XI

Cumpliendo su misión como articulista científico del «Chronicle», Jerry Woods llegó en avión desde la costa, a finales de septiembre, para interrogar a Jeff.

El Sol resplandecía, pero según los últimos informes, la temperatura no había sufrido nuevo aumento. Hacía simplemente un poco más de calor que el promedio para aquella estación y localidad. Sin embargo, los efectos psicológicos de la nova en el público se notaba fácilmente.

Jerry, al aparecer en el laboratorio de Jeff, vestía una ligera camisa de mangas cortas y llevaba la chaqueta bajo el brazo, aunque según el termómetro, lo apropiado era llevar un abrigo de entretiempo.

—Veo que sigue atareado a pesar de todo.

Jeff alzó la vista del banco, sonriendo.

—¿Por qué no? Usted sigue jugando hasta que el árbitro toca el final del encuentro, ¿no? Y, aunque sólo sea para mi propia satisfacción, quizá descubra algo interesante dentro de poco.

—¿Qué, por el amor de Dios?

—Bien… Hay este asunto del subespacio. Sigo convencido de ello.

—¿Qué ventajas puede ofrecernos?

—Si hay dos universos, uno junto al otro, quizá podamos encontrar un sistema solar cercano que no tenga el inconveniente de una nova. Por otro lado puede que seamos capaces de atravesar el espacio, hasta llegar a una estrella, en un tiempo más corto.

»Que en este universo no podamos rebasar la velocidad de la luz no es un axioma que tenga que cumplirse en otros universos. Muy bien pudiera suceder que la materia del Espacio Uno no estuviera sujeta a las leyes de la materia del Espacio Dos. Es posible que podamos ir hasta el final de la galaxia en un salto.

—¿Algunos resultados por ahora?

—No. Pero es un trabajo que mantiene a la imaginación apartada de la catástrofe. Estoy seguro de que esa fracción de energía tiene que ir a alguna parte. Pero ¿adónde?

—Esa energía suya se pierde, necesita un nombre, Jeff. ¿Deberíamos llamarla la Fracción Fatal?

—Llámela como quiera. Lo único que desearía es que no existiera.

—Usted y unos cuantos billones de personas. Pero escuche, Jeff, ¿sabe algo del Cohete Roman?

—Ni una palabra. Bueno, no exactamente eso, pero prácticamente nada. La mayor parte son conjeturas mías.

—Perdería algo de su objetividad científica si leyera las noticias que ha publicado la Universal y que acabo de obtener en la redacción del «Herald». Es un material al rojo vivo sobre el cohete. También acerca de Roman.

—¿Lo escribió usted?

—No, ¡por Dios! No puedo imaginarme cómo esa agencia de noticias ha tenido el valor de ponerla en los cables telefónicos. Sólo es una opinión, una idea, un rumor, sin un solo hecho concreto y sin una declaración que pueda comprobarse. Es una podrida mentira de posibles consecuencias desastrosas. Deberían fusilar a quien la ha inventado.

—¿Tan feo es el asunto?

Woods se apoyó en el único espacio libre del banco, cerca del teléfono. Había preocupación en sus ojos.

—¿Feo? Amigo mío, si esta historia la compara la prensa sensacionalista, como el «Blade» local, entonces es simplemente una nueva nova. Demasiadas gentes excitables quedan abstraídas por sus fotos compuestas, por los escándalos recientes, crímenes horripilantes y disparates pseudo científicos. Y, si no me equivoco, esta noticia forma parte de su menú. Los periódicos fidedignos no la tocarán, desde luego.

Miró la hoja de papel fino mimeografiado.

—Escuche esto:

»Que el nuevo cohete Roman pueda ser un factor importante en la exterminación de la raza humana es la opinión de numerosos científicos descollantes. Esta sorprendente declaración fue hecha pública hoy en una nueva entrevista por un conocido industrial y financiero que ha rehusado terminantemente identificarse.

»Afirmando que había sido elegido como representante de un grupo de eminentes científicos, a quienes no ha querido nombrar, ha declarado que el Cohete Roman, por el revolucionario uso que hace de la energía solar, puede ser una de las causas de la inestabilidad y por tanto de la próxima destrucción de la humanidad por el mazazo llameante de la nova.

