En colaboración con Mack Reynolds
Había seis cartas en el buzón de Bill Garrigan, pero echando una rápida ojeada a los sobres, adivinó que ninguna de ellas venía acompañada por un cheque. Serían, probablemente, chistes de aficionados que le enviaban como pie para sus caricaturas. Y, muy posiblemente, ninguno de ellos valdría la pena.
Se los llevó a la choza de adobe que llamaba su estudio, sin molestarse en abrirlos. Arrojó a un rincón su maltrecho sombrero y tomó asiento frente a la mesa que le servía como tablero de dibujo y a la vez para comer.
Hacía tanto tiempo desde que efectuó su última venta, que tuvo la esperanza, aunque no lo creyera realmente, de que en algún sobre habría un buen chiste vendible. A veces ocurren milagros.
Abrió el primer sobre. Seis chistes de un tipo de Oregón, enviados en las condiciones habituales: si le gustaba alguno de ellos lo dibujaría y, si se vendía, el tipo obtendría un porcentaje. Bill Garrigan leyó el primero.
UN MUCHACHO Y UNA CHICA LLEGAN A UN RESTAURANTE. UN LETRERO EN SU COCHE DICE: «HERMAN, EL TRAGAFUEGO». A TRAVÉS DE LAS VENTANAS DEL RESTAURANTE SE VE A GENTE COMIENDO A LA LUZ DE LAS VELAS.
EL TIPO DICE: —¡MIRA, PARECE UN BUEN LUGAR PARA COMER!
Bill Garrigan gruñó y leyó la siguiente tarjeta. Y la siguiente. Y la siguiente. Abrió el siguiente sobre. Y el siguiente.
El negocio iba mal. Las caricaturas son una forma bastante dura de ganarse la vida, aunque uno viva en un pueblecito del Suroeste, donde no cuesta mucho vivir. Y una vez que uno empieza a caer… bueno, es un círculo vicioso. Al estar cada vez peor visto en el trabajo de los mercados importantes, los mejores redactores de chistes empiezan a enviar su material a otro lado. Se queda uno con las sobras, lo cual, por supuesto, no ayuda mucho a que las cosas mejoren.
Sacó el último chiste del último sobre. Rezaba:
ESCENA EN ALGÚN OTRO PLANETA. UN EMPERADOR, MONSTRUOSO, HABLA CON UNO DE SUS CIENTÍFICOS.
EMPERADOR: —SÍ, ENTIENDO QUE USTED HA DESCUBIERTO UN MODO DE VIAJAR A LA TIERRA, PERO ¿QUIÉN QUERRÍA IR CON TODOS ESOS HORRIBLES SERES HUMANOS VIVIENDO ALLÍ?
Garrigan se rascó pensativamente la punta de la nariz. Tenía posibilidades. Después de todo, el mercado de ficción científica crecía a pasos agigantados. Y si pudiera dibujar a esas criaturas extraterrestres lo suficientemente repulsivas como para darle valor al chiste…
Cogió un lápiz y un trozo de papel y empezó a trazar un bosquejo. La primera versión del emperador y el científico no le pareció lo suficientemente buena. Arrugó el papel y cogió otro.
Veamos, dibujaría a los monstruos con tres cabezas, cada una de éstas con seis protuberantes ojos. Media docena de brazos rechonchos. Hummm. No está mal. Torsos muy largos, piernas muy cortas. Pies planos. ¿Y los rostros, fuera de los seis ojos? Dejémoslos en blanco. Una gran boca, en medio del pecho. De esta manera, el monstruo no discutiría consigo mismo respecto a cuál de las cabezas tendría la función de comer.
Añadió unas cuantas líneas como fondo: contempló su obra. Era buena. Quizá excesivamente buena; tal vez los editores pensaran que tales monstruosidades eran demasiado para sus lectores. Y, sin embargo, a menos que las hiciera tan horribles como pudiese, el chiste se perdería.
Realmente, tal vez podría hacerlas aúnen poco más repulsivas. Hizo la prueba y lo consiguió.
Trabajó el boceto hasta que se aseguró de que le había sacado todo el partido posible al chiste; cogió un sobre y lo dirigió a su mejor cliente, o al que fuera su mejor cliente hasta hacía unos meses, cuando empezó la cuesta abajo. Su última venta había tenido lugar un par de meses antes. Pero quizá le aceptarían este trabajo; a Rod Corey, el editor, le gustaban las caricaturas un tanto estrambóticas.
