está el negocio de laminar cobre?

—Así así. Los caldereros locales están bastante bien abastecidos de lámina y no muchos navieros están dispuestos a pagar mis precios por un artículo tan pesado. Pero creo que pagaré esa última nota en pocas semanas.

—Me alegra saberlo. ¿Qué harás luego?

—Por eso vine a verte. ¿Quién publica libros en Roma?

—¿Libros? ¿Libros? Nadie, a menos que cuentes a los copistas que reproducen los ejemplares desgastados para las bibliotecas. Hay un par de librerías en Agiletum, pero todas sus existencias son importadas. El último hombre que trató de organizar un negocio de publicaciones en Roma quebró hace años. No hay demanda suficiente ni bastantes buenos autores. Espero que no estés pensando en dedicarte a eso.

—Sí. Y además ganaré dinero en eso.

—¿Qué? Estás loco, Martinus. No lo consideraré. No quiero verte quebrar, después de haber principiado tan bien.

—No quebraré. Pero necesito algún capital para empezar.

—¿Otro préstamo? Pero te he dicho que nadie puede hacer dinero publicando libros en Roma. ¿Cuánto piensas que necesitarás?

—Alrededor de quinientos soldi.

—¡Ay, ay! ¡Has enloquecido, muchacho! ¿Para qué necesitarás tanto? Lo único que tienes que hacer es comprar o alquilar un par de escribas…

Padway sonrió.

—Oh, no. Ése es el punto. Un escriba tarda meses para copiar a mano una obra como la Historia Gótica, de Casiodoro y es solamente una copia. Pero requerirá tiempo y dinero construir la máquina y enseñar al operador cómo manejarla.

—¡Pero eso es mucho dinero! Dios, ¿estás oyendo? Bueno, ¡por favor, haz que mi joven amigo desorientado escuche razones! ¡Por última vez, Martinus, no lo consideraré! ¿Cómo funciona esa máquina?

Si Padway hubiera sabido el trabajo que le esperaba, podría haber estado menos confiado respecto a las posibilidades de iniciar una imprenta en un mundo donde no se conocían las prensas de impresión, ni el tipo, ni la tinta de imprenta, ni el papel. Había disponible tinta para escribir, lo mismo que papiro. Pero Padway no tardó mucho tiempo en decidir que no serían prácticos para sus propósitos.

Su prensa, aparentemente el trabajo más formidable, resultó el más fácil. Un carpintero del distrito de bodegas le prometió fabricar rápidamente una para él, aunque manifestó una curiosidad no extraña hacia lo que se proponía hacer Padway con el aparato. Padway no se lo dijo.

—Jamás he visto prensa igual —dijo el hombre—. No parece una prensa para fieltro. ¡Ya sé! ¡Eres el nuevo verdugo de la ciudad, y éste es un nuevo instrumento de tortura! ¿Por qué no querías decírmelo, patrón? ¡Es un oficio absolutamente respetable! Pero oye: ¿por qué no me das un pase a la cámara de tormentos la primera vez que la utilices? ¡Tú sabes, quiero estar seguro de que mi aparato funciona!

Como cama, utilizaron una pieza aserrada de la parte superior de una sección rota de una columna de mármol, montada sobre ruedas. Todos los instintos de Padway se rebelaron ante este uso de un monumento de la antigüedad, pero se consoló con el pensamiento de que una columna importaba menos que el arte de la impresión.

Contrató a un grabador de sellos para que le cortara una serie de tipos de bronce. Al principio, se desalentó al descubrir que necesitaría de diez a doce mil de esas pequeñas cosas, ya que no podía construir una máquina para fundir tipos y, por lo tanto, tendría que imprimir directamente de los tipos. Había esperado poder imprimir en griego y gótico, lo mismo que en latín, pero nada más los tipos le costaron doscientos sólidi. Y la primera serie de muestra que hizo el grabador tenía las letras en posición normal y tuvieron que ser fundidos otra vez. El tipo era lo que llamaría un impresor del siglo XX «gótico de 14 puntos». Con un tipo tan grande no podría imprimir mucho texto en una página, pero esperaba que cuando menos fuera legible.

Padway rechazó la idea de hacer su propio papel. No sabía cómo se hacía, excepto que era un proceso complicado. El papiro era demasiado brillante y quebradizo y el suministro en Roma era magro e inseguro.

Restaba el pergamino. Halló que una de las curtidurías del otro lado del Tíber producía pequeñas cantidades como una línea adicional. Lo hacían de piel de oveja y de cabra, raspando, lavando, estirando y descarnando extensamente. El precio le pareció razonable. Sobresaltó al propietario de la curtiduría, ordenando mil hojas.