»La forma exacta en que el Cohete Roman extrae la energía del Sol y la explicación de cómo ésta se usa, son secretos altamente vigilados por las Empresas Roman y por el inventor Louis Phelps físico e ingeniero jefe de la organización. Hoy, a última hora, el profesor Phelps no pudo ser localizado para que expusiera su opinión, y un representante de Roman se negó a recibir a los periodistas. Sin embargo, quince científicos de renombre, requeridos hoy por Universal, admiten la posibilidad de que el cohete de propulsión solar pueda haber tenido alguna influencia en el comportamiento del tan temido Sol. Todos negaron que conocieran al grupo de científicos mencionado más arriba y también rehusaron ampliar sus opiniones sobre la cuestión de que el Cohete Roman pueda ser responsable, en buena parte, de la extinción por el fuego que ahora se va a precipitar sobre la Tierra…

—¡Qué cochinada!

—Es lo menos que se le puede llamar.

Jerry colocó el fino papel sobre el banco.

—La historia sigue, con continuas citas de personajes anónimos, diciendo que Phelps descubrió la máquina solar al efectuar investigaciones sobre otras materias indefinidas hace cosa de dos años, precisamente cuando se han calculado que las modificaciones solares comenzaron. También se afirma que, antes de que el profesor Lasson hiciera sus primeras y alarmantes observaciones, un modelo del cohete, a escala reducida, estaba funcionando. Sin embargo, opina nuestro enmascarado personaje científico, en aquellos momentos la influencia del cohete sobre el Sol era probablemente tan pequeña como para haber sido imperceptible.

»Esta misteriosa voz de la ciudad hace hincapié en el hecho de que en cada catástrofe natural que el mundo ha experimentado, inundaciones, incendios, terremotos, hambre, huracanes, todo, el hombre ha sido capaz de remediarlo. Naturalmente, el gasto de vidas humanas y de dinero ha sido tremendo, pero la valentía se ha capacitado para hacer la gran labor de reparar los daños que a menudo él mismo había provocado.

»Pero ¿qué probabilidades hay de reparar la inconmensurable devastación que incluso el más pequeño agujero en el núcleo solar puede acarrear, aun siendo un pinchazo infinitesimal, quizá causado por el hombre, que aumenta en profundidad, tamaño y peligro hasta un incalculable y repentino grado?

—Leeré otro trozo de nuevo —dijo Jerry Woods mirando al papel—. Aquí es donde nuestro famoso, pero reticente vocero se subiría en un cajón y comenzaría a gesticular con los brazos.

»¿No hay defensa? ¿No hay solución? ¿Tenemos que permanecer inactivos y sin esperanzas, paralizados por el miedo, incapaces de la más ligera acción que demuestre que aún contamos con un resto de valor a pesar del holocausto que se avecina?

—Y ahora es —comentó Jerry— cuando nuestro amigo se lanza al ataque. Escuche:

»¿Qué sentencia deberíamos pedir para un individuo o grupo, culpable de haber desencadenado esta avalancha que muy pronto nos consumirá a todos con una bocanada feroz y ardiente? Seguramente somos bastantes los hombres que exigimos alguna forma de justo castigo, absurdo por lo inútil, pero necesario. ¿Es que no escucháis las voces de billones de hombres y mujeres de cada nación, raza y credo pidiendo todos a una: ¡Encontrar al asesino que ha condenado tanto a nosotros como a nuestros hijos! ¡Tengamos como última satisfacción el verlo morir!?

»¡Pero tenemos que actuar en seguida! ¡Nuestros minutos están contados! Para nosotros no habrá un mañana.

Jerry Woods sonrió entristecido.

—Bello ejemplo de equilibrada y objetiva noticia, ¿no es verdad? Comienza peor que los primeros intentos de un cachorro novato y termina como un agitador que aconsejase no dejar para mañana lo que se debe colgar hoy. ¡Qué necesidad! Si el «Blade» publicase esto apostaría que venderían el papel como locos. Imagínese una chusma excitada… ¡Eh!

