Los ojos de Jeff Benson se abrieron sorprendidos cuando Lucille Roman llevó los dos niños al apartamiento, dejándolos, con todo cuidado, sobre la ancha cama.
—Están terriblemente cansados —explicó.
Se dejó caer en un cómodo sillón, junto a la cama, y echó la cabeza atrás, mirando el techo.
—Usted también está cansada —dijo él tranquilamente.
—No tanto —saltó.
Se sentó, rígida y estirada, pero Jeff, poniendo las manos con dulzura sobre la frente de ella, hizo que se recostara.
—¿Qué tiene que contarme? —preguntó.
—Parece que le debo mucho —dijo ella.
—Nada.
—Soy libre. ¿Es eso nada?
—Sólo un hecho. Usted nada hizo.
—Yo utilicé el Cohete.
—Bueno. Tampoco hizo nada.
—Puede ser que ello fuera lo que inició todo el asunto.
Jeff sacudió la cabeza. Le explicó lo que sabía y la llevó al laboratorio donde le enseñó el tubo que unía al universo con el subespacio.
—Esto es un agujero bien controlado —le dijo con una sonrisa—. No es una simple grieta ni un limpio orificio. Es más que un surtidor o válvula, utilizable a voluntad.
»No, Lucille, la nova fue lo que hizo posible el descubrimiento del chorro, y el chorro no es la causa de la nova. Pero ¿qué es lo que la trae aquí? ¿Qué tiene pensado para estos niños? ¿Qué piensa hacer con ellos?
Lucille alzó la mirada; una mirada llena de esperanzas. Su rostro aparecía macilento, pálido, sin el acostumbrado maquillaje, pero sus ojos eran brillantes.
—No es por mí —dijo suavemente—. Es por ellos. Usted me dijo que no podríamos vivir durante todo el viaje hacia otra estrella.
—Nosotros, no.
—Pero ellos, sí —dijo Lucille orgullosamente.
Jeff sacudió la cabeza y sonrió pacientemente. Puso con dulzura una mano sobre las de ellos y dijo:
—Tienen una vida por delante. Pero…
—Entonces nosotros podemos llevarlos y cuidar de ellos hasta que sean capaces de aviárselas por sí solos. Cuando muramos, ellos podrán seguir.
Jeff sacudió de nuevo la cabeza.
—No irán —dijo—. Está el asunto de los alimentos. Aunque hubiese algún medio desconocido para enviarlos solos, no habría bastante.
Se quedó pensativo durante un momento.
—Aunque tuviéramos un aparato automático para alimentarlos con regularidad y máquinas para que cuidaran de cada una de sus necesidades físicas, terminarían por sucumbir en su camino a través del espacio.
»Fíjese bien, Lucille, la nave sería la vida para ellos y encontrarían un planeta terrorífico y hostil comparado con las comodidades encerradas en ella. Nunca sobrevivirían solos.
—Tiene que haber alguna forma.
Jeff miró por la boca del tubo.
—Puede que la haya —dijo lentamente—. Pero tengo que encontrarla.
Lucille le miró de nuevo.
—Por ellos, Jeff. ¿Puedo ayudarle?
—¿Usted?
Jeff fue interrumpido por un sordo rugido que venía de la parte trasera del edificio. Era un rugido desconocido para él, pero Lucille se quedó rígida cuando lo oyó y se llevó las manos a la garganta.
—¡La nave! —gritó con voz ahogada.
—¿Lo qué?
—Mi nave espacial. ¡Ese rugido lo producen los chorros!
Jeff se lanzó afuera por la puerta de atrás. El aire estaba caliente, acre y girando aun locamente. Arriba, en el cielo, un pequeño círculo de puntos demasiados brillantes. El diámetro de él disminuía mientras lo observaban.
—Mi nave —gimió Lucille, señalando a lo alto.
Se volvió a Jeff, apenada y miserable.
—¿Es que no puedo hacer nada a derechas? ¿Todo tiene que estar mal?
Su cuerpo vaciló y Jeff tuvo que sostenerla. Sollozó sobre el hombro de él durante un momento; después se enderezó.
—Ahora —dijo entrecortadamente— no tengo ya nada.
Jeff sonrió comprensivamente, sintiendo lástima por ella.
—Usted puede ayudarme —le dijo.
No se dio cuenta de que estaba pagando con bien a quien le había tratado, en el pasado, tan mal.