Tenía la fortuna de saber que la tinta de imprenta se hacía a base de aceite de linaza y negro de humo. No fue difícil comprar un saco de linaza y pasarla entre unos rodillos similares a los empleados para laminar cobre, y armar un mecanismo consistente en una lámpara de aceite, un cuenco lleno de agua suspendido, girando sobre ella y un raspador para desprender el negro de humo. Lo único malo con la tinta resultante fue que no imprimía.

Padway comenzó a sentirse nervioso respecto a sus finanzas; sus quinientos sólidi se estaban agotando y eso parecía una broma cruel. Se sentía desalentado, pero se dedicó a experimentar con su tinta. Seguro, halló que con un poco de jabón funcionaba bastante bien.

A mediados de febrero llegó Nevitta, hijo de Grummund. Cuando lo introdujo Fritharik, el godo palmeó a Padway, tan fuerte en la espalda, que lo mandó a la mitad de la habitación.

—¡Bueno, bueno! —bramó—. Alguien me dio un poco de esa bebida terrible que has estado vendiendo y recordé tu nombre. Así que pensé visitarte. Oye, te estableciste en poco tiempo, para ser un extranjero. Un joven bastante hábil, ¿eh? ¡Ja, ja!

—¿Quieres echar una ojeada? —invitó Padway—. Únicamente que tendré que pedirte que guardes en secreto mis métodos. Aquí no hay ley que proteja las ideas, así que tengo que mantener mis cosas en secreto hasta que esté dispuesto a hacerlas propiedad pública.

—Seguro, puedes confiar en mí. En cualquier forma, no comprenderé cómo funcionan tus aparatos.

En el taller, la máquina de fabricar alambre que había construido Padway fascinó a Nevitta.

—¿No es bello? —comentó, levantando el rollo de alambre de bronce. Me agradaría comprar algo para mi esposa. Podrían hacerse bonitos brazaletes y zarcillos con esto.

Padway no había pensado en esa utilización de sus productos.

—¿De dónde obtienes la fuerza? —preguntó Nevitta.

Padway le enseñó el caballo de trabajo en el patio, caminando en torno de un eje.

—No hubiera creído que un caballo sería eficaz —comentó el godo—. Podrías obtener mucha fuerza más de un par de esclavos robustos.

—Oh, no —rectificó Padway—. Con este caballo no. ¿Encuentras algo peculiar en su arnés?

—Bueno, sí, es diferente. Pero no sé dónde está la diferencia.

—Es ese collar en torno a su cuello. Ustedes hacen que sus caballos tiren con una correa alrededor del cuello. Cada vez que tiran, la correa oprime su tráquea y corta la respiración del pobre animal. Ese collar pone la carga sobre sus brazuelos. Si tú fueras a tirar de una carga, no engancharías una soga en torno a tu cuello, ¿verdad?

—Bueno —convino Nevitta dudosamente—, quizá tengas razón. He estado empleando la misma especie de arnés por mucho tiempo y no sé si desearía cambiarlo.

—Cuando quieras uno de estos arneses, puedes obtenerlos con Metelo el talabartero, en la Vía Appia. Él hizo éste siguiendo mis especificaciones.

Aquí, Padway se apoyó en el marco de la puerta y cerró los ojos.

—¿Te sientes bien? —inquirió Nevitta, alarmado.

—No. Me pesa la cabeza como la cúpula del panteón. Creo que me iré a la cama.

—Oh, te ayudaré. ¿Dónde está mi criado? ¡Hermann!

Cuando apareció Hermann, Nevitta le dijo una oración rápida, en gótico, en la que Padway captó el nombre de Leo Vekkos.

—¡No quiero un médico…! —protestó Padway.

—Tonterías, muchacho. Tenías razón respecto a mantener afuera los perros. Eso curó mis jadeos. Así que me alegra ayudarte.

Padway temía más las ministraciones de un médico del siglo VI que la influenza que lo estaba abatiendo. No supo cómo rehusar cortésmente. Nevitta y Fritharik lo metieron al lecho, con eficiencia ruda.

—Me parece un caso claro de herida de trasgo —opinó Fritharik.

—¿Qué? —graznó Padway.

—Herida de trasgo. Los trasgos han disparado contra ti. Lo sé porque lo padecí una vez en África. Un médico vándalo me curó sacando los dardos invisibles de los trasgos. Cuando se hacen visibles, son como pequeñas puntas de flecha hechas de pedernal astillado.

—Miren —dijo Padway—. Sé lo que me pasa. Si todos me dejan en paz, sanaré en una semana o diez días.

—¡No podríamos pensar en eso! —gritaron juntos Nevitta y Fritharik.

Cuando estaban discutiendo, llegó Hermann con un hombre cetrino, barbado y aspecto sensitivo.

Leo Vekkos abrió su bolso. Padway echó una ojeada al interior y se estremeció. Contenía un par de libros, una variedad de hierbas y varios frascos pequeños con órganos de los que probablemente habían sido pequeños mamíferos.