Súbitamente Jeff se abalanzó al teléfono que estaba tras Jerry, arrollando casi al periodista. Marcó un número rápidamente y alzó la vista para mirar a Woods mientras esperaba la comunicación. Sus labios estaban contraídos, descoloridos.

—Tienes razón, Jerry. Esta historia puede muy bien iniciar una reacción en cadena que termine en una terrible manifestación. Y si el populacho asalta el Laboratorio Roman y atrapan a Lucille…

Sacudió la cabeza; la mirada fija.

—No me gustaría saber que un ser humano, bueno o malo, tuviese esa clase de muerte.

Unas horas después, dos redactores recibieron las noticias de Universal y el permiso para publicarlas, pero sus reacciones fueron distintas.

En la tranquila habitación de aire acondicionado del Herald, el periódico más antiguo de la ciudad del que se decía que hasta los auxiliares mecanógrafos tenían que poseer el título de Licenciado en Filosofía, la historia recorrió el curso rutinario y directo desde la mesa del telégrafo a la del director, tal como estaba ordenado para todo aquello que se refiriera a la nova.

El director le echó un vistazo e inmediatamente se le fruncieron las cejas. La historia en sí era bastante mala, pero había algo más que eso. Dos pensamientos acudieron en seguida al cerebro del dicho periodista.

El primero era que Universal estaba completamente loca al permitir que el cuento, mal redactado, deforme y sin fundamento real se transmitiera.

El segundo era que alguien, quizás este anónimo informador, cabeza de ese problemático grupo de «eminentes científicos», perseguía con toda su alma, un fin particularísimo.

Un fin, sí, el final de las Empresas Roman o el del profesor Louis Phelps o, quizá fuera lo más probable, el de la encantadora y capacitada Lucille Roman, algunas veces llamada «La Princesa Pirata de las Finanzas».

Pero eso no era lo que ponía aquel destello acerado en sus ojos, tras las gafas de concha, sino el pensar que un individuo pretendía usar las columnas en su diario para la obtención de ambiciones personales.

Llamó al redactor jefe.

—Esto puede ser una broma —dijo—, o una fantasía. Tenemos que saber si algunos de estos personajes anónimos existen realmente. Averígüelo. Descubra quién ansia el cuero cabelludo de Roman y el por qué. Es sólo una corazonada, pero debería empezar por los Laboratorios Roman. Y vaya con un par de fotógrafos. Algo gordo puede ocurrir allí si el «Blade» sigue el juego.

Como Jerry Woods había predicho, aquellas vagas y amenazadoras noticias eran las propias para el Blade.

Un periódico agresivo, que sabía que la fotografía de una rubia asesina de buen tipo ayuda a vender más números que las noticias sobre la última crisis del gobierno francés, estaba predispuesta para tales historias.

Tan pronto como el despacho se recibió en el teletipo, surcó como una llama empujada por el viento, el camino hasta la oficina del editor mismo.

En cinco minutos había obtenido información y consultado con sus abogados, expertos en libelos, y durante la siguiente media hora estuvo ocupado con el montón de teléfonos que había en una esquina de su mesa.

Se movilizó el departamento encargado de la distribución; al escritor que tenía a su cargo el artículo de fondo y al de la página de arte se le explicó cómo tenía que actuar para que la edición del Cohete Roman, como ya se le llamaba, pudiera vender más ejemplares en menos tiempo que cualquier otro diario de la ciudad en el transcurso de su historia.

En la redacción, jóvenes enjutos que fumaban sin parar, hacían volar sus dedos índices sobre las teclas de las máquinas, arrancándoles tableteos de ametralladoras. Correctores, de corbatas desanudadas y caídas y en mangas de camisa remangadas hasta el codo, consumían ristras de lápices. Por doquier se veían ruedas terminando de plegar los números, con negros titulares escalofriantes, y atándolos en pesados fardos que rápidamente se cargaban en camiones impacientes.

No era esto todo. Después de esta andanada del editor salió disparado hacia el último piso, que albergaba las secciones de radio y televisión del Blade.

Allí, el encargado de comentar las noticias, un hombre cadavérico, de edad mediana, que se anunciaba a sí mismo como «La Voz de la Ciudad», escuchó atentamente las normas que debía seguir en cuanto a la historia.

