VIII

—Eso —dijo Charles Horne venenosamente— es Lucille Roman en su apogeo.

—No tiene justificación —fue la queja de Jeff.

Una parte de su mente le repetía que ser humillado por un grupo de personas reunidas allí con ese único objeto, no tenía tanta importancia. No hay nadie que no tenga enemigos. Sin embargo, Jeff estaba resentido profundamente por el escarnio.

Es difícil ignorar la burla de los que mental y físicamente están muy por debajo de uno mismo; verse humillado por gentes que pueden ser nuestros iguales. El hecho de que la depravada y viperina lengua de Lucille le hubiera ofendido sin razón alguna, el que sus sospechas sin fundamentos se impusieran hasta hacerla desechar toda evidencia, y el que los métodos empleados fueran más propios de una venganza que de un combate envenenaban los pensamientos de Jeff.

La lucha cara a cara o incluso la derrota en una competición franca era una cosa. El llamar a un grupo de amigos para que se unieran en la rechifla y en el menosprecio, en una forma de casi pública condenación, hería el código moral de Jeff.

—Esa es nuestra pequeña Lucille —repitió Horne—. Si yo hubiera sabido lo que tenía planeado, habría apretado hasta estrangular su blanda y nacarada garganta en vez de acariciarla. ¿Llevó el mismo juego con usted?

—Por el estilo.

—¡Je! ¡Y yo que creí que era capaz de sentir una amistad sincera!

—Yo también.

—¿Comprende ahora cómo es la Roman?

Jeff asintió. Para él resultaba inexplicable. No había conspirado contra ella, tampoco le había hecho la competencia. Se había portado siempre bien con ella. Y en pago había recibido, de su lengua, acusaciones como latigazos que estaban fundadas tan sólo en la facilidad de una mujer para engañarse a sí misma.

—Mire, Benson. Haré lo posible para atrapar a esa dama.

Jeff asintió con la cabeza.

—¿Quiere participar?

Jeff abrió los brazos.

—Me gustaría hacerle tragar cada una de sus palabras —dijo—. Pero me temo que no peso lo suficiente para hacerla caer. Operamos en órbitas completamente distintas.

—Debe usted poder hacer algo —reflexionó Horne.

—Pero ¿qué? ¡Maldita sea! Lo que debo hacer es olvidar todo esto cuanto antes. Parece que mi primera aventura en la alta sociedad ha sido un desastre. Será mejor que continúe mi camino en mi propia esfera.

—Pero eso no es ningún consuelo para su amor propio después de lo que ha sucedido allá arriba —dijo Horne.

—Quizá sirva al final —dijo Jeff.

—Pero ¿cómo? ¡Por amor de Dios!

Jeff sonrió desmayadamente.

—No estoy muy de acuerdo con la débil voz que grita en la oscuridad —dijo lentamente—. Toda voz llega tanto más lejos cuanto más fuerte sean los pulmones que la impulsa. Deme unos meses más de éxito en mi trabajo y podré alcanzar un punto desde el cual podré mandar en mi futuro.

—Eso parece ser un camino horrorosamente largo —rebatió Horne.

—Si consigo ser el renacuajo más grande de mi propia charca, habré conseguido la única forma de llegar a ser lo bastante importante para darle ella la debida réplica.

—Me gustaría ayudarle —se ofreció Horne con toda calma—. ¿O preferiría usted que no? Se me acaba de ocurrir que usted puede estar resentido conmigo.

—¿Por qué?

—Bueno. Está claro que la Roman odia hasta mis zapatos. Tanto, en efecto, que lo ha embadurnado a usted con el mismo odio. No se habría usted ganado aquella ráfaga si no hubiese intimado conmigo.

Benson se encogió de hombros y sonrió abiertamente.

—Me temo en la suficiente estima para no abandonar a un amigo porque alguien me coloque junto a él en la picota. A lo mejor me lo merezco también. Pájaros de la misma estación, ya sabe.

—Bien; si se le ocurre algo, dígamelo. Si es a mí a quien se le ocurriera me pondría en contacto con usted. Si necesita mi colaboración también estoy dispuesto.

—No, gracias —dijo Jeff—. Lo único que me haría falta serían días de cuarenta horas y semanas de nueve días.

—En eso no puedo hacer nada —sonrió Horne.

Jeff asintió con la cabeza, estrechó la mano de Horne y se encaminó a su laboratorio.

Sabía que la única cosa que podría detener la cólera que le roía, consecuencia de la injusticia de Lucille, era trabajar en firme sobre aquello que parecía alentar una promesa. Dado un poco a la introversión, Jeff se recreaba en sus éxitos personales.

Unos días después del deplorable incidente en el apartamiento de Lucille, Jeff Benson abría la puerta de su laboratorio para dejar pasar al profesor Lasson.

Jeff parpadeó de alegría y en seguida le hizo entrar.

—¡Profesor! Me alegra verle.

—Tiene buen aspecto, Jeff. ¿Sigue tan ocupado?

