XV

Charles Horne se hallaba sentado en la cabina de la nave sumando su botín. Tantas toneladas de esto, tantos miles de litros de aquello, tantos millones de metros cúbicos de lo otro. Tenía frente a él un libro bastante grueso; resultaba extraño que se encontrara allí.

Era un enorme catálogo para hacer compras por Correos. En las manos de Horne resultaba un libro original, pero eminentemente práctico para sus fines. Entre las tapas de la encuadernación figuraba un diccionario completo de todos los artículos imaginables que pudiera necesitar el hombre.

Horne estaba seguro de que pronto dejaría la Tierra para siempre. Alguna cosa que olvidara antes de partir, estaría perdida para siempre, sin esperanza de ser adquirida jamás, a menos que ideara un sucedáneo adecuado, a bordo de la nave o en aquel distante y desconocido planeta.

Horne había dedicado horas enteras a escudriñar el catálogo y confeccionar una lista de artículos. En particular aquellos de gran importancia para su confort que eran fáciles de olvidar porque, desde su nacimiento, lo había dado por descontado.

Había contado con muchas horas vacías en las que dedicarse a pensar y a reflexionar, porque pilotar una nave espacial no es como conducir un automóvil, ni siquiera como gobernar un gigantesco avión intercontinental de propulsión a chorro.

Un coche requiere una continua rectificación de volante; en cuanto al avión de pasajeros, aunque pueda ser dirigido por el piloto automático durante bastante tiempo, los reajustes son necesarios. La Comisión de Tráfico Aéreo acordó reglamentar que durante todo el tiempo de vuelo tenía que haber tres personas responsables, al menos, vigilando la marcha del aparato.

Una nave espacial, sin embargo, requiere poca o ninguna vigilancia durante días enteros debido a la naturaleza del medio por la que se viaja.

La Nave Roman había sido equipada con la maquinaria automática más sensible. Era necesario conducirla sólo en los despegues, en los aterrizajes y en las maniobras en el lugar de destino.

Para hacer un viaje de setenta y cinco millones de kilómetros, por ejemplo, el piloto debe manejar los mandos personalmente al iniciar el vuelo; después colocar la nave en el rumbo requerido y con una aceleración constante. Hecho esto se puede retirar hasta haber recorrido la mitad de la distancia, en cuyo momento debe maniobrar la nave para que se sitúe en sentido inverso al de la marcha, e, inmediatamente, aplicar la misma fuerza de propulsión.

Esto produce un descenso en la aceleración, de forma que al final del recorrido la velocidad de la nave es igual a cero, como en el punto de origen.

Esto, desde luego, es pura teoría, pero la diferencia es tan pequeña que con un par de horas de trabajo en la cabina de mando, se llega al punto deseado.

Por eso, en los intervalos existentes entre las tareas de apoderarse de un barco y la de colocarlo en su órbita, Horne tenía suficiente tiempo para preparar sus planes. Cuando dejaba al barco y volvía a la Tierra, contaba todavía con más tiempo para sus cavilaciones.

Estaba todo bien planeado, pero que muy bien. Sólo echaba de menos la aclaración de ciertos detalles intrincados que podrían ser resueltos por Jeff Benson, al que le gustaba tanto hacer cálculos. Esas pequeñas operaciones, unos cuantos instrumentos sencillos, suministrados también por Benson, y… otra cosa.

Un factor más.

Él era un dueño sin criados, un pobre emperador sin súbditos, un hombre sin su pareja.

Era absurdo ir solo a Proción. No habría interés entonces en el futuro, ni para Horne ni para la raza humana. No era que a Horne le importara mucho el bienestar de sus semejantes, pero el resultado final era el mismo.

Habría muchas mujeres dispuestas a ir con Horne. Un solo anuncio en el periódico le daría la oportunidad de poder hacer una selección, prácticamente, entre todas las mujeres de su nivel social un tanto escogido. Podría elegir la que quisiera o, si lo deseaba, llevarse todo un harén.

Como de costumbre, Horne quería lo inalcanzable. Como le pasaría a cualquier otro hombre que pudiera escoger su compañero con sólo una señal de su mano, Horne deseaba la única mujer a quien nunca había podido atrapar.