El señor «Voz de la Ciudad» estaba muy bien capacitado para la tarea. Antiguo charlatán de feria, pregonero embaucador y falso evangelista, poseía poderosos pulmones y una rara elocuencia con la que explotaba las emociones elementales de gente irreflexiva. Tenía una irritante voz nasal que barrenaba los oídos, y que podría oírse claramente en la fábrica más activa y ruidosa.

Era extraordinario en sus ataques. Al micrófono, y en el espacio de tres insignificantes minutos, podía hacer trizas las personalidades de hombres que habían sido, hasta ese instante, reverenciados. Su técnica se basaba en el amplio uso de mentiras, preguntas incontestables o en gran número, y en punzantes indirectas. Respaldado por la legal y poderosa artillería, propiedad de Blade, manejaba toda clase de chismes.

Los amantes de noticias sensacionales saboreaban cada una de sus palabras. Él era el niño travieso que, con una bola de nieve y su puntería infalible, hacía rodar hasta la cuneta los altos sombreros de los orgullosos. Era San Jorge, como las caricaturas del Blade insinuaban con frecuencia, cargando valientemente contra el feroz dragón, al que titulaban unas veces como «Intereses creados» y otras como «Monopolios», o con el nombre del partido político que dominara en aquel momento.

Por eso, el permiso para la publicación de las noticias de Universal se obtuvo tanto para el Blade como para su Voz.

Casi todos sudaban de miedo cuando experimentaban los frecuentes ataques de terror originados por las alarmantes noticias que los dejaban paralizados y que les producían una sensación de fría humedad en la piel. A las puertas de la inconcebible calamidad que los amenazaba, se veían indefensos. Y el convencimiento de su posición desesperada, tan extrema, les hacía dirigir su miedo y su cólera a la busca desesperada de una salida.

Si nada podía hacerse para impedir la nova o combatirla, al menos exigían saber, saber con seguridad: ¿qué la había provocado? Mejor aún, ¿quién lo había hecho?, ¿a quién podía culparse de la aniquilación de la Tierra? Quienquiera que fuese, y aunque el mundo estuviera mañana o pasado mañana en la agonía de su muerte, el clamor de las multitudes pedía «justicia».

Por tanto, el combustible estaba listo; aguardando. Se necesitaba únicamente la chispa para dar comienzo al holocausto que el miedo y la violencia habían gestado.

En el suroeste de la ciudad, donde vivía la mayor parte de los obreros industriales, los camiones del Blade daban la vuelta rápidamente a las esquinas, y lanzaban los fardos de periódicos sin aminorar siquiera la marcha.

A los lados de los camiones, y escrito con trazos decididos, podía leerse: «¡Una exclusiva del Blade! ¡Roman culpable de la Nova!».

Mientras tanto, el tono nasal de la Voz de la Ciudad se oía en miles de receptores de radio, pregonando su histeria, redoblando el tambor para aquellas mentes atemorizadas que se excitaban al leer la primera página del Blade.

Grupos formados por hombres y mujeres, que habían vivido durante semanas idiotizados por el miedo, se veían ahora por las esquinas, con ojos ansiosos, mientras escuchaban, arrebatados, las últimas noticias, los frenéticos balidos de odio, acusando a gritos a las Empresas Roman de haber sido la causa de la destrucción, los «asesinos del mundo».

De vez en cuando volvíase hacia el suroeste, donde cada noche podía verse el gigantesco letrero luminoso, visible desde kilómetros, que sobre los laboratorios anunciaba las Empresas Roman.

Pequeños grupos de hombres, y algunas mujeres, con rostros ceñudos y diarios estrujados en los puños, empezaron a andar en aquella dirección.

En media hora, una multitud de miles de personas, marchaba en silencio, decidida, hacia el objetivo de su venganza.

En los ojos de cada hombre se veía el ansia bestial de destruir, de rasgar en pedazos, de asesinar.

Burbujeaban en la ligera cuesta que conducía a los edificios de los Laboratorios Roman. Se pararon, indecisos, ante la alta barrera eléctrica. Los guardias, armados y de uniforme, se retiraron tras ella, cerrando la puerta y llamando a gritos al jefe de guardia O’Boise.

