XIII

En un lugar remoto de las Montañas Rocosas, Lucille Roman probaba el amargo sabor de la derrota por primera vez en su, hasta ahora, egocéntrica y victoriosa vida. La nave estaba inservible para surcar los espacios porque a ella le faltaba tanto la habilidad como el equipo necesario para soldar los agujeros de balas del casco.

Aunque estuviera en condiciones de navegar, no sabía a donde ir.

Durante toda su vida había cantado victoria. A menudo por pura suerte, aunque con más frecuencia por el resultado de su nativa astucia para manejar y engañar a la gente mediante su belleza o su dinero. Varias veces había estado muy cerca del fracaso, pero su proximidad le había servido simplemente para enrigidecer su voluntad y esforzarse en luchar con el vigor suficiente para conseguir el triunfo.

Y ahora estaba perseguida y era odiada por todos los hombres. Desconocía las noticias más recientes porque ya hacía tiempo que había desechado la radio por sus constantes lamentaciones sobre el inminente desastre.

A pesar de su habilidad para dirigir y gobernar a la gente, nadie la escuchaba ahora porque había perdido su poder de coacción. En lugar de ser adulada por sus riquezas o de ser reconocida como indiscutible dirigente, la gente la atacaba ahora con insidia por creer que era la responsable de la hecatombe.

Desde luego, Lucille no era, de ninguna manera, un científico. Su conocimiento de las ciencias era pequeño, y ella lo reconocía así. Siempre había sido capaz de rodearse de los mejores cerebros. Prefería eso a atiborrar su cabeza con lo que, para ella, eran hechos y teorías estúpidas y carentes de interés. Era mejor que las inteligencias se utilizaran para lo que estuvieran mejor capacitadas.

Que el pensador pensara y el hacedor hiciera. Aquel que pudiera pagar cerebros que comprara aquellos cuyos propietarios no podían hacer tal cosa, o no lo deseaban, y que los utilizase para amasar riquezas. De esa forma la ciencia salía ganando y el financiero alcanzaba también su meta.

Pero allí estaba ella, completamente ignorante de los hechos y casi dispuesta a aceptar la responsabilidad de haber empujado el Sol al camino de la nova. Si hombres prominentes habían dicho que había sido el Cohete Roman, ¿quién era Lucille Roman para discutir el asunto con ellos?

Por eso, mientras la radio, la televisión y la prensa explicaban la teoría de Jeff Benson sobre la nova, Lucille Roman se hallaba sentada en un remoto y solitario lugar, mordiéndose las uñas inconscientemente, escaseando cada vez más de alimentos y agua.

Abrió su última lata de paté de foi gras y tuvo una pequeña sonrisa al pensar en la ironía de una Lucille Roman comiendo en una lata en lugar de hacerlo lujosamente en los cubiertos de porcelana china del Royal Crown Derby a la luz de las velas con servicios de plata y un mayordomo a su disposición.

Sacó agua del tanque y bebió, aunque hubiese preferido un baño.

Después, haciendo frente a la posibilidad de morir de inanición, Lucille Roman se decidió por el mal menor: arriesgarse a ir donde procurar alimento y agua.

Remontó la nave y se dirigió hacia el Sur; hacia la pequeña ciudad industrial que debía su existencia al gran dique que procuraba el riego para el distrito y energía para tres estados…

Big Ed era el primero de la cola cuando llegaron los periódicos de la ciudad. El boletín de noticias de la radio resultaba incompleto. Para darse uno un atracón de noticias con el que disfrutase el paladar, reflexionar y comentar, no había nada mejor que el periódico. Por eso, cuando los paquetes fueron descargados del tren, Big Ed y la mayoría de la gente de la ciudad, estaban esperando.

Como es usual en esos casos, la edición a provincias del Blade era escasa en asuntos de interés puramente local, y la historia de que Lucille había sido liberada de los cargos por la inestabilidad solar fue, naturalmente, acallada. Las grandes noticias eran los últimos acontecimientos y especulaciones sobre el estallido solar.

