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Las siguientes semanas fueron completamente caóticas.

Nada importaba y nadie se preocupaba de que esto o aquello hubiera perdido o no su razón de ser. Es imposible describir lo que la gente sentía como no sea en términos generales, aunque hubo reacciones que por su importancia deben ser referidas. Todo individuo atrapado en el remolino de una humanidad atormentada, presentaba los mismos sentimientos: debido a la emoción se sentían inclinados a ser más violentos o más moderados que de costumbre.

Primero fue la incredulidad burlona. Los hombres acechaban el eléctrico renglón móvil que rodea el edificio del «Times», y que decía sucintamente: Científicos dicen Sol comienza período inestable.

Mientras tanto los vocingleros titulares de uno de los competidores del «Times», que se distinguía por sus espeluznantes y sensacionales titulares, proclamaban:

EL MUNDO HA TERMINADO

DICE EL SOL

La chocarrería se basaba, en parte, en que el Sol había brillado siempre dócilmente desde el principio de la historia y, sin duda, durante muchísimo tiempo antes. Por otro lado en que el mismo periódico había en otras ocasiones anteriores, avisado el peligro del lobo demasiado a menudo.

Pero era verdad, y la incredulidad no podía abatir las declaraciones que, con toda sangre fría, hacían los científicos con palabras que pesaban antes cuidadosamente. Todos coincidían, salvo algunos que esperaban ganar fama, fortuna y publicidad si el resto de los científicos se equivocaban. Si por el contrario eso no sucedía poco podía importarles.

Después vino la apatía. Los hombres acudían a sus jefes de trabajo quejándose de lo aburrido que resultaba su tarea. Llegaban a pedirles consejo sobre lo qué debían hacer sólo para descubrir que los jefes iban con el mismo cuento a sus inspectores.

La mayoría de los hombres les repetían a sus esposas en dónde iban a estar, adónde debían llamarles en caso de necesidad. Los que hacían lo contrario también eran numerosos.

Los trabajos quedaban inacabados, el dinero huía de los Bancos, las subsistencias abandonaban los almacenes, los negocios y la finanza hicieron un alto en el ciclo comercial.

Algunos buscaban consuelo en Dios. Los que no creían en Él lo buscaban en lo que adoraban, fuese lo que fuese. Los hombres que habían vivido para su trabajo despreciaban a los que abandonaban sus empleos. Estos últimos discutían con los intransigentes que tenían a orgullo el seguir trabajando aun cuando de allí en adelante nada importaba.

Y realmente nada importaba de allí en adelante.

La vida del hombre se agota en una continua previsión del mañana. Es eterna la esperanza de que el mañana será mejor, de que detrás de la próxima montaña, de la siguiente cima, nos espera algo más bello. Cuando el mañana no ha de venir, ¿a qué preocuparse?

¿Para qué soñar?

Se citaban las Sagradas Escrituras y, basándose en ellas, se decía que Dios destruiría la Tierra por el fuego, porque era mala.

La gente se apretujaba en los lugares de adoración implorando la salvación de sus almas.

Otros se agrupaban, en silencio, casi sin respirar, observando al Sol a través de cristales ahumados. Horas tras horas permanecían allí, esperando que la catástrofe se abatiera sobre ellos.

El crimen y el vicio escandaloso se hizo cosa común. De esta racha de violencia surgió más tarde una época de apatía.

Los hombres sabían que el Sol podía estallar en cualquier momento: mañana, el año próximo o en el siguiente siglo. El momento exacto no estaba determinado porque nadie sabía los dos factores principales: la velocidad de aceleración de la inestabilidad y el punto máximo de ésta que significara el punto crítico. Pero todo el mundo comprendió que hasta que no fueran barridos por la explosión cósmica tenían que vivir o suicidarse. No había otra solución.

Los suicidios abundaban. Aquellos que no morían por sus propias manos era porque preferían vivir hasta el último cartucho, o extraer, costara lo que costara, hasta el último goce de la vida, o porque temían y odiaban el momento de desaparecer para siempre con la muerte.

Después, a medida que los días se convertían en semanas y el Sol no parecía cambiar, los hombres volvieron a su trabajo. Algunos por hambre, otros porque se aburrían, simplemente, de no hacer nada, y otros porque sólo el duro trabajo podía hacerles olvidar la espada que pendía brillante en lo alto, sobre ellos.

Después llegó el desprecio.