O’Boise llegó corriendo. El rugido tronante de la multitud era demasiado estruendoso para que una sola voz se hiciera oír, aunque fuera la de O’Boise. Tomó el micrófono, aunque sabía que una voz aislada no podría hacer más, al dirigirse a ellos, que el ver a un hombre mudo gesticulando en un televisor. Su voz salió de los altavoces, colocados tras él en lo alto de unas torres, como si fuera un trueno.

—¡Alto! —gritó al fin.

El rugir de la masa aumentó.

—¡Alto, o disparamos!

—Vete al diablo —chilló alguien del gentío.

La frase tuvo éxito, y la multitud entera empezó a corear las tres palabras hasta que el ruido vino a ser un rugido ininteligible y desafiante.

Un valiente, que vestía camisa a cuadros, se separó de la muchedumbre, se dirigió rápidamente a la puerta y la golpeó repetidas veces con un garrote. El centinela miró a O’Boise. Este asintió e inmediatamente se oyó el seco chasquido de un rifle. El hombre dio un grito y cayó. De uno de sus muslos brotaba la sangre.

La multitud se enardeció y acercóse en una oleada. Los rifles volvieron a sonar otras cuatro veces y desde el puesto de guardia más próximo llegaron corriendo tres centinelas que traían una ametralladora. La montaron sobre la acera conducente a la puerta principal e hicieron una breve descarga, por encima del gentío. La masa apaciguóse un poco pero no cesó en su movimiento hacia adelante. Entonces fue cuando hicieron fuego desde la multitud y cayó uno de los guardias. Piedras y garrotes volaron, y otro guardia fue derribado. Uno de sus compañeros corrió, regateando la lluvia de proyectiles, hasta que estuvo junto al caído. Entonces, del bolsillo de la cadera, sacó una granada de mano y la lanzó por encima de la alambrada. Se detuvo para recoger al camarada herido.

La granada describió un arco y vino a caer en las manos de un hombre que estaba listo para recogerla quien, rápidamente, la devolvió, haciéndola estallar sobre la barrera metálica, a la mitad del camino entre los guardias y la multitud. Una lluvia de inofensiva metralla menuda cayó sobre ellos, y una nube de gases surgió en el aire. El gas descendió lentamente e hizo toser a los guardias y a la muchedumbre.

Otra bomba lacrimógena sobrevoló la defensa y estalló en medio del gentío.

—¡Ponerse a cubierto! —gritó O’Boise.

Silbaron algunas balas. En la acera, junto a la ametralladora, saltaron esquirlas.

—¡Fuego!

La máquina cantó y media docena de cuerpos se desplomaron aullando. Un guardia cayó apretándose el estómago con las manos; otro vaciló al ser alcanzado súbitamente en la rodilla por un trozo de ladrillo; echóse en tierra para evitar los proyectiles, apuntó e hizo fuego: uno de los asaltantes se desplomó. La ametralladora volvió a cantar y otros siete cayeron.

Fue entonces cuando de la multitud salió disparado un tubo de unos cincuenta centímetros de largo y cinco de diámetro que pasó por encima de la barrera dando vueltas. Estaba cerrado en sus extremos y en uno de ellos chisporroteaba una mecha de algunos centímetros.

La bomba de fabricación casera estalló junto a los servidores de la máquina, los acribilló con dentados trozos de metralla y los dejó aturdidos con la explosión. El humo y el ruido absorbieron los demás disparos; otro guardia cayó.

La multitud avanzó hacia la valla y comenzó a subir por ella. Estaban locos. Era un centenar de hombres trepando por la malla de cimbreante alambre, como si fueran monos.

—¡Alto! —gritó O’Boise.

El primero que llegó al borde de la defensa y tocó el cable eléctrico, cayó de espalda sobre sus compañeros como una piedra. Súbitamente centelleó una chispa eléctrica cuando uno de los hombres de la valla lanzó una larga cadena sobre el cable y la enterró.

La muchedumbre daba su último salto al interior y avanzaba; los rifles seguían disparando haciendo caer a veces a uno, otras a dos, pero no a los suficientes. La ametralladora entró en acción cuando la vanguardia, dejando atrás las alambradas, saltó al interior.

