AL terminar la semana, Padway estaba satisfecho, no sólo por el hecho de que no se había desvanecido en el aire y por la aparición de la hilera de botellas en los anaqueles, sino por el estado de sus finanzas. Aún le restaban más de treinta de los cincuenta sólidi que le había prestado el banquero, tomando en cuenta los cinco de la renta de la casa por el primer mes, los seis más invertidos en sus aparatos y el salario de Aníbal. De cualquier manera, no tendría que preocuparse por el primer par de renglones durante un par de semanas.
—¿Cuánto vas a cobrar por ese vino? —inquirió Tomás.
Padway pensó.
—Es obvio que es un artículo de lujo. Si podemos conseguir que lo vendan en algunos de los restaurantes de mejor clase, no veo por qué no debamos obtener dos sólidi por botella. Cuando menos, hasta que alguien descubra nuestro secreto y comience a competir con nosotros.
Tomás se friccionó las manos.
—A ese precio, prácticamente podrías pagar el préstamo con el producto de las ventas de la primera semana. Pero no tengo prisa; podría ser mejor reinvertirlo en el negocio. Veremos cómo resultan las cosas. Creo que conozco el restaurante con el que debemos comenzar.
Padway experimentó un estremecimiento ante la idea de intentar vender la idea al dueño del restaurante. No había nacido para vendedor y lo sabía. Preguntó:
—¿Cómo debo proceder para hacer que compre algo del licor? No estoy muy familiarizado con los métodos romanos de hacer negocios.
—No hay cuidado. No se negará, pues me debe dinero y está atrasado en el pago de los intereses. Te lo presentaré.
Ocurrió como había dicho el banquero. El dueño del restaurante, un hombre pomposo, llamado Gayo Atalo, rabió un poco al principio. El promotor le sirvió un poco de brandy a manera de muestra y se hizo más cordial. Tomás únicamente tuvo que preguntar dos veces a Dios si estaba oyendo, antes de que Atalo aceptara el precio de Padway por media docena de botellas.
Padway, quien había padecido uno de esos accesos periódicos de depresión durante toda la mañana, estaba radiante cuando salió del restaurante, con los bolsillos agradablemente pesados por el oro.
—Creo que será mejor que contrates a ese muchacho vándalo —opinó Tomás—, si vas a tener dinero en la casa. Y yo gastaría parte de él en un buen cofre.
Así que cuando Aníbal Escipión dijo a Padway: «Afuera está un pájaro alto y triste que dice que le dijiste que viniera a verte», hizo introducir al vándalo y lo contrató casi inmediatamente.
Cuando Padway preguntó a Fritharik con qué pensaba protegerlo, el vándalo pareció confundido, masticó su bigote y dijo por último:
—Tenía una espada magnífica, pero la pignoré para seguir viviendo. Era todo lo que se interponía entre una tumba anónima y yo. Quizá aún terminaré en una —suspiró.
—Deja de pensar en tumbas por un instante —estalló Padway—, y dime cuánto necesitas.
—Cuarenta sólidi.
—¡Uff! ¿Está hecha de oro sólido o de qué?
—No. Pero es buen acero de Damasco y tiene joyas en la empuñadura. Fue todo lo que salvé de mi hermosa propiedad en África.
—¡Vamos, vamos! ¡Por el cielo, no principes a llorar! Aquí tienes cinco sólidi; ve a buscar la mejor espada que puedas comprar con eso. Los descontaré de tu salario. Si quieres ahorrar para recobrar tu cuchillo enjoyado para queso, es negocio tuyo.
Así que Fritharik partió y reapareció poco después con una espada de segunda mano, al costado.
—Fue lo mejor que pude hallar por ese dinero —explicó—. El vendedor declaró que es obra de Damasco, pero puede verse que las marcas de Damasco en la hoja son falsas. Este acero local es blando, pero supongo que tendré que conformarme. Cuando tenía mis hermosas propiedades en África, el mejor acero no era demasiado bueno —suspiró ruidosamente.
