PADWAY despertó temprano con un mal sabor de boca y un estómago que parecía haber tenido algún saltamontes entre sus antepasados. Tal vez fue la cena, no mala, pero sí extraña, que consistió principalmente en un estofado, ahogado en puerros. El fondero debió asombrarse cuando Padway crispó las manos a los lados de su plato; intentaba, sin pensarlo, tomar un tenedor y un cuchillo que no se encontraban ahí.
Bien se podía dormir mal en una cama que consistía meramente en un colchón relleno con paja. Y, además, le había costado un sestercio más diario. Una comezón lo hizo levantarse la camiseta. Cierto, una hilera de puntos rojos en su cuerpo le demostró que, después de todo, no había dormido solo.
Se levantó y se lavó con el jabón comprado la noche anterior. Fue una sorpresa agradable descubrir que ya se había inventado el jabón. Pero cuando arrancó un pedazo del pan, que parecía un pastel de calabaza ligeramente podrido, halló que el interior estaba suave y pegajoso, por una metátesis incompleta de potasa-sosa. Aún más, era tan alcalino, que mejor podría haberse limpiado las manos y la cara con papel de esmeril.
Luego hizo un esfuerzo desesperado por afeitarse con aceite de olivo y una navaja de afeitar del siglo VI. El proceso fue tan doloroso que se preguntó si sería mejor permitir que la naturaleza siguiera su curso.
Sabía que estaba en un gran apuro. Su dinero le duraría alrededor de una semana… con cuidado, quizá un poco más.
Si un hombre supiera que iba a ser llevado hacia el pasado, se pertrecharía con toda clase de cosas útiles: una enciclopedia, textos sobre metalurgia, matemáticas y medicina, una regla de cálculo, etcétera. Y una pistola con municiones abundantes.
Pero Padway no tenía nada, excepto lo que un hombre ordinario del siglo XX lleva en sus bolsillos. Oh, un poco más, pues en ese tiempo había estado viajando: cosas tan útiles como cheques de viajero, un mapa de las calles desesperadamente anacrónico, y su pasaporte.
Pero tenía su ingenio. Lo necesitaría. El problema era hallar modo de emplear sus conocimientos del siglo XX, que lo sostuviera sin meterlo en dificultades.
Regresó a desayunar al mismo restaurante. El lugar tenía sobre el mostrador un anuncio que decía: «no se permiten discusiones religiosas». Padway preguntó al propietario cómo llegar al establecimiento de Tomás el sirio.
—Sigue la Calle Larga hasta el Arco de Constantino —le indicó el hombre—, después la Calle Nueva hasta la Basílica Juliana; entonces das vuelta a la izquierda por la Calle Toscana… —y así sucesivamente.
Padway lo hizo repetir dos veces las instrucciones. Aún así, tardó la mayor parte de la mañana para encontrar su objetivo.
Al ver la Biblioteca Ulpiana, Padway tuvo que suprimir un impulso de mandar al demonio sus propósitos. Adoraba hurgar en las bibliotecas y no le halagaba, definitivamente, la idea de hacer frente a un banquero desconocido, en un país extraño, con una proposición rara. De hecho, la idea lo atemorizaba, pero su valor era de la clase que se demuestra mejor cuando el que lo posee está a punto de caer por el miedo. Así que continuó con decisión hacia el Tíber.
Tomás vivía en un edificio miserable de dos pisos. El negro que estaba a la puerta, probablemente un esclavo, introdujo a Padway a lo que habría llamado una sala. Al fin apareció el banquero. Tomás era un hombre panzón, calvo, con una catarata en el ojo izquierdo. Cerró su bata miserable en torno suyo y se sentó.
—¿Bueno, joven? —preguntó.
—Yo… —Padway tragó saliva y comenzó otra vez—. Estoy interesado en un préstamo.
—¿Cuánto?
—No lo sé aún. Quiero iniciar un negocio y primero tendré que investigar precios y otras cosas.
—¿Deseas iniciar un nuevo negocio? ¿En Roma? ¡Hm-m-m! —Tomás se restregó las manos—. ¿Qué garantía puedes dar?
—Ninguna en absoluto.
—¿Qué?
—Dije, ninguna. Tendrás que correr el riesgo conmigo.
—Pero… señor mío, ¿no conoces a nadie en la ciudad?
—Conozco a un granjero godo, Gummund, hijo de Nevitta. Él me mandó a este sitio.
—Oh, sí, Nevitta. Lo conozco. ¿Respondería él por tu nota?
Padway pensó. A pesar de sus ademanes expansivos, Nevitta le había parecido bastante conservador en lo relativo a dinero.
—No —replicó—. No creo que respondería.
