Abominable

Con un ademán, Sir Chauncey Atherton se despidió de los guías sherpas que acamparían en aquel lugar y lo dejarían continuar solo. Era el país del abominable hombre de las nieves, a unos cuantos centenares de millas al norte del Monte Everest, en el Himalaya. Ocasionalmente estos seres podían ser vistos en el Everest o en otras montañas tibetanas o nepalíes, pero también en el Monte Oblimov, al pie del cual los sherpas, que no se atrevían a escalarlo, aguardarían su retorno, si es que regresaba. Se requería ser un valiente para rebasar ese punto, y Sir Chauncey lo era.

También era un buen conocedor de las mujeres, y por ello se encontraba allí: para intentar, solo, no únicamente el arriesgado ascenso, sino también un rescate aún más peligroso. Si Lola Gabraldi vivía todavía, estaría en manos de un abominable hombre de las nieves.

Sir Chauncey no conocía en persona a Lola Gabraldi. De hecho, apenas un mes antes había sabido de su existencia, cuando vio la película que llevó a millones de espectadores la imagen de la mujer más bella de la Tierra, la estrella de cine más arrebatadora que jamás produjera Italia. Con un solo filme sustituyó, en las mentes de los conocedores de los encantos femeninos, a Bardot, a Lollobrígida y a Ekberg, como símbolo de la perfección femenina, y Sir Chauncey era una de las máximas autoridades en la materia. Desde que la vio por primera vez en la pantalla, supo que tendría que conocerla o moriría en la empresa.

Pero, al poco, Lola Gabraldi desapareció. Después de su primera película, hizo un emocionante viaje por la India para gozar de unas vacaciones y se unió a un grupo de alpinistas que estaba a punto de iniciar el ascenso al Monte Oblimov. El grupo regresó sin Lola. Uno de sus componentes declaró que vio cómo, a una distancia demasiado grande para socorrerla, era secuestrada por un criatura peluda, de nueve pies de altura y aspecto más o menos humano: un abominable hombre de las nieves. El grupo la buscó durante varios días, antes de darse por vencido y regresar a la civilización. Todos estaban de acuerdo que no era posible, a esas alturas, encontrarla con vida.

Todos, a excepción de Sir Chauncey, quien inmediatamente voló a la India desde Inglaterra.

Ahora luchaba entre las nieves eternas. Además del equipo de escalada, llevaba un rifle de alto calibre con el cual, el año anterior, había matado tigres en Bengala. Si era bueno para los tigres, razonó, también sería efectivo con los hombres de las nieves.

La nieve se arremolinaba a su alrededor, cuando estaba a punto de sobrepasar la línea de las nubes. Repentinamente, a una docena de yardas de distancia, casi al límite máximo de su visión, pudo vislumbrar, entre la tormenta, una monstruosa figura. Levantó el rifle y disparó. La figura se desplomó y continuó su caída por el borde de un abismo de miles de pies de profundidad.

En el momento del disparo, unos gruesos y velludos brazos aprisionaron a Sir Chauncey, por la espalda. Una mano lo levantó con facilidad, la otra le arrebató el rifle y lo dobló en forma de «L», tan fácilmente como si se tratara de un mondadientes, antes de arrojar lejos el arma inútil.

Una voz se dejó oír desde un punto situado un par de pies por encima de su cabeza.

—Quieto, no te haré daño.

Sir Chauncey era un valiente, pero sólo pudo articular un chillido, a pesar del tono tranquilizador de las palabras que escuchaba. Lo estrechaban tan fuertemente que no podía levantar la vista ni volver el rostro para ver a la criatura que lo mantenía prisionero.

—Te explicaré —arbitró la voz—. Nosotros, a quienes tú llamas abominables hombres de las nieves, somos humanos, pero hemos sufrido una mutación. Muchos siglos atrás fuimos una tribu como los sherpas. Por azar descubrimos una sustancia que, al cambiarnos físicamente, nos permitía adaptarnos en tamaño, pilosidad y otros cambios fisiológicos, al frío extremo y a la altura, para instalarnos en estas montañas, en un territorio donde otros no pueden sobrevivir, a excepción de los breves periodos que pasan en él las expediciones de alpinistas. ¿Entiendes?

—S-s-sí —alcanzó apenas a balbucear Sir Chauncey—. Empezaba a sentir un débil asomo de esperanza. Si el monstruo se tomaba la molestia de darle explicaciones, con seguridad no intentaría matarle.

—Te lo explicaré más ampliamente. Nuestro número es pequeño y tiende a disminuir. Por esa razón, ocasionalmente capturamos, como hemos hecho contigo, a algún explorador o alpinista. Le hacemos tomar la droga y, después de sufrir los cambios fisiológicos, se convierte en uno de nosotros. Es el modo de mantener nuestro número relativamente constante.

—P-p-pero —tartamudeó Sir Chauncey—, ¿es eso lo que le ocurrió a la mujer que busco, a Lola Gabraldi? ¿Es ella, ahora, un ser peludo de ocho pies de estatura y…?

Era. La acabas de matar. Uno de nuestra tribu la tenía como compañera. No tomaremos represalias por haberla matado, pero deberás ocupar su lugar.

—¿Ocupar su lugar? —Pero… yo soy un hombre.

—Y le doy gracias a Dios por ello —musitó la voz, mientras Chauncey sentía sintió como era alzado en vilo y volteado para enfrentarse a un robusto cuerpo velludo, con el rostro a la altura justa de ser enterrado entre un par de gigantescos senos peludos—: Doy gracias a Dios por ello… porque yo soy una abominable mujer de las nieves.

Sir Chauncey se desmayó mientras su nueva compañera lo conducía, estrechándole amorosamente contra su pecho, como si fuera un muñeco de trapo.