Una de las cosas más extrañas acerca de Aubrey Walters es que no era una niña extraña. Era tan normal como su padre y su madre, que vivían en un apartamento en la calle Otis, y jugaban al bridge una noche a la semana, salían de paseo alguna que otra vez y pasaban el resto de las veladas tranquilamente en casa.
Aubrey tenía nueve años de edad, sus cabellos eran bastante rebeldes y tenía pecas; pero, a los nueve años, ésas no son cosas para preocupar a nadie. Iba bastante bien en la escuela, hacía amistades con facilidad y recibía lecciones de violín con un instrumento de tamaño adecuado para su edad; tocaba abominablemente.
Su mayor defecto, posiblemente, radicaba en su predilección por quedarse levantada hasta tarde por las noches, lo cual en realidad era culpa de sus padres, que la permitían permanecer despierta y vestida hasta que sintiera sueño y deseara irse a la cama. Desde que tenía cinco años, raramente se acostaba antes de las diez de la noche. Y si la metían en la cama, de todos modos nunca se dormía temprano. Así que, ¿por qué no dejar a la niña estar levantada?
Ahora, a los nueve años, permanecía despierta hasta la misma hora que sus padres, es decir, más o menos hasta las once de la noche, e incluso más tarde cuando los acompañaba a jugar al bridge o a sus paseos. Aubrey se divertía, cualquiera que fuera la distracción. En el teatro se sentaba, quieta como un ratón, o los miraba con infantil seriedad tras el borde de un vaso de ginger ale, mientras ellos tomaban un par de cócteles en algún club nocturno. Escuchaba los sonidos y la música y miraba cómo bailaban los demás, con profunda atención y divertido asombro.
Algunas veces, tío Richard, el hermano de su madre, los acompañaba. Ella y tío Richard eran buenos amigos. Fue tío Richard quien le dio los muñecos.
—Hoy me ha ocurrido algo curioso —explicó—. Iba caminando por la Plaza Rodgers, cerca del Edificio Mariner, ya sabes, Edith, donde Doc Howard tenía su oficina, cuando algo golpeó la acera a mis espaldas. Me volví, y allí estaba este paquete.
Era una caja blanca, un poco más grande que una de zapatos, y estaba atada en forma extraña con una cinta gris. Sam Walters, el padre de Aubrey, la miró con curiosidad.
—No se ve abollada —observó—. No pudo caer de muy alto. ¿Iba atada así cuando la encontraste?
—Exactamente. Después de abrirla para ver lo que contenía, coloqué la cinta tal y como estaba. Me detuve y miré hacia arriba para ver quién la había dejado caer, pensando que vería a alguien asomado a una ventana. Pero no había nadie; entonces, recogí la caja. Tenía algo dentro, no muy pesado, y la caja y la cinta parecían… bueno… no como algo que se tira a propósito. Me quedé mirando hacia arriba, y no ocurrió nada. Sacudí la caja y…
—Bien, bien —urgió Sam Walters—, ahórranos el suspense. ¿Encontraste a quien la había dejado caer?
—No. Subí hasta el cuarto piso, preguntando en todos los apartamentos cuyas ventanas daban a la plaza donde la había recogido. Todos estaban en casa y ninguno la reconoció.
—¿Y qué contiene, Richard? —preguntó Edith.
—Muñecas. Cuatro muñecas. Las traje para Aubrey, si es que le gustan.
Desató el paquete y Aubrey exclamó:
—¡Oh, tío Richard! ¡Son… son adorables!
—¡Hum! —rezongó Sam—. Más parecen maniquíes que muñecas. Por el modo de vestir, digo. Deben costar unos cuantos dólares cada una. ¿Estás seguro de que no aparecerá el dueño?
Richard se encogió de hombros.
—No me imagino cómo. Ya te he dicho que me he recorrido cuatro pisos buscándolo. Por el aspecto de la caja y el ruido que hizo, no pudo haber caído desde muy alto. Y al abrirla, bueno, mira. —Sacó una de las muñecas y la sostuvo para que Sam la inspeccionara.
