XII

Charles Horne se marchó furiosamente. Como miles de millones de otras personas, ligadas a este mundo, Horne no quería morir en la más espectacular de las combustiones cósmicas. Morir con pompa y ceremonia para compartir un monumento que atraería la atención de los seres sensibles de esta galaxia y de otras miles de millones de años, lo consideraba como una pequeña compensación al no poder morir tranquilamente de viejo y rodeado de las mayores comodidades posibles.

En este mundo sobrevivían los más capacitados, y el hombre lo estaba realmente. Siendo débil, el hombre se hizo dueño de su cárcel terrena porque tenía cerebro. Se elevó de los bosques y pantanos conquistando su dominio sobre las cosas que le rodeaban y donde los demás animales, la mayoría más fuertes y más prolíficos que él, no pudieron conseguirlo.

El hombre hizo frente al fuego y le discutió su terreno cuando otros animales huían aterrorizados, o morían porque no conocían al horrible elemento que todo lo destruía. Incluso, con el tiempo, el hombre introdujo el fuego en sus cavernas y le hacía trabajar para él.

Algo debía de hacerse; algo tenía que hacerse. Eso lo sabía Horne muy bien porque su egoísmo humano le hacía creer que era el más perfecto espécimen de su raza, destinado a gobernar algún día, no sólo la Tierra, sino los planetas del Sol y el universo entero.

El hombre, físicamente débil, es dueño de todo. Arrancadle sus ropas, su refugio, sus herramientas y sus medios de comunicación. Dejadle caer en una jungla desconocida, en la que abunden bestias feroces y serpientes venenosas, plantas y frutos que produzcan la parálisis o la muerte, y, como cualquier otro animal, ¿perecerá?

Quizás. Existe esa posibilidad; pero, dejadle que viva una hora y ya está armado con un garrote. Dejadle vivir un día, y al extremo de él, habrá atado una piedra, habrá tendido trampas para cazar y tendrá su refugio. Dadle una semana y tendrá la piel de una de sus víctimas, para abrigar su cuerpo desnudo y sin vellos, y la carne para comérsela.

Y al final de la semana los animales de la jungla darán al verlo un amplio rodeo, porque habrán comprendido que el hombre tiene un carácter peligroso.

El hombre llegó a ser dueño de la Tierra sólo porque éste amenazó su vida a cada momento a lo largo del camino que va desde el légamo y fango primitivo hasta las altas y rutilantes ciudades.

Ahora que el hombre podía cambiar la faz de la Tierra a su capricho, venía esta amenaza del exterior. El hombre tenía que hacer frente a esto de alguna manera y sobrevivir.

Horne miró el amanecer de otro día y sacudió la cabeza.

Uno de los principios en que se funda la habilidad del hombre para conseguir el dominio de lo que le rodea, es su sensible propensión a huir cuando un peligro real le amenaza. No siempre es necesario hacerse fuerte y luchar. A veces no es de sabio el resistir y combatir una batalla que se sabe perdida, y el Sol era eso, una amenaza que implicaba una derrota definitiva.

Por tanto, lo que había que hacer, de alguna forma, era huir. Abandonar al Sol antes de que se convirtiera en nova y dejar que lanzase sus imponentes llamaradas de energía sobre un conjunto de planetas deshabitados. Por lo tanto, había que evacuar bastante gente para recomenzar en algún otro planeta que ofreciera una oportunidad para sobrevivir.

¿Bastante? Eso significaba por lo menos dos personas.

Quizá, si la nova hubiese surgido antes, la esperanza de huir no hubiese prendido en cada pecho. Ahora todo el mundo sabía lo que la Nave Espacial de Roman, y una débil llama de optimismo brillaba en cada mente, tanto si el que esperaba tuviera probabilidad de utilizar la extraordinaria nave como si no. Horne no era el único que llegaba a esa conclusión. Resonaba una y otra vez en los corazones de billones de personas.

Sólo aquellos que estaban completamente convencidos del terrorífico alcance de la nova se veían sin esperanzas.

Sin embargo, Horne no era un ignorante. Sabía que el cohete parecía contar con una energía ilimitada. Había vigilado, tensa y atentamente, el despegue de su principal vuelo y no había visto ninguna vacilación en ese momento tan terrible en el que el éxito o el fracaso depende de un suministro a tiempo de combustible o de un tanque de oxígeno. En su lugar, el Chorro de Roman elevó la nave con el fácil esfuerzo de una locomotora eléctrica al arrastrar un solo vagón de pasajero.