Pero Lucille, sí. Reprimió el llanto, tragó saliva y se le vino a las mientes que ella nunca había ofrecido nada en la vida sin pensar en una recompensa de más valor de lo que ofrecía. El recuerdo de los días agotadores, de tensión y miedo se mezcló con la emoción del momento y, una vez más, vaciló y se apoyó en Jeff. Él la sostuvo delicadamente.
—¡Jeff! —exclamó ella con voz ronca.
—Dígamelo mañana —contestó él dulcemente.
La cogió en sus brazos y la llevó adentro.
Jeff volvió a su laboratorio para seguir trabajando, pero con él iba la imagen de Lucille dormida; de su rostro descolorido y de sus ojos cerrados.
Lucille durmió, abarcando con sus brazos a los dos gemelos, en la cama de Jeff.
Charles Horne estaba radiante de alegría por el funcionamiento de los cohetes Roman que, desde hacía horas, impulsaban a la nave después de haber despegado del laboratorio de Jeff. La puso a la velocidad acostumbrada, una vez que estuvo en la estratosfera, sin prestar, en el primer momento, la debida atención al aire que, silbando, se escapaba por los orificios del casco.
Después, al comprobar que esos agujeros debían ser taponados, Horne llevó la nave robada hacia el norte, en Minnesota, donde tenía una cabaña, para pasar los veranos, junto a un lago.
De un almacén cercano que estaba sobre una vía muerta del ferrocarril, Horne hurtó el equipo de una soldadora de acetileno y dedicó un día entero a hacer pruebas hasta que aprendió a soldar, aunque bastante mal, el aluminio.
Cerró la mayoría de los agujeros que pudo ver, y luego remontó la nave a una altura suficiente para que una buena proporción del aire interior quedara expulsado. Después, dejó que la nave se posara sobre el lago y, dando una vuelta por el interior, fue marcando los lugares donde se veían chorritos de agua que entraban por haber en el interior una presión más baja. Al atardecer del cuarto día era ya un perito soldador y tuvo que dedicar la mayor parte de la tarde en volver a soldar algunos de sus anteriores intentos que resultaron ser puras chapucerías.
En la mañana del quinto día, Horne estaba ya listo para intentar la primera fase del plan. Llevó la nave espacial hacia el norte del Atlántico y, armado con una lista de los barcos que zarpaban indicando fechas, horas y tonelaje, Horne localizó a uno de ellos, de unas cinco mil toneladas, cargado de cereales.
Sin preocuparse por la superestructura del barco, Horne hizo que la nave espacial se pusiera a balancear su cola sobre él hasta que los chorros chamuscaron la pintura de la cubierta, rizó los mástiles de acero y echó a volar la antena de la radio y los vientos, transformados en gotas fundidas. El puente lo convirtió en una ruina incandescente y todo lo construido de madera, en la superestructura, se oscureció e inflamó casi instantáneamente.
Los marineros que estaban sobre la cubierta murieron en seguida, y los que corrieron arriba para ver qué pasaba, se encontraron con un chorro de llama atómica que los eliminó mientras corrían.
Durante una hora hizo que la astronave diera vueltas sobre el barco, bañándolo en radiación atómica hasta que estuvo seguro que todo hombre, incluso bajo cubierta, estaría muerto.
Después, Horne hizo descender la nave hasta hacerla descansar sobre el resto del barco, ajustándola en el hueco de la tostada superestructura. Necesitó horas enteras para amarrar la nave espacial al navío con cables y cadenas que cogió del pañol.
Confiando en la Providencia, Horne puso en marcha los chorros y esperó.
La nave espacial y el barco se movieron. La fina proa quedaba casi sumergida, debido a que la fuerza impulsora estaba situada demasiado alta en relación con el nivel del agua. Horne aumentó la velocidad. Puso en marcha los chorros inferiores, y la proa se elevó ligeramente.
Aumentó aún más la velocidad. El navío corría sobre el agua más rápido que nunca en su vida. Se elevó, hasta rozar sólo la superficie del mar, más tarde sólo las crestas de las olas. Finalmente, Horne hizo que la proa de la nave se dirigiera francamente hacia el cielo.
Goteando, el navío abandonó la superficie del mar y se elevó.
Ganando velocidad, Horne se encaminó directo hacia el espacio abierto. Unas horas después, Horne, liberado de la Tierra, consultaba su mapa sideral. Localizó a Proción fácilmente y se dirigió hacia la estrella con toda la velocidad que el Cohete Roman era capaz de alcanzar.
