Capítulo I

TANCREDI levantó las manos del volante y nuevamente las agitó.

—… y lo envidio, doctor Padway. Todavía tenemos algún trabajo que hacer aquí, en Roma. ¡Pero, bah! Todo es llenar pequeñas lagunas. Nada grande, nada nuevo. Y trabajo de restauración. Trabajo para constructores de edificios. ¡Otra vez, bah!

—Profesor Tancredi —respondió Martin Padway pacientemente—, como dije, no soy doctor. Espero serlo pronto si puedo sacar una tesis de esta excavación en el Líbano.

Como era el más cauto de los automovilistas, sus nudillos estaban blancos de aferrarse a los costados del pequeño Fiat y le dolía el pie derecho, de intentar hundirlo a través del piso del vehículo.

Tancredi aferró el volante a tiempo para evitar a un majestuoso Isotta que continuó su camino con pensamientos tenebrosos.

—Oh, ¿cuál es la diferencia? Aquí todos son doctores, ¿entiende? Y un hombre tan hábil como usted… ¿De qué estaba hablando?

—Eso depende —Padway cerró los ojos, mientras un peatón escapaba de una destrucción inminente—. Habló de inscripciones etruscas, después de la naturaleza del tiempo y luego de la arqueolo…

—Ah, sí, la naturaleza del tiempo. Esto es únicamente una idea necia mía, ¿comprende? Estaba diciendo que esta gente que ha desaparecido sin dejar rastro, ha descendido por el tronco.

—¿El qué?

—El tronco. El tronco del árbol del tiempo. Cuando terminan de deslizarse se encuentran en algún tiempo anterior. Pero tan pronto como hacen algo cambian toda la historia.

—Parece una paradoja —comentó Padway.

—N-no. El tronco sigue existiendo. Pero donde llegan a detenerse, crece una nueva rama. Tiene que ser así, de lo contrario todo desaparecería pues la historia habría cambiado.

—¡Qué pensamiento! —observó Padway—. Es muy malo saber que el Sol podría convertirse en una nova; pero si también fuera probable que nos desvaneciéramos porque alguien volviera al siglo XII y agitara un poco las cosas…

—No. Eso no ha sucedido jamás. Esto es, nunca hemos desaparecido. ¿Lo ve, doctor? Seguimos existiendo, pero ha principiado otra historia. Quizá ya hay muchas no muy distintas a la nuestra. Tal vez el hombre se detiene en medio del océano, ¿y qué? Los peces se lo comen y las cosas continúan como antes. O piensan que está loco y lo encierran o lo matan. Tampoco hay mucha diferencia. Pero, suponga que se convierte en un rey o en un duce. ¿Entonces?

»¡Presto, tenemos una nueva historia! La historia es una red tetradimensional, tenaz. Pero tiene sus puntos débiles. Los lugares de unión, podríamos decir los puntos focales, son débiles. El retroceso, si ocurre, sucedería en estos sitios.

—¿Qué quiere decir con puntos focales? —inquirió Padway.

Le parecía una tontería polisilábica.

—Oh, lugares como Roma, donde se cruzan las líneas mundiales de muchos sucesos famosos. O Estambul. O Babilonia. ¿Recuerda a ese arqueólogo, Skrzetuski, quien desapareció en Babilonia en 1936?

—Creo que fue asesinado por algunos asaltantes árabes.

—Ah, ¡jamás hallaron su cadáver! Ahora, Roma puede ser pronto nuevamente el punto de intersección de grandes acontecimientos. Eso significa que la red está debilitándose aquí otra vez.

—Espero que no bombardeen el Foro —comentó Padway.

—Oh, nada de eso. Nuestro Duce es demasiado hábil para meternos en una auténtica guerra. Pero no hablemos de política. Como digo, la red es dura. Si un hombre retrocediera tendría que hacer un trabajo terrible para rehacerla.

—Es un pensamiento agradable —comentó Padway.

Tancredi se volvió para sonreírle y después hundió el freno frenéticamente. El italiano asomó y bañó con insultos a un peatón. Volvió su atención otra vez a Padway.

—¿Vendrá mañana a cenar a mi casa?

