IX

Charles Horne entró en el laboratorio de Jeff con un periódico bajo el brazo y una sonrisa huraña. Jeff estaba rodeado de un laberinto de instrumentos, aparatos y equipos de todas clases y, además, de un buen número de cajones llenos de piezas de recambio.

—¡Qué buen revoltijo! ¿eh, Jeff?

Jeff asintió.

—Un trabajo urgentísimo.

—¡Caramba! ¿Los científicos también trabajan de prisa y corriendo?

—Ajá —sonrió Jeff—. El Sol se sienta y arde durante miles de millones de años y lo único que consigue es interesar a medias a la gente. De pronto, alguien observa un indicio que puede significar una dudosa demostración de la posibilidad de un cambio en el potencial ionizante de la fotosfera.

—Y entonces, ¿qué?

—Instantáneamente todo hombre que sabe lo que es la fotosfera abandona todo lo que está haciendo y comienza a calcular valoraciones de diecisiete cifras decimales en las tres semanas siguientes. Veamos, ¿qué porcentaje de tiempo representan tres semanas comparadas con dos mil millones de años?

—¿Tan feo es el asunto?

—Realmente, no.

—¿Demasiado ocupado para echar un vistazo a esto?

—Pues, no. ¿Qué novedades hay?

Horne, de un manotazo, colocó el periódico sobre la mesa, aprovechando un hueco, y lo dejó extendido mostrando la primera página:

ÉXITO DE LA NAVE ESPACIAL ROMAN

Hoy las Empresas Roman anunciaron el logro de la meta más ambiciosa del hombre. Hace una semana, la Nave Espacial Roman partió de un laboratorio secreto, sito en este término, y siguió una ruta calculada hasta la Luna donde la Nave alunizó primero sobre la cara conocida, después se trasladó al otro lado el tiempo necesario para tomar una serie de fotografías de un paisaje nunca visto por el hombre.

Hoy, a las cinco en punto, la Nave volvió a la Tierra haciendo un feliz aterrizaje.

Empleados de la Compañía y un militar de alta graduación, proclamaron que el viaje interplanetario se había llevado a cabo sin ningún incidente.

El éxito de la Nave Roman se debe al feliz desarrollo de un nuevo tipo de cohete, cuyos detalles constituyen un alto secreto gubernamental. Posiblemente es impulsado por energía atómica, aunque muchos especialistas declaran que la materia fisionable no se adapta a ingenios del tipo de cohetes. Por esto…

Jeff dejó de leer el artículo y volvió la página de un tironazo. Había varias fotografías, tomadas desde la cabina de la nave, que constituían un informe documental del viaje, y unos cuantos comentarios de Lucille Roman que había realizado el viaje y a la que se vitoreaba como la primera persona que había realizado semejante proeza.

El hecho de que con ella, en la nave espacial, había habido otras cinco personas, todos hombres, parecía ser ignorado por los periodistas. Desde luego la figura de Roman era la más fotogénica de la tripulación.

Jeff miró a Horne y éste se encogió de hombros.

—Esa nave está hecha con el aluminio de la Compañía que tuve hasta hace poco —dijo amargamente.

—Para esto quería ella los Laboratorios Hotchkiss.

—Seguro.

—Bien, ahora sabemos un montón de cosas más que antes.

—Un poco —asintió Horne riéndose.

Sacó una fotografía del bolsillo.

—Mire.

—¿De dónde la ha obtenido?

—Estaba allí cuando la nave se elevó. Esta es una fotografía del vuelo.

—¿Cómo la consiguió?

—Vigilando el terreno. He estado fraguando planes desde que la Roman nos lanzó aquella serie de golpes. Francamente, me gustaría ajustarle las cuentas.

—No le censuro —asintió Jeff mirando concentradamente la foto.

—¿No le dice nada?

Jeff sacudió la cabeza.

—No puedo sacar nada en limpio. Ni siquiera el tamaño. No hay nada en ella con lo que poder hacer comparaciones.

—Es una pena. Pensé que le gustaría verla. No hay fotos de la nave en el periódico.