—Ahora, excelente Martinus —dijo Vekkos—, déjame ver tu lengua. Di ¡ah!

El médico palpó la frente de Padway, punzó su pecho y su estómago e hizo preguntas que sonaron inteligentes, relativas a su condición.

—Ésta es una situación común en invierno —comentó Vekkos en tono didáctico—. Es una especie de misterio. Algunos sostienen que es un exceso de sangre en la cabeza, que causa la sensación de dificultad para respirar que te aqueja. Otros afirman que es un exceso de bilis negra. Yo sostengo que es motivada por el conflicto de los espíritus naturales del hígado con los espíritus animales del sistema nervioso. La derrota de los espíritus animales reacciona sobre el sistema respiratorio, naturalmente…

—No es nada sino un fuerte resfriado… —insistió Padway.

Vekkos no le hizo aprecio.

—… ya que los pulmones y la garganta están bajo su control. La mejor curación para ti es excitar los espíritus vitales del corazón para poner a los espíritus naturales en su lugar.

Comenzó a sacar hierbas del bolso.

—¿Qué dices de las heridas de trasgos? —preguntó Fritharik.

—¿Qué?

Fritharik explicó la doctrina médica de su pueblo.

—Mi buen hombre —Vekkos sonrió—, no hay nada respecto a eso en Galeno. Ni en Celso. Ni en Esculapio. Así que no puedo tomarte seriamente…

—Entonces no sabes mucho de medicina —gruñó Fritharik.

—En realidad —estalló Vekkos—, ¿quién es el médico?

—Dejen de discutir o me haréis sentirme peor —refunfuñó Padway—. ¿Qué me vas a hacer?

—Haz hervir estas hierbas —contestó Vekkos y mostró un puñado de hierbas—, y bebe una taza cada tres horas. Incluyen un purgante suave, para extraer la bilis negra de los intestinos, si hay un exceso de ella.

—¿Cuál es el purgante? —inquirió Padway.

Vekkos lo apartó. Padway tendió un brazo delgado y tomó la hierba.

—Solamente quiero tener esto separado del resto, si no tienes inconveniente.

Vekkos convino en su petición, le ordenó que se mantuviera caliente en la cama y partió. Nevitta y Hermann salieron con él.

—Se hace llamar médico —rezongó Fritharik—, y jamás ha oído hablar de las heridas de trasgo.

—Trae a Julia —ordenó Padway. Cuando llegó la muchacha, hizo grandes espavientos.

—Oh, generoso amo, ¿qué te sucede? Traeré al padre Narciso…

—No, no lo harás —la interrumpió Padway. Separó una pequeña parte de la hierba purgante y se la entregó—. Hierve esto en agua y tráeme una taza —le dio el resto de las hierbas—. Y tira éstas en algún lugar donde no las vea el médico.

Pensó que un laxante leve le haría provecho.

A la mañana siguiente, su cabeza estaba menos congestionada, pero se sentía muy cansado. Durmió hasta las once, cuando fue despertado por Julia. La acompañaba un hombre de apariencia digna, vestido con una capa común de civil sobre una larga túnica blanca con mangas ceñidas. Padway adivinó por su tonsura que era el padre Narciso.

—Hijo mío —dijo el sacerdote—. Siento ver que el demonio ha lanzado a sus compinches contra ti. Esta virtuosa joven buscó mi ayuda espiritual…

Padway resistió el deseo de decir al padre Narciso a dónde podía largarse. Su principio era evitar dificultades con la iglesia.

—No te he visto en la iglesia del Ángel Gabriel —continuó el padre Narciso—. Sin embargo, espero que seas uno de nosotros.

—Del rito americano —murmuró Padway.

El sacerdote se sintió confundido por esto.

—Sé que has consultado al médico Vekkos —prosiguió—. ¡Cuánto mejor es poner tu confianza en Dios, con cuyo poder son impotentes en comparación estos sangradores y hervidores de hierbas! Comenzaremos con unas oraciones…

Entonces apareció Julia, agitando algo.

—No te alarmes —dijo el sacerdote—. Ésta es una curación que no falla nunca. Polvo de la tumba de san Nereo, mezclado con agua.

No había nada obviamente letal en la combinación, así que Padway la bebió.

—¿No eres entonces de Padua? —preguntó el padre Narciso en tono de conversación.

Fritharik asomó la cabeza.

—Ése que se hace llamar médico está aquí nuevamente.

—Dile que aguarde un instante —replicó Padway. Dios, estaba fatigado—. Muchas gracias, padre. Fue agradable haberle visto.

El sacerdote salió, moviendo la cabeza por la ceguera de los mortales que confiaban en materia médica.

Vekkos entró con una expresión acusadora.

—No me culpes. La muchacha lo trajo —dijo Padway.