La Tierra era un punto perdido en el espacio cuando Horne cortó las amarras para soltar al navío. La velocidad alcanzada estaba muy por encima de la velocidad de escape para apartarse de la Tierra y del Sol. Iría, hora tras hora, día tras día quizás año tras año, surcando el silencioso y negro espacio hacia Proción, la carga conservada por la falta de aire. Cuando lo alcanzara de nuevo, de aquí a unos días o años, el grano estaría en buenas condiciones.
El casco de una sola embarcación cargado con alimentos y demás pertrechos, no era suficiente para un viaje por el vacío hasta encontrar otra estrella, pero muchos, con víveres agua, aire, carne, vegetales, tabaco, licores, telas, juegos, libros, herramientas y medicinas —casco tras casco arrebatados del océano y lanzados al cielo— serían la solución. Algunos se perderían, pero los más podrían ser localizados más tarde con el radar y ser recuperados.
Horne no esperaba conseguir los barcos a intervalos regulares y colocarlos cerca del último que formase la larga caravana, pero una vez que todos ellos fuesen liberados, uno a uno, de la atracción terrestre, tenía pensado unirlos con cadenas cuando navegaran por el espacio. El tirar de ellos después, sería como coser y cantar.
¡Que los hombres siguieran burlándose de la posibilidad de viajar hasta las estrellas!
Horne saltaba de alegría cuando vio cómo el primer vagón de su tren, cargado de suministros, se desvanecía en el cielo. Aminoró la velocidad de la nave con objeto de volver a la Tierra. Hacía falta una rara mezcla de inteligencia y crueldad para sobrevivir. El hombre, en la persona de Charles Horne, era capaz.
El invierno era templado. Los fríos con los que comenzaba el otoño, se redujeron a lo que podría llamarse tiempo fresco. La actividad del Sol, cada vez mayor, conservaba la temperatura por encima de la necesaria para que no helara, aunque el calendario iba ya por el mes de diciembre.
El hemisferio Sur comunicaba que el verano era caluroso.
Cuando el invierno decayó para comenzar la primavera, el termómetro señaló un aumento de temperatura que jamás se había conocido antes.
El Sol tenía un aspecto amenazador. Resultaba insoportable. El uso de gafas ahumadas se hizo necesario. El Sol barrenaba con sus rayos ardientes desde un cielo colérico. Podía mirarse a través de gruesos cristales o proyectando su imagen sobre la pared o una hoja de papel blanco, haciéndolo pasar por el agujero de un alfiler o por una lente de gran distancia focal.
Entonces, la miríada de manchas solares podía verse y sus puntos opuestos, de gran brillantez, se veían como poseídos de un movimiento de hervidero que recordaba un metal brillante al separarse de la escoria en un horno de fundición.
La aurora boreal se presentaba en la noche deshaciendo las transmisiones inalámbricas, desbaratando todo programa de televisión y obstruyendo con frecuencia el terreno de las ondas durante horas. Los dispositivos magnéticos actuaban caprichosamente, y los compases de los barcos no marcaban en dirección fija en días nublados y noches tormentosas. Sólo con el cielo despejado podían mantener el rumbo.
La gente seguía trabajando, pero sólo lo suficiente para mantenerse con vida. La ambición no existía, el hacer planes para el futuro no tenía razón de ser.
En los últimos días de marzo, Lucille Roman se despertó una noche a causa de su sueño inquieto. Hacía un calor insoportable. Golpes de luces se sucedían constantemente a todo lo ancho del horizonte, antecediendo al murmullo de truenos distantes.
Lucille estaba empapada en sudor. Sintió ganas de fumar. Se levantó despacio para no despertar a los gemelos, fue al cuarto de baño y se duchó. Cuando terminó, fue a la sala de estar buscando un cigarrillo.
Jeff no estaba durmiendo en el sofá del estudio; debía estar trabajando y tendría cigarrillos.
Bajó las escaleras.
Jeff estaba de pie, ante el gran túnel del subespacio, presenciando el funcionamiento de un pequeño betatrón que lanzaba su cono de rayos gamma a la boca del tubo. Estaba absorto y no oyó entrar a Lucille. Esta se dio cuenta de su concentración y cogió un cigarrillo del paquete que había en la mesa. Lo encendió y se sentó sin hacer ruido.
Estuvo observando a Jeff durante más de media hora. Jeff permanecía inmóvil la mayor parte del tiempo, moviéndose sólo cuando algo requería un ajuste o se necesitaba alguna comprobación. Tomó una serie de notas, consultando las últimas páginas del bloc con regularidad.