Una nova, decían los científicos. Así sería. Pero los astrónomos siempre habían manejado cifras de millones de años cuando se referían al fin del mundo, o medido las distancias en años-luz, charlando sobre la cuestión de que hacía sólo veinticinco mil años que la estrella Polar marcaba el Norte.

Una nova, decían los científicos. Así sería. Pero ¿podían decir si la cosa sucedería en el transcurso de esta generación o en el plazo de diez mil años? El Sol había brillado durante incontables generaciones sin notársele ni el más ligero cambio en todo ese tiempo.

Los cómicos inventaban chistes; Hollywood siguió usando el nombre de estrella, pero a los «no va más» de los artistas se les dio en llamar desde entonces novas.

Hollywood ignoraba que se tenía por sabido que una nova procedía de un escenario desconocido, pasaba rápidamente por un período de gran brillantez, que excedía a la de sus vecinos, y que terminaba por morir en seguida en las tinieblas para no volver más. Un estudio ignoraba esto hasta tal punto que anunciaba la producción extra del año llamándola ¡«Una rutilante galaxia de novas»!

El hombre había recorrido una escala que abarcaba los estados de ánimos existentes entre el pánico más abyecto y el más olímpico desdén.

El péndulo oscilaba.

Cuando retrocedió supieron todos que los astro físicos tenían razón, que más tarde o más temprano serían sentenciados a muerte.

Atontados, muertos de miedo, continuaron su trabajo con un terror íntimo que les roía. Sólo hacían lo que estimaban necesario y el buen humor se había perdido. Los hombres trabajaban hosca y tenazmente, o reían y jugaban, elevando la voz, con brusquedad, con la esperanza de olvidar, por unos minutos, la implacable sentencia que pendía sobre ellos.

Los astrónomos estuvieron muy ocupados durante aquellas semanas. La curiosidad y el miedo se entremezclaban en ellos. Miraban por sus telescopios solares y llegaron a sentirse insatisfechos porque no observaban nada anormal.

Los científicos contestaban a millones y millones de preguntas y la mitad contestaban a la pregunta primordial, que nada, absolutamente nada, podía hacerse.

Cuando la gente tuvo la certeza, tan amarga, de que la humanidad era impotente, de que no había esperanzas, perdieron su interés por los observatorios, y los científicos pudieron, una vez más, continuar sus observaciones y cálculos sin ser interrumpidos. Cuando acabó la primera oleada de pánico, eran pocos los curiosos que se preocupaban de visitarlos.

Fue por aquel tiempo cuando el profesor Lasson vio, por su ventana, un rutilante descapotable que atravesaba la entrada de la defensa que se había construido apresuradamente. El centinela, que estaba armado, lo dejó pasar.

Lucille Roman, pues era ella la que lo conducía, puso en movimiento sus magníficas formas y se levantó del asiento tapizado en cuero rojo. Acto seguido atravesó decididamente la puerta del observatorio de Lasson que estaba abierta.

—Usted es el profesor Lasson.

No era una pregunta.

Las cejas del profesor se elevaron sorprendidas mientras asentía.

—Y es usted el responsable de todo esto.

De nuevo la simple exposición de hechos.

Lasson sonrió.

—Yo, no —dijo.

—Pero usted…

El la interrumpió.

—Tendrá usted que acudir a las autoridades —dijo—. Yo simplemente hice el descubrimiento inicial.

—Eso es lo que quiero decir —saltó Lucille.

Lasson la miró. Cuarenta años atrás podría haber quedado impresionado favorablemente, cualesquiera hubieran sido sus modales, sus palabras o la idea que tenía de la cortesía. En este momento, Lucille le parecía una joven encantadora que poseía una belleza prodigiosa en cantidad y calidad.

Le parecía también que era uno de esos tipos de mujeres que por tener demasiadas cosas materiales, hermosura y dinero, no se sienten nunca obligadas a saber lo que es la educación.

Dio un bufido.

—Eso no es lo que usted dijo.

—Usted sabe lo que quiero decir.

—Distinguida señorita. La última vez que leí el pensamiento quedé tan impresionado que me desprendí para siempre de ese don.

—Yo soy Lucille Roman.

—Y yo soy…

—No sea impertinente. Ya sé quien es usted.

—¿Impertinente?

Se echó a reír y añadió:

—Querida señorita Roman, usted es la que se ha portado groseramente conmigo. He creído siempre que lo adecuado y oportuno para iniciar una discusión es presentarse uno, aunque sea a sí mismo. Y ahora olvidemos que usted tiene más millones de dólares que yo, cosa que no me importa en absoluto, y empecemos desde el principio. ¿Qué se le ofrece?