Bill Garrigan casi olvidó la carta, hasta que obtuvo una respuesta seis semanas después.
Abrió el sobre. Contenía el boceto con una anotación en letras rojas: «O.K. Termínalo», y las iniciales «R.C.»
¡Por fin volvería a comer!
Bill regresó a toda velocidad de la oficina de correos, despejó completamente la mesa y buscó papel, lápiz, pluma y tinta.
Puso todo su empeño en conseguir una obra excelente, pues Rod Corey representaba a los clientes de más calidad; los únicos que pagaban cien dólares por obra. Por supuesto, los caricaturistas de renombre ganaban más que eso, pero Bill Garrigan ya no se hacía ilusiones sobre su propia grandeza. Claro que daría su brazo derecho por ascender hasta la cumbre, pero no parecía aquella una posibilidad congruente. Por el momento, se conformaba con vender lo suficiente para no morirse de hambre.
Le llevó casi dos horas terminar el dibujo; cuidadosamente lo empaquetó entre cartones y se dirigió a la oficina de correos. Lo entregó y se frotó las manos con satisfacción. Dinero en el banco. Podría reparar la transmisión de su coche y también hacer algunos pagos, a cuenta de sus deudas, en la tienda de comestibles y con el alquiler. Lo único malo era que el viejo R.C. no acostumbraba a pagar con demasiada rapidez.
El cheque no le llegó hasta que apareció publicada su caricatura en una revista especializada. Pero entretanto pudo hacer un par de ventas a otras publicaciones de menor importancia y no llegó a pasar hambre.
Cambió el cheque en el banco y se detuvo en la taberna para echar un par de tragos. Le supieron tan bien, y le produjeron tal bienestar, que entró a una tienda de licores a comprar una botella de Metaxa. No era precisamente lo que podía permitirse, pero la ocasión merecía celebrarse de algún modo.
Una vez en casa, abrió la botella del preciado licor griego, tomó un par de tragos y se recostó en el sillón, cruzando los pies sobre la mesa y dejando escapar un suspiro de satisfacción. Al día siguiente, lamentaría el dinero gastado y probablemente sentiría el malestar del alcohol; pero ese sería otro día.
Extendió una mano, cogió el menos sucio de los vasos que estaban a su alcance y se sirvió una buena dosis. Quizá, pensó, la fama es el alimento del alma y nunca sería un caricaturista famoso, pero esta tarde su arte ponía a su alcance el licor de los dioses.
Se llevó el vaso a los labios, pero no llegó a beber. Sus ojos se abrieron de estupor.
Ante él, la pared de adobe pareció desvanecerse, vacilar. Y en ella se abrió una pequeña abertura que se agrandó, creció, se ensanchó y pronto fue del tamaño de una puerta.
Bill miró el licor, con reproche. Diablos, se dijo; apenas lo he tocado. Sus ojos incrédulos se volvieron hacia la abertura del muro. Podría ser un terremoto; no podía ser otra cosa. Pero entonces…
Dos criaturas de seis brazos emergieron de él. Cada una tenía tres cabezas y cada cabeza seis ojos abultados. Cuatro piernas, una boca en medio de…
—¡Oh, no!
Cada una de las criaturas sostenía un objeto de imponente aspecto, con algún parecido a una pistola. Ambos apuntaban a Bill Garrigan.
—Caballeros —trató de decir Bill—. Me doy cuenta de que éste es uno de los licores más fuertes de la Tierra; pero, ¡por Dios, no es posible que dos copas puedan causar este efecto!
Los monstruos le miraron, se encogieron de hombros y cerraron todos sus dieciocho ojos excepto uno.
—Bastante repulsivo —comentó el primero que atravesase la abertura—. El más repulsivo espécimen del sistema solar, ¿no es así, Agol?
—¿Yo? —murmuró Bill Garrigan débilmente.
—Tú. Pero no temas, no hemos venido a hacerte daño sino a llevarte ante la poderosa presencia de Bon Whir III, nuestro emperador, donde serás adecuadamente recompensado.