Padway examinó la espada, que era una spatha típica del siglo VI, con una ancha hoja de 75 centímetros, de un solo filo. De hecho, era muy semejante a un espadón escocés, sin la guarnición de fantasía. También notó que Fritharik, hijo de Staifan, aunque estaba tan triste como siempre, permanecía más erguido y caminaba con un paso más decidido cuando portaba la espada. Pensó que debía sentirse prácticamente desnudo sin ella.
—¿Puedes cocinar? —preguntó Padway a Fritharik.
—Me contrataste como guardaespaldas, no como cocinero, mi señor Martinus. Yo tengo dignidad.
—Oh, necedades, viejo. He estado cocinando mis alimentos, pero eso me quita demasiado tiempo. Si no me importa a mí, no debe importarte a ti. Repito, ¿puedes cocinar?
Fritharik tiró de su bigote.
—Bueno… sí.
—¿Qué, por ejemplo?
—Puedo asar carne, freír tocino.
—¿Qué más?
—Nada más. Eso es todo lo que he tenido ocasión de hacer. La buena carne roja es el alimento para un guerrero. No puedo tragar esas verduras que comen los italianos.
Padway suspiró. Se resignó a vivir sin una dieta equilibrada hasta… bueno, ¿por qué no? Podría pagar servidumbre.
Tomás encontró para él una criada que cocinaría, asearía la casa y arreglaría las camas por un sueldo absurdamente bajo. La moza se llamaba Julia. Provenía de Apulia y hablaba dialecto. Tenía alrededor de veinte años y era morena, rechoncha y prometía desarrollar un peso tremendo en años posteriores. Vestía un sencillo atavío sin forma, y caminaba por la casa con los grandes pies descalzos. Trabajaba con empeño, pero Padway tuvo que enseñarle sus ideas desde el comienzo. La primera ocasión que fumigó la casa, estuvo a punto de enloquecer de miedo. El olor del dióxido sulfúrico la hizo salir corriendo de la casa, chillando que había llegado satanás.
Padway decidió descansar su quinto domingo de estancia en Roma. Desde hacía casi un mes, trabajaba todo el día y la mayoría de la noche, ayudando a Aníbal a manejar el alambique, a limpiarlo y a descargar toneles de vino; y visitaba a propietarios de restaurantes a quienes sus clientes habían preguntado por esa notable nueva bebida.
En una economía de escasez, reflexionó, no tenía uno que dar marometas para hallar clientes, una vez que el artículo prendía. Estaba proyectando pedir otro préstamo a Tomás para construir otro alambique. Esta vez construiría rodillos y laminaría su propio cobre.
Sin embargo, por el momento estaba cordialmente fastidiado de los negocios. Quería diversión, lo cual significaba para él la Biblioteca Ulpiana. Al mirarse al espejo, pensó que no había cambiado mucho. Le desagradaba tanto como antes imponerse a desconocidos y regatear. Pero aparte de eso, ninguno de sus viejos amigos lo hubiera reconocido. Tenía una barba corta rojiza. Esto era parcialmente porque en su vida anterior jamás se afeitó con navaja libre, y en parte porque siempre codició en secreto una barba, para contrarrestar su gran nariz.
Vestía otra nueva túnica, una cosa estilo bizantino, con mangas amplias. Los pantalones de su traje de paño provocaban un efecto incongruente, pero no le gustaban los calzones cortos del país con la aproximación del invierno. También llevaba una capa, una especie de manta cuadrada con un agujero en el centro para pasar la cabeza. Había contratado a una mujer para que le hiciera calcetines y ropa interior.
En general, estaba muy complacido consigo mismo. Convino en que había sido afortunado en hallar a Tomás; el sirio fue una ayuda enorme para él.