Lucille supuso, y estaba en lo cierto, que Jeff estaba comprobando por segunda vez un punto importante de sus experimentos interminables.
En algún lugar situado más allá de aquel túnel. Jeff esperaba encontrar un futuro para la raza humana, un medio de supervivencia para los de su propia especie.
Jeff acabó e interrumpió bruscamente el funcionamiento del equipo.
—¿Ha habido éxito, Jeff? —preguntó Lucille.
Él se volvió. Lucille pudo ver por la postura de sus hombros y la mirada abatida de sus ojos que las nuevas eran malas.
—¿Y bien?
—No puede ser —dijo.
—¿Qué pasa?
Jeff miró una vez más al túnel que estaba ahora en reposo. Sacudió la cabeza.
—Es un universo completamente extraño —le dijo—. Es impenetrable.
—Pero… No comprendo.
Él sonrió con tristeza.
—Cuando se lanza la materia más allá de la barrera divisora, se transforma en energía radiante. La energía radiante que penetra en el subespacio, que es lo que he hecho ahora, emerge en el otro lado en forma de materia con una masa equivalente, pero perdiendo el porcentaje de conversión.
»Podemos penetrar fácilmente en el subespacio, pero cuando estuviéramos en el otro lado seríamos reducidos a pura energía.
Jeff se dejó caer en la silla que había junto a la mesa.
—No es una buena noticia —exclamó—. ¡Estamos perdidos!
Inclinó la cabeza y se quedó mirando fijamente al suelo. Sus ojos aparecían hundidos: su rostro, demacrado. La desesperanza redujo su vitalidad. Durante unos minutos permaneció así, sentado envuelto en una neblina mental. Lo único que se escuchaba en el edificio era su respiración y el ruido que producía Lucille al expulsar el humo del cigarrillo.
Jeff se hundió aún más en sus pensamientos, pero todo resultaba ser un círculo vicioso. El problema estaba en poder atravesar la misma línea que había creado. Seguía sentado, medio dormido y medio hipnotizado. La tensión tan angustiosa le impedía relajar sus miembros.
Lucille apagó el cigarrillo y miró a Jeff. Su frente arrugada denotaba su preocupación.
Antes de que su imperio económico empezara a desmenuzarse, Lucille había estado demasiado inmersa en su negocios tan complejos como para intentar siquiera comprender a Jeff. Lo poco que pensó sobre él resultó, en resumidas cuentas, el tener un concepto desfavorable de él, porque ella creía que estaba asociado con su enemigo de finanzas, Charles Horne. Ahora sabía algo más pero, inexplicablemente, todo lo que había aprendido sobre Jeff le hacía ser, simplemente, más enigmático que nunca. Se sentía desorientada.
Lucille se había imaginado que ahora, con la mente libre de preocupaciones en cuanto a sus negocios, podría estudiarle y observarle como si fuera un informe corporativo, y llegar a formar un retrato fiel de aquel conjunto de cosas que lo hacía tan difícil de captar. Pero a pesar de conocer sus opiniones y su forma de actuar, permanecía tan ilegible como un libro de sánscrito. Un libro que despertaba en ella una vehemente curiosidad.
Durante toda su vida había sido adiestrada para manejar personas y situaciones difíciles, de tal forma que siempre se sacara de ellas una ventaja, un aumento de su riqueza o de sus propiedades. Ahora ella echaba de menos lo que había perdido más bien porque constituía un símbolo de sus éxitos que por las lujosas comodidades que le habían proporcionado. La simpatía que Jeff le demostraba tenía que agradecérsela más intensamente, porque Jeff no había sido nunca rico y por tanto era incapaz de comprender la amargura de dejar de serlo.
Al pensar en el carácter de Jeff siempre se encontraba con que había errado, con que no le había comprendido. El despiadado pero emocionante juego de obtener dinero, o poder, o placer, no significaba nada para Jeff. Le tenía simplemente sin cuidado. Sin embargo, ella estaba convencida de que estaba lejos de ser un estúpido.
Trabajaba en grandes y misteriosas máquinas de las cuales ella sabía tan poco como él de los intrincados problemas estructurales de las corporaciones y sus enmarañadas correlaciones. Y mientras Lucille había estado, tiempos atrás, orgullosa de su habilidad para el manejo de las matemáticas financieras que realizaba con la rapidez de una maquinaria, Jeff hacía fácilmente juegos malabares con símbolos estrafalarios de las matemáticas puras que estaban, definitivamente, más allá de su capacidad intelectual.