—Los médicos pasamos nuestra vida en duros estudios científicos —Vekkos suspiró—, y luego tenemos que competir con estos presuntos creadores de milagros. Bueno, ¿cómo está hoy mi paciente?

Mientras aún estaba examinando a Padway, llegó Tomás el sirio. El banquero esperó nerviosamente hasta que partió el griego.

—Vine —dijo Tomás— tan pronto como supe que estabas enfermo, Martinus. Las plegarias y las medicinas están bien, pero no queremos perder ninguna posibilidad. Mi colega Ebenezer, el judío, conoce a un hombre llamado Jeconías de Nápoles, quien es bastante bueno para la magia curativa. Muchos de estos magos son falsarios; no creo en ellos por un segundo. Pero este hombre ha realizado algunos notables…

—No lo quiero —gimió Padway—. Me pondré bien si todo mundo deja de tratar de curarme…

—Lo traje conmigo, Martinus. Sé razonable. Yo no podría permitirme dejar que murieras, con esos pagarés pendientes… por supuesto, ésa no es la única razón; siento cariño hacia ti, personalmente…

Padway se sintió como en poder de una pesadilla.

Jeconías de Nápoles era un hombrecillo gordo, con modales enérgicos, más parecido a un vendedor dinámico que a un mago.

—Ahora únicamente déjalo todo a mí, excelente Martinus. Aquí hay un pequeño hechizo que ahuyentará a los espíritus más débiles —sacó un pedazo de papiro y leyó algo en una lengua desconocida—. Ya, ¿no dolió, verdad? Nada más deja todo al viejo Jeconías. Él sabe todo lo que está haciendo. Ahora pondremos este amuleto bajo la cama, ¡a-a-sí! Ya, ¿no te sientes mejor? Ahora trazaremos tu horóscopo. Si me dices la fecha y la hora de tu nacimiento…

¿Cómo demonios podía explicar a este maldito charlatán que iba a nacer 1,373 años después? Arrojó a los vientos la discreción.

—Esclavo presuntuoso —se incorporó y gritó—: ¿No sabes que soy uno de los custodios hereditarios del Sello de Salomón? ¿Qué puedo cambiar con una palabra tus necios planetas del firmamento y apagar el sol con una oración? ¿Y hablas de trazar mi horóscopo?

Los ojos del mago estaban desorbitados.

—Yo… lo siento, señor, no sabía…

—¡Shemkhamphoras! —gritó Padway—. ¡Ashtaroth! ¡Baal-Marduk! ¡San Frigidaire! ¡También Tippecanoe and Tyler! ¡Largo, gusano! ¡Si pronuncias una palabra sobre mi identidad auténtica, haré caer sobre ti la forma más hedionda de la lepra! Tus ojos se pudrirán, tus dedos caerán falange por falange…

Pero Jeconías ya estaba afuera del cuarto. Padway pudo oírlo bajar la primera mitad de la escalera de tres en tres escalones, caer rodando el resto del descenso y salir corriendo a la calle.

—Estaciónate a la puerta con tu espada —dijo a Fritharik, quien había sido atraído por el ruido—, y di que Vekkos ha dado órdenes de no permitir que me vea nadie. Repito, ¡nadie! Aunque venga el Espíritu Santo, no le permitas entrar.

Fritharik hizo lo ordenado. Luego asomó la cabeza por un lado de la puerta.

—¡Excelente patrón! Hallé a un godo que sabe la teoría de las heridas de trasgo. ¿Lo hago venir y…?

Padway subió las mantas sobre su cabeza.

Era abril de 536. Sicilia había caído en manos del general Belisario en diciembre. Padway lo supo semanas después. Excepto por razones de negocios, casi no salió de su casa en cuatro meses, en su ansiedad desesperada de poner su prensa en funcionamiento. Y excepto por sus trabajadores y sus relaciones de negocios, no conocía prácticamente a nadie en Roma, aunque hablaba con los bibliotecarios y dos de los amigos banqueros de Tomás, Ebenezer el judío y Vardan el armenio.

El día en que la prensa estuvo terminada, finalmente, reunió a sus trabajadores.

—Supongo —les dijo— que sabéis que es probable que éste sea un día importante para nosotros. Fritharik dará a cada uno de vosotros una pequeña botella de brandy para que la lleven a casa. Pero el primer hombre que deje caer un martillo o cualquier cosa sobre estas pequeñas letras de cobre, será despedido. Espero que ninguno de vosotros lo haga, porque habéis hecho un buen trabajo y estoy orgulloso de vosotros. Eso es todo.

—Bueno, bueno —dijo Tomás—, eso es espléndido. Desde el principio dije que harías funcionar tu máquina. ¿Qué vas a imprimir? ¿La Historia Goda? Sin duda eso halagaría al prefecto pretoriano.

—No. Tardaría meses en imprimir eso, especialmente porque mis hombres son nuevos en el trabajo. Empezaré con un pequeño libro con el alfabeto. Tú sabes, A de asinus (asno), B de braccae (calzones) y así hasta concluir.

