—Walter, ¿qué es un jotacé? —le preguntó la señora Ralston a su esposo, el doctor Ralston, mientras desayunaban.
—Bueno… creo que es la denominación que se emplea para referirse a un Joven Miembro de la Cámara de Comercio. No sé si todavía les llamarán así. ¿Por qué?
—Marta dice que Henry estuvo ayer musitando sin parar cosas sobre los jotacés, sobre cincuenta millones de jotacés. Y que la empezó a insultar cuando le preguntó lo que quería decir. —Marta era la mujer del señor Graham, y Henry, su marido, el doctor Graham. Vivían en la casa de al lado y ambos matrimonios eran muy amigos.
—Cincuenta millones —dijo el doctor Ralston pensativamente—. Debe ser el número de párticos.
Tendría que habérselo imaginado; él y el doctor Graham eran los responsables de los párticos: nacimientos por partenogénesis. Veinte años antes, en 1980, realizaron juntos el primer experimento de partenogénesis humana, la fertilización de una célula femenina sin ayuda alguna del macho. El fruto de aquel experimento, llamado John, contaba a aquellas alturas con veinte años y vivía en la casa que se alzaba junto a la del doctor y la señora Graham, pues éstos le habían adoptado unos años antes, tras la muerte de su madre en un accidente. Hasta que John no llegó a los diez años, obviamente saludable y normal, las autoridades no bajaron la guardia y permitieron que cualquier mujer que quisiera tener un hijo, soltera o casada con un marido estéril, lo hiciera mediante partenogénesis. Debido a la cada vez mayor carencia de hombres —la desastrosa epidemia de testerosis de la década de los 70 acabó con la tercera parte de la población masculina del planeta—, unas cincuenta millones de mujeres habían tenido hijos mediante el método partenogenético. Afortunadamente, de aquel modo se podía equilibrar el porcentaje de los sexos, pues todos los nacimientos eran niños.
—Marta cree —siguió diciendo la señora Ralston— que Henry se preocupa excesivamente por John, aunque no sabe por qué. Pues es un buen muchacho.
El doctor Graham entró apresuradamente en la habitación sin molestarse en llamar a la puerta. Tenía el rostro blanco y los ojos a punto de salírsele de las órbitas al mirar a su colega.
—Yo tenía razón —dijo.
—¿Razón? ¿En qué?
—Sobre John. No se lo había dicho a nadie, pero, ¿te acuerdas de lo que hizo la otra tarde cuando se acabaron las bebidas para la fiesta?
El doctor Ralston se estremeció.
—¿Transformar el agua en vino?
—En ginebra; estábamos preparando martinis. Hoy se ha ido a esquiar al lago… pero no se llevó, porque no tiene, los esquíes de agua… Me ha dicho que con fe, no le harían falta.
—Oh, no —exclamó el doctor Ralston. Ocultó el rostro entre las manos.
Una vez más en la historia se había producido un nacimiento a partir de una virgen. De momento, eran cincuenta millones los nacidos de aquella forma. Pasados diez años habría cincuenta millones de… jotacés.
—¡No! —se lamentó el doctor Ralston—, ¡no!