En una revista gráfica la portada podía haber estado adornada con Lucille Roman siendo escoltada al salir de la cárcel, porque Lucille constituía un material excelente para fotos, pero Lucille no había sido encontrada y por tanto su salida de una prisión repugnante era absurda. No era posible obtener foto tan adecuada.

En lugar de ello estaban las fotografías de Jeff Benson y de sus instrumentos, una página entera de instantáneas mostrando los progresos de las manchas solares y algunas huellas de las protuberancias extraídas del archivo-cementerio del periódico y usadas porque resultaron excitantes después de haber sido retocadas por artistas con más imaginación que conocimientos científicos.

Para darles el debido crédito, los periodistas hicieron lo posible para explicar a su público las teorías de Jeff Benson. El que recalcaran indebidamente algunos conceptos poco merecedores de ello e hicieran un trabajo chapucero, no es culpa suya. Si hubieran sido capaces de comprender la teoría en su totalidad, hubieran sido más bien científicos que periodistas.

Por eso parte del informe decía:

La energía que se convierte, pierde o transforma de energía potencial a cinética, o de cinética a potencial, no es transformada completamente, según la teoría del famoso y joven físico Jefferies Benson. Un pequeño porcentaje de esa energía es obligada a penetrar en el subespacio donde se almacena como el aire en un balón de fútbol.

Cuando la cantidad de energía alcanza el punto de ruptura, el subespacio estalla, en forma parecida a como lo hace el balón cuando se le obliga a admitir demasiado aire. Cuando esto sucede queda libre la energía para volver a este universo. Esta es la causa de la nova.

Tal era el cogollo de la teoría. Pero lo que los periodistas no supieron comunicar, con la debida claridad, era la ridícula proporción entre la que se transformaba en el núcleo del Sol y la igualmente transformada en las más poderosas instalaciones fabricadas por el hombre.

Por eso Big Ed se volvió a los que le rodeaban y masculló:

—Energía, ¿eh?

Los demás asintieron, dándose cuenta en seguida de lo que quería decir.

—¡Debemos detener su producción! —gritaron. Treinta segundos después estaban ya armados en dirección a la enorme presa de la planta hidroeléctrica. No se daban cuenta que ellos mismos transformarían una cantidad de energía al destruir la presa equivalente a la que estaba en ese momento transformándose. Desconocían el hecho de que la instalación hidroeléctrica podía seguir funcionando durante una eternidad sin que eso significara, ni por un instante, que sirviera de percutor para una explosión solar.

Lucille Roman se mantuvo como colgada sobre el dique, vigilante. Los hombres que lo guardaban permanecían de pie sobre el ancho camino de hormigón que corría sobre lo más alto de la construcción, y le saludaban moviendo los brazos. Ninguno de ellos estaba armado con un rifle, ni parecían mostrar el menor signo de cólera. Sus gestos eran amistosos. Le saludaban sin expresar la menor ira.

Podía ser una trampa, pero Lucille tenía que recibir ayuda o morir, y el morir era inevitable de todas formas. Por eso Lucille Roman, que no tenía nada que perder, hizo descender la nave espacial sobre un plano, al nivel de la enorme presa, y esperó. Los hombres corrieron, a lo largo de la carretera, hasta llegar a la nave.

Cautelosamente, Lucille abrió la puerta y se asomó.

—¡Salga! —le dijo el primero que llegó.

Lucille permaneció en la salida, temblando de miedo, impelida por la necesidad.

—Yo soy Tom Lichty, el encargado. ¿Puedo hacer algo por usted?

—Necesito agua y alimentos. Pero…

—Acabamos de escuchar las noticias. Es usted una mujer afortunada, señorita Roman.

Lucille pestañeó.

«¿Afortunada?» —pensó.

Descendió hasta tener los pies sobre el hormigón.

—¿Cómo es eso? —preguntó anhelante.

—¿Qué pasa? ¿Ese cacharro no lleva radio?

Lucille asintió.

—Lo lleva, pero todo lo que pude oír fue acerca del ofrecimiento que habían hecho por mi cabeza. Lo apagué.