—Me parece una buena idea. Pero, Martinus, ¿no puedes dejar que tus hombres se encarguen de eso y descansar? Parece que no has dormido una noche completa en meses.

—A decir verdad, no he dormido. Pero no puedo alejarme; debo estar aquí para arreglar lo que salga mal. Y tengo que encontrar medios de distribución de este primer libro, profesores y gente así. Debo hacer todo en persona. Además, tengo una idea para otra clase de publicación.

—¿Qué? No me digas que vas a iniciar otro plan descabellado…

—Vamos, no te excites. Será un folleto semanal de noticias.

—Escucha, Martinus, no te excedas. El gremio de escribas se echará sobre ti. Como están las cosas, desearía que me dijeras más respecto a ti mismo. Tú sabes que eres el gran misterio de la ciudad. Todos preguntan respecto a ti.

—Díles que soy el patán más carente de interés que has conocido en tu vida.

Había únicamente poco más de cien escribas independientes en Roma. Padway desarmó cualquier hostilidad que pudieran tener contra él, con el simple expediente de enrolarlos como redactores. Hizo una oferta de un par de sestercios por narraciones aceptadas de noticias.

Cuando iba a reunir el material para su primer ejemplar, vio que era necesario un poco de censura. Por ejemplo, un relato decía:

Nuestro depravado y licencioso gobernador de la ciudad, el conde Honorio, fue visto en la madrugada del miércoles, perseguido por la calle Ancha, por una joven con una hachita de carnicero. Como este cobarde despreciable no estaba estorbado por un mínimo decente de ropa, dejó atrás a su perseguidora.

Ésta es la cuarta vez en un mes que el conde perverso y corrupto ha creado un escándalo por su conducta con las mujeres. Se rumora que un comité de airados padres de las hijas a quienes ha deshonorado, pedirá al rey Thiudahad que lo destituya. Se espera que la próxima ocasión que el diabólico conde sea perseguido con una hachita, su perseguidora lo alcance.

Nuestro ilustre conde no simpatiza con alguien, pensó Padway. No conocía a Honorio, pero fuera cierta o no la noticia, no había una cláusula de prensa libre en la constitución italiana que se interpusiera entre Padway y las cámaras de tortura de la ciudad.

Así que el primer número de ocho páginas no decía nada respecto a jóvenes con hachitas. Tenía muchas noticias relativamente inofensivas, un poema corto con el que contribuyó un escriba que se creía un segundo Ovidio, un editorial por Padway, en el que decía de modo breve que esperaba que los romanos hallarían útil su periódico, y un artículo corto, también de Padway, sobre la naturaleza y los hábitos del elefante.

Padway volvió las páginas crujientes de piel de oveja del ejemplar de prueba y se enorgulleció de sí mismo y de sus hombres, orgullo que no fue menguado mucho por el descubrimiento de un buen número de errores tipográficos. Uno de éstos, en la narración respecto a un romano herido mortalmente por ladrones, en el Camino Real, pocas noches antes, tuvo el efecto infortunado de convertir una palabra inofensiva en otra obscena. Oh, bueno, con sólo doscientos cincuenta números podía hacer que alguien las revisara y corrigiera el error con pluma y tinta.

Aún así, no pudo menos que sentirse un poco asombrado por la importancia de Martin Padway en este mundo. Pero por pura buena suerte; podría haber sido él quien había sido acuchillado fatalmente en el Camino Real y he aquí que no habría prensa de imprimir, ni los inventos que todavía podría introducir, hasta que el lento proceso natural del desarrollo técnico preparase el camino para ellos.

Padway llamó Tempora Romae a su periódico y lo ofreció a diez sestercios, alrededor del equivalente de cincuenta centavos. Se sorprendió cuando no únicamente se vendió todo el primer número, sino Fritharik estuvo ocupado tres días, devolviendo de su puerta a gente que deseaba ejemplares porque ya no había más.

Unos pocos escribas llegaban todos los días con más noticias. Uno de ellos entregó una historia que comenzaba:

«La sangre de un hombre inocente fue sacrificada a los apetitos de nuestro monstruo, el gobernador de la ciudad, el conde Honorio.

»Fuentes fidedignas han revelado que Q. Aurelio Galba, crucificado la semana pasada, acusado de asesinato, era esposo de una mujer que había sido codiciada adúlteramente durante largo tiempo por nuestro villano conde. En el juicio de Galba hubo muchos comentarios entre los espectadores, concernientes a la debilidad de las evidencias…».

—¡Eh! —exclamó Padway—. ¿No eres tú el hombre que trajo esa otra noticia referente a Honorio y una hachita?

—Cierto —respondió el escriba—. ¿Por qué no la publicaste?