Tomás levantó la mirada a las alturas.
—¿Oyes eso, Dios? ¡Viene él, un bárbaro que casi no habla latín, y admite que no tiene garantía ni aval, y todavía espera que le preste dinero! ¿Escuchaste alguna vez algo igual?
—Creo que puedo hacerte cambiar de opinión —dijo Padway.
Tomás movió negativamente la cabeza y emitió sonidos de cacareo.
—En verdad, tienes bastante confianza en ti mismo, joven; convengo en eso. ¿Cuál dijiste que era tu nombre? —Padway repitió lo que le había dicho a Nevitta—. Muy bien, ¿cuál es tu plan?
—Como dedujiste correctamente —principió Padway, esperando mostrar la mezcla apropiada de dignidad y cordialidad—, soy extranjero. Acabo de llegar de un sitio llamado América. Está muy lejos y, por supuesto, tiene muchas costumbres y características diferentes a las de Roma. Ahora, si me patrocinas en la manufactura de algunos de nuestros artículos que no se conocen aquí…
—¡Ay! —chilló Tomás, levantando las manos—. ¿Escuchaste eso, Dios? No desea que lo patrocine en algún negocio bien conocido. Oh, no. ¡Quiere que comience en un ramo nuevo del que nadie ha oído hablar nunca! No podría pensar en eso, Martinus. ¿Qué era lo que habías pensado?
—Bueno, tenemos una bebida hecha de vino, llamada brandy, que debe dar buen resultado.
—No, no podría considerarlo. Aunque admito que Roma necesita apremiantemente establecimientos manufactureros. Cuando la capital fue mudada a Rávena, cesaron todos los ingresos de los salarios imperiales, por eso ha disminuido tanto la población en el último siglo. La ciudad está mal situada y no existe ninguna razón auténtica para que continúe siendo la capital. Pero no puede conseguirse que alguien haga eso. El rey Thiudahad pierde el tiempo escribiendo poesía latina. ¡Versos! Pero no, joven, no podría invertir dinero en un proyecto descabellado de hacer alguna extraña bebida bárbara.
Padway comenzó a recordar la historia del siglo VI.
—A propósito de Thiudahad —dijo—, ¿todavía no ha sido asesinada la reina Amalaswentha?
—Oh… —Tomás miró fijamente a Padway con su ojo bueno—, sí, fue asesinada —eso significaba que Justiniano, el emperador «romano» de Constantinopla, pronto iniciaría su esfuerzo de reconquistar Italia para el imperio—. Pero ¿por qué formulaste la pregunta en esa forma?
—¿Puedo… sentarme? —preguntó Padway.
Tomás respondió que podía hacerlo. Padway casi se desplomó en una silla. Sus rodillas estaban débiles. Hasta entonces, su aventura había parecido un baile de máscaras complicado y difícil. Su pregunta respecto al asesinato de la reina Amalaswentha lo hizo recordar de inmediato los peligros terribles de la vida en este mundo.
—Inquirí, joven señor —replicó Tomás—, ¿por qué formulaste tu pregunta de ese modo?
—¿De qué modo? —preguntó Padway, inocentemente.
Sabía dónde había cometido un desliz.
—Inquiriste si aún no ha sido asesinada. Eso suena como si hubieras sabido con anticipación que sería asesinada.
Las moscas no se posaban en Tomás. Padway recordó el consejo de Nevitta, de que mantuviera abiertos los ojos. Se encogió de hombros.
—No exactamente. Oí antes de venir a esta ciudad que había dificultades entre los dos soberanos godos y que Thiudahad quitaría del camino a su colega, si hallaba una oportunidad. Yo… uh… sólo me preguntaba qué había sucedido, eso es todo.
—Sí —admitió el sirio—. Fue una lástima. Era toda una mujer. Y también era hermosa, aunque tenía más de cuarenta años. La sorprendieron en el baño, el verano pasado, y la sumergieron hasta que murió. Yo pienso que Gudelinda, la esposa de Thiudahad, presionó al viejo para que lo hiciera. Él solo no hubiera tenido suficiente valor por sí mismo.
—Quizá estaba celosa —observó Padway—. Ahora, respecto a la manufactura de esa bebida bárbara, como la llamas…
—¿Qué? Eres un tipo terco. No obstante, eso está totalmente fuera de discusión. Se debe tener cuidado para hacer negocios aquí, en Roma. No es como una ciudad en crecimiento. Ahora, si aquí fuera Constantinopla… —suspiró—. En realidad puede hacerse dinero en Oriente. Pero no me interesa vivir ahí, con Justiniano haciendo la vida excitante para los heréticos, como los llama. ¿Cuál es tu religión, a propósito?