Lucille Roman tenía coraje, belleza e inteligencia. Todas estas eran cualidades admirables para ser esposa y madre. Horne no se imaginaba a Lucille Roman como nada de eso, sino como a una criatura a la que conquistar, una voluntad que doblegar. Quería escuchar de esta mujer, que había siempre actuado con aire de superioridad, reconocer que él era quien mandaba.

Horne podía obtener de las mujeres que se prestaran a ese viaje honor, amor y cariño: todo gratuitamente, sin conquista previa.

Y él prefería la conquista.

También quería el poderoso cohete que Benson había estado utilizando como ventana del subespacio. A causa de que eran millones de toneladas lo que representaban los barcos robados que viajaban a velocidades desiguales, Horne necesitaba al gigantesco cohete para conducirlos, una vez que fueran agrupados y atados unos a otros.

Los ocho chorros de la nave espacial eran capaces de generar una velocidad de escape con una carga de once mil toneladas.

Los millones de éstas, en mercancías robadas, estaban más allá de la velocidad de escape del sistema solar de manera que, si ataba los barcos y utilizaba la nave espacial, podría aún provocar una aceleración.

Pero la cantidad de aceleración en el espacio libre está en función de la fuerza aplicada, luego también está en función a la masa a la cual se aplica. Una piedra pesada cae a la misma velocidad que otra, de peso ligero, sobre la superficie de la Tierra porque la atracción es proporcional a las masas. Cuando ésta aumenta, requiriendo más fuerza para ponerle en movimiento, se aumenta por ello la fuerza de atracción.

Pero en el espacio libre, un incremento de la masa, siendo constante la fuerza del cohete, provocaría un descenso proporcional en la aceleración.

El poderoso chorro del laboratorio de Jeff Benson, producía él solo la fuerza de los ocho cohetes, más pequeños, de la Nave Roman. Con el cohete de Benson para conducir las incontables toneladas de los barcos, la aceleración podía ser elevada a un nivel suficiente.

Benson podría proporcionar ese chorro y, además, los cálculos necesarios para el viaje a Proción.

Y —pensó Horne con una furtiva sonrisa— podía recoger a Benson, al cohete y a Lucille de un solo golpe. Cuando estuvieran ya en camino con todos los cálculos hechos y los instrumentos en marcha, se desprendería de Jeff Benson. Después, sin la intervención de éste, Charles Horne reanudaría la tarea de romper la resistencia de Lucille.

¡De manera que ella podía utilizar sus armas femeninas contra él, birlarle su fábrica de aluminio! ¡Horne se vengaría utilizando las armas de un hombre y la fuerza necesaria para conquistarla!

Horne lo había fraguado todo muy bien. Había cometido algunos errores, pero el resultado, en general, era bastante bueno.

Lo que importaba era que aunque había sufrido errores no había provocado ningún desastre. Sólo había retrasado sus planes un poco, y otro poco de cavilación los había rectificado.

Charles Horne aterrizó en el espacio descubierto que había detrás del laboratorio de Jeff Benson. Estaba plenamente convencido de que podía enfrentarse con Benson, de sostener una conversación sobre lo que quisiera.

Abrió la puerta descaradamente y entró sonriendo con altanería.

—¡Se os saluda, muchachos! —dijo.

—¡Horne!

—¡Pero…!

—El mismo —dijo Horne sonriendo.

—¿Dónde ha estado? —preguntó Jeff.

—Haciendo planes —contestó Horne—. He venido por ustedes.

—¿Usted ha venido a qué? —preguntó Jeff.

—He venido por ustedes.

Lucille echó una mirada a su alrededor y cogió una lima grande de media caña. Unas semanas antes hubiera reaccionado como cualquier otra persona no familiarizada con las herramientas. Habría escogido un martillo o alguna otra arma contundente. Ahora ya había visto trabajar a Jeff y sabía cómo debía manejarse una lima. Un martillo podía servir como cachiporra, pero una lima basta de treinta y cinco centímetros de larga constituye un arma terrible.

—¿Por qué? —preguntó ella secamente.

Horne la miró.

—También he venido a disculparme —dijo suavemente—. Usted no me habría prestado su cohete…

—Está usted en lo cierto —le disparó Lucille.

—Pero me era completamente necesario. Usted no habría confiado en mí aunque se lo hubiera pedido con toda mi buena fe.

—Imposible.

—¿Cómo?

—Es realmente imposible que pueda usted tener buenas intenciones, ni siquiera un sucedáneo de ellas.

—Eso me da la razón —sonrió Horne.