Algunos avanzaron hacia la puerta de la valla.

—¡Deténgalos! —aulló O’Boise al de la máquina.

Mientras tanto él, empuñando su revólver, hacía fuego una y otra vez contra el resto de los asaltantes que se disponían a atacar la posición de la guardia.

La ametralladora hacía caer a los integrantes de un grupo, luego a los de otro. Sus balas atravesaban la alambrada y se incrustaban en la multitud.

La puerta de la red metálica se abrió de golpe; el loco gentío avanzó como un torrente y atravesó el césped con incontenible marea, ansioso de un sacrificio humano. Adelante fueron, adelante y por encima de la guardia. Adelante, adelante, siempre adelante. Cuando pasaron los dejaron allí tumbados.

O’Boise dio un gemido, alzó débilmente uno de sus puños y, al caer de espaldas, se contrajo, dio una vuelta y quedó tendido boca abajo.

La multitud siguió avanzando hacia el edificio y lo allanó.

Encontraron a Lucille Roman al teléfono con el profesor Phelps a su lado. Lucille soltó el auricular. Phelps volvióse y se puso manos arriba.

—Nosotros no… —empezó a decir.

Lo agarraron y, sin gran esfuerzo, lo arrojaron al suelo. Algunos avanzaron hacia Lucille Roman. Ella, en un vuelo, atravesó la puerta que había tras su mesa de despacho, dio un portazo y la atrancó con un pupitre. Atravesó aquella sección y subió por la escalera de incendios hacia el techo, con la muchedumbre aullando tras ella.

En lo alto, Lucille dejó caer una caja metálica que contenía extintores de incendio. Aquello hizo detener a la cabeza de sus perseguidores. Los que estaban en segunda línea echaron a un lado a las víctimas y a la caja misma y continuaron subiendo.

Jadeando, Lucille Roman corrió por el tejado y saltó al lugar donde se aparcaba la nave espacial. Luchó con la pesada puerta mientras se le ocurría que debía poner en marcha el motor de arranque más rápidamente. La puerta se cerró lenta, poderosamente, pero no lo bastante rápido.

Surgieron unas manos; Lucille las machacó con sus tacones; desaparecieron y fueron sustituidas por otras. La puerta finalmente se cerró con un nauseabundo crujido. Las puntas de algunos dedos quedaron dentro, sobre el piso.

Lucille vomitó y se sintió allí, en la cabina espacial, completamente enferma. El miedo la hacía temblar frenéticamente; estaba desconcertarla.

Subió a la carlinga. Oyó el chocar de las balas contra el casco de aluminio. Algunas penetraron y rebotaron en el interior como coléricas avispas. Los proyectiles de revólver no podían atravesar la chapa de la nave, pero sí lo hicieron las balas de los rifles.

Desde la carlinga vio como arrastraban al profesor Phelps. Seguía protestando débilmente diciendo que el Cohete Roman no era de propulsión solar.

Lo colgaron de la rama de un árbol que había en el patio frontal de los Laboratorios.

Así murió el profesor Phelps; creyendo todavía que su chorro no había obtenido su fuerza del Sol.

Era injusta su muerte.

Lucille sintió de golpe una cólera incontenible. Puso en marcha el aparato; la nave espacial se elevó.

Los hombres que había aún en el tejado murieron como moscas bajo aquellos chorros solares.

Lucille Roman hizo descender la nave al patio y ocho largas lancetas de energía pura irradiaron hacia abajo chamuscando la tierra. Hizo que dieran vueltas en espiral y que danzaran de arriba abajo.

Los ocho chorros dejaban haces de negros y llameantes cadáveres dondequiera que tocaban.

Enferma por el espectáculo, Lucille elevó la nave de nuevo e hizo que subiera más y más, hasta que en la cabina se oyó el aire interior que, a chillidos, se escapaba por los agujeros de las balas.

No sabía qué hacer; estaba desesperada.

Tenía que pensar. Por eso, para darse tiempo, condujo la nave hacia las Montañas Rocosas y aterrizó en un remoto y desolado cañón.