—¿Cuál es la tuya? No quiero decir que eso constituya una diferencia para mí.
—Nestoriano.
—Bueno —dijo Padway cautelosamente—. Yo soy lo que llamamos un congregacionalista —no era cierto, pero dedujo que un agnóstico no debía ser popular en ese mundo loco por la teología—. Es lo más parecido al nestorianismo que tenemos en nuestro país. Pero en relación con la manufactura de brandy…
—Nada de eso, joven. Absolutamente. ¿Cuánto equipo necesitarías para comenzar?
—Oh, una gran caldera de cobre, mucha tubería de cobre y vino como materia prima. No tendría que ser vino bueno. Y podría empezar más rápidamente con un par de hombres que me ayudaran.
—Temo que es arriesgar demasiado. Lo siento.
—Mira, Tomás, ¿si te enseño cómo puedes reducir a la mitad el tiempo que tardas en hacer tu contabilidad, estarías interesado?
—¿Quieres decir que eres un genio matemático o algo así?
—No, pero tengo un sistema que puedo enseñar a tus empleados.
Tomás cerró los ojos como un Buda levantino.
—Bueno… si no deseas más de cincuenta sólidi…
—Tú sabes que todo negocio es un riesgo.
—Ésa es la dificultad. Pero… lo haré, si tu sistema de contabilidad es tan bueno como dices.
—¿Y cuál será el interés? —preguntó Padway.
—Tres por ciento.
Padway se sobresaltó.
—¿Tres por ciento por cuánto tiempo? —inquirió.
—Cada mes, por supuesto.
—Es demasiado.
—Bueno, ¿qué esperabas?
—En mi país, seis por ciento anual se considera un interés bastante elevado.
—¿Quieres decir que esperas que yo te preste dinero a ese interés? ¡Ay! ¿Oíste eso, Dios? Joven, debías ir a vivir entre los salvajes sajones, para enseñarles algo respecto a la piratería. Pero me agradas, así que lo haré por veinticinco por año.
—Aún es demasiado. Podría considerar siete y medio.
—Eres ridículo. No pensaría un minuto en menos de veinte.
—No. Quizá nueve por ciento.
—Ni siquiera estoy interesado. Es demasiado malo. Quince.
—Ni pensarlo, Tomás. Nueve y medio.
—¿Escuchase eso, Dios? ¡Desea que le obsequie mi negociación! Vete, Martinus. Estás perdiendo tu tiempo aquí. No podría bajar más. Doce y medio. Eso es absolutamente lo más bajo.
—Diez.
—¿No entiendes latín? Dije que eso era lo último. Buenos días; me alegra haberte conocido —cuando Padway se levantó, el banquero aspiró aire entre los dientes como si hubiera sido herido de muerte y rezongó—: Once.
—Diez y medio.
—¿Quieres enseñarme los dientes? Hombre, son humanos, después de todo. Pensé que eran dientes de tiburón. Oh, muy bien. Esta generosidad sentimental mía será mi ruina. Y ahora, vamos a ver tu sistema de contabilidad.
Una hora más tarde, tres empleados malhumorados estaban sentados en una fila, mirando a Padway con expresiones de asombro, recelo y odio activo, respectivamente. Padway había terminado de hacer una división simple de muchas cifras con números arábigos, en el tiempo en que los tres empleados comenzaban el proceso interminable de prueba y error que requería su sistema con números romanos. Padway convirtió sus resultados a números romanos, los escribió en su tablilla y la entregó a Tomás.
—Ahí tienes —dijo—. Haz que uno de tus muchachos la compruebe multiplicando el divisor por el cociente. Sería mejor que los relevaras de su trabajo; estarán practicando toda la noche.
El empleado de edad madura, el que tenía la expresión hostil, copió las cifras y principió ceñudamente a comprobarlas. Cuando concluyó, después de mucho tiempo, arrojó su estilo.
—Ese hombre es un brujo —gruñó—. Hace la operación en la mente y hace todos esos signos tontos nada más para engañarnos.
—En absoluto —respondió Padway, cortésmente—. Puedo enseñarte a hacer lo mismo.
—¿Qué? ¿Yo, tomando lecciones de un bárbaro con calzones largos? Yo… —empezó a decir algo más, pero Tomás lo interrumpió diciendo que hiciera lo que se le indicaba y no rezongara—. ¿Sí? —se burló el hombre—. Soy un ciudadano romano libre y he estado llevando contabilidades durante veinte años. Si deseas un hombre que utilice ese sistema pagano, ve a comprarte un vil esclavo griego. ¡Renuncio!