—¿Sí?

Horne miró a Jeff.

—Cría fama y échate a dormir. Yo la tengo mala; por eso la única forma en que puedo enmendarme es hacer lo que tenga que hacer por la fuerza y, después, volver para demostrar que soy bueno, a pesar de todo.

Lucille levantó la lima.

—¿Qué es lo que ha planeado su sucio y pobre intelecto?

—Iremos a Proción.

Lucille se echó a reír cáusticamente.

—¡Imposible! —dijo Jeff.

—¿Lo ven ustedes? —dijo Horne alzando las cejas—. Aunque les hubiera explicado antes mi plan de fuerza, no lo habrían tomado en serio.

—Vayamos al asunto —dijo Lucille.

—Simplemente atravesaremos el espacio —dijo Horne.

—¡Pero eso es prácticamente imposible!

—Pues no —dijo Horne—. El plan dará resultado. Tengo ya los suministros en camino. Lo que ahora necesito para conducirlos es su chorro gigante, Jeff.

—Pero ¡si no es un chorro! —objetó Jeff—. Lo he estado utilizando para hacer investigaciones sobre el subespacio.

Horne sonrió.

—¿No tiene el mismo fundamento que un cohete?

—En principio sí, pero… lo malo es que resulta demasiado grande… —La voz de Jeff se fue debilitando a medida que se sumía en pensamientos.

—Mire —dijo Horne—. Durante meses he estado elevando barcos del océano y lanzándolos al espacio. Los he puesto en camino a velocidades varias, de forma que se reunirán, más o menos, en un punto situado a unos millones de kilómetros más allá de Pluto y, aproximadamente, en un par de semanas.

—… Puede ser una buena idea —murmuró Jeff, todavía ensimismado en sus pensamientos.

Lucille dio una patada en el suelo.

—¡Jeff! ¡No le crea!

—Desapruebo la violencia —dijo Horne excusándose—, pero me he visto obligado a utilizarla. Si hubiera habido otros medios los hubiera utilizado. De todas formas, lo que importa es que con los millones de toneladas de alimentos que he conseguido y que he colocado en el espacio, que sólo esperan que los utilicemos, podemos intentar el viaje aunque éste nos lleve más tiempo del previsto.

—… el cohete grande podía ser la solución —murmuraba Jeff.

Se acercó a la celosía del tubo y puso el mecanismo en marcha. Mientras se calentaba, Jeff fue al armario donde guardaba sus instrumentos y sacó un par para servirse de ellos. Miró por el ocular de uno y garrapateó algunos cálculos en una hoja de bloc.

—Eso es, ¡perfecto!

Su voz se fue apagándose de nuevo mientras resolvía una ecuación.

Lucille le miró y frunció las cejas.

Horne continuaba hablando.

—Podemos remolcar el chorro gigante por el espacio, agrupar los barcos cuando se unan en aquel punto, recoger a los que se hayan escapado, por mi poca habilidad para la navegación espacial, para la astronáutica, ¿no es así?, y, cuando los hayamos atado unos con otros, conducirlos por medio de este enorme cohete.

—… una idea que no se me había ocurrido… —susurraba Jeff mientras utilizaba la regla de cálculo.

—¡Jeff, no confíe en Horne!

—No es momento para pequeñas rencillas —le dijo Horne a Lucille.

—¡Ah!, ¿no?

—No.

—Me parece que si vamos a ir como sardinas en lata durante media vida, deberíamos poder escoger una compañía con la que congeniáramos.

—Todos somos socios en este asunto —dijo Horne tranquilamente—. Yo porque lo planeé, e hice mi parte; Jeff, por su habilidad técnica, que nos será precisa para ponernos en el curso debido, y usted también tiene, como nosotros, una gran parte en la empresa por haber fabricado el primer cohete capaz de realizar semejante proeza.

—… no necesita modificar alguna —murmuró Jeff finalmente.

Lucille miró a Jeff una vez más. Movió de nuevo la cabeza. Horne era una persona cruel y egoísta. Tenía la habilidad de llevar a una víctima a la bancarrota y dejarla, con su charla, convencida de que era todavía un buen amigo. Era un hombre en el que se podía confiar tanto, por su ética y su moral, como en una serpiente de cascabel.