—¿Cómo? ¿Por qué? ¿Dónde?
—¿Quieres tener la bondad de hacer las preguntas una por una? Podría responderte simultáneamente a tus tres preguntas, una con cada cabeza, pero me temo que no estés lo suficientemente preparado como para entender una comunicación múltiple.
Bill Garrigan cerró los ojos.
—Tienes tres cabezas, pero sólo una boca. ¿Cómo podrías hablar por triplicado con una sola boca?
Las bocas de los monstruos rieron.
—¿Qué te hace pensar que hablamos con la boca? Sólo reímos con ella. Comemos por ósmosis. Hablamos haciendo vibrar los diafragmas que tenemos en la parte superior de las cabezas. Ahora, dinos, ¿a cuál de tus tres preguntas quieres que contestemos en primer lugar?
—¿Cómo seré recompensado?
—El emperador no nos lo ha comunicado. Pero será una gran recompensa. El desea conocer al gran caricaturista; nuestro deber es sólo llevarte. Estas armas son mera precaución, para el caso de que te resistas. Y no son mortales; somos demasiado civilizados como para matar. Su efecto es inmovilizador.
—Ustedes no están aquí realmente —negó Bill. Abrió los ojos y los volvió a cerrar enseguida—. Nunca he fumado drogas. Jamás he tenido delirium tremens y no creo sufrirlo todo a la vez a causa de sólo dos tragos, o cuatro si contamos los que tomé en la taberna.
—¿Estás listo para acompañarnos?
—¿A dónde?
—A Snook.
—¿Dónde está eso?
—El quinto planeta, retrógrado, del sistema k-14-320-GM, Continuum Espacial 1745-88 JHT-97608.
—¿En dónde, con respecto a este lugar?
El monstruo hizo un gesto con uno de sus seis brazos.
—Inmediatamente, a través de esa abertura en la pared. ¿Estás listo?
—No. ¿Por qué voy a ser recompensado? ¿Por aquella caricatura? ¿Cómo la vieron?
—Sí, por esa caricatura. Estamos bastante familiarizados con tu mundo y civilización; es paralela a la nuestra, pero en un continuum diferente. Somos un pueblo con gran sentido del humor. Tenemos artistas, pero no caricaturistas; carecemos de esa facultad. La caricatura que dibujaste es, para nosotros, enormemente graciosa. Todos se están riendo todavía en Snook. ¿Estás listo?
—No —protestó Bill Garrigan.
Ambos monstruos levantaron sus armas. Dos chasquidos metálicos sonaron simultáneamente.
—Ya has vuelto a recuperar la conciencia —le dijo una voz—. Este es el camino para el salón del trono, por favor.
No tenía sentido discutir. Bill fue… Allí estaba ahora, dondequiera que fuera, y quizá lo recompensarían dejándolo regresar si se comportaba con serenidad.
El salón le era familiar; pues era tal y como él lo dibujara. Y reconocería al emperador, en cualquier parte. Lo mismo que al científico que le acompañaba.
¿Podía, como presumiblemente estaba ocurriendo, darse la coincidencia de que existiera una escena y unas criaturas como las que dibujó? ¿No leyó, en cierta ocasión, acerca de la teoría de que existía un número de continuums de espacio-tiempo, de tal modo que todo lo que se pudiera imaginar existía realmente en algún sitio? Pensó que era algo ridículo cuando lo leyó, pero ahora no estaba tan seguro.
Una voz anunció:
—El grande y poderoso emperador Bon Whir III, Señor de los Fieles, Comandante de las Glorias, Receptor de la Luz, Amo de las Galaxias, Bienamado de su pueblo.
La voz se detuvo, y Bill dijo:
—Bill Garrigan.
El emperador rió.
—Gracias, Bill Garrigan, por habernos proporcionado la mayor diversión de nuestras vidas. Te hice venir para recompensarte. Te ofrezco, por tanto, el puesto de Caricaturista Real. Un puesto que no ha existido antes, dado que no tenemos caricaturistas. Tu único deber será dibujar una caricatura al día.
—¿Una al día? ¿Y de dónde sacaré los chistes?
