—Pero ¡si yo creía que estaba creyendo lo que él decía!
—¿Por qué iba yo a hacer semejante cosa?
—Parecía como si lo hiciera.
—Estuve a punto de confiar en él, pero hubo un par de cosas que no encajaban.
—¿Por ejemplo?
Jeff sonrió.
—Su primer error fue intentar engañarnos con aquella estúpida historia que publicaron los periódicos y que extrajeron de la Universal. No hacía más que insistir que parecía escrita por él. Jerry, por otro lado, me aseguraba que aunque Horne era poderoso en las finanzas, no habría durado, sin embargo, dos minutos como periodista. El Herald, que como otros diarios pagaba a la Universal una franquicia por sus servicios, estaba enojado y alerta: recibieron la historia que el hombre de paja de Horne, haciéndose pasar por un nuevo empleado, puso en las ondas. El Herald descubrió aquello en la investigación que llevó a cabo. En cuanto a mí, me preocupaba aquel anónimo «grupo de eminentes científicos» que consideraron al Cohete Roman como responsable de la nova. Ya por aquel entonces había yo acumulado demostraciones que probaban la falsedad de aquella teoría. ¿Quién era el que inventó aquel desconocido «vocero» que sirvió como trampolín para el ataque a Roman y que fue el arma culpable de la trágica muerte del profesor Phelps?
—Horne olvidó que yo mismo conocía unos cuantos científicos y que podría hacer algunas indagaciones por mi cuenta.
—El otro error fue pretender que aquella historia fuera captada por el Blade, y similares periódicos sensacionalistas, que saltaron ante aquella explosiva y extraordinaria presa y que eran expertos en retorcidos temas propios de libelos.
—Los amigos de Jerry en el Herald y yo, aunque trabajando de forma independiente y en campos muy distintos, llegamos a la misma conclusión casi en el mismo tiempo. El hombre que estaba detrás de todo aquel asunto. —Jeff se dirigió hacia el cuerpo de Horne que estaba ya cubierto con un paño— yace ahí.
—¿Por qué lo hizo?
Jeff se encogió de hombros.
—Supongo que esperaba apoderarse del cohete después de aquel tumulto en los Laboratorios. Cuando usted escapó, Horne denunció a las autoridades que yo estaba trabajando en el mismo asunto.
—De nuevo pregunto: ¿por qué?
Jeff buscó a tientas un cigarrillo y, cuando el fósforo se encendió, dio un profundo suspiro de alivio.
—Puedo ver la llama —murmuró—. Otra media hora o cosa así y podremos ponernos a trabajar.
Se volvió a Lucille.
—Horne quería apoderase del cohete. Él sabía que mientras usted no fuera libre para volver a la civilización, se ocultaría en alguna parte. También sabía que yo diría la verdad y convencería a las autoridades de lo que demostraban mis investigaciones. El profesor Logan tuvo al F.B.I. siguiendo las huellas de aquella denuncia. Descubrieron que la pista conducía a Horne.
—Pero ¿por qué no hicieron nada?
Jeff sonrió.
—Usted no puede meter a un hombre en la cárcel por decir la verdad. Yo estaba, en realidad, jugueteando con la energía solar.
—Pero usted parecía estar convencido de que Horne…
—¿Lo parecía? Lo siento. Sólo estaba pensando en voz alta. Horne me dio una gran idea, pero me temo que no puse mucha atención a lo que decía.
—Sin embargo, usted estaba preparado con el pequeño cohete —dijo Lucille.
Parpadeó y se quedó mirándole fijamente con ojos extraviados.
—Muévase —dijo—. Todo lo que puedo ver es una raya brillante de un par de metros sobre un fondo de color indefinible.
Jeff se movió.
—Gracias. También se me va pasando.
Jeff asintió.
—Horne era demasiado locuaz. Olvidó que la naturaleza tiene una tendencia a ser bestial a veces. Vea, Lucille, la naturaleza puede permitir, con facilidad, que un par de mujeres compartan un mismo hombre, pero lo contrario no.
—Con bastante frecuencia he visto que la más firme amistad entre dos muchachos que conviven en la misma habitación de un colegio, se transforma en odio, cuando son adultos, por querer a la misma mujer. Si Horne era honrado en su proposición, habría previsto ya una horca para mí o para… él mismo.
Lucille miró al suelo y lanzó un grito.
—¡Oh! ¡Pensar que la primera cosa que vea, cuando pueda ver algo, será a Horne!