—Si lo hiciera, ¿cuánto tiempo crees que se me permitiría dirigir mi periódico?

—Oh, no pensé en eso.

—Bueno, recuérdalo la próxima ocasión. Tampoco puedo utilizar ésta. Pero no dejes que esto te desaliente. Está bien escrita. Pero ¿en dónde obtienes toda esta información?

El hombre sonrió.

—Oigo cosas. Y lo que no oigo, lo oye mi esposa. Tiene amigas que se reúnen a jugar chaquete y hablan.

—Es una lástima que no me atreva a publicar chismes —dijo Padway—. Pero tú pareces tener madera de periodista. ¿Cómo te llamas?

—Jorge Menandro.

—Ese nombre es griego, ¿verdad?

—Mis padres eran griegos; yo soy romano.

—Muy bien, Jorge, mantente en contacto conmigo. Algún día podría necesitar un ayudante para que me ayude en la dirección de esto.

Padway visitó al curtidor para ordenar más pergamino.

—¿Cuándo lo deseas? —inquirió el curtidor.

Padway replicó que en cuatro días.

—Eso es imposible. En ese tiempo podría tener cincuenta hojas para ti. Te costarán cinco veces más por pieza que las primeras.

Padway jadeó.

—¿Por qué, en el nombre de Dios?

—Barriste prácticamente con el abastecimiento de Roma con esa primera orden —contestó el curtidor—. Todas nuestras existencias y todo el resto que había cerca fueron para ti. No quedan en toda la ciudad pieles suficientes para hacer cien hojas. Y tú sabes que se requiere tiempo para hacer pergamino. Si compras las últimas cincuenta hojas, pasarán semanas antes de que pueda preparar otra entrega grande.

—¿Si ampliáramos tu planta —preguntó Padway—, crees que con el tiempo llegarías a una capacidad de dos mil a la semana?

El curtidor movió negativamente la cabeza.

—No desearía gastar dinero para ampliarme en un negocio tan arriesgado. Y si lo hiciera, no habría en Italia central bastantes animales para satisfacer esa demanda.

Estaba derrotado. El pergamino era en esencia un producto secundario de la ovicultura y de la capricultura. Por lo tanto, un aumento repentino en la demanda elevaría mucho el precio, sin incrementar mucho la producción. Aunque los romanos no sabían casi nada de economía, la ley de la oferta y la demanda funcionaba aquí en la misma forma.

Después de todo, tendría que trabajar con papel. Y su segunda edición iba a salir muy retrasada.

Encontró un fabricante de fieltro y le dijo que deseaba que picara unos cuantos kilos de trapo blanco y los convirtiera en el fieltro más delgado que nunca se hubiera hecho. El hombre produjo una hoja de lo que parecía papel secante excepcionalmente grueso y velludo. Padway insistió con paciencia en que picara más el trapo, lo hirviera un poco antes de convertirlo en fieltro y luego lo prensara. Al salir del taller, vio que el fabricante de fieltro se daba golpecitos significativos en la frente. Pero después de muchos ensayos, el hombre le enseñó un papel no mucho peor para escribir que una toalla de papel del siglo XX.

Entonces vino la parte desalentadora. Una gota de tinta aplicada a este papel se extendió con rapidez. Así que Padway dijo al fabricante de fieltro que hiciera diez hojas más, introduciendo en la papilla de cada una de ellas una sustancia común: jabón, aceite de oliva, etcétera. En este punto, el hombre amenazó con renunciar; lo apaciguó con una elevación de precio. Padway se sintió bastamente aliviado al descubrir que un poco de arcilla mezclada con la pulpa constituía toda la diferencia entre un papel regular para escribir y otro infame.

Para cuando se agotó el segundo número del semanario de Padway, había dejado de preocuparse respecto a la posibilidad de dirigir un periódico. Pero otro sobresalto ocupó su pensamiento: ¿Qué debía hacer cuando la guerra goda estuviera ardiendo realmente? En su historia, hirvió durante veinte años por toda Italia. Casi toda ciudad importante había sido sitiada y capturada cuando menos una vez. La misma Roma casi sería despoblada por los asedios, el hambre y la peste. Si vivía el tiempo suficiente, podría ver la invasión lombarda y la casi destrucción de la civilización italiana. Todo esto obstaculizaría mucho sus planes.

Trató de modificar su disposición. Era probable que el tiempo fuera responsable; había llovido constantemente durante dos días. En la casa, todo estaba húmedo. El único modo de arreglar eso sería encender fuego y el aire ya estaba demasiado caliente. Así que Padway permaneció sentado, mirando el panorama gris.

Se sorprendió cuando Fritharik hizo entrar al colega de Tomás, Ebenezer el judío. Ebenezer era un viejo de aspecto frágil, con una larga barba blanca. Padway lo hallaba angustiosamente piadoso; cuando comía con los otros banqueros no comía en absoluto, por temor a transgredir alguna de las numerosas reglas de su secta.