—¿Que-é? Oh, sí, lo haré con gusto. Luego zarparé…

—Sí, sí. Le enseñaré las ecuaciones que he elaborado. La energía debe conservarse incluso al cambiar el tiempo de uno. Pero, por favor, no diga nada de esto a mis colegas. Usted entiende. Es una excentricidad inofensiva, pero nuestra reputación profesional no debe padecer.

—¡Ay! —exclamó Padway.

Tancredi hundió el freno y se deslizó hasta detenerse detrás de un camión en la intersección de la Vía Mare y la Piazza Aracoeli.

—¿De qué estaba hablando? —preguntó.

—Excentricidades inofensivas —respondió Padway.

Sintió tentación de agregar que la forma de conducir del profesor Tancredi no era de las más inocuas. Pero se contuvo.

—Ah, sí, las cosas se filtran y la gente habla, los arqueólogos murmuran todavía peor. ¿Es usted casado?

—¿Qué? —Padway sintió que debía haberse acostumbrado a esa clase de cosas. Pero no era así—. Oh… sí.

—Bueno. Traiga a su esposa.

Fue una invitación sorprendente, proviniendo de un italiano.

—Está en Chicago.

Padway no sintió deseos de explicar que él y su esposa estaban separados desde hacía más de un año.

Podía ver ahora que no había sido enteramente culpa de Betty. Para una persona de su clase y de sus gustos, debió parecerle bastante insufrible: un hombre que bailaba mal, se negaba a jugar bridge, y cuya idea de la diversión era reunir a unas criaturas similares para una noche de árida conversación sobre el futuro del capitalismo y de la vida amorosa de la rana catesbiana. Al principio la había entusiasmado la idea de viajar a sitios lejanos, pero la vida en una tienda y ver a su esposo refunfuñando ante fragmentos de alfarería, la curó de eso.

Y no era muy digno de mirarse: un hombre más bien pequeño, con nariz y orejas grandes y una actitud tímida. En el colegio lo habían apodado Ratón Padway. De cualquier modo, era una tontería que un explorador se casara. Nada más tenía que verse la proporción de divorcios entre antropólogos, paleontólogos y todos esos…

—¿Podría dejarme en el panteón? —inquirió—. Jamás lo he examinado detenidamente y está a un par de cuadras de mi hotel.

—Sí, doctor, aunque temo que se moje. Parece que lloverá.

—Es verdad, pero este impermeable me protegerá del agua.

Tancredi se encogió de hombros. Volaron por el Corso Vittorio Emanuele y dieron vuelta hacia la Vía Cestari. Padway se apeó en la Piazza del Panteón y Tancredi partió, agitando los brazos y gritando:

—¿Entonces, mañana a las ocho? Sí, magnífico.

Padway miró el edificio unos pocos minutos. Siempre había pensado que era muy feo, con el frente corintio encajado en la rotonda de ladrillo. Por supuesto, la gran cúpula de concreto había requerido alguna ingeniería, considerando cuándo fue construida.

Caminó hasta el pórtico, rodeado de hombres congregados en grupos, dedicados al deporte nacional de haraganear. Una de las cosas que le agradaban de Italia era que ahí, por comparación, era un hombre bastante alto. El trueno rodó tras él y una gota de agua cayó en su mano. Comenzó a caminar dando zancadas.

Sus reflexiones fueron cortadas en flor por el abuelito de todos los rayos, que cayó en la Piazza, a su derecha. El pavimento se hundió bajo él como una trampa.

Sus pies parecieron estar colgando en el vacío. No podía ver nada por las imágenes moradas rojizas remanentes en sus retinas. El trueno continuaba sonando.

Fue la sensación más desconcertante, colgar en medio de la nada. Se sintió en cierta forma como debió sentirse Alicia en su caída pausada por el agujero de la liebre, únicamente que sus sentidos no le daban ninguna información de lo que estaba sucediendo. Ni siquiera podía adivinar lo que ocurría.

Después, algo duro golpeó contra sus suelas. Casi cayó. Al trastabillar, se golpeó contra algo en la espinilla.

—¡Ay! —exclamó.

Sus retinas se aclararon. Estaba de pie, en la depresión causada por la caída de una pieza de pavimento aproximadamente circular.

Ahora la lluvia caía con fuerza. Salió del foso y corrió bajo el pórtico del panteón. La oscuridad era tan densa que debían encontrarse ya encendidas las luces del edificio, pero no era así.