Se acercó a la biblioteca, con temblores viscerales, muy semejantes a los que padece un amante por la inminencia de un encuentro con su amada. Y no se decepcionó. Sintió ímpetus de gritar, cuando una revisión breve de los estantes le mostró la Historia Caldea, de Berosus, las obras completas de Livio, la Historia de la Conquista de Bretaña, de Tácito, y la Historia Gótica de Casiodoro, completa, recientemente publicada. Ahí había cosas por las que más de un historiador o arqueólogo del siglo XX asesinaría con gusto.
Por unos pocos minutos nada más vaciló. Después decidió que Casiodoro debía poderle impartir la información más valiosa, ya que trataba respecto a un ambiente en el que estaba viviendo él mismo. Así que sacó los grandes volúmenes y comenzó a trabajar. Era trabajo difícil, aun para un hombre que supiera latín. Los libros se encontraban escritos en una letra diminuta, semicursiva, con todas las palabras muy juntas.
—Excúsame, señor —dijo el bibliotecario—, pero ¿ese bárbaro alto, con bigote amarillo, es tu criado?
—Supongo que sí —respondió Padway—. ¿Qué ocurre?
—Está durmiendo en la sección oriental y está roncando, de manera que los lectores se quejan de eso.
—Iré a arreglarlo —prometió Padway.
Fue a despertar a Fritharik.
—¿No sabes leer? —preguntó.
—No —contestó Fritharik, con sencillez—. ¿Por qué había de saber? Cuando poseía mis bellas propiedades en África, no tenía ocasión…
—Sí, ya sé todo lo concerniente a tus bellas propiedades, viejo. Pero tendrás que aprender a leer o ir a roncar afuera.
Fritharik salió un tanto malhumorado, rezongando en su dialecto germano oriental. Padway dedujo que estaba llamando a la lectura una actividad afeminada.
Cuando Padway volvió a su mesa, halló a un anciano italiano, vestido con elegancia sencilla, hojeando su Casiodoro. El hombre levantó la mirada.
—Lo siento, ¿estabas leyendo éstos? —le dijo.
—Sí —replicó Padway—. Pero no puedo leerlos todos. Si no estás empleando el primer volumen…
—Ciertamente, mi querido joven. Con todo, debo prevenirte que tengas cuidado de volverlo a su sitio apropiado. Scila no se enfureció más cuando Jasón le robó su presa, que nuestro estimado bibliotecario, cuando las personas ponen mal sus libros en los estantes. ¿Y puedo preguntarte qué piensas de la obra de nuestro ilustre prefecto pretoriano?
—Eso depende —contestó Padway con prudencia—. Tiene datos que no se obtienen en otras partes. Pero prefiero los datos concretos.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir, con menos retórica florida.
—¡Oh, pero mi queridísimo joven! Aquí los modernos hemos producido al fin un historiador comparable al gran Livio, y dices que no te gusta… ¡Nada más considera las metáforas delicadas, la gloriosa erudición! ¡Qué estilo! ¡Qué ingenio!
—Eso es lo malo. Puedes darme a Polibio, o aun a Julio César…
—¡Julio César! ¡Oh, todos saben que no sabía escribir! ¡Emplean su Guerra Gálica como texto de latín elemental para extranjeros! Todo está bien para el bárbaro vestido con pieles, que a través de las lejanías umbrosas de las septentrionales florestas al sanguinario jabalí y al horrible oso persigue. Mas para hombres cultos como nosotros… ¡Te pregunto, mi querido joven! ¡Oh…! —pareció confundido—, comprenderás que en mis comentarios concernientes a los extranjeros no intento expresar nada personal. Percibo que eres de otro país, a pesar de tu cultura y de tu erudición obvias. ¿Eres acaso de la fabulosa tierra del Indo, con sus doncellas cubiertas de perlas y sus elefantes?
—No, de más lejos que eso —respondió Padway. Comprendió que había descubierto a un patricio romano demasiado culto—. De un lugar llamado América. Sin embargo, dudo que vaya a regresar nunca.