—¡Mira lo que has hecho! —chilló Tomás, después que el empleado se hubo marchado—. Tendré que contratar a otro hombre, ¡y con esta escasez de manos!…
—Está bien —lo calmó Padway—. Estos dos muchachos podrán hacer con facilidad el trabajo de tres, una vez que aprendan aritmética americana. Y eso no es todo; tenemos algo llamado contabilidad por partida doble, que te permite saber en cualquier momento cómo estás financieramente y encontrar errores…
—¿Escuchas eso, Dios? ¡Quiere volver al revés todo el negocio bancario! ¡Por favor, querido señor, una cosa cada vez, o nos enloquecerás! Te otorgaré el préstamo, te ayudaré a comprar tu equipo. ¡Solamente que no exhibas por ahora más métodos revolucionarios! —siguió con mayor calma—: ¿Qué es ese brazalete que miras de tiempo en tiempo?
Padway tendió su muñeca.
—Es una especie de cronómetro portátil. Lo llamamos reloj.
—¿Reloj? ¡Hmm! Parece magia. ¿Estás seguro de que no eres una especie de hechicero, después de todo? —rió nerviosamente.
—No —replicó Padway—. Es un simple aparato mecánico, parecido a… a una clepsidra.
—Ah. Ya veo. Pero ¿por qué muestra aquí sexagésimos de hora? Con seguridad ninguna persona cuerda necesitará saber la hora con tanta precisión.
—Nosotros lo hallamos útil.
—Oh, bueno, otras tierras, otras costumbres. ¿Por qué no das ahora a mis muchachos una lección de tu aritmética americana? Únicamente para asegurarnos de que es tan buena como dices.
—Muy bien. Dame una tablilla —Padway escribió los guarismos del 1 al 9 en la cera y los explicó—. Ahora —añadió—, ésta es la parte importante —trazó un círculo—. Éste es nuestro número que significa «nada».
El empleado más joven se rascó la cabeza.
—¿Quieres decir que es un símbolo sin significado? ¿Para qué puede servir eso?
—No dije que no tenía significado. Significa nada, cero… lo que resta cuando quitas dos a dos.
El otro empleado pareció escéptico.
—No tiene sentido para mí. ¿Qué utilidad tiene un signo para lo que no existe?
—Tienes una palabra para eso, ¿verdad? De hecho son varias palabras. Y las encuentras útiles, ¿no es cierto?
—Supongo que sí —respondió el empleado—, pero no utilizamos «nada» en nuestros cálculos. ¿Quién oyó nunca de calcular el interés de un préstamo a nada por ciento? ¿O de alquilar una casa por nada semanas?
—Tal vez el honorable señor pueda decirnos cómo obtener ganancias con ninguna venta… —comentó sonriendo el empleado más joven.
—Sin interrupciones concluiremos más pronto esta explicación —estalló Padway—, y aprenderéis prestamente la causa del símbolo cero.
Tomó una hora cubrir los elementos de la adición. Después, Padway dijo a los empleados que habían tenido bastante para un día; debían practicar las sumas por un tiempo diariamente, hasta que las pudieran hacer con más rapidez que con números romanos. Estaba agotado. Por naturaleza, acostumbraba hablar con rapidez, y tener que adelantar sílaba por sílaba a través de esa lengua detestable lo enloquecía.
—Muy ingenioso, Martinus —jadeó el banquero—. Y ahora, respecto a los detalles de ese préstamo, por supuesto, no hablaste en serio al fijar una cifra tan absurdamente baja como diez y medio por ciento…
—¿Qué? ¡Te aseguro que hablé en serio, maldita sea! ¡Y tú aceptaste…!
—Vamos, Martinus. Lo que quise decir fue que después de que mis empleados hubieran aprendido tu sistema, si era tan bueno como afirmabas, consideraría la posibilidad de prestarte dinero a ese interés. Pero mientras tanto, no puedes esperar que te dé mi…
Padway se levantó de un salto.
—¡Eres un…! Oh, demonios, ¿cómo se dice en latín…?
—No te apresures, mi joven amigo. Después de todo, has iniciado a mis muchachos; si es necesario, ellos pueden continuar solos. Así que será mejor que…
—Muy bien, permíteles tratar de seguir a partir de allí. Yo hallaré a otro banquero y enseñaré a sus empleados apropiadamente. Sustracción, multiplicación, divi…
—¡Ay! —chilló Tomás—. ¡No puedes divulgar este secreto por toda Roma! ¡No sería justo para mí!
—Oh, ¿no puedo? Ya verás. Incluso puedo vivir bastante bien enseñándolo. Si piensas…
—Vamos, vamos, no perdamos los estribos. Recordemos las enseñanzas de Cristo respecto a la paciencia. Haré una concesión especial porque estás principiando en los negocios…
Padway obtuvo su préstamo a diez y medio. Convino de mala gana en no revelar la aritmética en ningún otro sitio hasta que estuviera pagado el primer préstamo.