Se elevó rápidamente a la altura máxima que el ojo humano podía llegar con la ayuda de gafas intensamente ahumadas. Los chorros dejaron trazadas sus ardientes huellas en un relieve nítido que tuvo por fondo el cielo sin nubes de un atardecer.

El Sol, a través de esos mismos cristales, se vio como un apagado disco rojo-púrpura. Los cohetes, sin embargo, eran cegadores. Cuando ya no lastimaban la vista, Horne apartó las gafas y rápidamente perdió la estela.

Maldijo cuando los cohetes lo ensordecieron, ya que se necesitó un poco de tiempo para que el cohete se elevara rápidamente. Agachó la cabeza para hacer que los zumbidos cesaran, sabiendo que cuando volviera a mirar hacia arriba, el cohete se habría ya marchado.

En el cielo, y tan alto que los ocho chorros parecían unirse para formar un diminuto punto cegador, volaba el cohete, incrementando todavía la velocidad hasta proporciones prodigiosas.

Horne creyó que el cohete Roman extraía la energía nuclear del interior del Sol. Si era así, entonces esa energía podría utilizarse para producir una aceleración continua, hora tras hora, hasta conseguir que la velocidad de la nave se aproximara una porción considerablemente a la de la luz. Alfa estaba sólo a cuatro años luz. Ocho años elevándose a través del espacio estelar no podría producir la muerte a un hombre que estuviera dispuesto a vivir.

Todo lo que Horne necesitaba ahora era echarle mano a la Nave Espacial de Roman y después conseguir de Jeff Benson que le explicara cómo debía manejarse.

¿Alimentos? Horne tenía ese problema resuelto. El principio era arrancar la nave a una mujer que lo odiaba hasta los huesos.

Pero, por otro lado, Lucille Roman permanecía muy bien oculta. Perseguida por atentar contra el Sol, acusada por gentes airadas de ser la asesina que produjo la muerte de los hombres que integraron la muchedumbre que había destruido su laboratorio y ejecutado a su jefe científico, era de esperar que no apareciera en ningún lugar donde pudiera ser reconocida.

Ciertamente, no parecía probable que estuviera en ninguna de sus otras instalaciones, ni en ninguna de sus casas del condado, pues mientras el gentío mataba al profesor Phelps y destruía al Laboratorio Roman, otras multitudes habían irrumpido en sus demás establecimientos, asolándolos. Su apartamiento era un caos y sus casas de campo habían sido quemadas hasta los cimientos. La muchedumbre, aunque encolerizada, había permanecido vigilante para que las llamas no prendieran en los bosques que las rodeaban.

Pero Jeff Benson dijo que tenía buenas razones para creer que el Cohete Roman no era responsable de la nova. Seguramente tendría razón. Jeff era una de esas personas raras en las que sus «puede ser» quieren decir, al menos, que hay un cincuenta por cien de probabilidades, y, en este caso, pese a la cautela tan característica de los científicos, «puede ser» significaba una certeza firme.

Por tanto, lo que había que hacer era vigilar a Jeff y esperar a que los científicos probasen su teoría. Después habría que sugerir a las autoridades que visitaran a Jeff, quien les haría escuchar su teoría antes de que se lo llevaran detenido por parecer que experimentaba peligrosamente con el Sol.

Jeff demostraría la certeza de su opinión una vez que él mismo estuviera convencido. Con ello libraría a Lucille Roman de la acusación principal y haría que ésta pudiera volver a la civilización.

Horne se encogió de hombros. Él podría conseguir la nave espacial aunque estuviera encerrada en Fuerte Knox. Y si estuviera aparcada o vigilada en cualquier otro lugar menos inaccesible, sería mucho más fácil.

Por eso Horne fue un visitante asiduo al laboratorio de Jeff durante las siguientes semanas. Presenció el desarrollo del primer chorro, desde una cosa pequeña hecha de partes extrañas y un lío de cables a un poderoso instrumento que ocupaba la atención de Jeff Benson, tan profundamente, que a menudo olvidaba la presencia de Horne.

