La procesión

El Rey, mi señor feudal, es un hombre sin ilusiones. Lo comprendemos y no le culpamos, porque la guerra ha sido demasiado larga y amarga y somos tan patéticamente pocos los que quedamos… Pero aún así, desearía que no perdiera el valor. Nos unimos a su pena por haber perdido a nuestra Reina, porque también la amábamos todos, pero ya que la Reina de los Negros murió con ella, su pérdida no significa que hayamos perdido la contienda. Sin embargo, nuestro Rey, quien debiera ser una torre de fortaleza, sonríe débilmente y sus palabras, que intentan darnos valor, suenan falsas en nuestros oídos, porque escuchamos en su voz los ecos del temor y la derrota. No obstante, le amamos y moriremos por él, uno a uno.

Uno a uno moriremos en su defensa, aquí, en sus ensangrentados y amargos campos, hollados por las cabalgaduras de los Caballeros, mientras vivían; Sin embargo, ya todos han muerto, tanto los nuestros como los de los Negros. ¿Conoceremos alguna vez un final, una victoria?

Sólo podemos tener fe, y no caer en el cinismo y la herejía, como mi pobre amigo el Obispo Tibault.

—Luchamos y morimos, sin saber por qué —me murmuró una vez, al principio de la guerra, cuando permanecíamos codo con codo defendiendo a nuestro Rey, al tiempo que la batalla rugía en un extremo alejado del campo.

Ese fue sólo el principio de su herejía. Había dejado de creer en Dios y ahora creía en dioses, dioses que jugaban con nosotros sin que les importáramos como personas. Peor aún, creía que nuestros movimientos ni siquiera nos pertenecían, que no éramos sino muñecos peleando en una guerra inútil. Y llegaba al colmo al pretender —¡qué absurdo!— que Blanco no es necesariamente bueno ni Negro forzosamente malo, ¡y que en la escala cósmica no importa quién gane la guerra!

Por supuesto, sólo a mí me lo decía, y sólo en murmullos, cuando de esas cosas hablaba. Conocía sus deberes como obispo. Luchó bravamente y murió con valor, ese mismo día, empalado en la lanza de un Caballero Negro. Oré por él: Dios, acoge su alma y dale paz; no sabía lo que decía.

Sin fe no somos nada. ¿Cómo podía Tibault estar tan equivocado? Los Blancos deben ganar. La victoria es lo único que puede salvarnos. Sin la victoria, nuestros compañeros desaparecidos, aquellos que han dado sus vidas en el campo de batalla para que nosotros vivamos, habrían muerto en vano. Y tú también, Tibault.

Estabas equivocado, tan equivocado… Hay un Dios, y es un Dios tan grande, que te perdonará tu herejía, porque no había mal en ti, Tibault, sino duda. No, la duda es error, pero no maldad.

Sin fe no hay…

¡Pero algo está ocurriendo! Nuestra Torre de Asalto, que estaba al lado de la Reina al principio del combate, se moviliza contra el malvado Rey Negro, nuestro enemigo. El villano se encuentra cercado y no puede escapar. ¡Hemos ganado! ¡Hemos ganado!

Una voz en los cielos dice calmadamente:

—Jaque mate.

¡Hemos ganado! Esta guerra, esta lucha despiadada no ha sido en vano. Tibault, estabas equivocado, estabas…

Pero, ¿qué ocurre ahora? La Tierra se inclina; un lado del campo de batalla se levanta y nos deslizamos, tanto Blancos como Negros, hacia… hacia una monstruosa caja, un ataúd colectivo dentro del cual yaceremos muertos…

¡NO ES JUSTO; HEMOS GANADO! ¡DIOS! ¿TENÍA RAZÓN TIBAULT? ¡NO ES JUSTO; GANAMOS!

El Rey, mi señor feudal, también se arrastra por el tablero.

NO ES JUSTO; NO ESTÁ BIEN; NO ES…