Compró un caldero de bronce en lo que habría llamado una tienda de desperdicios. Pero nadie había oído hablar nunca de tubería de cobre. Después de que él y Tomás recorrieron todas las tiendas de metales de segunda mano que estaban entre la casa del banquero y el distrito de bodegas, al extremo meridional de la ciudad, principiaron a recorrer los establecimientos de los caldereros. Ellos tampoco habían oído hablar jamás de tubos de cobre. Un par de ellos ofrecieron tratar de producirlos, pero a precios astronómicos.
—¡Martinus! —gimió el banquero—. Hemos caminado cuando menos cinco millas y mis pies me están matando. ¿No serviría igual la tubería de plomo? Ésa la puedes comprar en la cantidad que quieras.
—Serviría, excepto por una cosa —replicó Padway—; probablemente envenenaríamos a nuestros clientes. Y tú sabes, eso podría dar un mal nombre al negocio.
—Bueno, como van las cosas, no veo que llegues a ninguna parte.
Padway pensó un minuto, mientras lo observaban Tomás y Ajax, el esclavo negro que llevaba el caldero.
—Si pudiera contratar a un hombre que fuera hábil con las herramientas, en general, y tuviera alguna experiencia en metales, podría enseñarle cómo hacer tubería de cobre. ¿Cómo se contrata a la gente aquí?
—No se hace —respondió Tomás—. Únicamente sucede. Podrías comprar un esclavo… pero no tienes dinero bastante. No me interesa agregar a tu aventura el precio de un buen esclavo. Y se necesita un capataz hábil para que obtenga suficiente trabajo de un esclavo, para hacerlo una inversión provechosa.
—¿Y si pongo un letrero frente a tu establecimiento, anunciando que hay un puesto vacante?
—¿Qué? —graznó el banquero—. ¿Escuchas eso, Dios? Primero seduce mi dinero para este plan descabellado. ¡Ahora desea cubrir mi casa con anuncios! No hay límite…
—Vamos, Tomás, no te excites. No será un letrero muy grande y será artístico. Lo pintaré yo mismo. Tú quieres que tenga éxito, ¿no?
—Te digo que no funcionará. La mayor parte de los trabajadores no saben leer. Y no permitiré que te rebajes de esa manera, haciendo labores manuales. Es ridículo; no lo aceptaré. ¿De qué dimensiones aproximadas es el anuncio en que has pensado?
Padway se arrastró a la cama después de cenar. Hasta donde sabía, no había modo de regresar a su época. Nunca volvería a gozar de los placeres del American Journal of Acheology, del Ratón Miguelito, de los excusados estilo inglés y de hablar su idioma natal.
Padway contrató a su hombre tres días después de su primera visita a Tomás el sirio. El hombre era un pequeño siciliano, moreno, atrevido, llamado Aníbal Escipión.
Mientras tanto, Padway había arrendado una casa vieja en el Quirinal y reunido el equipo y los efectos personales que pensaba que requeriría. Compró una túnica con mangas cortas para usarla sobre los pantalones, con la idea de hacerse menos conspicuo. Los adultos raras veces le ponían mucha atención en esa ciudad abigarrada, pero estaba fastidiado de que los niños lo siguieran por las calles. No obstante, insistió en que le cosieran grandes bolsillos en la túnica, a pesar de las protestas escandalizadas del sastre, de que arruinaría un atavío bueno y elegante con esa innovación pagana.
Talló un mandril de madera y enseñó a Aníbal a doblar las tiras de cobre en torno a él. Aníbal decía que sabía todo lo que se necesitaba respecto a la soldadura. Pero cuando Padway trató de dar forma al tubo para su alambique, las soldaduras se abrieron con facilidad. Después de eso, Aníbal fue un poco menos fanfarrón… por un tiempo.
Padway se aproximó con algunos recelos al gran día de su primera destilación. Según las ideas de Tancredi, ésta era una nueva rama del árbol del tiempo. Pero ¿podría haberse equivocado el profesor, de modo que tan pronto como Padway hiciera algo suficientemente drástico para afectar a toda la historia subsecuente, haría imposible el nacimiento de Martín Padway en 1908 y desaparecería?
—¿No hay algún encantamiento? —inquirió Tomás el sirio.
—No —replicó Padway—. Ya dije tres veces: esto no es magia.
No obstante, al mirar en torno suyo, pudo ver que podría haber sido apropiada alguna cabala: iba a destilar su primer licor por la noche, en una casa vieja, iluminada por trémulas lámparas de aceite, en presencia de solamente Tomás, Aníbal Escipión y Ajax. Los tres parecían recelosos, y el negro era todo dientes y ojos. Miraba el alambique, como si esperase que comenzara en cualquier minuto a producir demonios por cargas.