—Un poquito de trabajo aquí y un montón allá. Lo bastante para no cometer diabluras.

Lasson resopló al contener la risa.

—Usted siempre debería estar ocupado —observó—. Desde que le conozco no lo estaba lo suficiente para no mezclarse en alguna travesura. Tampoco lo estará ahora.

Jeff se encogió de hombros y asintió.

—¿Tiene buen tipo?

—Unas curvas tan perfectas como un 36. Ojos grandes y azules, luminosos, y… una mente no muy clara.

—¿Le roba su tiempo?

—Lo hizo, pero se acabó.

—Bueno. Entonces podrá dedicar su inteligencia a otra clase de problema.

—¿Para un asunto suyo? ¡Encantado! ¿Qué pasa?, ¿se desboca el Sol?

—¿Lo ha notado? —preguntó el profesor Lasson con ojos llenos de asombro.

—¿Notar? ¿El qué?

—Que el Sol parece haberse vuelto inestable.

—¿El Sol, inestable? —preguntó Jeff y tragó saliva.

—Si se ha dado cuenta, mejor. Contamos con un pequeño dato, una diminuta evidencia que puede interpretarse como un signo de inestabilidad. Queremos asegurarnos. Si usted lo ha observado también…

Jeff movió la cabeza despaciosamente.

—No —dijo con toda seriedad—. Hice la pregunta sólo para bromear.

—Pues está lejos de ser una broma.

—Bien, ¿qué pasa? ¡Por amor de Dios!

El profesor Lasson le explicó las irregularidades observadas en la expulsión de la energía solar. Después se apresuró a afirmar que sus sospechas estaban, por ahora, completamente en embrión.

—Tal cosa no ha sido nunca observada antes —asintió Jeff.

—Quizá porque nadie se preocupó. Puede ser algo completamente normal. Por otro lado puede significar una explosión estelar.

—¡Una nova!

Lasson sonrió pacientemente.

—¡Con qué rapidez llegamos todos a la misma conclusión! No tiene que ser necesariamente una nova, Jeff. Nadie, realmente, conoce las causas de una nova. Hay un montón de ingeniosas teorías, pero todas están faltas de demostración y con algunas tan grandes como para ahogar en ellas toda una galaxia.

—Pero esto es…

Lasson volvió a sonreír.

—¡Cuánta inseguridad hay en nuestros corazones! Al primer signo de la inconstancia de algo que hemos creído inmutable, nos morimos de pánico. Nuestra evidencia es tan ligera que no podemos enunciar nada. Aquí es donde entra usted, Jeff. Queremos que nos construya unos cuantos instrumentos para medir las inconstancias solares y registrarlas.

—De acuerdo. ¿Qué es lo que necesita?

—¿Podemos idear un colector de energía para medir la irradiada en un metro cuadrado?

—Tendría que ser doble y estar relacionado con las variaciones de presión atmosférica. Esta produce irregularidades en la energía solar recogida en un determinado metro cuadrado. Sería difícil.

—Estamos en el pico de una montaña muy alta —dijo Lasson—. Lo que acaba de decir no sucedería, ni mucho menos, tanto como en una ciudad. ¿Comprende?

—Pero aun así las condiciones atmosféricas cambian de día en día, de hora en hora, como la temperatura y la humedad del ambiente. El polvo representa también un factor variable y… Bueno, hay una forma de eliminar esos obstáculos.

»Puesto que la atmósfera terrestre es la misma para toda clase de energía que se reciba, podemos comparar la tomada de alguna brillante estrella cercana, con la del Sol. En ese caso, si las condiciones del terreno provocan una reducción de la emanada del Sol, también haría rebajar la procedente de la estrella en una cantidad idéntica. Las dos variarían en igual proporción si no hay ninguna inseguridad en el Sol.

—Desgraciadamente, dudo que podamos relacionar las observaciones que hagamos del Sol con las realizadas sobre la Luna o una estrella brillante, si estas últimas las llevamos a cabo a media noche.

—¡Hum!… Sí, es verdad. Pero, a pesar de eso, estamos en el buen camino. Suponga que coloquemos una luz bien determinada sobre el pico de una montaña lejana a su observatorio. Entonces podríamos observar la absorbida por la atmósfera durante el camino recorrido por el rayo y hacer comparaciones.

—No sería una cosa perfecta, pero es mejor que nada. Y ahora otra cosa. Queremos también otro artefacto que pueda medir el índice de refracción de la luz al pasar por un campo gravitatorio.

—¿Está cambiando la masa del Sol?

—Lo dudo. Pero la modificación del espacio en sí debido a una masa estelar, está perfectamente determinada, como usted ya sabe Si cambiara el valor de la energía solar se producirla una variación en dicho índice.

—No comprendo nada.

—Bien, una de las teorías que explican cómo nace una nova es la que asegura que el espacio mismo experimenta un cambio debido a la concentración de exceso, en un determinado punto de un volumen exagerado de masa, lo que motiva una concentración del espacio en sí mismo —dijo Lasson.