—Podemos culparle de ser la causa de un montón de complicaciones, pero también es el autor de una pequeña, pero muy oportuna ayuda.
—¿Ve bien, ahora?
—Mucho mejor. Lo suficiente para navegar por el espacio.
—Vamos entonces. Tenemos mucho trabajo.
—¿Cuál será mi tarea?
Jeff sonrió.
—Hacer las maletas. ¡Y ahora mismo!
Cuando se fue, Jeff se puso a trabajar en el equipo que proporcionaba la fuerza al gran cohete. Trabajó sobre unos cables que tenían que reemplazar ciertas conexiones improvisadas, y después unió algunos circuitos, fijados sobre tableros, a un panel metálico. Lo comprobó todo.
Empaquetó varias cajas y ató algunas de ellas juntas, para transportarlas fácilmente, con un fleje de acero. Cuando Lucille volvió con una maleta de mano y con los gemelos, Jeff estaba ya esperando.
—Usted nos es muy necesaria —le dijo Jeff sonriendo—. Yo no sé cómo se maneja el cohete.
—Gracias, aunque Horne lo hizo.
—Horne tuvo tiempo para deducirlo y, además, tuvo que hacerlo por necesidad. Ahora tenemos chófer y yo estaré muy ocupado.
Miró a Janey y a Jimmy.
—Métalos en la nave —dijo.
—Naturalmente. No podemos dejarlos aquí.
Jeff acarició la cabeza de Jimmy.
—Vamos, Jimmy —le dijo al niño—. Vamos a hacer una pequeña excursión.
—¿A ver a mamá?
—Vamos a ver una nueva estrella —dijo Lucille.
Jeff sacudió la cabeza.
—A un nuevo sol —dijo.
Lucille le sacó la lengua.
—¡Vamos! —le dijo—. ¡Hable con propiedad!
Jeff permaneció en la cabina abierta de la nave indicando a Lucille por el teléfono la dirección a seguir mientras ella hacía que el cohete se elevara cuidadosamente sobre los chorros. La nave ascendió y aterrizó suavemente sobre el techo del laboratorio. Las llamas quemaron el alquitrán y la grava del tejado produciendo un humo hediondo y sofocante. Jeff se ató un pañuelo mojado a la cara y se dejó caer al tejado, convertido en brasa Cogió una piqueta y abrió una serie de agujeros a través de la techumbre. De vez en cuando se asomaba por las aberturas para asegurarse de que iban cercando la posición del gran cohete.
Echó una porción de cables que había encontrado en la nave. Los mismos que había utilizado Horne para arrebatar los barcos cargados.
Jeff bajó y estuvo saltando, por entre las vigas que sostenían el techo, y amarrando los cables.
A una señal suya, Lucille elevó la nave. El tejado se desprendió con un terrible crujido. El polvo y los cascotes cayeron sobre el laboratorio. Una viga, al caer, cortó los cables eléctricos produciendo un arco de luz chisporroteante hasta fundir los plomos.
La nave descendió de nuevo al terreno descubierto y Jeff desató los cables. Una vez más volvieron a estar sobre el laboratorio e hicieron que la nave perdiera altura hasta encajar en el hueco.
La nave quedó así suspendida a unos metros del monstruoso chorro.
De nuevo Jeff entró en el laboratorio y ató los cables fuertemente al cohete para que quedara colocado junto a la nave y mirando hacia abajo.
El equipo para su control fue izado a la cabina de la nave espacial con ayuda de la pequeña grúa que antes, cuando el laboratorio de Jeff era un garaje, se utilizaba para el traslado de los motores de automóviles.
Jeff echó una última mirada, cogió uno o dos instrumentos.
—¡Arriba! —ordenó.
Los chorros lanzaron unas llamaradas que, al chocar contra el piso, se extendieron. Los extremos de las lenguas de energía lamieron mesas y sillas, el banco de trabajo y todos los demás equipos antes de que el cohete se elevara con su carga.
Cuando estuvieron a una altura de mil metros, el laboratorio de Jeff moría como un rugiente holocausto.
Jeff pellizcó la barbilla de Janey.
—Ya hemos salido —le dijo—. Abramos una lata de habichuelas y actuemos como si estuviéramos en casa.
—¿Vamos a comer?
Era Jimmy gozando por anticipado de su pasatiempo favorito.
—¡Uh, uh! —se burló Jeff—. Comer mucho va a ser un poco difícil, pero no hay otro remedio No teníamos a nadie con quien dejarte.