—Cera. La cabeza y las manos. Ni una grieta. No puede haber caído desde más arriba del segundo piso. Y aun así, no veo cómo… —Se encogió nuevamente de hombros.
—Son los Geezenstacks —indicó Aubrey.
—¿Cómo? —preguntó Sam.
—Voy a llamarlos los Geezenstacks —aclaró Aubrey—. Mira. Este es Papá Geezenstack y ésta es Mamá Geezenstack, y la niñita, ésta, es Aubrey Geezenstack. Y al otro hombre lo llamaremos Tío Geezenstack. El tío de la niñita.
—Como nosotros, ¿eh? —rió Sam—. Pero si Tío Geezenstack es el hermano de Mamá Geezenstack, entonces su nombre no sería Geezenstack.
—Es lo mismo —desechó Aubrey—, todos son Geezenstacks, Papá, ¿me comprarás una casa de muñecas para ellos?
—¿Una casa de muñecas? Pues… —empezó a decir—, por supuesto… —pero captó la expresión de su esposa y recordó. El cumpleaños de Aubrey sería una semana más tarde y aún no habían decidido qué regalarle. Entonces se detuvo—. No sé. Lo pensaré.
Era una hermosa casa de muñecas. Tenía sólo un piso, pero su aspecto era bastante natural y se podía levantar el techo para arreglar los muebles y mover los muñecos de un cuarto a otro. La escala era adecuada para los pequeños maniquíes que había traído tío Richard.
Aubrey se sentía feliz. Todos los demás juguetes se eclipsaron y los Geezenstacks ocuparon todos sus pensamientos.
No fue sino hasta algún tiempo después que Sam Walters empezó a pensar en lo extraño que resultaba lo que ocurría con los Geezenstacks. Al principio, con una sonrisa de ligero asombro ante las coincidencias que se sucedían. Después con un interés cada vez mayor.
Pasó algún tiempo antes de que pudiera hablar del tema con Richard. Regresaban los cuatro de una partida, cuando preguntó:
—Escucha, Richard, ¿dónde conseguiste esas muñecas?
Los ojos de Richard lo miraron sin expresión.
—¿Qué quieres decir? Ya te dije cómo las encontré.
—Ya lo sé, pero, ¿no bromeabas o algo por el estilo? Quiero decir que quizá las compraste para Aubrey y, pensando que pondríamos alguna objeción a que le hicieras un regalo tan costoso, tu…
—No, honestamente, no.
—Demonios, Richard, no pueden haber caído de una ventana, o haber sido tiradas, sin romperse. Son de cera. ¿No pudo ser que alguien que caminara a tus espaldas, o en un automóvil…?
—No había nadie en las cercanías. Sam. Nadie, en absoluto. Yo mismo me lo he preguntado. Además, si mintiera, ¿por qué habría de contar una historia tan increíble? Podría haberos dicho que las encontré en un banco del parque o en el asiento de un cine. Pero, ¿por qué sientes tanta curiosidad por saber el verdadero origen de los muñecos?
—Bueno… pues… pensaba en ello, eso es todo.
Y Sam Walters siguió pensando.
Eran pequeñas cosas, la mayor parte de ellas. Como la vez en que Aubrey, dijo:
—Papá Geezenstack no va a trabajar esta mañana. Está en cama, enfermo.
—¿Y qué le ocurre al caballero? —preguntó, divertido, Sam.
—Algo que ha comido le ha hecho daño, creo.
Y al día siguiente, durante el desayuno.
—¿Y cómo sigue el señor Geezenstack, Aubrey?
—Un poco mejor. Ha dicho el doctor que quizá pueda volver a trabajar mañana.
Y al día siguiente, el señor Geezenstack regresó al trabajo; ese mismo día, Sam Walters volvió a casa sintiéndose bastante enfermo debido a un mal estomacal. Sí, faltó al trabajo dos días. Era la primera vez en varios años, que faltaba por enfermedad.