Ebenezer se sacó la capa por encima de la cabeza.

—¿Dónde puedo poner esto, que no se moje, excelente Martinus? Ah. Gracias. Vine aquí por razones de negocios y pensé en visitar tu establecimiento, si es posible. Debe ser interesante, a juzgar por las descripciones de Tomás. —Exprimió agua de su barba.

Padway se alegró de tener algo para apartar su mente del ominoso futuro. Mostró el establecimiento al anciano.

Ebenezer lo miró desde abajo de sus cejas blancas y espesas.

—Ah. Ahora puedo creer que eres de un país lejano. Casi de otro mundo. Por ejemplo, ese sistema de aritmética tuyo; ha cambiado todo nuestro concepto bancario…

—¿Qué? —chilló Padway—. ¿Qué sabes de eso?

—Oh —dijo Ebenezer—, Tomás nos vendió el secreto a Varna y a mi. Creía que lo sabías.

—¿Sí? ¿En cuánto?

—En ciento cincuenta sólidi a cada uno ¿No…?

Padway gruñó un sonoro juramento latino, tomó su sombrero y su capa y se encaminó hacia la puerta.

—¿A dónde vas, Martinus? —inquirió Ebenezer, alarmado.

—¡A decir a ese canalla lo que pienso de él! —estalló Padway.

—¿Prometió Tomás no revelar el secreto? No puedo creer que haya violado…

Padway se detuvo con una mano en la manija de la puerta. Pensándolo bien, el sirio no había convenido en no hablar a nadie de los números arábigos. Pero si Tomás tuvo necesidad de dinero, no existía ningún impedimento legal para que vendiera o regalara el conocimiento.

Cuando Padway controló su cólera, comprendió que en realidad no había perdido nada, pues su intención original había sido divulgar los números arábigos. Lo que lo irritó realmente fue que Tomás exprimiera una suma tan bonita de la ciencia, sin ofrecerle siquiera una parte. Así era Tomás. Nevitta había dicho que uno tenía que cuidarse de él.

Después, cuando Padway apareció en casa de Tomás, ese mismo, día, llevaba con él a Fritharik. El vándalo llevaba un cofre. La caja pesaba agradablemente por el oro que llevaba dentro.

—Martinus —chilló Tomás, un poco alterado—, ¿en realidad quieres pagar todos los préstamos? ¿Dónde obtuviste todo este dinero?

—Ya me oíste —replicó Padway, sonriendo—. Aquí está la relación de los préstamos y de los intereses. Estoy cansado de pagar diez por ciento, cuando puedo conseguir lo mismo por siete y medio.

—¿Qué? ¿Dónde puedes obtener una tasa tan absurda?

—Con tu estimado colega Ebenezer. Aquí está la copia del nuevo pagaré.

—Bueno, si todo esto es verdad, supongo que puedo igualar su tasa.

—Tendrás que mejorarla, después de lo que ganaste vendiendo mi aritmética.

—Vamos, Martinus, lo que hice fue estrictamente legal…

—No dije que no lo fuera.

—Oh, muy bien. Te prestaré a siete y cuatro décimas.

Padway rió en tono despreciativo.

Entonces siete. Pero eso es lo más bajo, absoluta, positiva y finalmente.

Cuando Padway hubo recibido sus viejos pagarés, un recibo por los préstamos anteriores y una copia del nuevo pagaré, Tomás inquirió:

—¿Cómo lograste que Ebenezer te ofreciera una tasa jamás otorgada antes?

—Le dije que podría haberle revelado gratuitamente el secreto de la nueva aritmética —contestó Padway, con una sonrisa.

Su siguiente esfuerzo fue un reloj. Iba a principiar con el diseño más simple posible: una pesa al extremo de una soga, el diente del caracol, una combinación de engranes, la manecilla y la carátula de un antiguo reloj de agua, de segunda mano, un péndulo y un escape. Reunió estas partes una a una… excepto la última.

No había supuesto que hubiera algo tan difícil en hacer un escape. Podía quitar la tapa posterior de su reloj de pulsera y ver ahí la rueda del escape, girando a saltos con alegría. No quiso desarmar su reloj, por miedo de no poder armarlo nunca otra vez. Además, las piezas de su reloj eran demasiado pequeñas para reproducirlas exactamente.

Pero podía ver la maldita cosa; ¿por qué no le iba a ser posible hacer una grande? Los trabajadores produjeron varios volantes y los fiadores correspondientes. Padway limó, raspó y dobló. Pero no funcionaban. Los fiadores caían en los dientes de los volantes y los detenían. O no trababan, de manera que el eje en que estaba enredada la cuerda giraba y la cuerda se desenredaba al momento. Al fin ajustó uno de los mecanismos de modo que si hacía oscilar el péndulo con la mano, los fiadores dejaban que el escape girase un diente cada vez. Magnífico. Pero el reloj no funcionaba por su propio impulso. Cuando uno quitaba la mano del péndulo, hacía un par de oscilaciones débiles y se detenía.