Las cartas iban y venían a diario entre Jeff y el profesor Lasson, y entre carta y carta iban adelantando ambos en su tarea. Lasson vigilaba atentamente al Sol y a la galaxia mientras Jeff pulía un ángulo aquí y desenredaba un nudo allá, e inmediatamente lo escribía a Lasson o lo llamaba por teléfono para decirle qué era lo que a continuación había que indagar. Y entonces, un día, Jeff Benson se puso a dar vueltas asintiendo a sus propios pensamientos. Dio la casualidad que era uno de los días que Horne había ido a vigilarle.

Aquella noche Horne escribió una carta cuidadosa a Washington y Jeff, unos días después, tuvo visita.

Fueron cinco los que llegaron. Miradas severas y rostros austeros. Eran un oficial de policía uniformado, dos jóvenes con la fría, limpia e inteligente mirada de funcionarios ejecutivos del gobierno y dos señores de edad que, a pesar de sus años, tenían ojos brillantes y andares firmes.

—¿El señor Benson?

—Sí.

—Capitán Hansen de la policía de Chicago. Yo soy Fred Colé y este Louis Freeland del F. B. I. Este señor es el profesor Logan, del Departamento Técnico Federal, y aquí el Subsecretario de Estado, señor Scarland.

—Es un honor.

—Queda usted arrestado, señor Benson.

—¿Yo?

—Nos han comunicado que está usted experimentando con energía solar.

—Pero yo…

El profesor Logan miró por encima del hombro de Jeff y asintió.

—Lo está.

—Pues, sí —admitió Jeff—. Pasen, por favor.

Entraron. Desde luego, lo habrían hecho de todas formas aun sin la invitación de Jeff.

Fred Colé dijo:

—¿Sabe usted que esto es ir contra la ley?

—Lo sé. Pero puede ser nuestra salvación.

—Ha sido la causa de nuestra ruina.

—Eso no es cierto.

—¿Tiene usted pruebas?

Jeff sonrió de mala gana.

—¿Las tiene usted de lo que dice?

—La afirmación de unos cuantos físicos.

—Eso no es ninguna demostración. ¿Puedo enseñarles algo?

Jeff les mostró el pequeño chorro que estaba cubierto por un alto cilindro de cristal oscuro. Dentro, el chorro ardía con una diminuta lanceta de energía.

—Tengo pruebas —dijo Jeff—. Y ahora, caballeros…

—Le advierto —dijo el capitán Hansen— que todo cuanto diga podrá ser utilizado contra usted.

Jeff se quedó mirando fría y fijamente a Hansen.

—Estoy un poco desconcertado —dijo sarcásticamente—. Me extraña la actitud de prohibir, con esa insistencia, la investigación.

—Tenemos razones para creer que esto puede precipitar la explosión.

—Bien. A esa afirmación debo contestar diciéndole que no me importa. Puesto que me han sorprendido con el chorro solar y habiéndolo admitido, nada de lo que yo pueda decir puede aportar algo más al cargo que se me hace. Además, si me meten en la cárcel, o incluso si me condenan a muerte, ¿qué es lo que pierdo, sino sólo un poco tiempo de vida?

»Me parece que los amenazados con la extinción deben mimar cualquier clase de investigación en lugar de permanecer ociosos durante el corto período que les queda de vida. Ha llegado el momento de las grandes decisiones, caballeros. Por eso yo he escogido este camino. Y ahora, ¿puedo seguir?

El profesor Logan carraspeó para aclarar su garganta.

—Señor Benson, la única razón por la que a usted no lo metemos ahora mismo en prisión, es porque muchos hombres lo tienen a usted altamente conceptuado. Sin embargo, usted ha violado una ley…

—¿Ley? —preguntó Jeff burlonamente—. ¿Qué importancia tienen las leyes cuando el Sol va a hacer explosión?

Scarland asintió sereno.

Jeff hizo un gesto de agradecimiento al Subsecretario de Estado.

—Pues bien —dijo—, este chorro que ustedes están viendo, surge del más pequeño de los orificios. A pesar de eso mide noventa centímetros de alto y tres milímetros y pico de diámetro en su parte más ancha. El orificio espacial del que procede tiene un diámetro inferior a un micrón. Este es el prototipo del modelo Phelps.