Permanecería allí por algún tiempo hasta que decidiera lo que debía hacer.

Jeff volvió a colocar lentamente el teléfono en su sitio.

—Ha cesado la gritería —dijo con voz apenas perceptible—. Lo último que escuché fueron los gritos de Phelps diciendo que su chorro, de ninguna manera había hostigado al Sol.

—¿Y de Roman? —preguntó Jerry Woods.

—Me imagino que huyó cuando cogieron a Phelps. Soltó el teléfono y salió corriendo. Espero que haya podido escapar.

Jerry asintió.

—Hay algo más sobre las noticias; unos cuantos diagramas que completan el artículo. También fueron transmitidos. Puede que saque usted de ellos algo en limpio.

Jeff echó un vistazo a las borrosas reproducciones que Jerry le mostraba. Dio un gruñido.

—Están demasiado confusos.

—¿Pueden ayudarle en algo?

—No lo sé, Jerry. Quizá.

Woods se rascó la cabeza.

—¿Es realmente un cohete de energía solar?

—Si lo fuera, ¿podría haber causado la nova, o haber influido en ella?

Jeff meditó un momento y terminó por sacudir la cabeza.

—Lo dudo. ¡Es tan pequeño comparado con el Sol! Pero, bueno, no puedo asegurarlo.

Jerry Woods sonrió amistosamente.

—Tengo que marcharme —dijo—. Le llamaré tan pronto como sepa si Lucille ha logrado o no escapar de la multitud. Nosotros lo sabremos antes que nadie. Y en cuanto al cohete, comuníqueme en seguida lo que logre descubrir.

—¿Qué le hace pensar que podré sacar algo de estos diagramas?

Jerry Woods miró a Jeff y sonrió.

—Lo sacará —dijo—. Lo sacará.

Jerry se equivocó en una cosa. Fue Charles Horne y no él quien le confirmó a Jeff Benson la fuga de Lucille Roman y le trajo detalles de ella. Horne llegó bien avanzada la noche y tendió a Jeff un periódico con titulares que parecían chillar.

SE BUSCA A LA FUGITIVA LUCILLE ROMAN

ES CULPABLE DE LA AMENAZA DEL SOL

El artículo decía que el hecho de usar el Cohete Roman había sido lo que había provocado la nova, de acuerdo con la opinión de algunos científicos y varios hombres prominentes. Semejante acto, declaraban en la Oficina del Fiscal General de los Estados Unidos y en la Comisión de Seguridad Internacional, era un ataque al bien común y exigían que Lucille Roman se entregara. Se ofrecía una recompensa de diez mil dólares por su captura.

—De manera que logró escapar —dijo Jeff.

—Sí, ¡maldita sea! Diga, ¿cómo lo sabe?

—Jerry Woods me trajo la primera versión del asunto y supe que podría formarse una manifestación, de manera que…

—¡Buena predicción! —le interrumpió Horne, sin esperar a oír detalles de la lucha que Jeff había escuchado por el teléfono.

—Lástima que no la cogieran.

—No estoy de acuerdo con usted.

—¿Eh?

—Me repugna el pensar que alguien, aunque sea Lucille Roman, sea sometida al trato que una chusma salvaje sabe dar.

—Ella se lo merecía totalmente.

—Nadie se merece eso.

—Ella, sí.

—Mire —dijo Jeff airadamente—, nadie se merece el linchamiento. Ningún ser humano, por muy malo que sea.

Horne sacudió la cabeza.

—Algunos cometen impunemente tantos asesinatos durante tanto tiempo, que la única forma de hacer justicia es entregarlos a la multitud y… dejar que la naturaleza siga su curso, con un nudo corrido al cuello o con cualquier otra cosa.

—No es esa mi opinión. Si las autoridades constituidas y componentes no encuentran en las acciones de una persona nada que los clasifique como a criminales, entonces, ¿cómo puede usted aceptar que una muchedumbre de escaso, o ningún juicio, y sin conocimiento real de los detalles, actúe como juez, jurado y verdugo, sólo porque creen que es culpable, o porque quieren creerlo así?

Horne golpeó con su dedo índice el periódico extendido ante ellos.