—Hay una posibilidad —dijo Jeff después de pensarlo—. Se puede calcular el tamaño necesario del chorro para propulsar una nave de tonelaje conocido. La mayoría de las veces se obtienen resultados absurdos, como el de que el de que el diámetro del tubo tiene que ser cuatro veces mayor que la base del cohete. Haciendo un cálculo por encima yo diría que el combustible no es un producto químico.

—Eso ya es algo. ¿Qué es entonces?

—No lo sé.

—¿Atómico?

—Lo dudo. La gente que piense en una pila atómica no sabe realmente lo que ello exigiría de la nave: transportar la masa del blindaje. La idea de utilizar directamente, en un cohete, material fisionable es por completo imposible, por lo que yo sé, al menos basándome en lo que actualmente sabemos sobre los materiales de fisión: o yacen inertes o estallan con fuerza bastante para llevarse por delante la mitad del distrito.

—¿Y si se tratara de algo que nosotros no sepamos, pero que esté relacionado con esa clase de materiales?

—Entonces habría sido producto del equipo de Oak Ridge en lugar del de Roman.

—Bien, intentaré descubrir algo más —dijo Horne—. Puesto que está ocupado, me dedicaré también a mis asuntos. Hasta luego.

—De acuerdo —replicó Jeff.

Unos minutos después reanudaba su trabajo en el equipo de Lasson.

A medida que los días transcurrían, el cambio del Sol se hacía más evidente. Lasson tomó ansiosamente los instrumentos de Jeff e hizo unos cuantos informes, esbozos, desde luego, y sugirió otras ideas que Jeff aceptó y en las que se puso a trabajar.

El nivel de la energía solar no había cambiado mucho. Todavía se necesitaban instrumentos más sensibles para captar el grado de inestabilidad. Pequeñas desviaciones de una curva y diminutos erizos en una placa del espectroheliógrafo eran poca cosa para servir de base a una teoría Lasson quería pruebas más contundentes.

El verano siguió su curso y septiembre llegó con sólo un incidente.

El observatorio de Lake Bluff le pidió a Jeff un instrumento que le permitiera medir la polaridad e intensidad de los campos magnéticos producidos por las manchas solares. Jeff les construyó el aparato y lo envió, sugiriéndoles que, si habían observado algo raro en el comportamiento del Sol, debían ponerse en contacto con el profesor Lasson.

Semana y media después, Jeff tuvo carta del profesor Lasson en la que le decía que habiendo aceptado Lake Bluff la sugerencia, sé habían puesto en contacto con él y que ahora eran dos los laboratorios que habían notado que algo iba mal en el Sol.

En octubre, un laboratorio más pidió a Jeff otra clase de instrumento de precisión, y otro se había puesto al habla directamente con Lasson.

En noviembre, el profesor envió una carta, muy cuidadosamente redactada, a la mayoría de los laboratorios solares del mundo, rogando que observaran la inestabilidad del astro y sugiriéndoles que el silencio debía ser norma general para prevenir la posible oleada de pánico.

Para diciembre los más habían contestado indicando que estaban consternados, pero conscientes del sutil cambio.

A primeros de diciembre, Jeff dejó Chicago para hacerse cargo de una tarea en California donde una compañía minera deseaba algunos equipos para analizar muestras de menas metálicas. Mantuvieron a Jeff en danza de una mina a otra durante unas tres semanas. En ese tiempo no tuvo dirección fija.

Cuando acabó, se dio cuenta de lo mucho que había retrasado su tarea para el profesor Lasson. Debido a esto y aprovechando la ocasión de su estancia en California, fue a verlo personalmente.

Cuando iba conduciendo, montaña arriba, observó que, a cierta distancia, le seguía otro automóvil. Al llegar al lugar de aparcamiento del observatorio, se bajó del coche y esperó a que el otro aparcara junto a él.

—Resalta un poco empinada esta cuesta, ¿no es verdad? —dijo Jeff.

—No hay que jurarlo. ¿Está empleado aquí?

—No, ¿y usted?