—¡Ah, cuánta razón tienes! ¿Por qué habías de vivir en un lugar que no fuera Roma, si no quieres? ¡Pero tal vez puedas hablarme de las maravillas de la China lejana, con sus calles pavimentadas con oro!
—Puedo decirte algo sobre ella —contestó Padway, cautamente—. Por una parte, las calles no están pavimentadas con oro. De hecho, la mayor parte de ellas no están pavimentadas en absoluto.
—¡Qué decepción! Pero me atrevo a decir que un viajero veraz expondría sus maravillas con exageración extraordinaria. Debemos reunirnos, mi excelente joven señor. Yo soy Cornelio Anicio.
Padway pensó que se esperaba, evidentemente, que supiera quién era Cornelio Anicio. Se presentó. Ah, pensó, entra el romance. Una muchacha morena y esbelta se acercó, llamó «padre» a Anicio y dijo que no había podido encontrar la edición sabeliana de Persio Flaco.
—Sin duda alguien la está utilizando —dijo Anicio—. Martinus, ésta es mi hija Dorotea. Una verdadera perla del tocado de una hija del rey Khusrau, aunque puedo ser parcial, como padre.
La muchacha sonrió dulcemente a Padway y se excusó.
—Y ahora, mi querido joven, ¿cuál es tu ocupación? —inquirió Anicio.
Sin pensarlo, Padway replicó que estaba en los negocios.
—¿Sí? ¿En qué clases de negocios?
Padway se lo dijo. El patricio se heló al digerir la información. Siguió siendo cortés y sonriente, pero con una sonrisa distinta.
—Bueno, bueno, eso es interesante. Bastante interesante. Me atrevo a decir que tendrás un gran éxito económico en tus negocios —dijo esto con una ligera dificultad, como un secretario de la Asociación Cristiana de Jóvenes, que hablaba de cosas de la vida—. Supongo que no debemos culparnos por la actividad en que nos pone Dios. Pero es una lástima que no hayas intentado el servicio público. Ése es el único modo de levantarse por encima de la clase de uno, y un joven inteligente como tú, merece hacerlo. Y ahora, si me perdonas, leeré un poco.
Padway había estado esperando una invitación a la casa de Anicio. Pero ahora que el patricio sabía que era un simple manufacturero vulgar, no recibiría ninguna invitación. Padway consultó su reloj; estaba próxima la hora de comer. Salió y despertó a Fritharik.
El vándalo bostezó.
—¿Hallaste todos los libros que querías, Martinus? Soñaba con mis hermosas propiedades…
—¡Al infierno con…! —ladró Padway, pero luego cerró la boca.
—¿Qué? —protestó Fritharik—. ¿Ni siquiera puedo soñar con el tiempo en que era rico y respetado? Eso no es muy…
—Nada, nada. No quise decir eso.
—Me alegro. Ahora mi único consuelo son mis recuerdos. Pero ¿por qué estás tan furioso, Martinus? Parece que podrías morder clavos y partirlos en dos —al no obtener contestación, siguió—. Debe ser algo que encontraste en esos libros. Me alegra no haber aprendido nunca a leer. Te alteras mucho por cosas que ocurrieron hace mucho tiempo. Yo prefiero soñar con mi bello… ¡uup! Lo siento, patrón. No lo mencionaré nuevamente.
Padway y Tomás el sirio estaban sentados, junto con varios cientos de romanos desnudos, en la sala de vapor de los baños de Diocleciano. El banquero miró en torno suyo con una expresión equívoca.
—He oído que antes también dejaban entrar mujeres a estos baños, mezcladas con los hombres. Por supuesto, eso ocurría en épocas paganas; ya no hay nada como eso.
—Sin duda es la moral cristiana —comentó Padway, secamente.
—Sí —Tomás rió—. Los modernos somos una gente muy moral. ¿Sabes de qué se quejaba la emperatriz Teodora?