—Entonces usted no conoce las noticias. Un tío llamado Jeff Benson acaba de convencer al Departamento de Estado de que el cohete de usted no ha provocado la nova. Usted ha dejado de ser una criminal. Es tan libre como un pájaro.

Lucille se apoyó en la nave y dio un profundo suspiro. El cese de la tensión fue instantánea y la reacción terrible. Su vuelo había sido su primera experiencia de ser perseguido por los hombres, profesionales de la caza de fugitivos de todo el mundo. Sus nervios habían sufrido una prueba hasta llegar al límite de su resistencia.

Lucille Roman no había tenido nunca un tropiezo con la ley, y el experimentar un terror que detenía la sangre en las venas, el comprobar la falta absoluta de ayuda, el no saber adónde ir ni a quién acudir habían constituido una amarga conmoción.

¡Y ahora otra vez era Benson! Lucille sacudió la cabeza lentamente. Tenía que admitir a la fuerza que el joven científico le importaba poco el que ella le estimase, y el astuto manejo de peones y torres contra un adversario, no significaba nada en su vida tan atareada.

Ella sabía que él era honrado y veraz, que si Jeff Benson creía que el Cohete Roman no era responsable de la nova, el hecho de que él tuviese razones para no gustarle su propietario no lo detendría a liberarla de semejante responsabilidad. Otra clase de persona se habría alegrado secretamente y falseado la verdad para poder sentir la satisfacción interior de saber que ella estaba en apuros.

Pero aquello no le ayudaba a comprender a Jeff. El hecho de reconocer que él tendía a ser honesto no la capacitaba para comprender el por qué. Él pudo haber ganado, aunque ella no podía ver justamente cómo. ¿Qué le hizo a él confiar?

Lucille no lo sabía, ya que ella se había educado en un ambiente donde la honradez era más perfecta cuando estaba controlada por el interés, donde el estar técnicamente de acuerdo con la ley era más importante que estarlo éticamente.

No era que Lucille Roman se negara a prorrogar el vencimiento de una hipoteca sobre una finca para expulsar al pobre y desgraciado indigente a la nieve, pero ella consideraba que el golpear sin piedad a otro financiero, cuando se jugaba gran cantidad de dinero y la supremacía en un mercado, era la más bella forma de juego. Aquello era más bien un deporte, aunque no estuvieran en peligro los imperios económicos y no fueran barridos los directivos.

—Entonces, ¿soy libre? —preguntó en un suspiro.

Lichty asintió.

—Puede estar segura.

—¿Puedo comprarle agua y alimentos?

Lichty se echó a reír.

—Aquí hay un precioso lago, tras el dique. Dudo que pueda hacer bajar su nivel para llenar el tanque de agua. Tenemos un almacén. Podemos venderle algunas latas de conservas, lo suficiente para que pueda llegar al almacén más próximo en el que hacer un verdadero suministro. ¿Puede usted sacar la manguera?

—Hay una bomba de agua, pero sin manguera.

Lichty dio órdenes a sus hombres. Estos penetraron en el blocao, cercano a la nave.

Lichty trepó hasta la nave, inspeccionó la bomba y mostró su conformidad con un gesto. Fue con sus hombres y, cuando éstos salían cargados con una caja de conservas en latas, Lichty los siguió llevando una larga manguera hidráulica.

Pudo encajar y, en un minuto o cosa así, el agua era bombeada a los tanques.

Todos estaban ocupados; por eso no oyeron el primer rugido de la horda que se aproximaba.

Cuando Big Ed llegó con los encolerizados ciudadanos a la cresta de la colina más cercana, Lucille estaba en la cabina de la nave y Lichty, con su equipo, descansaban mientras él hacía una breve factura en una hoja de un bloc.

La muchedumbre, capitaneada por Big Ed, rugió.

Lucille empezó a chillar.

Lichty giró en redondo y gritó:

—¡Eh! ¡Quietos!

Uno de los guardias bajó, impresionado por la multitud, para apartarla, porque decidió hacerlo así en lugar de contraatacar instantáneamente. Lichty corrió hacia ellos gritando. El gentío se extendió cautelosamente tras él.