—De acuerdo con nuestras autoridades, ella es una perfecta asesina. Ha huido de la ley. Sólo eso la convierte en criminal. De todas formas, Lucille Roman fue la que inició esa nova que nos freirá a todos nosotros. Quiero vivir lo suficiente para ver cómo la fríen antes a ella.

—Me parece que esa forma de pensar es bastante salvaje —dijo Jeff sonriendo.

—En primer lugar —continuó—, hace mucho tiempo que existe un rígido documento escrito en el que se declara, sin lugar a dudas, que no pueden castigarse con efecto retroactivo las transgresiones a las leyes vigentes en un momento determinado —dijo Jeff escuetamente—. Si un hombre erige un obelisco en jueves, cuando tal cosa es legal, y después se proclama una ley, el día siguiente viernes, contra la edificación de los mismos, nadie puede condenarlo y enviarlo a la Bastilla.

—Aunque así sea. Ella puso en marcha todo esto y debe ser castigada.

Jeff sacudió la cabeza.

—No estoy seguro aún —dijo—, pero tengo algunos proyectos y notas que apoyan una idea mía muy vaga acerca del Cohete Roman. Horne, casi estoy convencido de que el Cohete Roman ha sido un efecto de la nova en lugar de su causa.

—¿Está usted trabajando en ello?

—Recuerde, Horne. Hace ya algún tiempo que dije que sabríamos más sobre la gravedad si pudiéramos controlarla. Bien, el profesor Phelps, según me han dicho, estaba intentando desarrollar un detector de neutrinos cuando descubrió el chorro del Cohete Roman.

»No estoy dispuesto a aceptar al neutrino como cosa necesaria. Lo que Phelps intentaba descubrir era la existencia de lo que quiera que sea que produce el fallo en la conservación de la energía.

—¿Por tanto?

—Por tanto, como el Sol era ya inestable, Phelps descubrió un efecto desconocido hasta entonces. Lo refirió y mejoró hasta dejarlo completamente desarrollado en el Cohete de Roman. Quizás él no habría descubierto nada si no hubiera sido por la inestabilidad solar.

—Usted está, seguramente, tratando de descubrir ese efecto también, Jeff. Todo eso es un montón de premisas absurdas.

Jeff asintió.

—Puede que sí. Pero estoy pisando terreno más firme que el de Phelps. Tengo algunos proyectos y, quizás, una mejor idea de la que tuvo él en todo momento de su trabajo. Dentro de unas semanas estaré estudiando los efectos del chorro de Phelps.

—¿Qué espera conseguir, si no es acelerar la cosa?

—¡Cáscara, Horne! Estoy convencido que el Cohete Roman es el efecto y la nova la causa. Usted no puede convencerme de que un pequeño cohete como ese pueda causar ningún perceptible disturbio solar.

Horne se encogió de hombros. Señaló al enorme mapa estelar que colgaba de una pared del Laboratorio y dijo en forma dramática:

—Quizás las novas que vemos en el cielo de tiempo en tiempo son producidas por científicos que se lanzan sin escrúpulos a desarrollar sus propias versiones del Cohete Roman.

—Puede ser, Horne. Lo sabré dentro de poco. No estoy ahora muy seguro de que el Cohete Roman tenga que ver algo con el Sol. Si estoy hablando como un loco, usted, ciertamente está haciendo lo mismo.

—Bueno, de todas formas Roman necesitaba que le cortaran los vuelos.

—Francamente, estoy preocupado por Lucille Roman. Al menos yo tengo mi trabajo aunque nunca pueda terminarse. Puedo mantenerme ocupado y pensar menos.

—Yo no puedo. No hay bastante actividad en la Bolsa, hoy en día, para comprar cerillas con las que prender fuego a mis almacenes, que no valen ahora ni cinco céntimos. ¡Oh!, bueno, ¿para qué hablar de eso?

Jeff sonrió. Volvió a su banco y escogió un largo tubo de duraluminio.

—¿Quiere aguantarme esto?

—¡Claro! —dijo Horne.

Amanecía casi, cuando Horne se fue dejando a Benson bien adelantado en la construcción de la primera copia del Cohete Roman.