—Toma mucho tiempo, ¿verdad? —comentó Tomás, frotándose nerviosamente las manos regordetas.
Su ojo bueno brillaba al mirar la boquilla, de la que escurría con lentitud una gota amarilla tras otra.
—Creo que eso es bastante —dijo Padway—. Si continuamos la destilación, obtendremos agua en su mayor parte —indicó a Aníbal que retirase el caldero y vaciara en una botella el contenido del frasco receptor—. Será mejor que yo lo pruebe primero —agregó.
Escanció un poco en un cubilete, lo olfateó y tomó un trago. No era buen brandy, definitivamente, pero serviría.
—¿Quieres un poco? —preguntó al banquero.
—Antes da un poco a Ajax.
Ajax retrocedió, levantando las manos delante de él.
—No, por favor, amo…
Pareció tan alarmado, que Tomás no insistió.
—¿Y tú, Aníbal?
—Oh, no —respondió Aníbal—. No intento ser irrespetuoso, pero tengo un estómago delicado. La menor cosa lo trastorna. Y si han concluido, me agradaría retirarme. No dormí bien anoche.
Bostezó. Padway lo dejó retirarse y bebió otro trago.
—Bueno —dijo Tomás—, si estás seguro de que no me hará daño, puedo beber un poco —tomó un sorbo y después tosió violentamente, derramando unas gotas del cubilete—. ¡Buen Dios, hombre! ¿De qué están hechas tus entrañas? ¡Eso es jugo de volcán! —al ceder la tos, apareció en su cara una expresión beatífica—. Sin embargo, calienta deliciosamente el interior, ¿verdad?
Frunció la cara, hizo acopio de valor y vació el cubilete de un trago.
—Eh —exclamó Padway—. Calma. Esto no es vino.
—Oh, no te preocupes por mí. Nada me embriaga.
Padway llenó otro cubilete y tomó asiento.
—Quizá tú puedas explicarme una cosa que aún no sé con precisión. En mi país, contamos los años a partir del nacimiento de Cristo. El día que llegué, cuando pregunté a un hombre qué año era, contestó que era 1288 después de la fundación de la ciudad. Ahora, ¿puedes decirme cuántos años antes de Cristo fue fundada Roma? Lo he olvidado.
Tomás bebió otro trago de brandy y pensó.
—Setecientos cincuenta y cuatro… no, setecientos cincuenta y tres. Eso significa que éste es el año 535 del Señor. Ése es el sistema que emplea la Iglesia. Los godos dicen el año segundo del reinado de Thiudahad y los bizantinos el primer año del consulado de Flavio Belisario. O el año tantos del imperium de Justiniano. Puedo entender que te confunda —bebió un poco más—. Éste es un invento maravilloso, ¿eh? —tendió su copa y la hizo girar—. Vamos a beber más. Creo que tendrás éxito, Martinus.
—Gracias. Así lo espero.
—Un invento maravilloso. Por supuesto, será una victoria. No podría impedirse que fuera un triunfo. Un gran éxito. ¿Estás oyendo, Dios? Bueno, asegúrate de que mi amigo Martinus tenga una gran victoria.
»Reconozco a un triunfador cuando lo veo, Martinus. He estado reconociéndolo por años. Por eso he tenido tanto éxito en el negocio bancario. Victoria… triunfo… brindemos por el éxito. Por la bella victoria. Por el hermoso triunfo.
»Ya sé qué haremos. Vayamos a algún sitio. No me gusta brindar por el éxito en esta vieja ruina. Tú sabes, atmósfera. Algún lugar donde haya música. ¿Cuánto brandy te queda? Bueno, trae la botella.
El establecimiento estaba en el distrito de los teatros, en el lado norte de la Capitolina. La «música» era proporcionada por una joven que tañía un arpa y cantaba en dialecto calabrés.
—Bebamos por… —Tomás iba a decir «éxito» por trigésima ocasión, pero cambió de idea—. Oye, Martinus, es mejor que compremos algo de este vino infame o nos echarán. ¿Cómo se mezcla esto con el vino? —ante la expresión de Padway, dijo—: No te preocupes, Martinus, viejo amigo, esto es por mi cuenta. No he pasado una noche de farra en años. Tú sabes, soy hombre de familia —chasqueó los dedos para llamar al mesero. Cuando había efectuado finalmente su pequeña ceremonia, dijo—: Un minuto, Martinus, veo a un hombre que me debe dinero. Regresaré.
Atravesó el salón, vacilante.