—Quiero enterarme de este asunto de la nova.

—¿Ha leído usted los periódicos?

—Sí, pero ¿se puede confiar en ellos?

Lasson asintió.

—Puesto que un estallido estelar no puede ser analizado bajo un punto de vista político, ni culpar por ello a ninguna raza, clase, color, credo, religión o a una condición previa de servilismo, y debido a que casi todos los periódicos están faltos de personal especializado para aceptar la responsabilidad que pudiera derivarse de modificar el hecho, bien por prescindir de pruebas o por pergeñar hábiles acusaciones, la mayoría de esas noticias, tan importante, son publicadas sin adulteraciones.

—¿Entonces, vamos a tener una nova sin que podamos hacer nada para evitarla?

—Exacto.

—¿Cuándo?

—No estamos muy seguros.

—¿Por qué? —preguntó Lucille—. Me parece que, si usted sabe lo avanzada que está la cosa, debería saber sobre qué fecha se espera el acontecimiento.

—Es una deducción muy lógica. Sin embargo, no sabemos aun exactamente la velocidad de aceleración de una inestabilidad. Unos opinan que la inestabilidad, una vez en marcha, va aumentando en proporción al tiempo. Es decir, en una proporción aritmética. Otros dicen que la aceleración es directamente proporcional al cuadro del tiempo. Algo parecido a la velocidad de caída de un cuerpo: va cada vez más deprisa.

—Pero cuál…

Lasson levantó la mano.

—Hay un tercer grupo que sostiene que el Sol es sólido y que, por tanto, la inestabilidad es tridimensional, por lo que será proporcional al tiempo elevado al cubo. Esto nos conduce a tres opiniones bien diferentes sobre el factor tiempo.

—Ya lo veo. ¿Cuándo podrá saberse?

—Supongo que dentro de unas semanas tendremos la curva de aceleración perfectamente determinada.

—Entonces es sólo cuestión de una idea contra otra —dijo Lucille pensativamente—. Al menos contamos con algunas semanas.

—Sí, con algunas semanas. Pero tenga en cuenta que existe otro problema.

—¿Otro problema?

Lasson asintió.

—Otro complicado problema. Verá, señorita Roman. Si imaginamos al Sol como un instrumento de medida, un termómetro por ejemplo, en que la inestabilidad haga las veces de mercurio, tendremos una imagen bastante clara de lo que está ocurriendo.

»La inestabilidad puede elevarse un número determinado de centímetros por día. Puede también subir siguiendo las huellas de la serie de los cuadrados: uno, cuatro, nueve, dieciséis, veinticinco, treinta y seis… O puede hacerlo como la serie de los cubos: uno, ocho, veintisiete, sesenta y cuatro, ciento veinticinco, doscientos dieciséis…

»Pero el problema está en que no sabemos si la nova surgirá cuando el Sol sea inestable en su mitad, en una cuarta parte o en sus tres cuartos. Por tanto la cuestión está en que aun cuando hayamos despejado la incógnita de la razón, no sabremos tampoco, hasta que suceda, qué porcentaje de inestabilidad se necesita para dar nacimiento una nova. Aunque para entonces nada importará ya.

—Comprendo. Por lo visto contamos aún con cierto tiempo.

Lasson asintió.

—Sí. Hablando sinceramente, pueden ser años.

Lucille se quedó un momento pensativa.

—He oído decir, y tengo pruebas de ello, que con tiempo y dinero se consigue todo. Yo puedo suministrar este último. ¿Qué podemos hacer?

Lasson la miró y sacudió la cabeza.

—Haga lo que yo. Prepárese para morir debidamente.

—Yo no quiero morir.

—¡Mala suerte! Los demás tampoco quieren.

—¡Pero algo podrá hacerse!

—Señorita Roman. Mire el espectro solar proyectado en esta pared. Es una imagen del Sol, de un astro que tiene un diámetro cien veces mayor que la Tierra y cuyo volumen es un millón de veces más grande. Si la Tierra cayese en el Sol es dudoso que provocara algo más que un ligero chapoteo o una pequeña mancha solar. ¿Puede usted mover la Tierra?

—No, yo…

—Pues el mover la Tierra no sería solución. Tendría usted que hacer algo más que eso.

—Pero algo…

—¿Cómo? Querida jovencita, se freiría usted en su nave espacial antes de recorrer setenta y cinco millones de kilómetros.

—Pero dando dinero para descubrir algo.