—Usted es Jeff Benson, el fabricante de instrumentos de precisión, ¿verdad?

—Sí, ¿y usted?

—Jerry Woods, del «Chronicle».

—¡Ah! Encantado de conocerle. ¿Hay alguna noticia por estas alturas?

—No, pero me la estoy oliendo. ¿Le importaría que me pusiera a olfatear en serio?

Jeff se encogió de hombros con un gesto de impotencia.

Todo lo que Lasson hubiese descubierto hasta ahora, sin importar la certeza de lo que fuese, no se publicaría por el momento.

—Voy a ver al profesor Lasson —dijo Woods.

—Yo también.

Woods se colocó junto a Jeff y así, juntos, entraron en el despacho de Lasson. Jerry Woods fue derecho al grano.

—¿Qué es lo que pasa?

—¿Qué le hace pensar que está sucediendo algo?

Woods sonrió.

—Según mis admiradores, los periodistas tienen espíritu detectivesco. Manejan cosas dispares y las unen hasta obtener una ilación. Para los aduladores, por desgracia tanto los periodistas como los detectives, son unas personas extrañas que atrapan noticias o criminales porque se les paga para que vayan y pregunten cosas, también extrañas, a las personas honradas.

—¿Sí?

—Por eso yo me he dicho:

»Primero: a un célebre astrónomo en Cincinatti, se le vio tomar medidas con su esposa a las dos de la madrugada. Hacía una noche espléndida, pero el famoso observador mostraba poco interés en las estrellas. La cuestión más importante es que se le vio bostezar a las dos de la madrugada, cosa poco corriente en un hombre que trabaja por las noches desde hace años.

»Segundo: a un grupo de astrónomos de fama indiscutible, se le ha visto hacer una comida ligera a las ocho de la tarde. Consistió en unas rodajas de patatas en lugar de un buen desayuno con jamón y huevos, como debía suponerse en unos hombres que acababan de levantarse para hacer frente al trabajo nocturno.

»Tercero: hubo una noticia, que sirvió de relleno en un periódico local, que decía que la Compañía de Placas Fotográficas del Este había servido recientemente un pedido de películas ultrasensibles para un observatorio de Maine.

»Cuarto: Jeff Benson, uno de los mejores fabricantes de instrumentos de precisión del país, ha estado durante cierto tiempo ocupado como una dinamo y en continuo contacto con un notable físico solar.

»Quinto: observo un aire de conspiración por parte de los físicos. Siempre han sido lo bastante amable para decirme que no han descubierto nada desde aquello del universo en expansión.

—¿Qué más puede añadir a todo eso?

—Que por un supuesto eclipse solar la mayor parte de los astrónomos están, como locos, tostándose al sol.

—Tonterías. Nos interesamos periódicamente por él.

—Sí, sí… Y ahora llegamos al número seis. Las librerías están agotando los textos sobre cuestiones solares. Me parece que un observatorio con un solo telescopio para observar las estrellas es el peor sitio del mundo para descubrir los últimos acontecimientos. Además, cuando el personal del Lake Geneva’s Yerkes se pone a construir un celóstato sobre una torre como si estuvieran en un llano, es porque hay algo a la vista.

Lasson sonrió.

—Francamente, hemos descubierto un ligero cambio en el potencial ionizante de la fotosfera solar. Eso es todo. Resulta muy interesante. Todo el mundo quiere cerciorarse del hecho.

Jerry Woods sonrió serenamente.

—La mayor parte del público tiene la idea de que un periodista debe ser osado, fumar cigarrillos sin parar, aguantándolos con dos dedos, beber como un camello y no tener de estudios más del tercer grado. En sus charlas es capaz de decir «me sé» esto y «me sé» lo otro, pero no en sus escritos, porque una vez fue el hazmerreír de un corrector que estudió en cierta ocasión la gramática.

»En cuanto a mí, lo único cierto es que recuerdo el significado de las palabras y que, señores, decidí una vez usar lo aprendido siendo un trashumante periodista científico para la «Associated News».