Un hombre sentado a la mesa vecina preguntó de pronto a Padway:
—¿Qué es eso que han estado bebiendo tú y el viejo tuerto, amigo?
—Oh, una bebida extranjera llamada brandy —respondió Martin, intranquilamente.
—Es cierto, eres extranjero, ¿no? Puedo adivinarlo por tu acento —frunció la cara—. Sé que eres persa. Yo conozco el acento persa.
—No exactamente —contestó Padway—. Soy de más lejos.
—¿Sí? ¿Te agrada Roma?
El hombre tenía cejas muy espesas y negras.
—Mucho, hasta ahora.
—Bueno, no has visto nada —afirmó el hombre—. No es la misma desde que llegaron los godos —bajó la voz conspiratoriamente—. ¡Recuerda mis palabras, tampoco seguirá siendo así siempre!
—¿No te simpatizan los godos?
—¡No! ¡Con las persecuciones que tenemos que soportar!
—¿Persecuciones?
Padway levantó las cejas.
—Persecución religiosa. No la soportaremos siempre.
—Pensaba que los godos permitían que todos adoraran como quisieran.
—¡Eso es! Nosotros, los ortodoxos, estamos obligados a permitir que los arríanos, monofísicos, nestorianos y judíos hagan sus negocios sin ser molestados, como si fueran dueños del país. ¡Si eso no es persecución, me gustaría saber qué es!
—¿Quieres decir que eres perseguido porque los heréticos y otros similares no lo son?
—Ciertamente, ¿no es obvio? No permitiremos… ¿Cuál es tu religión, a propósito?
—Bueno —dijo Padway—. Soy lo que llaman en mi país un congregacionalista. Es lo más parecido que tenemos a la ortodoxia.
—¡Hm-m-m! Quizá haremos de ti un buen católico. Ya que no eres uno de esos maronitas o nestorianos…
—¿Qué dices de los nestorianos? —inquirió Tomás, quien había vuelto sin ser notado—. Nosotros, que tenemos la única razón lógica de la naturaleza del Hijo… que Él fue un hombre en quien el Padre…
—¡Tonterías! —explotó Cejas—. Eso es lo que puede esperarse de teólogos aficionados inmaduros. Nuestra versión, de la naturaleza dual del Hijo, ha sido demostrada irrefutablemente…
—¿Oyes eso, Dios? Como si una persona pudiera tener más de una naturaleza…
—¡Están locos todos! —rugió un hombre alto, de aspecto triste, con cabellos amarillos ralos, ojos azules acuosos y acento pronunciado—. Los arríanos aborrecemos las controversias teológicas, porque somos hombres inteligentes. Pero si deseas una opinión lógica de la naturaleza del Hijo…
—¿Eres godo? —ladró Cejas, tensamente.
—No, soy vándalo, desterrado de África. Pero como estaba diciendo… —comenzó a contar con los dedos—, el Hijo fue hombre, o era un dios, o algo intermedio. Bueno, admitimos que no fue un hombre. Y que únicamente existe un Dios, así que no era un dios. Así que debió ser…
Alrededor de ese momento, las cosas empezaron a ocurrir con demasiada rapidez para que Padway las siguiera al mismo tiempo. Cejas se levantó de un salto y principió a gritar como un poseído. Padway no pudo comprender más que el calificativo «herejes infames» que decía más o menos una vez en cada oración. Cabellos Amarillos respondió a sus rugidos y otros hombres comenzaron a gritar desde varios lugares de la sala: «¡Cómetelo, bárbaro!». «Éste es un país ortodoxo y quienes no estén conformes, pueden regresar a donde…». «¡Malditas necedades respecto a naturalezas duales! Nosotros, los monofisitas…». «¡Soy jacobita y puedo zurrar a cualquier hombre que esté aquí!». «¡Soy eunomiano y puedo zurrar a dos hombres cualquiera de los que están aquí!».
Padway vio venir algo y lo esquivó y el tarro pasó a cinco centímetros de su cabeza. Cuando alzó la mirada, la sala era un torbellino de acción. Cejas estaba sujetando por los cabellos al que se hizo llamar jacobita y golpeándole la cara. Cabellos Amarillos hacía girar por encima de su cabeza una banca de más de un metro, aullando un canto vándalo de batalla. Padway golpeó en el estómago a un campeón de la ortodoxia; su lugar fue ocupado inmediatamente por otro, quien golpeó a Padway en el estómago. Después, fueron derribados por un torrente de hombres.