En algunos casos todo sucedía de un modo vertiginoso; y, en otras, más lentamente. No se podía señalar y decir, «Bien, si esto les sucede a los Geezenstacks, nos sucederá a nosotros dentro de veinticuatro horas». A veces tardaba menos de una hora. En otras ocasiones, el período era de una semana.
—Mamá y Papá Geezenstack riñeron hoy.
Y Sam trató de evitar reñir con Edith, pero no pudo. Últimamente llegaba tarde a casa, aunque no por su gusto. Ya había ocurrido antes; pero, esta vez, Edith se lo tomó muy a pecho. Las buenas palabras no pudieron calmar la ira de ella y, finalmente, Sam perdió los estribos.
—Tío Geezenstack va a salir fuera de la ciudad. —Richard no viajaba desde hacía años, pero a la siguiente semana decidió salir para Nueva York.
—Pete y Amy, ya sabes. Me escribieron pidiéndome…
—¿Cuándo? —preguntó Sam, casi con rudeza—. ¿Cuándo has recibido la carta?
—Ayer.
—Entonces, la semana pasada tú no… Mira, Richard, te parecerá tonto, pero, ¿pensabas ya en salir la semana pasada? ¿Dijiste algo a alguien acerca de la posibilidad de salir de viaje?
—Claro que no. Ni siquiera había pensado en Pete y Amy hasta que recibí su carta ayer. Quieren que esté una semana con ellos.
—Volverás a los tres días… quizá —murmuró Sam—. No se lo explicaba, sin embargo, aun cuando Richard regresó tres días más tarde. Resultaba absurdo decir que sabía de antemano cuánto tiempo estaría Richard fuera, porque Tío Geezenstack estuvo de viaje ese mismo período.
Sam Walters empezó a observar a su hija y a meditar. Ella era, desde luego, la que decidía lo que los Geezenstacks habían de hacer. ¿Sería posible que Aubrey tuviera alguna capacidad sobrenatural que le permitía, inconscientemente, predecir cosas que ocurrirían a los Walters y a Richard?
Por supuesto, él no creía en la clarividencia. Pero, ¿era Aubrey clarividente?
—La señora Geezenstack va de compras hoy. Se comprará un abrigo nuevo.
Aquello tenía todo el aspecto de haber sido preparado de antemano. Edith sonrió a Aubrey y miró a Sam.
—Eso me recuerda, Sam, que mañana iré al centro de la ciudad, y como hay una oferta especial en…
—Pero, Edith, estamos en tiempo de guerra. Y no necesitas un abrigo.
Discutieron tan acaloradamente que llegó tarde al trabajo. Sus razones no eran sólidas, porque sí podían permitirse aquel gasto y porque, además, ella no compraba un abrigo desde hacía dos años atrás. Pero él no podría admitir abiertamente que la razón verdadera era la señora Geezenstack. Vaya, era demasiado tonto, aun para sí mismo.
Edith compró el abrigo.
Era extraño, pensó Sam, que nadie notara esas coincidencias. Pero Richard no estaba siempre con ellos, y Edith… bueno, Edith tenía la costumbre de escuchar la charla de Aubrey sin oír nueve décimas partes de ella.
—Aubrey Geezenstack trajo a casa sus calificaciones, papá. Ha sacado nueve en aritmética, ocho en gramática y…
Y un par de días más tarde, Sam llamaba al director de la escuela.
—Señor Bradley, deseo hacerle una pregunta algo… peculiar, pero tengo razones personales para ello. ¿Sería posible que un estudiante de su escuela supiera con anticipación sus calificaciones…?
No, no era posible. Los mismos profesores no lo sabían hasta que sacaban la nota media, y eso no se hizo hasta la mismísima mañana en que se redactaron las calificaciones y se enviaron a las casas. Sí, ayer por la mañana los niños tenían su hora de juegos.
—Sam —le preguntó Richard—, te veo algo decaído. ¿Tienes problemas en los negocios? Mira, las cosas van a mejorar de ahora en adelante, y no tendrás por qué preocuparte en lo sucesivo.
—No es eso, Richard. Es decir, no hay nada por qué preocuparse. No exactamente. —Y tuvo que eludir el interrogatorio, inventando un par de mentiras para justificarse con Richard.