»De manera que hay un cambio en el potencial de ionización de la atmósfera solar. Muy interesante. Lo produce una variación en la energía del astro, ¿no es verdad?

—Pudiera ser.

—¡A lo mejor hay alguien que está echando paletadas de carbón en el Sol! —gruñó Woods con sarcasmo.

—¿Por qué no esperar a que estemos seguros?

—¿Quiere usted decir que no lo están?

—¡Claro que no! El cambio apenas acaba de empezar.

Jerry Woods sacudió la cabeza.

—Amigos, me gustaría descubrir una buena noticia antes que una nova nos haga desaparecer.

—¡Nova! ¿Quién ha dicho nada de nova?

—Yo. ¿No es eso lo que en definitiva significa la inestabilidad de una estrella?

—No por fuerza. Hay estrellas que son variables, ya sabe.

—Lo sé, no la hay de esa clase en el grupo conocido con el nombre de… No hay ni siquiera una estrella estable, excepto el Sol. ¡Y el Sol está justamente en el centro de la…!

—No podemos predecir una nova. No sabemos qué la produce.

—La inestabilidad.

—Desconocemos las causas de una inestabilidad.

Jerry Woods se echó a reír.

—Salí de la escuela antes de que los neutrinos se convirtieran en un tema corriente de discusión. Luego no estoy lo obsesionado que debiera. Una vocecita me dice que debo considerar a los ubicuos neutrinos con curiosidad y desconfianza.

»De todas formas, me pongo a divagar y me hago las siguientes cuentas: me han enseñado que todos los átomos contienen neutrinos, porque los silenciosos e indetectables diablillos son necesarios para mantener estable al núcleo.

»Pero los neutrinos son expelidos en todas las reacciones atómicas y, como no poseen carga eléctrica ni masa apreciable, salen pitando directamente a través de la materia y siguen, siguen y siguen hasta el infinito. ¿Adónde? No se sabe.

»Pero el Sol es una escandalosa orgía nuclear en la que se están lanzando neutrinos desde hace ya un par de miles de millones de años. Esto representa una buena porción de tiempo y un buen montón de neutrinos, amigos míos.

»¡Maldita sea!, no puedo recordar si la misión de los neutrinos es servir de cola para juntar los núcleos o evitar el hundimiento debido al peso fatal de éstos.

»Puede que sea ese algo problemático que parece mantener la repulsión culómbica de los protones en una proporción menor que la atracción de las partículas nucleares, o quizá resulte ser la causa responsable de esa misma atracción.

»Para terminar esta conferencia de sobremesa; diré que he oído hablar de una teoría que sostiene que el desequilibrio en la masa de neutrinos es lo que produce las novas.

Cuando el profesor Lasson estaba a punto de intervenir para explicar correctamente la teoría, Jeff Benson le interrumpió diciendo:

—Sinceramente. Desde hace cierto tiempo defiendo la teoría de la inexistencia de los neutrinos.

—¿A pesar de Fermi? —se chanceó Woods—. ¿De Fermi y del fósforo radioactivo?

—Estadísticamente tengo probada la discrepancia que existe en la conversión de la energía. Tanto en la conversión por medios químicos, como en la obtenida por medios mecánicos o eléctricos. El neutrino explica esa discrepancia pero sólo en las conversiones derivadas de las reacciones nucleares. No es aplicable en las transformadoras físicas.

—¿Ha demostrado lo qué?

—He descubierto, y sigo buscando pruebas de ello que cada vez que la energía pasa de un estado a otro, algo de esa energía se pierde. Un porcentaje muy pequeño.

Woods dio un silbido.

—Dígame, ¿y cómo es ese mítico país adónde la energía emigra?

Jeff se encogió de hombros.

—He supuesto la existencia de un sub-espacio.

—Y las toneladas de energía-masa del Sol deben depositar su pérdida en ese Banco del sub-espacio, ¿no? Dígame, Benson, ¿quién firmará el cheque para retirar ese fondo y cuándo?