Pero Lucille había visto antes una multitud. Accionó bruscamente el interruptor que hacía cerrar la puerta, y cuando Big Ed llegó al llano, la nave espacial estaba ya cerrada.

—Ahí está Roman —fue el grito que se escuchó y una vez más la nave fue apedreada y agujereada por las balas.

Ella elevó la nave y la mantuvo en el aire indecisa. Lichty y su cuadrilla de obreros llevados abajo, a la retaguardia de la muchedumbre, y atados para que no pudieran interponerse.

Big Ed y sus ayudantes irrumpieron en el blocao del que salieron poco después haciendo rodar ante ellos un bidón rojo de acero.

Lucille sacudió la cabeza.

Dinamita o nitroglicerina, supuso.

Comprendió que un barril de explosivos no podía hacer más que un pequeño embudo en la densa mezcla de hormigón de la presa, pero si provocaba un daño real habría muchos que perderían la vida en el valle artificial y se produciría un desastre en las muchas ciudades que dependían de la instalación eléctrica para luz y energía.

Hizo descender la nave poniendo así una centelleante y ardiente cortina de energía pura entre Big Ed y el dique.

Un hombre avanzó corriendo para caer, como un saco, antes de llegar a una distancia de seis metros de los ocho tubos propulsores.

Después, por primera vez en aquel día, segura de sí misma, Lucille Roman elevó la nave y la condujo hacia la vanguardia de la multitud. Se dispersaron ante aquellos chorros calcinantes.

Se desperdigaron corriendo en busca de refugio, y se caían. Los chorros de calor que escupían los cohetes los chamuscaban; el aire se tostaba ante ellos y el piso de hormigón se calentaba tanto que, cuando se enfriaba, volvíase polvo.

Big Ed cayó de espaldas e impulsó el bidón. Este fue rodando hasta llegar al ondulante camino de la nave y estalló con un sordo rugido. La nave fue lanzada hacia arriba de golpe, se rehízo y permaneció suspendida tres metros más alta que antes.

Pero abajo el acero y el hormigón salió disparado desde lo alto de la plataforma, y fragmentos de escombros llovieron sobre la multitud.

Lucille apuntó la cola del Cohete sobre ellos una vez más, haciéndolos correr, en forma precipitada, en busca de refugio.

Abandonaron a Lichty y a sus hombres, dejándolos atados a la barandilla de acero, al borde final de la cerca, junto al dique.

Sabiendo que la multitud no volvería mientras la nave permaneciera por los alrededores, Lucille aterrizó en el cercado y abrió la cabina tan rápidamente como le fue posible. Liberó a los hombres de la presa y después, con ellos, volvió a la nave.

—Espere —dijo Lichty.

—¿Por qué? —preguntó ella sin aliento.

Lichty sonrió con indulgencia.

—No vamos a ir a ninguna parte.

—Pero ellos volverán.

Lichty sacudió la cabeza.

—No —dijo—. La masa es así. Tiene poca decisión. Recuerde, usted no está muy lejos del Estado en que se acostumbra enviar al instante a un solo policía para apaciguar un alboroto. Ahora están desperdigados, y pronto el buen sentido y la vergüenza volverán a ellos y sentirán haber actuado como idiotas.

—Pero ¿qué va usted hacer?

—Tenemos mucha tarea, aunque no sea para mucho tiempo. Nos quedaremos.

—Pero…

—Encontraremos a Big Ed. Le daremos toda clase de explicaciones y dejaremos que cuide de los demás. Ahora…

Lichty fue interrumpido por una débil voz que salía del borde del llano. Se volvió intrigado y se encaminó hacia la última puerta. Lentamente, quizá con excesivas precauciones, Lucille Roman siguió a Lichty y a sus hombres, preguntándose qué clase de hombre podía pasear en tal peligro sin sentir un espasmo en el estómago.

Al grito se le unieron dos desfallecidos lamentos. Ella se asomó por detrás de Lichty mientras éste se inclinaba hacia alguien tendido en tierra. Dos hombres permanecían de pie, cada uno con un niño en los brazos.