Cada día dedicaba más tiempo a pensar en los Geezenstacks. Demasiado. No hubiera resultado tan malo si fuera supersticioso o crédulo. Pero no lo era. Por eso, cada nueva coincidencia le afectaba con más fuerza que la anterior.
Edith y su hermano hablaron de ello cuando Sam no se encontraba presente.
—Ha actuado de una forma muy rara últimamente, Richard. Me empieza a preocupar. Se comporta de una manera tan… ¿Crees que podríamos convencerle para que fuese a ver a un médico o a un…?
—¿Un psiquiatra? ¡Quién sabe! Pero no soporto verlo así, Edith. Algo lo está devorando. He tratado de sonsacarle, pero no se atreve a confiar en mí. Sin embargo, creo que tiene algo que ver con las muñecas.
—¿Muñecas? ¿Quieres decir las muñecas de Aubrey? ¿Las que tú le diste?
—Sí. Los Geezenstacks. Sam se sienta y se pasa largos ratos mirando la casa de muñecas. Le he oído preguntar a la niña cosas acerca de ellos, y lo hacía hablando en serio. Creo que sufre una decepción o algo así motivada por su presencia. O simbolizado por ellos.
—Pero, Richard… eso es terrible.
—Mira, Edith, Aubrey ya no está tan interesada por los muñecos como al principio. ¿No habría algo que pudiera sustituir su atención?
—Lecciones de baile. Pero ya está estudiando violín y no creo que debamos…
—¿Crees tú que si le prometemos sus lecciones de baile estará de acuerdo en dejar los muñecos? Creo que debemos sacarlos del apartamento. Y no quiero herir a Aubrey, así que…
—Bien, pero, ¿qué le diremos a Aubrey?
—Dile que yo conozco a una familia pobre cuyos niños no tienen ninguna muñeca. Creo que estará de acuerdo, si se lo explicas de manera convincente.
—¿Y qué hay de Sam? Él se dará cuenta inmediatamente.
—Dile a Sam, cuando Aubrey no esté presente, que crees que la niña ya es muy mayor como para jugar con muñecas; que está tomando un interés enfermizo en ellas; que el doctor aconseja… tú ya sabes lo que quiero decir.
A Aubrey no le entusiasmó la idea. No estaba tan apasionada por las muñecas como al principio; pero, ¿cómo jugar con muñecas cuando se está yendo a clases de ballet?
Así que, finalmente, Aubrey aceptó. Pero la escuela de danza no abriría sus puertas hasta diez días más tarde, por lo que se le permitió quedarse con las muñecas hasta el momento de empezar las clases.
—Está bien, Edith —le dijo Richard—. Diez días es mejor que nada, y… bueno si no accediera a entregarlas voluntariamente, armaría un escándalo y Sam se enteraría de todo. No le has mencionado nada de esto, ¿verdad?
—No. Pero quizá le haría sentirse mejor saber que…
—No lo creo. No sabemos aún qué es lo que le fascina y le repele de esas muñecas. Esperemos hasta que eso ocurra, y entonces se lo diremos. Aubrey ya ha accedido a desprenderse de ellas, pero él podría objetar algo o desear conservarlas. Si las hago desaparecer antes, Sam no podrá decir nada.
—Tienes razón, Richard. Y Aubrey no le dirá nada, porque le he dicho que las lecciones de baile serán una sorpresa para papá, y ella no podría mencionar las muñecas sin tener que explicarle el resto del trato.
—Bien, Edith.
Hubiera sido mejor habérselo dicho todo a Sam. O quizá todo habría sucedido exactamente igual, aunque Sam lo hubiese sabido.
Pobre Sam. Pasó un mal rato a la noche siguiente. Una de las compañeras de escuela de Aubrey estaba en la casa, jugando con ella y la casa de muñecas. Sam las miraba, tratando de expresar menos interés del que en realidad sentía. Edith tejía y Richard, que acababa de llegar, leía el periódico.
Sólo Sam escuchaba a las chicas y oyó la propuesta.
