Contacto

Dhar Ry estaba sólo en su habitación, meditando. Desde el otro lado de la puerta captó un pensamiento que era equivalente a una llamada y, mirando hacia la entrada, deseó abrirla. Y se abrió.

—Entra, amigo mío —dijo. Podría haber proyectado la idea telepáticamente, pero habiendo dos persona presentes, parecía mucho más educado hablar.

Ejon Khee entró en la alcoba.

—Líder, no has descansado ni un instante en toda la noche —dijo.

—Sí, Khee. Dentro de una hora, el cohete de la Tierra deberá aterrizar y quiero verlo. Sí, lo sé, aterrizará a mil millas de nosotros, si sus cálculos son correctos. Más allá del horizonte. Pero, aunque aterrizase a dos veces esa distancia, el resplandor de la explosión atómica sería visible y yo he esperado mucho este primer contacto. Aunque ningún terrestre viaje en el cohete, de todas formas constituirá un primer contacto… para ellos. Naturalmente, nuestros grupos de telépatas han estado leyendo sus pensamiento a lo largo de los siglos, pero… este será el primer contacto físico entre Marte y la Tierra.

Khee se sentó cómodamente en uno de los bajos sillones.

—Cierto —dijo—. Creo que no he seguido con la debida atención los últimos informes. ¿Por qué emplean una cabeza nuclear? Sé que suponen que nuestro planeta está deshabitado, pero…

—Observarán el fogonazo desde los telescopios lunares y conseguirán así un… ¿cómo lo llaman…? un análisis espectrográfico que les dirá muchas más cosas de las que ahora saben (o creen saber; casi todo lo que consideran cierto es erróneo) sobre la atmósfera de nuestro planeta y la composición de su superficie. Digamos que es un disparo de… de estudio, Khee. Dentro de unas cuantas oposiciones llegarán hasta aquí. Y entonces…

Marte aguardaba esperanzado la llegada de los terrestres; o por mejor decirlo, lo que quedaba de Marte: una pequeña ciudad de unos novecientos habitantes. La civilización marciana era mucho más antigua que la terrestre, pero estaba moribunda. Aquello era todo lo que quedaba de ella: una ciudad, novecientos seres. Esperaban a los terrestres por una razón desinteresada y por otra interesada.

La civilización marciana se había desarrollado de un modo distinto a la de la Tierra. No realizaron ningún avance espectacular en lo relativo a las ciencias físicas ni a la tecnología. Pero habían desarrollado las ciencias sociales hasta un punto tal en que no se había cometido ningún crimen, ni se había declarado una guerra, en más de cincuenta mil años. Y, además, las ciencias parapsicológicas, las ciencias de la mente, se situaban más allá de los adelantos que las mentes de la Tierra apenas empezaban a descubrir.

Marte podría enseñarle muchas cosas a la Tierra. Para empezar, dos cosas muy sencillas: cómo terminar con el crimen y la guerra. Más adelante continuarían con la telepatía, la telequinesia, la empatía…

Y la Tierra, al menos aquélla, era la confianza de Marte, podría enseñar cosas muy valiosas a los marcianos: cómo, mediante el empleo de la ciencia y la tecnología —demasiado tarde era ya para que los marcianos las desarrollasen, aunque hubieran tenido mentes adecuadas para hacerlo—, restaurar y rehabilitar un planeta moribundo y conseguir así que una raza destinada a perecer pudiera vivir y multiplicarse nuevamente. Cada uno de los planetas ganaría mucho… y ninguno de los dos perdería nada.

Aquélla era la noche en que la Tierra establecería el primer contacto: un disparo de estudio. En el siguiente paso, un cohete con terrestres, o al menos con un terrestre, llegaría durante la siguiente oposición, dos años después, o cuatro años marcianos. Los marcianos conocían aquel dato gracias a los grupos de telépatas que captaban los pensamientos de los terrestres y descubrían sus planes. Desgraciadamente, a aquella distancia, la conexión era de un solo sentido y los marcianos no podían apremiar a los terrestres a adelantar el programa. O comunicarles a los científicos terrestres los datos que buscaban sobre la composición del suelo y la atmósfera marciana y de aquel modo acelerar el procedimiento.

Aquella noche, Ry, el líder (lo más parecido a una traducción de la palabra marciana correspondiente), y Khee, su ayudante administrativo y mejor amigo, meditaban juntos mientras llegaba la hora. Brindaron por el futuro —con una bebida basada en el mentol y que les causaba a los marcianos el mismo efecto que el alcohol a los terrestres— y subieron a la terraza del edificio en que se encontraban. Miraron hacia el norte, donde debería caer el cohete. Las estrellas resplandecían más allá de la tenue atmósfera…

En el Observatorio Número 1 de la Luna terrestre, Rog Everett, atento al visor del telescopio, dijo triunfalmente:

—Ya está, Willie. En cuanto hayamos revelado la película, sabremos de qué está compuesto el maldito planeta Marte. —Apartó la vista, porque ya no había nada que ver, y Willie Sanger le estrechó las manos efusivamente; era un momento histórico.

—Espero que no hayamos matado a nadie. Marcianos, quiero decir. Rog, ¿acertamos en el centro de Sirtis?

—Muy cerca. La longitud fue correcta, pero nos desviamos unas mil millas hacia el sur. No está mal para un disparo a cincuenta millones de millas. Willie, ¿tú crees que existirán marcianos?

Willie pensó unos segundos antes de responder.

—No.

Y Willie tenía razón.