—Supongamos que damos por cierto la existencia de dos infinitos paralelos. Uno de ellos va incrementándose en materia y energía a medida que el otro disminuye. Uno se construye mientras el otro de destruye, o viceversa. Esto puede haber sucedido hace ya el tiempo inconcebible de dos mil millones de años, cuando se supone que comenzó nuestro universo.

—Hum… —asintió Jerry Woods pensativamente—. Lo más probable es que sí existe ese sub-espacio sea algo que termine mal, pues, si debe su existencia a la inevitable pérdida de energía, cuando no pueda admitir más reventará. Entonces, caballeros, tendremos ¡una nova!

—Eso es lo que he sacado en conclusión —dijo Jeff.

—Es lo que supuse. Y hay indicios de inestabilidad.

—Pudiera ser.

—Bien, caballeros, les agradezco esta gran noticia.

Como un relámpago se les vino a la imaginación que Jerry Woods era ante todo un periodista. Su charla locuaz sobre un tema tan específico, su habilidad para seguir cada detalle y, en ocasiones, para anticiparse a sus cavilaciones y el no parecerse en nada a la mayoría de los cazadores de noticias había contribuido a que los científicos hablaran fácilmente y… demasiado.

—Usted no puede publicar eso —dijo Jeff.

—Es una noticia, ¿no?

—Sólo es una opinión. Francamente, no estamos muy satisfechos de los resultados. Sólo estamos relativamente seguros de que exista una inestabilidad. Y no lo estamos, en absoluto, de que realmente tal inestabilidad no exista al fin y al cabo.

»Menos convencidos aún estamos de que esto llegue nunca hasta el punto de poderse medir sin necesitar instrumentos de alta precisión. Mucho menos que se eleve a proporciones que signifique una catástrofe cósmica.

En aquel momento Jerry Woods pudo haber sido convencido.

Había visto unos cuantos cálculos y un par de curvas sobre la mesa del profesor Lasson Jerry era un científico que sabía lo bastante para darse cuenta de que cuando estos profesores tienen algo positivo que perseguir, rara vez pierden el tiempo meditando la clase de minucia en la que aparentemente había estado trabajando Lasson.

También sabía que si uno insinúa alguna idea a un científico, acertado o no, a menudo lo hace caer en la tentación de ir imaginando hipótesis tras hipótesis, conclusiones tras conclusiones, para deducir lo que saldría si la falsa premisa fuese verdadera.

Si se le preguntase a un científico qué sucedería si el silicio pudiera ocupar el lugar del carbono, lo más seguro es que como réplica se obtuviese una completa conferencia que, en perfecto engranaje, iría explicando la forma que adquiriría el ser vivo de silicio desde la amiba al animal, pasando por la forma vegetal y terminando en el Homo Sapiens Siliconis.

Jerry Woods conocía la imaginación que encerraba toda mente científica y pudo haber aceptado sus teorías sobre la inestabilidad solar, y sobre la posibilidad de una nova, como simple fantasía si el ambicioso y entusiasta ayudante del profesor Lasson, Harry Welton, no hubiera escogido aquel momento para entrar corriendo y desalentado diciendo:

—¡Profesor Lasson! ¡Lo era! Harvard lo acaba de confirmar. Lo consultaron con el Interpolador y Profetizador Electrónico y la respuesta ha sido: nova.

Jeff Woods asintió con toda tranquilidad.

—Ha sido un placer el conocerles, caballeros. Si Harvard dice que es una nova, lo creo.

—Pero…

—Soy periodista, ¿no lo recuerda? Si Harvard ya lo sabe, es sólo cuestión de tiempo que lo sepa todo el mundo. Deje que sea yo el que rompa el fuego, y pronto, antes que ningún otro.

—Pero… —empezó a decir el profesor Lasson.

Después sacudió la cabeza y sonrió sumisamente.

—Bueno —dijo—. Si el Sol se va a convertir en una nova, ¿qué importancia tiene lo que hagamos?

Jerry Woods asintió serenamente y en lugar de abandonar la oficina, cogió el teléfono del profesor y marcó el número del «Chronicle».