Cuando Padway luchaba por salir del montón de humanidad que pateaba y gritaba, como un nadador impulsándose hacia la superficie, alguien le sujetó un pie e intentó morderlo. Como todavía calzaba unos zapatos ingleses, sólidos y prácticamente indestructibles, el mordedor no logró nada. Así que cambió su ataque al tobillo de Padway. Martin chilló de dolor, liberó su pie y pateó al mordelón en la cara. La cara cedió y Padway se preguntó si habría roto una nariz o unos dientes.
Los heréticos parecían ser una minoría, que disminuyó al ser derribados y lanzados a las tinieblas sus miembros. Padway captó el brillo de la hoja de un cuchillo y pensó que ya había pasado hacía mucho su hora de dormir. No era un hombre religioso, por lo cual no tenía ningún deseo de ser segado por la causa de la naturaleza única, dual o de cualquier otra especie, de Cristo. Localizó a Tomás el sirio bajo una mesa. Cuando trató de sacarlo tirando de él, Tomás chilló de terror y abrazó la pata de la mesa como si fuera una mujer y él un marinero que hubiera estado seis meses a la mar. Por último, logró hacerlo soltarse.
El vándalo de cabellos amarillos aún estaba haciendo girar su banco. Padway le gritó. El hombre no pudo haberlo oído, en el estruendo, pero atrajo su atención y cuando Martin señaló hacia la puerta, entendió la idea. Abrió un camino en pocos segundos. Los tres salieron trastabillando, apartando a la multitud que estaba principiando a reunirse afuera, y corrieron. Un grito tras ellos los hizo correr a mayor velocidad. Hasta que descubrieron que era Ajax; corrieron con menos rapidez para permitir que los alcanzara.
Tomaron asiento finalmente en una banca en un parque, a orillas del Campo de Marte, a sólo pocas cuadras del panteón, donde Padway había visto por primera vez la Roma postimperial.
—Martinus, ¿por qué me permitiste tomar tanto de esa bebida pagana? —inquirió Tomás—. ¡Oh, mi cabeza! Si no hubiera estado ebrio, no habría cometido la necedad de iniciar una discusión teológica.
—Intenté evitar que bebieras demasiado —le recordó Padway suavemente—, pero tú…
—Lo sé, lo sé. Pero debiste impedir que bebiera tanto, por la fuerza, si era necesario. ¡Mi cabeza! ¿Qué dirá mi esposa? ¡Nunca quiero beber otra vez esa infame bebida bárbara! ¿Qué hiciste con la botella, a propósito?
—Se perdió en la confusión. Pero de cualquier forma, no quedaba mucho en ella —Padway se volvió hacia el vándalo—. Creo que debo agradecerte que nos hayas sacado de ahí tan rápidamente.
El hombre tiró de su bigote caído.
—Me alegré de hacerlo, amigo. Las discusiones religiosas no son ocupación para personas decentes. Permíteme; soy Fritharik, hijo de Staifan. En un tiempo fui reputado como hombre de familia noble. Ahora soy nada más un pobre errante. La vida ya no tiene nada para mí.
Padway vio una lágrima que brillaba a la luz de la luna.
—¿Dijiste que eras vándalo?
Fritharik suspiró como una aspiradora.
—Sí, mis propiedades eran de las más grandes en Cartago, antes de que vinieran los griegos. Cuando huyó el rey Gelimer y se dispersó nuestro ejército, escapé a España y vine a este lugar el año pasado.
—¿Qué haces ahora?
—¡Ay, no hago nada! Tenía un empleo como guardaespaldas de un noble patricio, hasta la semana pasada. Imagínate… ¡un noble vándalo sirviendo como guardaespaldas! Pero mi patrón se empeñó en convertirme a la ortodoxia. No lo permití. Así que aquí estoy. Cuando se agote mi dinero, no sé qué será de mí. Tal vez me mataré. A nadie le importaría. ¿No buscas un buen guardaespaldas de confianza?
—Por ahora no —respondió Padway—, pero podré necesitarlo en pocas semanas. ¿Crees que puedes aplazar tu suicidio hasta entonces?
—No lo sé. Depende de cómo subsista mi dinero. No tengo sentido para el dinero. Como soy noble por nacimiento, jamás lo necesité. No sé si volverás a verme vivo nuevamente.
Secó sus ojos con su manga.
—Oh, por el cielo —observó Tomás—, hay muchas cosas que podrías hacer.
—No —rectificó Fritharik trágicamente—. No entiendes, amigo. Existen consideraciones de honor. Y de cualquier modo, ¿qué tiene que ofrecerme la vida? ¿Dijiste que podrías ocuparme más tarde? —preguntó a Padway. Martin replicó que sí, y le dio su dirección—. Muy bien, amigo, probablemente estaré en una tumba solitaria y sin nombre antes de que hayan pasado un par de semanas. Pero si no sucede así, iré a verte.