»Con un trabajo similar a éste, Phelps desarrolló el chorro que impulsó a la Nave Espacial de Roman. Sin embargo, Lucille Roman es del tipo de personas que ven sólo en la ciencia una oportunidad para su propio progreso. No se ha preocupado de investigar nada, sino sólo de aquello que podía significar una promesa de tipo comercial. A pesar de todo, el profesor Phelps murió gritando que su cohete no extraía nada del Sol.

—¿Y no lo hace?

Jeff asintió.

—El chorro consiste en protones de alta energía, carbono, nitrógeno y oxígeno radioactivos, rayos alfa, beta y gamma. Las proporciones son exactamente las supuestas en un conglomerado de masa que sufra una reacción termonuclear y que fue llamada «Fénix Solar» por Hans Bether, su descubridor.

»Creo que Phelps pensó en la composición media solar —la mezcla de Russell— y echó de menos los principales componentes. Pero la composición media es meramente una consecuencia de la reacción energética principal. Si esto extrae la energía del Sol no deben esperar ustedes a que en su composición figure una buena cantidad de cenizas.

»Y ahora, caballeros, den la vuelta por aquí.

Hicieron lo que indicaba y miraron por la garganta de un tubo tapado con una celosía. Tenía dos metros y medio de diámetro y unos diez de largo. Algo parecido al esqueleto de un dirigible.

—Phelps no hizo nunca uno de este tamaño —sonrió Jeff con toda tranquilidad.

Hubo una estúpida carrera por salir de la línea de fuego de aquel poderoso tubo de propulsión solar.

—No teman —dijo Jeff—. No es peligroso, a menos que yo lo quiera.

—¡Apártese de ese interruptor! —aulló el profesor Logan.

Jeff se echó a reír.

—Este chorro, en pleno rendimiento, produciría una llama de un metro de diámetro y unos quinientos de larga. Una llama de aproximadamente, diez millones de grados centígrados.

—¡Jesús! ¡Qué arma!

—¿Arma? ¡Caramba! —exclamó Jeff—. Si lo pusiera en marcha, no solamente todo cuanto hubiese en la línea de fuego se convertiría inmediatamente en pura nada, sino que ninguno de nosotros podría vivir a mil metros de distancia.

—Las consecuencias serían una senda radiactiva de kilómetros de larga en dirección al eje de la llama, y con ella la devastación de una franja de tierra de kilómetros de ancha a ambos lados. El mismo aire se quemaría y estallaría hasta convertirse en partículas nucleares de sus componentes.

—Entonces, si no es un arma, ¿qué es?

—Es una ventana al subespacio.

—¿Al qué? —explotó el profesor Logan.

—Una ventana al subespacio. ¡Mire!

Jeff puso el interruptor en posición de contacto. A la mitad del tubo una cortina de luz mortecina apareció por un instante para desaparecer y convertirse en un verdadero pozo de oscuridad. Luces, como puntas de alfiler, se veían al fondo. Parecían estrellas.

Jeff asintió:

—Parecen estrellas —dijo, adivinando el pensamiento de los cinco—. Esto demuestra que mi teoría es cierta. El fallo en la conservación de la energía existe realmente. Cada puntito de luz es el foco inicial de una estrella que empieza a formarse más allá del velo que nos separa de ese universo y que crecerá hasta que el subespacio sea forzado a admitir energías para las cuales no ha sido creado.

—Pero ¿qué significa?

—Que las leyes naturales no rigen en ese otro universo. Ahora sabemos qué es lo que produce una nova.

—Siga.

—Al lanzar hacia arriba una piedra, se vuelca en ella una energía que retorna al caer. Cuando en el universo en que vivimos la energía pasa de un estado a otro, parte de esa energía se escapa para caer en ese otro universo al que llamo subespacio.

—La energía necesaria para elevar la piedra no se consume enteramente en ese trabajo Algo de ella penetra en el espacio. Cuando la piedra cae y golpea la tierra, la energía que vuelve no es toda la empleada. Algo penetra también.

—Hay una presión contra esto que crece hasta que el subespacio es impotente para soportarla. Entonces la energía almacenada estalla y la estrella hace explosión.

—¿Y una supernova?