Padway vio algo curioso: el ladrillo rojo de la rotonda se hallaba cubierto por losas de revestimiento de mármol. Pensó que ésa debía ser una de las obras de restauración de las que había estado quejándose Tancredi.

Los ojos de Padway se deslizaron con indiferencia sobre el más próximo de los haraganes. Volvió a verlo otra vez. En vez de saco y pantalones el hombre vestía una túnica blanca, sucia, de lana.

Era raro. Pero si el hombre quería vestir con ese atavío no era de la incumbencia de Padway.

La penumbra disminuyó un poco. Sus ojos principiaron a danzar de persona en persona. Todos vestían túnica. Algunos se habían puesto bajo el pórtico para escapar de la lluvia. Éstos también llevaban túnica, algunos con capas como sarapes sobre ellas.

Unos pocos de ellos miraron a Padway, sin mucha curiosidad. Él y ellos aún estaban mirándose cuando escampó, unos minutos más tarde.

Sintió temor. Las túnicas por sí mismas no lo hubieran atemorizado. Un hecho incongruente, aislado, podría tener una explicación racional aunque recóndita. Pero hacia cualquier parte que miraba, lo asediaban más de estos hechos. No podía notarlos todos a la vez, concisamente.

En lugar de la banqueta de hormigón vio losas de pizarra.

Aún había edificios en torno a la Piazza, pero no eran los mismos. Por encima de los más bajos Padway notó que faltaban la Casa del Senado y el Ministerio de Comunicaciones, edificios sobresalientes.

Los sonidos eran distintos. No se oían las bocinas de los taxis, pues no los había. En lugar de ellos, dos carretas de bueyes rodaban crujiendo lenta y estridentemente por la Vía della Minerva.

Padway olfateó. El olor de ajo y gasolina de la Roma moderna había sido sustituido por una sinfonía de pajar y retrete, en la cual el olor a caballo era el más fuerte. Otro ingrediente era el incienso, que flotaba desde la puerta del panteón.

Salió el sol. Padway dejó el pórtico. Sí, éste tenía todavía la inscripción que acreditaba a M. Agrippa la construcción del edificio.

Miró en torno para asegurarse de que no era observado, caminó hacia uno de los pilares y lo golpeó con el puño. Le dolió.

Pensó, no estoy dormido. Todo esto es demasiado sólido y consistente para ser un sueño. No hay nada fantástico en la luz de la tarde ni en los limosneros en torno a la Piazza.

Pero si no estaba soñando, podía estar loco…

Existía la teoría de Tancredi concerniente al retroceso en el tiempo. ¿Había retrocedido o le ocurrió algo que lo hizo imaginarlo? La idea del viaje a través del tiempo no le agradó. Le parecía metafísica, y él era un empirista endurecido.

Quedaba la posibilidad de la amnesia. Suponiendo que el rayo lo hubiera tocado realmente y suprimido su memoria hasta ese momento; después, tal vez sucedió algo que lo sacudió otra vez… Había una laguna en su memoria entre el primer relámpago y su llegada a esa copia de la antigua Roma. Quizá se hubiera metido a un foro cinematográfico. Mussolini, que se creía en secreto una reencarnación de Julio César, podría haber hecho que su pueblo adoptara el atavío romano clásico.

Era una atractiva teoría. Pero el hecho de que vistiera exactamente la misma ropa y tuviera en sus bolsillos lo mismo que antes del relámpago la hizo explotar.

Escuchó la charla de un par de ociosos. Padway hablaba un italiano práctico, aunque pedante. No pudo comprender la sustancia de la conversación de estos hombres. En el torrente de sílabas, a menudo le era posible captar un grupo de sonidos familiares, pero jamás lo suficiente. Sus palabras tenían la seudofamiliaridad tentadora de algunos dialectos germanos para una persona de habla inglesa.

Pensó en el latín. Las palabras de los ociosos se hicieron más familiares. No hablaban latín clásico. Pero descubrió que si tomaba una de sus oraciones y la cotejaba con el italiano y el latín podía casi entenderla.

Decidió que hablaban una forma de latín vulgar, más semejante al lenguaje de Dante que al de Cicerón. Jamás había tratado de hablar en ese idioma híbrido, pero buscó en su memoria los conocimientos de los cambios de sonido y pudo hacer un intento: Omnia Gallia e devisa en parte trei, quaro una encolont Belge, alia

Los dos haraganes habían notado que los escuchaba. Fruncieron el ceño, bajaron la voz y se retiraron.