—… Juguemos entonces al funeral, Aubrey. Imaginemos que uno de ellos está…
Sam dejó escapar un grito ahogado y casi rodó por tierra al levantarse de su asiento.
Fue un mal momento, pero Edith y Richard se las arreglaron para aparentar que no habían observado el incidente. Edith recordó que ya era hora de que la amiguita de Aubrey se marchara y cambió una mirada significativa con Richard, mientras ambos acompañaban a la puerta a la niña.
—Richard, ¿te diste cuenta? —murmuró.
—Hay algo mal, Edith. Quizá no debamos esperar. Después de todo, Aubrey está de acuerdo en cederlas y…
En la estancia, Sam aún respiraba agitadamente. Aubrey lo miraba como si tuviera temor de él. Por primera vez lo miraba así, y Sam se sintió avergonzado.
—Querida, lo siento yo… pero escúchame. Prométeme que nunca jugarás a los funerales con tus muñecas, o pretenderás que estén gravemente enfermas o que tengan un accidente. ¿Me lo prometes?
—Seguro, papá. Por esta noche, las voy a acostar.
Puso la tapa de la casa de muñecas en su sitio y se la llevó a la cocina.
En el vestíbulo, Edith decía:
—Voy a hablar con Aubrey a solas, me encargaré de todo. Tú habla con Sam. Dile que… dile que salgamos esta noche de paseo. Quizá acepte.
Sam estaba mirando todavía la casa de muñecas.
—Vamos a divertirnos, Sam —propuso Richard—. ¿Qué te parece si salimos a algún sitio? Hemos estado metidos en casa demasiado tiempo. Nos sentará bien.
Sam aspiró profundamente.
—Muy bien, Richard. Si tú quieres… Creo que me haría bien.
Edith regresó con Aubrey y guiñó un ojo a su hermano.
—Id a la calle a traer un taxi de la parada de la esquina. Aubrey y yo saldremos en un momento.
A espaldas de Sam, mientras se ponían los abrigos, Richard miró inquisitivamente a Edith y ella asintió.
Afuera, la niebla era tan espesa que sólo se alcanzaba a ver a unos cuantos metros de distancia. Sam insistió en que Richard esperara en la puerta del edificio, para acompañar a Edith y Aubrey, mientras él traía el taxi. Antes de que regresara, salieron la niña y Edith.
—¿Ya las…? —preguntó Richard.
—Sí. Iba a tirarlas, pero preferí darlas. Así estaré segura de que el día menos pensado no reaparecerán entre la basura…
—¿Las diste? ¿A quién?
—Algo curioso. Richard. Abrí la puerta y allí había una anciana cruzando por el pasillo. No sé de qué apartamento venía, pero debe ser encargada del aseo o algo por el estilo, aunque parecía una verdadera bruja; pero cuando vio las muñecas en mis manos…
—Ahí está el taxi —señaló Richard—. Entonces, ¿se las diste?
—Sí, pobre mujer. Me dijo «¿Mías? ¿Que me quede con ellas para siempre?» ¿No fue un modo raro de actuar? Pero me reí y le dije: «Por supuesto, señora, son suyas para siem…»
Se interrumpió cuando el taxi se detuvo junto a la acera, y Sam abrió la puerta invitándolos a entrar.
—¡Pasen, pronto!
La niebla era más espesa ahora. No se podía ver nada más allá de las ventanillas. Era como si una pared gris se oprimiera contra el cristal, como si hubiera desaparecido el mundo exterior, completa y definitivamente. Hasta el parabrisas presentaba el mismo aspecto.
—¿Cómo es posible que conduzca tan rápido? —preguntó Richard, con un deje de nerviosismo en su voz—. Y a propósito, ¿dónde vamos, Sam?
—¡Cielos! —exclamó Sam—, olvidé decírselo a ella.
—¿A ella?
—Sí, el conductor es una mujer. Ahora, en todos lados encuen…
Se inclinó hacia adelante y golpeó el cristal con los nudillos. La mujer volvió el rostro.
Y cuando Edith la vio, empezó a gritar.