Lucille saltó en seguida.
—¡Jeff!
—¿Eh?
—¿Cómo íbamos a dejarlo yendo nosotros a Proción?
Jeff la miró asombrado.
—No vamos a Proción.
—¿Que no vamos a…?
—¡Cáscaras! —dijo Jeff chasqueando los dedos—. He olvidado explicarle lo que se me ocurrió cuando usted estaba tan preocupada con Horne. Fue una idea genial.
—Siga —dijo Lucille impaciente—. Si no vamos a Proción, ¿adónde, entonces?
—Pues sólo… afuera —dijo Jeff soltando una risita.
—¡Pero usted dijo algo sobre otro Sol!
—Sí, lo dije.
—Pero…
—Vamos a creerlo —dijo Jeff con grandilocuencia.
Lucille se sentó y miró a Jeff llena de asombro y de dudas.
Jeff asintió.
—Ha estado ante mis narices desde que Lasson, Jerry Woods y yo estuvimos hablando sobre la teoría de una nova hace ya meses. Justamente aquí —dijo pasando una mano por delante de la cara—. Y estaba tan ciego que no lo veía.
»¿Recuerda la teoría de una nova? El subespacio se malea a causa del exceso de energía lanzado en sus entrañas por la reacción nuclear del Sol. Una nova surge cuando el subespacio estalla, en igual forma que lo hace un balón cuando se llena demasiado.
»La energía retorna, pues, en seguida, y mezclándose con la del Sol hace aumentar la temperatura y presión de la actividad nuclear a un grado de explosión. Es algo así como la oxidación en química.
»Mire: un buen trozo de leña se oxida lentamente a la temperatura ambiente. Necesita años. En una chimenea, a una temperatura media, el leño arde rápidamente. Tírelo a una tina de acero fundido y hará ¡puff!
—Al grano, al grano.
—Es una explicación larga, pero tendré tiempo de detallarla porque tenemos que hacer todavía un largo viaje.
—Pero mi paciencia no es tan grande como para eso, y usted lo sabe…
—Muy bien. ¿Qué es lo que se hace para evitar que las calderas estallen?
—Equiparlas con una válvula de seguridad.
—Correcto.
—¿Y el chorro gigante actuará de válvula salvadora?
Jeff asintió.
—Podemos hacer desaguar el exceso de energía en un lugar del espacio donde no influya sobre el Sol —y añadió con una sonrisa— ni sobre los planetas de éste.
—Hemos llegado —dijo Jeff mirando por la pantalla del radar.
—¿Ya? —preguntó Lucille.
—El tesoro del pirata Horne está a nuestro alcance.
—Jeff, usted me desespera —dijo Lucille—. Hace dos semanas me dijo que no íbamos a Proción. Si no vamos a atravesar el espacio interestelar, ¿para qué necesitamos unos cuantos millones de toneladas de víveres?
Con las manos en las caderas se encaró con Jeff.
—Después de pilotar la nave hasta este lugar, empieza a interesarse por el botín. Dígame exactamente qué vamos a hacer y… cuándo voy a comprender de una vez su forma de pensar.
—Estudie física práctica —dijo él sonriendo—. ¿Tiene usted alguna idea de adónde iría ese chorro si lo pongo en marcha con toda la energía de un Sol tras él?
—Lejos y a una endiablada velocidad —dijo Lucille—. Pero ¿es eso algún inconveniente?
—Pues lo es. En el subespacio hay islas de energía apiñadas alrededor de las depresiones de cada Sol. Si este cohete se aproximase a uno de ellos, la energía propia del Sol que le cayese en suerte empezaría a elevarse como en el nuestro. Pretendo que esta pequeña válvula de seguridad permanezca en forma de Sol. Para ello necesito las grandes masas de aquella chatarra para retener, como un ancla, al cohete.
—Muy bien, pero se mueve.
—Exacto, señorita Galileo. Y seguirá moviéndose. Pero, si la masa es bastante, puedo hacer que se mueva en círculos colocando el chorro en un lado. Entonces todo permanecerá en los alrededores.
Se necesitaron varios días para reunir los barcos. Horne había hecho un buen trabajo al enviar los últimos a mayor velocidad que los primeros en dirección a Proción. Sus masas habían producido una diminuta atracción entre sí que había servido para mantenerlos juntos.