No, la hipótesis del delirio podría ser difícil, pero ofrecía menos dificultades que la del deslizamiento en el tiempo.

Si estaba imaginando cosas, ¿se hallaba realmente frente al panteón, imaginando que la gente se encontraba vestida y hablando el lenguaje de los años 300 a 900 d. C.? ¿O yacía en un lecho de hospital, recuperándose de una casi electrocución e imaginando que estaba frente al panteón? En el primer caso, debía buscar a un policía y hacerse llevar a un hospital. En el segundo, sería un desperdicio de movimiento. Sería mejor asumir lo primero, por razones de seguridad.

Sin duda una de esas personas era realmente un policía, completo con su tocado brillante.

Un limosnero había estado plañiendo por un par de minutos. Padway dio una impresión de sordera tan perfecta, que el pequeño jorobado harapiento se retiró. Ahora otro hombre estaba hablándole. Éste llevaba en su palma izquierda una sarta de cuantas con una cruz. Tomó el broche de la sarta entre el pulgar y el índice de la mano derecha. La levantó hasta que toda la sarta pendió de ella, después lo bajó a su palma izquierda y luego lo levantó nuevamente, hablando todo el tiempo.

Cuando fuera y como fuera todo esto, ese ademán le aseguró que todavía estaba en Italia.

—¿Podría decirme dónde es posible encontrar un policía? —preguntó Padway en italiano.

El hombre se encogió de hombros.

Non compr’endo —respondió.

—¡Eh! —exclamó Padway.

El hombre hizo una pausa. Con gran concentración, Padway tradujo su solicitud a lo que esperó fuera latín vulgar.

El hombre pensó y contestó que no lo sabía. Padway comenzó a volverse. Pero el vendedor de cuentas se volvió a otro:

—¡Marco! El caballero desea encontrar a un agente de policía.

—El caballero es valiente —replicó Marco—. También está loco.

El vendedor de cuentas rió. También varias otras personas. Padway sonrió; la gente era servicial, aunque no muy útil.

—Por favor, realmente… quiero… saberlo —insistió.

El segundo buhonero, quien llevaba colgada del cuello una bandeja llena de chucherías de bronce, se encogió de hombros. Disparó un párrafo que no pudo seguir Padway.

—¿Qué dijo? —preguntó Padway al vendedor de cuentas.

—Que no lo sabía —replicó el vendedor—. Yo tampoco.

Padway principió a retirarse.

—¡Señor! —gritó el vendedor de cuentas.

—¿Sí?

—¿Te refieres al prefecto municipal?

—Sí.

—Marco, ¿dónde puede hallar el caballero a un agente del prefecto municipal?

—No lo sé —contestó Marco.

El vendedor de cuentas se encogió de hombros.

—Lo siento, yo tampoco lo sé.

—Si ésta fuera la Roma del siglo XX no habría dificultad para encontrar a un policía. Y ni siquiera Benito el Alce podría hacer que toda una ciudad cambiara de lenguaje. Así que debía estar en a) un foro cinematográfico; b) en la Roma antigua (la hipótesis de Tancredi), o c) era una creación de su imaginación.

Principió a caminar. El hablar era un esfuerzo muy grande.

No pasó mucho tiempo, antes de que sus esperanzas de estar en un foro cinematográfico fueran disipadas por el descubrimiento de que la supuesta ciudad antigua se extendía por millas en todas direcciones, y que la disposición de sus calles era muy distinta a la que conocía. Halló casi inútil su pequeño mapa de bolsillo.

Los anuncios de los establecimientos estaban en latín clásico inteligible. La ortografía permanecía como en la época de César, aunque la pronunciación no.

Las calles eran angostas y en su mayor parte no estaban muy transitadas. La ciudad tenía una personalidad somnolienta, vieja y gentil, desgastada, como la de Filadelfia.

En una intersección relativamente transitada Padway vio a un hombre a caballo que dirigía el tráfico. Levantó una mano para detener a una carreta de bueyes e indicó a una silla de manos que cruzara. El hombre vestía una blusa a rayas chillantes y calzones de cuero. Parecía un europeo central o septentrional.