—Nos es familiar la idea de que la supernova se produce cuando un Sol que agoniza llega a ser lo bastante frío para sufrir la última contracción, de acuerdo con la teoría de Chandrasekhar. Pero cuando las masas estelares se contraen hasta llegar al volumen cero, que será cuando la masa sea solamente medio millón de veces la de la Tierra, la contracción obliga a la materia en bruto a entrar en este subespacio.

—Toneladas tras toneladas de materia bruta, millones de toneladas, compuestas de simples núcleos apretujados en un estado de disolución, son obligados a entrar en este universo para inmediatamente, convertirse en masas equivalentes de energía bruta.

—Lógico, lógico. Pero ¿qué pruebas tiene usted?

—Como acabo de decir, la mayoría de las leyes de la mecánica celestial de este universo no concuerda con las teorías que parecen gobernar este otro. Miren. Cojo este chorro en miniatura y voy al otro extremo del tubo.

El negro túnel se encendió con una luz brillante que los cegó. La luz, imponderable y excesiva, chocaba contra un plano invisible que dividía al tubo en donde había estado la cortina de trémula luz cuando Jeff puso el conjunto en funcionamiento. A cinco metros, el enrejado de acero y cristal era un círculo de energía insoportable. Nada podía verse más allá de él. A los lados estaba el laboratorio de Jeff. No existía luz en el extremo donde Jeff mantenía el chorro. Ni siquiera su cara estaba iluminada.

—Pero ¿qué es esto?

—Esto es una variable del chorro —explicó Jeff—. Phelps no alcanzó nunca este punto. La intensidad del chorro es controlable por simples medios. Lo que ustedes ven, caballeros, es la superficie controladora que evita que la energía llegue a ser una simple y devastadora explosión.

—Pero ¿qué es esa luz tan terrible?

—Ustedes están mirando al subespacio a través de una ventana —sonrió Jeff.

Se volvió para mirarlos y, al hacerlo, la luz, al final del tubo, se apagó. Fue exactamente como si Jeff la llevase en sus manos. Ahora que no estaba al extremo del túnel la luz no era visible. Pero no murió rápidamente, como la de una linterna que se oculta de la vista por doblar una esquina o por colocarse detrás de una masa opaca, sino que murió lentamente, amortiguándose hasta desaparecer.

—Eso es energía bruta —explicó Jeff—. Energía en su estado esencial. Ya sea rayos gamma heterodinizados por mi máquina o partículas de energía que bombardean el material que separa al universo conocido del otro que ustedes han visto. En todo caso —dijo Jeff volviéndose al Subsecretario de Estado que seguramente no era capaz de seguir la discusión tan altamente científica— la energía se hace visible por mediación de este ingenio.

—Pero esa energía iba tras usted.

Jeff asintió.

—Esa energía es extraña a ese otro universo. Usted puede comparar la situación a la de un globo que se infla. Usted puede afirmar que esa energía se dirige a un espacio que le es extraño. Tratará siempre de volver, de salir, en la misma forma en que lo hace el gas de un globo.

El profesor Logan sacudió la cabeza escépticamente.

—Usted habla de energía conducida. Eso requiere a su vez energía, ¿no es verdad?

—Desde luego. Y tal como sucede con la energía utilizada para crear un campo magnético, que vuelve cuando se permite el cese de ese campo, esta energía vuelve cuando la perdida regrese a nuestro universo.

—En efecto —continuó Jeff gravemente—, esta porción de energía que produce la fuerza impulsora es la que en un momento dado cesa y produce una nova. Es como una especie de fuerza electromotriz al revés.

—Entonces, ¿el hecho de abrir un orificio para la vuelta de la energía trae consigo el que esa colección de partículas y energía bruta venga a la vecindad de la abertura?

—Sí.

—Pero ¿qué espera usted hacer con esto?

Jeff se encogió de hombros.

—Allí no hay planetas, que yo sepa —dijo en voz baja—. Sin embargo, por lo que hemos visto, no hay límite en la velocidad, tal como existe en este universo. Si podemos descubrir el medio de entrar y viajar por ese subespacio, entonces habremos descubierto el medio de emigrar.

El Subsecretario de Estado miró una vez más por el tubo. Se fijó en uno de los distantes puntos de luz y sacudió la cabeza.

—Siga con sus experimentos —dijo—. No voy a encarcelar a un hombre que puede llevar consigo su rayo de Sol particular.