Aquello había ayudado un tanto, y una vez que el desbocado grupo de barcos, semi destrozados, habían sido unidos con cables y cadenas, utilizando la nave espacial como remolcador y máquina auxiliar, Jeff estaba listo.
Mediante mandos a distancia abrió el chorro.
Relampagueó y, en seguida, una lengua cilíndrica de energía radiante surgió de las fauces del monstruo. Empezó a moverse, con aparente lentitud, queriendo zafarse de los barcos encadenados, pero Jeff y Lucille, que lo observaban, sabían que era impulsado con una velocidad muy cercana a la de la luz.
Durante minutos se fue alejando, siempre en línea recta.
Después comenzó a dar la vuelta, y la lengua de fuego fue tomando la forma de una hoz, como si se dispusiera a segar una cosecha del espacio. El extremo final de la lengua se deshacía extendiendo una nube de gases fríos que tomaba todos los colores del espectro para después desvanecerse.
La punta de lanza, de gran brillantez, describió un enorme arco, asemejándose a un cometa en su majestuoso vuelo.
Pero ese cometa no había sido visto nunca antes.
Hería la vista verle recorrer la curva en el cielo.
Parecía moverse lentamente, pero aquello era una ilusión óptica debido a la gran distancia.
La cabeza del arco dibujó un círculo completo y cortó su propia cola.
La luz estalló en el centro mismo de ella, y la cola se infló. Inmediatamente, de su interior, surgieron veloces rayos de energía pura. Como una coliflor de brillo irresistible que creciera velozmente, el espacio se vio roto en el punto donde el cohete había cortado su camino, y la energía contenida y presionada de aquel sol, salió rugiendo por aquella grieta.
—¡Lo hemos conseguido! —aulló Jeff.
—¿Qué? —gritó Lucille.
—¡Conseguido! Espero que podamos huir de esa explosión. El cohete dio la vuelta y su chorro llameaba en el cielo.
—Pero ¿qué es?
—Creo que al cortar su cola se rompieron las barreras y quedó abierto un orificio. Algo así como si estallase una bomba de aspiración por la presión excesiva del tanque.
—Pero ¿cómo sucedió?
—Soy un novato haciendo soles. El tiempo nos lo dirá. Puede ser que dentro de unos años eso que acabamos de hacer estallar se expansione hasta llegar a ser lo suficientemente grande como para convertir al Sol en una doble estrella.
—Pero ¿y la nova?
—Se acabó. Está kaput. Podemos volver a casa y aterrizar.
Jeff se quedó pensativo.
—¿Sabe? Me pregunto si todas las estrellas dobles del universo han sido creadas por seres inteligentes que descubrieron el secreto del subespacio.
—Eso no tiene importancia —dijo Lucille—. Esto es mucho más meritorio.
—¿Lo qué?
—¿No se da cuenta? Usted acaba de impedir que el Sol se transforme en nova y, con ello, ha salvado la Tierra.
—¡Oh, sí! Me alegro. —Jeff sonrió—. Ahora podemos volver y reanudar nuestras vidas sin tener la preocupación de que el Sol puede estallar ante nuestras narices.
—Esa es una buena idea. ¿Y los pobres que han lanzado todo por la borda porque creían que no existía un futuro?
—Usted, por ejemplo. Pues a crear otro imperio económico.
Lucille sacudió la cabeza.
—Ya he demostrado que puedo hacerlo —dijo tranquilamente—. Tengo un problema más interesante en este momento.
—¿Cuál?
—Tengo que ver si crear una familia es más difícil que dirigir una sociedad.
—Una familia —dijo Jeff riendo y mirando a los gemelos—. Tenemos un par de críos que cuidar, ¿no es verdad?
Lucille inclinó la cabeza hacia Jeff.
—Haz de mí una verdadera mujer, Jeff —dijo riendo suavemente—. Me gustaría empezar con una familia de tres personas.
Jeff miró por la ventanilla a la esfera de luz centelleante y a la varilla de energía. Después al otro Sol. Este parecía ya estar algo menos encolerizado, aunque era imposible asegurarlo desde aquella distancia y en aquel corto espacio de tiempo. De todas formas no terminaría en nova.
La preocupación del Sol había terminado, pero Jeff se preguntaba cuánto tiempo podía estar Lucille contenta y feliz.
Se encogió de hombros.
Si él podía dominar el sistema solar, seguramente sería capaz también de entendérselas con una mujer.
Sonrió.
Sería interesante descubrir si estaba o no equivocado…