Padway se apoyó en un muro para escuchar. Un hombre decía una oración con demasiada rapidez para que la captara. Era como si un pez mordizcara la carnada de uno, pero nunca la tragara. Padway se obligó a pensar en latín, mediante una concentración terrible. Confundía el caso y el número, pero mientras se confinara a oraciones sencillas no tenía demasiadas dificultades.

Padway recordó los proyectos del gobierno de Estados Unidos para la restauración de las ciudades coloniales como Williamsburg. Pero ésta parecía auténtica. Ninguna restauración incluía la basura y la enfermedad, los insultos y altercados que vio y oyó en un recorrido de una hora.

Únicamente subsistían dos hipótesis: delirio o retroceso en el tiempo. Ahora la primera parecía menos probable. Actuaría sobre la suposición de que las cosas eran en efecto lo que parecían.

No podría permanecer allí indefinidamente. Tendría que hacer preguntas y orientarse. La idea le puso la carne de gallina. Sentía fobia en abordar a desconocidos. Abrió la boca en dos ocasiones, pero su glotis se cerró con miedo escénico. «Vamos, Padway, domínate», se dijo.

—Perdón, ¿podrías decirme la fecha? El hombre a quien se dirigió, una persona de aspecto amable, con una hogaza de pan bajo el brazo, se detuvo y lo miró estúpidamente.

Qui’ e?

—Dije: ¿podrías decirme la fecha?

El hombre frunció el ceño.

Non compr’endo —fue todo lo que dijo. Padway lo intentó otra vez, hablando muy lentamente. El hombre repitió que no entendía.

Padway sacó su agenda y su lapicero. Escribió su petición en una página de la agenda y le enseñó lo escrito.

El hombre leyó, moviendo los labios. Su cara se aclaró.

—Oh, ¿quieres saber la fecha? —preguntó.

Sic, la fecha.

El hombre disparó una oración prolongada. Lo mismo podría haberle dicho en tabresh, Padway agitó las manos desesperadamente.

¡Lento! —chilló.

—Dije que te entendía —el hombre volvió a principiar—, y creía que era el 9 de octubre, pero no estaba seguro, pues no podía recordar si el aniversario de bodas de mi madre fue hace tres o cuatro días.

—¿De qué año?

—¿Qué año?

—Sic, ¿qué año?

—Mil doscientos ochenta y ocho, Anno Urbis Conditae.

Entonces tocó su turno de no entender a Padway.

—Por favor, ¿a qué equivale eso en la era cristiana?

—¿Quieres decir, cuántos años han pasado desde el nacimiento de Cristo?

Hoc Ille.

—Bueno, vamos… no lo sé; quinientos y pico. Mejor pregúntalo a un sacerdote, extranjero.

—Lo haré —respondió Padway—. Gracias.

—No fue nada —contestó el hombre y continuó su camino.

Las rodillas de Padway estaban débiles, aunque el hombre no lo había mordido y había contestado cortés a sus preguntas.

¿Qué iba a hacer? Bueno, ¿qué haría un hombre inteligente en esas circunstancias? Tendría que hallar un lugar para dormir y un medio de ganarse la vida. Se sobresaltó un poco al comprender cuán rápidamente había aceptado la teoría de Tancredi como una hipótesis práctica.

Entró a un callejón para esconderse de las miradas y comenzó a buscar en sus bolsillos. El rollo de billetes italianos de banco sería más o menos tan útil como una ratonera de a cinco centavos rota. Una libreta de cheques de viajero de American Express, una transferencia del tranvía romano, una licencia de conducir, de Illinois, un llavero de cuero lleno de llaves… todo inútil. Su pluma, su lapicero y su cerillera serían útiles mientras tuviera tinta, puntillas y combustible. Podría vender su cortaplumas y su reloj a buen precio, indudablemente, pero deseaba conservarlos mientras pudiera.

Contó las monedas fraccionarias. Tenía veinte, comenzando con cuatro de plata, de a diez liras. Sumaban cuarenta y nueve liras con ocho centesimi, alrededor de cinco dólares. Las de plata y las de bronce podrían ser cambiadas. En cuanto a las piezas de a cincuenta y veinte céntimos, tendría que verlo. Empezó a caminar nuevamente.

Se detuvo ante un establecimiento anunciado como perteneciente a S. Dentatus, orífice y cambista. Inhaló profundamente y entró. Padway puso sus monedas sobre el mostrador.