Ella estaba en un aprieto. Conociendo a Horne, como le conocía, no le remordería la conciencia si le golpeaba la cabeza con la lima que tenía en su mano y lo dejaba abandonado en una tierra condenada a morir, mientras que ella y Jeff se dirigían en busca de un futuro. Desde luego, Horne no tenía intenciones de continuar ese plan, al estilo de Noel Cowardish, de ir los tres cruzando el vacío para comenzar una nueva civilización en un distante planeta.

La cuestión era, se dijo resumiendo, si podría matar a Horne antes de que éste matara a Jeff.

Pero no podía advertir a Jeff. Permanecía allí sumido en sus pensamientos, haciendo deslizar la corredora de la regla de cálculo y haciendo patas de moscas en la hoja de papel. Era el momento de olvidar las matemáticas y aplicar los conocimientos de la naturaleza humana, que ella tenía por haberlo heredado y por su experiencia.

Sin embargo, si intentaba convencer a Jeff de la falsedad de Horne, seguramente provocaría una larga discusión de cómo podía realizarse el viaje. Su papel, por tanto, consistiría en vigilar a Horne para que no asesinara a Jeff y poder ver que Jeff, y no Horne, era el varón superviviente de aquel viaje interestelar.

Porque si ella iba a hacer frente a un futuro con uno de los dos, sería con Jeff Benson y no con Charles Horne.

Horne dijo:

—Con una aceleración constante se necesitarán doscientos sesenta días para alcanzar una velocidad equivalente a las tres cuartas partes de la velocidad de la luz. Quizá contemos con bastante energía para ir más de prisa, pero eso tiene que ser confirmado por Benson.

—Hay planetas alrededor de Proción. Debemos confiar en la hipótesis de Moranthern, que sostiene que la mayoría de las estrellas tienen planetas y que las familias compuestas por éstos, deben tener las mismas características del sistema solar.

Jeff alzó la vista, sumergido aún en profundas cavilaciones.

—Seré capaz de hacerlo —dijo abstraído—. El chorro grande lo hará tal como está ahora.

Horne parpadeó.

—¿No es necesario cambiar nada? —preguntó escuetamente.

—Nada —dijo Jeff—. Estoy seguro de que la velocidad del chorro a plena marcha será lo suficientemente alta para lanzar los productos de la combustión solar lejos y más lejos aún hasta conseguir una regularidad relativa.

Se volvió a la mesa de trabajo y tomó el pequeño modelo del Cohete Roman que había utilizado en sus investigaciones. Puso en marcha bruscamente el equipo y miró por la boca del cilindro.

—Es cierto —dijo—. ¡Y pensar que no se me había ocurrido antes!

—Ya es demasiado tarde —rugió Horne.

—¡Eh!

—Todo lo que quería saber era si su enorme cohete podía hacer el trabajo —dijo Horne—. Nada más que eso.

Deslizó su mano en el bolsillo lateral de su chaqueta y la sacó sosteniendo una chata y azulada pistola automática.

Ayudándose con la mano izquierda la montó.

Lucille dio un grito y se abalanzó con la lima en alto. Horne se volvió gruñendo. La pistola se alzó hasta casi apuntar a la muchacha, pero Horne no quería dañar a Lucille. Una pareja muerta o lisiada no encajaba en la idea que tenía de lo que debía de ser una compañera para un viaje de un montón de años por el espacio.

La lima de Lucille describió un ancho y decidido arco. Horne, con el dorso de la mano, golpeó la cara de Lucille, haciéndola perder el equilibrio, y esquivó la lima. Después bloqueó a Lucille con el hombro y le dio un empujón para echarla a un lado violentamente.

Ella cayó al suelo, despedida, como si fuera un saco.

Horne lanzó una corta sonrisa mientras levantaba su automática hasta apuntar en dirección a Jeff.

Hubo un seco estampido seguido de un grito estridente. La habitación se iluminó con una luz intolerable, que los cegó, cuando el cohete en miniatura de Jeff lanzó, como un rayo, una lanceta de pura energía de tres metros de larga que abrió un agujero de tres centímetros de ancho en el pecho de Horne.

Horne había muerto instantáneamente a causa del haz de rayos gamma procedente del cohete, antes de que la energía recorriera la distancia que lo separaba de Benson.

No se le vio caer.

—¡Jeff! ¡Mis ojos!

—No les pasará nada.

—Pero Horne…

Jeff dio un bufido.

—No necesita ojos —dijo—. ¿No huele?