La mujer caída en el suelo elevó la mirada dificultosamente.

—¡Usted! —dijo en un susurro y con un tono acusador y amargo que contenía tanto aborrecimiento como su cuerpo dolorido le permitía.

—¡Usted hizo esto!

—¡No! —gritó Lucille.

La mujer no la oyó.

—Usted hizo esto —dijo de nuevo, esta vez más débilmente.

Lichty se levantó y sacudió la cabeza.

—La ha golpeado un trozó de bidón de nitroglicerina —dijo.

—Usted hizo esto —repitió la mujer herida.

Su voz era un seco cacareo. Intentó levantarse, alzar una mano, señalarle con un dedo acusador.

Lucille sacudió la cabeza de nuevo. ¿Cómo podría decirle a esta mujer que ella no era culpable? ¿Cómo explicar a una mujer gravemente herida que ella, también, era sólo un inocente espectador de una catástrofe cósmica tan grande que las cabriolas del hombre y sus más grandes hazañas eran en comparación una solitaria mota de polvo?

—¿Quién es? —preguntó Lucille sin saber qué decir, pero sintiendo la necesidad de decir algo.

Lichty se encogió de hombros.

—No lo sé —dijo.

—Pero debemos hacer algo.

Lichty sacudió la cabeza.

—La esposa de alguien —dijo en voz baja—. Una curiosa que quizá buscara emociones. Vino para presenciar un espectáculo y se quedará para morir.

—¡Morir! —gritó la mujer.

Un golpe de energía la invadió y pudo sentarse con gran esfuerzo. Se apoyó en uno de los hombres de Lichty y miró a Lucille a los ojos.

—Usted hizo esto —gritó—. Usted ha matado…

No acabó.

El último gesto de vida que le quedaba lo utilizó en sentir cólera y odio. Murió aborreciendo a Lucille Roman; su cara mostró el gesto de impotente rabia cuando uno de los hombres de Lichty la volvió de espaldas y la cubrió con su chaqueta. Un descosido de ésta, producido por la multitud, cayó sobre una de sus manos, y los dedos salieron por él débilmente, abriéndose y cerrándose.

Lucille se tapó los ojos y se volvió de espaldas.

Un gemido infantil hirió sus oídos; dejó caer las manos para poder ver. Los niños, uno en los brazos de cada hombre, intentaban liberarse y correr junto a su madre.

Abatido, porque la ternura no llegaba fácilmente a los obreros de la instalación hidroeléctrica, Lichty se dirigió de nuevo a la nave espacial. Hizo como el que ignoraba los chillidos de los niños mientras sus hombres intentaban calmarlos.

—¿Qué haremos con ellos? —preguntó Lichty.

—Yo me los llevaré —dijo Lucille.

—¿Por qué? ¿Qué hará usted?

Lucille se encogió de hombros. Su boca estaba seca.

—Lo que sea —dijo en voz baja.

—No sea usted…

—Les ayudaré —dijo ella—. ¿Quiénes son?

—Eran los hijos de Jimmy Norberg.

—¿Eran?

—Norberg fue un desgraciado. Cuando dijeron lo de la nova decidió que había ya trabajado bastante. Sacó la pasta del Banco y se fue de borrachera. Al día siguiente se mató de un tiro.

—Dejándola sola —añadió Lucille con voz dura.

Miró a Lichty; después a los gemelos Un niño y una niña, de unos cuatro años. Un niño y una niña con una vida por delante de unos sesenta años.

Un niño y una niña que podían ser los nuevos Adán y Eva y en algún lejano planeta. Una pareja que podrían estar en plena juventud cuando el pasmoso viaje terminara y que podrían ser adiestrados para no padecer los terrores de un vuelo espacial de años en una pequeña nave metálica. Una pareja adiestrada para llevar la civilización nacida en las proximidades del Sol.

—Me los llevaré —dijo con decisión—. Puede ser que en vez de tener en mis manos la causa del fin terrestre, tenga el control de la futura actividad del hombre.