—Yo… me gustaría cambiar esto por moneda local, por favor.

Tuvo que repetir la oración para hacerse entender.

S. Dentatus, que tenía una cara muy semejante a la de una rana, parpadeó al ver las monedas. Las tomó una a una y las raspó con un instrumento.

—¿De dónde son… eres tú? —graznó finalmente.

—De América.

—Jamás he oído hablar de ese lugar.

—Está muy lejos.

—Hm-m-m. ¿De qué están hechas éstas? ¿De estaño?

El cambista indicó las cuatro monedas de níquel.

—De níquel.

—¿Qué es eso? ¿Un metal raro que tienen en tu país?

Hoc ille.

Padway pensó por un segundo, tratando de poner un valor muy elevado a las monedas. S. Dentatus interrumpió sus pensamientos.

—No importa, pues yo no las podría comprar. No habría mercado para ellas. Pero estas otras piezas… vamos a ver —sacó una balanza y pesó las monedas de bronce y luego las de plata. Movió hacia arriba y abajo las esferas de un pequeño ábaco y dijo—: Valen poco menos de un sólidus. Te daré un sólidus por ellas.

Padway no replicó inmediatamente. Al final tendría que aceptar lo que se le ofrecía, ya que odiaba la idea de regatear, y no sabía los valores del dinero circulante.

Un hombre se acercó al mostrador, junto a él. Era un hombre grueso, rubicundo, con un florido bigote castaño y los cabellos largos, al estilo de Ginger Rogers. Vestía una blusa de lino y grandes calzones de cuero. Sonrió a Padway y escupió:

Ho, frijond, habai faurthei! Alai skalljans sind waidedjans.

¡Oh, Señor, otra lengua!

—Yo… lo siento, pero no comprendo —respondió Padway.

La cara del hombre se alargó un poco; recurrió al latín.

—Lo siento, creí que eras del Quersoneso, por tu ropa. ¡No podría resistir viendo que un compatriota godo era estafado!

Rió, y la risa fuerte, explosiva del godo hizo que Padway saltara un poco; esperó que nadie lo hubiera notado.

—Lo agradezco. ¿Cuánto valen estas monedas?

—¿Cuánto te ofreció? —Padway se lo dijo—. Bueno —comentó el hombre—, hasta yo puedo ver que estás siendo engañado. Ofrécele un buen precio, Sextus, o te haré tragar tu mercancía. ¡Eso sería muy chistoso!

S. Dentatus suspiró resignadamente.

—Oh, está bien, un sólidus y medio. ¿Cómo voy a vivir con ustedes entrometiéndose todo el tiempo en los negocios legales? Al tipo de cambio actual, eso serán un sólidus y treinta y un sestercios.

—¿Qué es eso del tipo de cambio? —preguntó Padway.

—La relación entre la plata y el oro. El oro ha estado bajando en los últimos meses —contestó el godo.

—Creo que lo aceptaré todo en plata —dijo Padway. Mientras Dentatus contaba agriamente noventa y tres sestercios, el godo inquirió:

—¿De dónde eres? ¿De algún sitio lejano del país de los hunos?

—No —replicó Padway—, de un lugar aún más lejano, llamado América. Jamás has oído hablar de él, ¿verdad?

—No. Bueno, eso es interesante. Me alegra haberte conocido, joven. Tendré algo que contar a la esposa. ¡Ella piensa que me encamino al burdel más próximo cada vez que vengo a la ciudad, ja, ja! —buscó en su talego y sacó una gran sortija de oro y una gema sin facetas—. Sextus, esta cosa volvió a desmontarse. Arréglala, ¿quieres?

Al salir, el godo habló a Padway en voz baja.

—La verdadera razón por la que me gusta venir a la ciudad es porque alguien hizo caer una maldición sobre mi casa.

—¿Una maldición? ¿Cómo?

El godo afirmó con movimientos solemnes de cabeza.

—Una maldición de falta de aliento. Cuando estoy en casa no puedo respirar. Ando así… —jadeó asmáticamente—. Pero tan pronto como salgo estoy bien. Y creo que sé quién lo hizo.

—¿Quién?

—El año pasado hice efectivas un par de hipotecas. No puedo probar nada contra los viejos propietarios, pero… —guiñó un ojo.