—Nosotros te los proporcionaremos. Tenemos magníficos chistes; todos gozamos de un magnífico sentido del humor, tanto creativo como apreciativo. Sin embargo, sólo podemos dibujar representativamente. Tú serás el hombre más grande de este planeta, después de mí. —Se rió de nuevo—. Quizá hasta llegues a ser más popular que yo, aunque mi pueblo me quiere realmente.
—Creo que no —rechazó Bill—. Creo que mejor regresaré a… Pero, diga, ¿cuál es el sueldo de ese puesto? Quizá pueda desempeñarlo durante algún tiempo y regresar a la Tierra con algún dinero, o su equivalente.
—La paga será mayor que tus sueños más exaltados. Tendrás todo lo que quieras. Y podrás aceptar la oferta por un año, con opción para desempeñarlo de forma vitalicia si así lo deseas al finalizar ese plazo.
—Bien —susurró Bill, preguntándose cuánto dinero podría imaginarse en sus sueños más exaltados. Un montón, calculó. Regresaría rico a la Tierra.
—Te ruego que aceptes —solicitó el emperador—. Cada caricatura que dibujes, y te será posible dibujar más de una diaria si así lo deseas, aparecerá en todas las publicaciones del planeta. Y tú cobrarás derechos de autor por cada una de ellas.
—¿Cuántas publicaciones tienen?
—Más de cien mil. Son leídas por veinte billones de lectores.
—Bueno —respondió Bill—, quizá haga la prueba durante un año. Pero…
—¿Qué?
—¿Qué haré cuando no esté dibujando? Entiendo que físicamente les soy tan repulsivo como ustedes lo son para… quiero decir, no tengo amigos. Ciertamente, no podría hacer amistades con… usted me entiende.
—Ya nos hemos cuidado de eso, anticipando tu aceptación, mientras estabas inconsciente. Tenemos los más grandes físicos y cirujanos plásticos del universo. A tu espalda tienes un espejo. Si te vuelves…
Bill Garrigan se volvió. Y se desmayó.
A Bill le bastaba con una de sus cabezas para concentrarse en la caricatura que dibujaba, directamente a tinta. No necesitaba molestarse más con bocetos. No le hacía falta, con la multiplicidad de ojos que le permitían ver lo que realizaba desde diversos ángulos al mismo tiempo.
Su segunda cabeza pensaba en la gran riqueza acumulada en su cuenta bancaria y su tremendo poder y popularidad. Ciertamente, el dinero estaba acuñado en cobre, que era el metal precioso de aquel mundo, pero tenía suficiente como para venderlo por una fortuna, en la Tierra. Lástima, pensaba la segunda cabeza, que no fuera posible llevar consigo su poder y popularidad.
Su tercera cabeza hablaba con el emperador. A veces, éste le visitaba.
—Sí —decía el emperador—, mañana termina el plazo, pero espero que podamos persuadirte para permanecer con nosotros. Bajo tus propias condiciones, por supuesto. Y, dado que no deseamos emplear la coacción, nuestros cirujanos plásticos te reintegrarían a tu forma original en caso de que decidieras dejarnos definitivamente.
La boca de Bill Garrigan, en medio de su pecho, sonrió. Era maravilloso ser tan querido. Su cuarta colección de caricaturas acababa de publicarse y se habían vendido diez millones de copias sólo en aquel planeta, además de las exportaciones al resto del sistema. No era el dinero; ya tenía más de lo que pudiera ambicionar. Y, además, la ventaja de tener tres cabezas y seis brazos…
Su primera cabeza levantó la vista de la mesa de dibujo y la posó en su secretaria. Ella le vio mirarla, y sus párpados descendieron con modestia. Era muy hermosa. Él no le había hecho ninguna insinuación aún; antes deseaba estar seguro de cuál sería su decisión acerca del retorno a la Tierra. Su segunda cabeza pensó en la chica que había conocido una vez, allá en su planeta natal, y se estremeció, alejando sus pensamientos de ella. Cielos, aquella chica era repulsiva.
Una de las cabezas del emperador observaba la casi terminada caricatura, y su boca se reía histéricamente.
Sí, era maravilloso ser apreciado. La primera cabeza de Bill continuó mirando a Thwill, su hermosa secretaria, y ella se encendió en un delicado tono amarillo.
—Bueno, camarada —dijo la tercera cabeza de Bill al emperador—, lo pensaré. Sí, lo pensaré bien.