—Sí —respondió Padway, y contó a Tomás de qué se quejaba la emperatriz.
—¡Maldita sea! —chilló Tomás—. Cada vez que tengo una historia la has oído ya o tienes una mejor.
Padway no consideró adecuado decir al banquero que había leído ese fragmento obsceno en un libro que aún no había sido escrito, llamado las Anécdotas, por Procopio de Cesárea.
—Recibí una carta de Napoleón —continuó Tomás—, de mi primo Antioco. Está en el negocio naviero. Tiene noticias de Constantinopla —hizo una pausa impresionante—: Guerra.
—¿Entre nosotros y el imperio?
—Cuando menos entre los godos y el imperio. Han tenido discusiones misteriosas desde que fue asesinado Amalaswentha. Thiudahad intenta esquivar la responsabilidad del asesinato, pero creo que el viejo rey poeta ha llegado al final de su cuerda.
—Vigila a Dalmacia y a Sicilia —dijo Padway—. Antes del fin del año.
Se interrumpió.
—¿Estás adivinando?
—No, es solamente una opinión.
El ojo sano brilló, muy negro y muy inteligente, al mirar a Padway a través del vapor.
—Martinus, ¿quién eres?
—¿Qué quieres decir?
—Oh, hay algo en ti… no sé cómo expresarlo… no es sólo tu modo extraño de formular las cosas. Presentas los conocimientos más asombrosos, como un mago que saca un conejo de un gorro. Y cuando trato de sondearte respecto a tu país o a cómo llegaste, cambias de tema.
—Bueno… —dijo Padway, preguntándose la magnitud de la mentira que podría arriesgar. Entonces pensó en la contestación perfecta… una respuesta veraz, que Tomás de seguro interpretaría mal—. Tú sabes, salí de mi país a toda prisa.
—¡Oh! Por razones de salud, ¿eh? En tal caso, no te culpo por ser astuto —Tomás hizo un guiño.
Cuando caminaban por la calle Larga hacia la casa de Padway, Tomás inquirió cómo iban los negocios.
—Bastante bien —replicó Padway—. El nuevo alambique estará listo la semana próxima. Y vendí algunas láminas de cobre a un mercader que zarpará hacia España. Ahora estoy esperando el asesinato.
—¿El asesinato?
—Sí, Fritharik y Aníbal Escipión no congenian. Aníbal ha sido más impertinente que nunca desde que tiene un par de hombres a su mando. Se monta en Fritharik.
—¿Lo monta?
—Es una expresión americana, traducida literalmente, significa que lo somete al ridículo y a insultos sutiles y constantes. A propósito, voy a pagarte el préstamo cuando lleguemos a casa.
—¿Todo?
—Sí. El dinero te está esperando en el cofre.
—¡Espléndido, mi querido Martinus! ¿Pero no necesitarás otro?
—No estoy seguro —respondió Padway, quien tenía la seguridad de que lo necesitaría—. Estaba pensando en ampliar mi destilería.
—Ésa es una gran idea. Por supuesto, ahora que te encuentras establecido, los préstamos serán sobre una base de negocios…
—¿Qué quiere decir? —preguntó Padway.
—Quiere decir que la tasa de interés tendrá que ser ajustada. Tú sabes que la tasa normal es mucho más alta…
—¡Ja, ja! —rió Padway—. Eso es lo que pensé que tenías en la mente. Pero ahora que sabes que el negocio es seguro, puedes darme una tasa más baja.
—¡Ay, Martinus, eso es absurdo! ¿Ésa es la forma de tratarme, después de lo que hice por ti?
—No tienes que prestarme, si no lo deseas. Hay otros banqueros que se alegrarán de aprender aritmética americana…
—¡Escúchalo, Dios! ¡Es un robo! ¡Es extorsión! ¡Nunca cederé! ¡Acude a tus otros banqueros y mira si me importa!
Tres cuadras de discusiones bajaron la tasa de interés a diez por ciento, lo cual dijo Tomás que era arrancarle el corazón y quemarlo en el altar de la amistad.