De pronto se dio cuenta de que, le gustara o no, se iba apartando rápidamente de los valores que había siempre conocido. Hacía sólo unos días que miles de personas habían dependido de ella, de su facultad de dar o quitar empleos, prosperidad e incluso con ello, la propia vida, pero ¡qué desconcertante era que se hubiesen vuelto las tornas! Ahora se encontraba con que su misma vida dependía de este científico, un joven que, por otra parte, había demostrado siempre una irritante falta de respeto por una empresa industrial tan recientemente iniciada.
Se mordió los labios. Lo que pasaba era que… no iba la cosa bien. Sólo con que pudiera conocerle mejor y adivinar sus reacciones podría intentar, con buenas posibilidades, situarlo en el lugar que realmente le correspondía, y, por tanto, al menos parcialmente, salvar su orgullo herido. Pero teniendo a la vista una completa y definitiva destrucción, ¿qué podía hacer ella? ¿Qué debería hacer?
Simultáneamente, reconocía que pequeñas chispas de miedo saltaban de su persona socavando su arrogancia y embotando su aguda facultad de razonamiento.
Intentó aplicarse en la tarea que Jeff le había asignado. Una tarea que, estaba segura, podía desarrollarla él con los ojos vendados y en el tiempo que canta un gallo, pero ella, sin embargo, no podía concentrar su atención. ¿Cómo poder hacer nada en estos días angustiosos sino arrastrarse por una viscosa desesperación?
Pero Jeff, sí, seguía trabajando y, a menudo, ensimismado tanto en sus pensamientos que cualquier otra cosa quedaba excluida.
Ella había medio comprendido por qué un hombre puede pensar y trabajar con tal de eludir una muerte casi cierta. Conocía la definición de un ser racional, el que con sólo cinco minutos de vida gasta cuatro en pensar un plan y uno en ejecutarlo. Pero ella, y muchas otras personas, estaba tan paralizada por el miedo que el pensar claramente le era imposible.
Y Jeff trabajaba y trabajaba y cuando se había convencido de que estaba derrotado, seguía allí aún, pensando.
—Jeff —dijo—, ¿qué clase de hombre es usted?
—¿Yo? —preguntó con torcida sonrisa—. Pues en este momento un fracasado.
—Pero…
—Esto se ha acabado —le dijo—. Es el fin. No podemos atravesar el velo e ir al subespacio. Es una respuesta contundente.
Se echó hacia atrás y quedóse mirando al techo.
—¡Pobres chiquillos! —dijo en un suspiro.
Se frotó los ojos con el dorso de la mano y se levantó.
—¡Uff! —dijo con aire de completo abatimiento.
—¡Oh, Jeff! —gritó Lucille.
Le agarró por los hombros y lo atrajo hacia sí. Él, medio sentado en la mesa, quedó junto a ella. Lucille acunó la cabeza de Jeff en sus brazos y la apretó contra su pecho. Se balanceó, meciéndolo dulcemente susurrándole un murmullo consolador con voz suave y lenta.
Jeff se zafó en seguida.
—¿Por qué seguir intentándolo? —preguntó entre dientes.
Lucille puso una mano en la mejilla de Jeff.
—Siempre hay esperanza —dijo suavemente.
Jeff sacudió la cabeza.
—¿Qué más podemos hacer?
De pronto se dirigió a la enorme celosía en la que comenzaba la ventana al subespacio.
—También podemos abrir esto —dijo—. Sería todo tan rápido que el sistema nervioso no tendría tiempo de registrar nada. Seríamos liberados instantáneamente de esta angustia interminable y…
—¡Jeff, no!
—¡Oh!, no lo haré —dijo resignadamente—. Pero no hay nada por lo que valga la pena vivir.
Dio un profundo suspiro, sacudió la cabeza como para desprenderse del abatimiento y quedó en pie, firme.
—A trabajar de nuevo —dijo con un tono de falsa decisión.
—Eso es lo que hay que hacer, aunque la nova nos sorprenda manejando los mandos y tomando nota de las mediciones.
—¿Qué estudiar ahora? —preguntó Lucille.
Incapaz de sugerir nada, hacía preguntas sólo con la esperanza de encauzar sus pensamientos hacia caminos menos peligrosos que la contemplación del fracaso.
—Intentarlo otra vez, me imagino —dijo Jeff.
Volvió con sus instrumentos.