Mandó todo al demonio. Regresaría a ese proyecto cuando tuviera más tiempo y mejores herramientas. Guardó la confusión de ruedas dentadas en un rincón de su sótano. Tal vez su fracaso había sido una cosa buena, para evitar que tuviera una idea exagerada de su habilidad.

Nevitta apareció nuevamente.

—¿Te has repuesto de tu enfermedad, Martinus? Magnífico; sabía que tenías una constitución sana. ¿Por qué no vienes ahora conmigo al hipódromo Flaminio, a perder unos cuantos sólidi? Después pasarías la noche en la granja.

—Me agradaría mucho. Pero tengo que acostarme temprano esta tarde.

—¿Meterte a la cama? —inquirió Nevitta.

Padway se explicó.

—Ya veo. Ja, ja, pensé que tenías una amiga llamada Témpora —comentó Nevitta—. Entonces ven mañana a cenar.

—¿Cómo puedo llegar a tu granja?

—¿No tienes un caballo de silla? Mañana por la tarde enviaré a Hermann con uno. ¡Pero, por favor, no quiero que me lo devuelvas con alas en el lomo!

—Podría llamar la atención —replicó Padway, solemnemente—. Y tendrías una dificultad endiablada para atraparlo, si no quisiera ser embridado.

Así que a la tarde siguiente, Padway partió con Hermann por la Vía Flaminia, con un nuevo par de botas bizantinas de cuero. Notó que la campiña romana aún era una región agrícola bastante próspera. Se preguntó cuánto tiempo tardaría en convertirse en la llanura desolada, malárica de la Edad Media.

—¿Cómo estuvieron las carreras? —preguntó.

Parecía que Hermann sabía muy poco de latín, aunque ese poco era todavía más que el godo de Padway.

—Oh, mi amo… él terriblemente furioso… Él habla… tú sabes… deportista entusiasta. Pero odia perder dinero. Pierde cincuenta sestercios con un caballo. Hace ruidos como… tú sabes… león rabioso.

En la granja, Padway conoció a la esposa de Nevitta, una mujer agradable, regordeta, que no hablaba latín, y a su hijo mayor, Dagalaif, un scaio o alguacil godo, de vacaciones en casa. La cena respondió completamente a las historias que había oído Padway respecto al apetito godo. Recibió una sorpresa al beber una cerveza bastante buena, después del agua de sentina que llamaban cerveza en Roma.

—Tengo vino, si lo prefieres —dijo Nevitta.

—Gracias, pero ya me estoy cansando del vino italiano. Los escritores romanos hablan mucho de sus diferentes clases, mas todos me saben igual.

—Ya veo. Pero si quieres, tengo vino griego perfumado.

Padway se estremeció. Nevitta sonrió.

—Comprendo. Cualquier hombre que ponga perfume en su licor, tal vez camine haciendo oscilar las caderas. Nada más lo tengo para mis amigos griegos, como Leo Vekkos. Lo cual me recuerda que debo hablarle de tu curación para mis jadeos, manteniendo afuera los perros. Para explicarla, pensará alguna teoría fantástica llena de palabras largas.

—Oye, Martinus —dijo Dagalaif—, tal vez tengas alguna información particular concerniente al curso de la guerra.

Padway se encogió de hombros.

—Todo lo que sé es lo que saben todos. No tengo un canal secreto de comunicación con el cielo. Si deseas una deducción, diría que Belisario invadirá Bruttium y sitiará Nápoles, cerca de agosto. No llevará una gran fuerza, pero será muy difícil vencerlo.

—¡Uh! —exclamó Dagalaif—. Lo dejaremos avanzar, sí. Un puñado de griegos no llegará muy lejos contra la nación goda unida.

—Eso es lo que pensaban los vándalos —respondió Padway.

Ai. Pero no cometeremos los mismos errores que cometieron los vándalos.

—No sé, hijo —dijo Nevitta—. Me parece que ya lo estamos haciendo… o cometiendo otros no menos graves. Este rey nuestro… nada más sirve para despojar de sus tierras a sus vecinos, escribir poesía, y hurgar en las bibliotecas. Sería mejor que tuviéramos un rey iletrado, como Teodorico. Por supuesto —añadió con expresión de disculpa—, admito que sé leer y escribir. Mi padre vino de Panonia con Teodorico, y él siempre estaba hablando del deber sagrado de los godos, de proteger la civilización romana contra salvajes como los francos. Decidió que yo recibiría educación latina. Admito que he hallado útil mi educación. Pero en los meses inmediatos, será más importante que nuestro caudillo sepa cómo dirigir una carga, que decir amo-amas-amat.