Cuando Padway habló de un asesinato inminente, no había estado intentando hacer pasar sus pensamientos como adivinación, ni tratando de ser literalmente profético. Se asombró más que Tomás cuando entraron a su gran fábrica, para encontrar a Fritharik y a Aníbal mirándose como un par de perros a quienes desagrada el olor del otro. Los dos ayudantes de Aníbal estaban mirando la escena, de espaldas a la puerta; por lo tanto, nadie vio a los recién llegados.
—¿Qué quieres decir, cabeza de algodón? —gruñó Aníbal—. Estás echado todo el día, sin hacer nada, y sí te atreves a criticarme…
—Todo lo que dije —rezongó el vándalo en su latín torpe, deliberado—, fue que la siguiente vez que te sorprendería, hablaría. Bueno, te sorprendí y voy a hacerlo.
—¡Si lo haces, te rebanaré la sucia garganta! —gritó Aníbal.
Fritharik lanzó una expresión corta, pero punzante, sobre la vida sexual del siciliano. Aníbal sacó una daga y se lanzó contra Fritharik. Se movió con velocidad de crótalo, pero empleó la cuchillada instintiva, aunque defectuosa tácticamente, por encima del hombro. Fritharik, quien estaba desarmado, sujetó su muñeca en un choque de carne contra carne y luego la soltó, cuando Aníbal hundió la punta en el antebrazo del vándalo.
Cuando Aníbal levantó el brazo para otra cuchillada, llegó Padway y le detuvo el brazo. Separó al hombrecillo de su rival, e inmediatamente tuvo que defenderse, para no ser acuchillado él mismo. Aníbal estaba chillando en jerigonza siciliana y espumando un poco por la boca. Padway vio que quería matarlo. Echó la cabeza hacia atrás, mientras las uñas sucias de la mano izquierda de Aníbal buscaron su nariz.
Entonces se oyó un golpe sordo y Aníbal se desplomó, soltando su daga. Padway lo dejó deslizarse hasta el suelo y vio que Nerva, el mayor de los dos ayudantes, había tomado un banquillo por una pata. Todo había sucedido tan rápidamente, que Fritharik estaba inclinándose para levantar una tabla corta como arma y Tomás y Carbo, el otro trabajador, aún se hallaban parados junto a la puerta. Padway dijo a Nerva:
—Creo que tú serás mi nuevo capataz. ¿Qué sucedió, Fritharik?
El vándalo no respondió; caminó hacia Aníbal, que continuaba inconsciente, con una expresión homicida en la cara.
—¡Basta, Fritharik! —exclamó Padway, cortantemente—. ¡No más violencia, o también serás despedido! —se plantó ante la presunta víctima—. ¿Qué estaba haciendo?
El vándalo recobró la calma.
—Robando pedazos de cobre y vendiéndolos. Intenté persuadirlo de que dejara de hacerlo, sin decírtelo; tú sabes lo que ocurre si los compañeros de trabajo creen que uno los está espiando. Por favor, patrón, déjame darle un golpe. Puedo ser un pobre desterrado, pero no un sodomita griego…
Padway negó la autorización. Tomás sugirió que se hiciera una acusación y se entregara arrestado a Aníbal; Padway se negó; no deseaba enredarse con la justicia. Permitió que Fritharik echara a Aníbal con una fuerte patada en el fundamento, cuando el siciliano recobró el sentido. Fuera, villano, pensó Padway, viendo desaparecer al ex capataz.
—Creo que eso fue un error, Martinus —comentó Fritharik—. Podría haber arrojado su cadáver al Tíber sin que nadie lo supiera. Nos causará dificultades.
Padway sospechó que la última afirmación era correcta.
—Será mejor que te vende el brazo. Toda tu manga está mojada en sangre. Julia, trae una tira de manta y hiérvela. ¡Sí, hiérvela!