—Muchacha, ¡no puede comprar la galaxia!

—Pero puedo comprar cerebros y hacerles trabajar.

El profesor Lasson giró en redondo con las manos extendidas.

—Señorita Roman —dijo—, este laboratorio y su contenido costaron unos diez millones de dólares. Creo que esa suma representa poco más o menos la cuarta parte de su capital.

»Si diez años atrás un par de docenas de sus amistades hubieran donado una parte de su dinero para fines de investigación, quizás ahora pudiéramos saber cuál era nuestra salida, si es que hay alguna. Si esas donaciones hubieran tenido lugar hace cincuenta años, mejor aún. Su padre, por ejemplo, podría haber hecho algo sobre el particular.

—¿Qué?

—El cielo lo sabe —dijo Lasson en un bufido—. ¡Nuestros conocimientos son tan pobres!

—Yo he dedicado grandes sumas de dinero a la ciencia.

—La ciencia se lo agradece —replicó el profesor sarcásticamente—. Y se lo ha recompensado de igual forma. Por cada dólar que usted le ha dedicado, ha obtenido a cambio una bonita ganancia, ¿no es verdad?

—No siempre.

—Mire, señorita Roman, da la casualidad que sé que cada dólar que usted ha gastado en lo que llama ciencia, iba dirigido a la obtención de un fin claramente definido. ¿Ofreció por ventura alguna ayuda a Jeff Benson? Él trabaja en investigaciones puras y esto…

—¿Benson? —exclamó Lucille airadamente—. ¿El asociado con un tramposo?

—No lo es. Conocí a Jeff Benson cuando usted debía de estar engatusando a su padre para que le comprara juguetes de cien dólares. Mientras que usted hacía pompas de jabón con una pipeta de platino, Jeff Benson estudiaba las leyes de Newton sobre la formación, espesor y resistencia de la película que forma una pompa de jabón.

—Está confabulado con Charles Horne.

—¡Oh! ¡A la porra usted y Charles Horne!

—Benson es un socarrón y…

—¿Socarrón? Sólo porque él no estaba particularmente interesado en sus amigotes del cóctel usted da por sentado su astucia, porque cree que su desinterés en sólo eso.

—Yo…

Lasson sacudió la cabeza con desprecio.

—El probablemente se está aún preguntando por qué lo echó a patadas. Esta es la socarronería de él. Si usted quiere ayudar a la ciencia en esta hora, verdaderamente tardía, cuando su preciosa piel está amenazada por algo demasiado grande para sobornarlo, le sugiero que vaya a ver a Jeff Benson y le haga una oferta para que intente algo.

—Prefiero no hacerlo —replicó Lucille desdeñosamente.

—Entonces no me moleste —gruñó el profesor—. Por mi parte… bien, he tenido una larga vida en la que no me ha faltado de nada. Será mi destino.

—¿No ayudaría usted? —preguntó Lucille llena de cólera.

—No. De todos modos son demasiados los locos como usted, que hay en la Tierra —le lanzó Lasson—. Y ahora sea lo bastante amable para volver con su persona y su dinero a donde sepan apreciarlo, y deje que un pobre viejo estudie sus diagramas en paz.

Lucille se fue de muy mal genio, la cabeza alta, crujiéndole la falda y taconeando firmemente. Echando chispas juró vengarse en la forma más terrible.

Al subir al coche de quince mil dólares dio un fuerte portazo, pero terminó dejando caer la cabeza sobre los brazos, apoyados en el volante, y sollozando profundamente de ira y desengaño, quedó allí abatida…

Todo lo producía el ansia de venganza que en su propia esfera podría haber desencadenado una precipitada carrera entre la pequeña realeza y que en la presente situación no era más efectiva que la rabieta de una niña de cuatro años a la que hubiesen quitado sus muñecas.

El número exacto de sabios a los que consultó no es asunto que merezca referirse, pero las respuestas debieron haber sido, en esencia, las mismas, porque tres semanas después del desaire del profesor Lasson, Lucille Roman, con toda tranquilidad, llamaba a la puerta del laboratorio de Jeff Benson.

Entró, temerariamente, dando excusas.

—Creo que me porté malísimamente con usted en el cóctel —dijo—. He venido a pedirle perdón.

—Cualquiera puede equivocarse —le dijo Jeff.

—Me alegra que diga eso. Ahora es posible que podamos cooperar.

—¿Cooperar?

—He intentado reunir un grupo de científicos para ver si se podía hacer algo efectivo sobre este asunto, pero todos ellos declaran que no se puede detener una nova una vez comenzada.