—Dime, ¿tienes animales en tu casa? —preguntó Padway.

—Un par de perros. Por supuesto, hay ganado, pero no lo dejamos entrar en la casa. Aunque ayer entró una bestia y huyó con uno de mis zapatos. Tuve que perseguirla por toda la maldita granja. ¡Debí ser todo un espectáculo, ja, ja!

—Bueno —dijo Padway—, trata de mantener los perros afuera todo el tiempo y que barran bien la casa todos los días. Eso hará que dejes de jadear.

—Vamos, eso es interesante. ¿Crees realmente que ocurrirá eso?

—No lo sé. Alguna gente siente que le falta el aliento por los pelos de perro. Inténtalo durante un par de meses y verás.

—Todavía creo que es una maldición, joven, pero haré la prueba con tu plan. He utilizado todo, desde un par de médicos griegos hasta uno de los dientes de san Ignacio, y nada de eso funciona —titubeó—. Si no te molesta, ¿qué eras en tu país?

Padway pensó rápidamente y recordó las pocas hectáreas que tenía en el estado de Illinois.

—Tenía una granja —respondió.

—Magnífico —rugió el godo, palmeando a Padway en la espalda, con fuerza estremecedora—. ¡Soy un alma amigable, pero no deseo mezclarme con personas que estén muy arriba de mi clase, ja, ja! Mi nombre es Nevitta, hijo de Gummund. Si pasas alguna vez por la Vía Flaminia, visítame. Mi casa está a ocho millas al norte.

—Gracias. Mi nombre es Martin Padway. ¿Dónde habrá un buen lugar para alquilar un cuarto?

—Eso depende. Si yo no quisiera gastar demasiado dinero elegiría un sitio más abajo del río. Hay bastantes casas de pensión hacía la colina Viminal. Mira, no tengo prisa, te ayudaré a buscar —silbó agudamente y gritó—: Hermann, hiri her!

Hermann, quien estaba vestido de manera muy parecida a su amo, se levantó de la acera y corrió calle abajo llevando de la mano dos caballos. Sus calzones de cuero produjeron un claro flop-flop al correr.

Nevitta inició la marcha a paso vivo.

—¿Cuál dijiste que era tu nombre? —preguntó Nevitta.

—Martin Padway… puedes llamarme Martinus. Padway no quería abusar de la buena naturaleza de Nevitta, pero deseaba toda la información útil que pudiera obtener. Pensó un minuto y luego inquirió:

—¿Podrías indicarme el nombre de algunas personas de Roma, abogados, médicos y todo eso, para recurrir a ellos si lo necesito?

—Seguro. Si quieres un abogado especializado en casos que involucren a extranjeros, tu hombre es Valerio Mummius. Su oficina está junto a la Basílica Emilia. Como médico, haz la prueba con mi amigo Leo Vekkos. Es un buen hombre, para ser griego. Pero personalmente, pienso que la reliquia de un buen santo arriano, como Asterius, es tan efectiva como todas sus hierbas y pociones.

—Es probable —replicó Padway. Escribió los nombres y direcciones en su agenda—. ¿Qué banquero me recomiendas?

—No tengo mucho trato con ellos; odio la idea de estar en deuda. Pero si deseas el nombre de uno, está Tomás el sirio, cerca del Puente Emilio. Mantén los ojos abiertos si tratas con él.

—¿Por qué? ¿No es honrado?

—¿Tomás? Seguro, es honesto. Únicamente que tienes que vigilarlo, eso es todo. Mira, éste parece un sitio donde podrías quedarte.

Nevitta golpeó la puerta. La abrió un conserje desaseado.

Sí, había un cuarto, pequeño y mal iluminado. Apestaba. Pero toda Roma olía mal. El conserje quería siete sestercios diarios.

—Ofrécele la mitad —dijo Nevitta en un aparte.

Padway lo hizo. El administrador pareció tan fastidiado por el regateo como Padway. Obtuvo la habitación por cinco sestercios.

Nevitta estrechó la mano de Padway en su manaza roja.

—No lo olvides, Martinus, ven a visitarme.

Él y Hermann montaron y se alejaron al trote.

A Padway no le agradó verlos partir. Pero Nevitta debía atender sus asuntos. Padway vio que la figura rechoncha desaparecía al dar vuelta a una esquina y entró a la casa de pensión, oscura y crujiente.