—Y están en lo cierto.

—Pero contamos con tiempo y dinero La investigación…

Jeff la miró en forma singular.

—Es un poco tarde para eso —le contestó.

—¡Daría cualquier cosa!

—Seguramente no sería bastante.

La voz de Lucille se dulcificó un poco.

—He dicho aquí y allá que usted sabe más que nadie de la cuestión.

—Eso es altamente adulador, pero incierto. Soy simplemente un mecánico. Trabajo con las manos. Lo que sé acerca de las novas no es más de lo que sabe otra persona cualquiera.

—No me refiero ahora a eso, precisamente —le dijo en forma vacilante.

—Entonces, ¿a qué?

—Jeff, ¿puede usted hacer instrumentos para navegar profundamente en el espacio?

—Con toda facilidad.

—Jeff, sabemos que hay planetas alrededor de Proción, ¿no?

—Morganson lo descubrió hace un par de años. Pero ¡cielos! ¡Usted no puede…!

—Jeff, ¡constrúyalos y nos iremos… juntos!

Lucille estaba radiante. Impulsivamente se inclinó y apoyando sus manos en él lo miró fijamente a los ojos, implorante. La idea de escapar, y con Jeff, había estado agazapada en su mente por algún tiempo, y hora había surgido a la superficie.

Jeff se contuvo y dijo:

—¡Qué tontería! ¡Es una ocurrencia infantil!

Lucille medio se levantó al inclinarse hacia Jeff, sus manos en las de él. Cuando habló su voz era ronca, temblona.

—Iremos —dijo— para descubrir una nueva tierra y una nueva estrella. Y juntos, nosotros…

Jeff dio un bufido.

—No hay tal posibilidad —dijo terminantemente—. Moriríamos en el camino. Deje de soñar y piense en algo más práctico.

Pero el entusiasmo había crecido demasiado en Lucille para que ésta pudiera detenerlo. Siguió hablando como si estuviera planeando una nueva y atrevida empresa industrial. Cuando vio a Jeff, inmóvil y con expresión desinteresada, se calló, momentáneamente descorazonada.

Lucille, sin embargo, había sido adiestrada en una dura escuela donde muchas de sus ideas habían encontrado obstinada resistencia. Por eso su optimismo innato era difícil de eliminar.

—Mire, Jeff, esto puede hacerse —insistió—. Puedo demostrarle que no sólo es práctico sino que además es la única solución para seguir viviendo. Todo lo que tenemos que hacer es planearlo muy cuidadosamente, y con su conocimiento y habilidad…

Jeff sacudió la cabeza sonriendo a la ingenua ceguera e ignorancia de ciertos hechos científicos e implacables.

—En primer lugar necesitaríamos años, toda una vida, para llegar a Proción. No hay bastante espacio en su nave espacial para almacenar los alimentos necesarios para esa clase de viaje, y por otro lado su cohete no está acondicionado para mantener en su interior todo el ciclo de la vida.

»El combustible es otra cosa, aunque no sé de dónde procede el que se utiliza en su nave. Dudo que tenga bastante para un viaje que requeriría muy bien cincuenta años, puede que más. Navegar profundamente en el espacio, sí. Podríamos ver nuestra meta durante todo el camino y dirigirnos a ella fácilmente. Pero el considerar seriamente un viaje que duraría toda una vida es simplemente absurdo, sólo contando los factores puramente físicos.

—Pero no estaríamos aquí.

—Dos personas —dijo Jeff fríamente— necesitarían tener la paciencia de un Job y el amor de una Rebeca para pasar la vida encerrados en una lata de aluminio, sin ver tierra firme, prisioneros del espacio.

»El que esas personas fueran usted y yo, añadiría la probabilidad de un asesinato. Francamente, prefiero ser parte de una catástrofe cósmica que verme sentenciado para toda la vida a estar con una mujer que me necesita sólo porque soy el amigo que puede conservar su bonito pellejo intacto.

—Porque usted…

Era la reacción de una mujer que se veía despreciada.

—Olvídelo, Lucille. No sabe lo que dice.

El cuerpo de Lucille volvió a ponerse tenso. Toda la atracción y simpatía hacia Jeff que antes la habían absorbido, se transformó en frialdad. Ahora la cólera vino a tonificar sus músculos. Movióse rápidamente y se abalanzó a la puerta. El ruido de sus afilados tacones al chocar con el hormigón del piso iba proclamando su ira.