»Haga memoria. Chandrasekhar anunció que una masa fría no puede ser más grande que el planeta Júpiter. Si fuera mayor produciría un estrujamiento de los átomos en el núcleo y se verificaría un empequeñecimiento.

Jeff asintió.

—Sí, recuerdo las curvas de Chandrasekhar —dijo.

—Un cuerpo frío, con una masa quinientas mil veces mayor que la Tierra, tendría un diámetro teórico de cero. Pero el Sol no es un cuerpo frío, sino una masa de gases incandescentes. En dicha masa los átomos internos están también aplastados. Esta situación interna aumenta a medida que el diámetro del Sol decrece y puede llegar a un punto donde la concentración del espacio produzca un estallido.

Jeff asintió. Después anunció solemnemente:

—Tengo una teoría.

—¿Sí? ¿Cuál es?

Jeff se acercó a su mesa y le tendió al profesor unas cuantas hojas de papel.

—Esa curvas —explicó— se asocian y se encaminan hacia una misma meta: todas indican un fallo en la ley de la conservación de la materia. Espero que algún día podré demostrar que, cada vez que la energía pasa de un estado a otro, un pequeño porcentaje se pierde.

—Recuerdo una pequeña charla sobre su teoría, pero usted nunca ha sido comunicativo después en sus cartas. ¿Qué tiene esto que ver con una nova?

Jeff se encogió de hombros.

—Si mi teoría es cierta, entonces la cuestión es: ¿adónde se va esa energía? ¿Queda almacenada en algún subespacio esperando la oportunidad para estallar y volver?

—Pudiera ser. Pero da la impresión de que esa teoría haya sido hilvanada para explicar la situación actual. ¿No puede perfeccionar de algún modo su sistema de medición?

Jeff sacudió la cabeza compungido.

—Lo he intentado. He hecho todo lo que he podido.

—Puede ser que la demostración de su teoría la constituya el comportamiento del Sol.

Jeff se levantó.

—Tenemos que trabajar —dijo—. Quizá tenga usted razón. De todos modos el diminuto porcentaje de cuatro millones de toneladas de energía-masa por segundo debe ser lo bastante grande para captarlo. La diferencia que pueda existir al transformar unos cuantos millones de litros de butano en calor, es demasiado pequeña para poderla medir exactamente.

Lasson se quitó la chaqueta y arremangóse la camisa. Ayudaría a Jeff a terminar el primero de los instrumentos de medidas para llevárselo a California y poder así volver a su tarea. Jeff terminaría solo el resto del equipo y lo enviaría.

Lucille Roman se repantigó en la confortable silla de metal, atornillada al pupitre, y sonrió alegremente al general Walters.

—Podríamos con toda facilidad llegar con esto a la Luna —sugirió.

—No en este viaje —replicó el general—. Mi misión es sólo observar el manejo y valorar su eficiencia. Por mi parte estoy convencido, pero no haremos viajes interplanetarios en este cohete hasta que no dediquemos un poco de tiempo a la investigación.

Se dirigió al profesor Phelps:

—¿Cuál es en definitiva el medio propulsor?

—Un chorro de partículas atómicas.

—Y, ¿cómo funcionan?

Phelps tuvo un sobresalto imperceptible. Esta era la parte más débil de su razonamiento. Phelps, como todo físico de valía, no era partidario de lanzarse a usar algo de lo que se sabía tan poco. Reconocía que, realmente, como diseñador y descubridor del chorro atómico, debería contar con un conocimiento más profundo del asunto.

Tragó saliva varias veces hasta que se decidió a hablar.

—Hace aproximadamente un año me dediqué a realizar unas investigaciones encaminadas a resolver los problemas planteados en la invención de un detector de neutrinos. Tal cosa, como usted debe saber, no ha sido nunca posible.

—Así lo tengo entendido.

—Bien, lo primero que hice fue procurarme un isótopo del radio del que sabía que emitía neutrinos, positrones y electrones. Los neutrinos no tienen carga eléctrica alguna; debía pues eliminar de la radiación a los positrones y a los electrones. Para ello monté un campo electromagnético y un contador electrostático de reacción. Esperaba construir así una trampa para estas partículas y observar al mismo tiempo alguna clase de bombardeo en una pantalla fluorescente.

El profesor Phelps siguió charlando dando un rodeo a la pregunta que originó el tema, rogándole a Dios que como consecuencia de este monólogo, olvidara el general su pregunta sobre el origen de la energía.

—Tenía creído —añadió— que, siendo la pantalla fluorescente un medio para facilitar la observación de la emisión de electrones y positrones, sería también lo suficientemente sensible para indicar, mediante un pequeño centelleo, el bombardeo de los neutrinos. Estos no tienen ni carga eléctrica ni masa, pero sí tienen energía, como usted sabe, y podían causar alguna reacción observable.

»De todas formas —continuó Phelps— me encontré con que ni el contador electrostático ni el campo electromagnético cumplieron con la tarea de atraer a los positrones y electrones apartándolos a un lado. En lugar de eso una lengua de energía que casi me deja ciego salió disparada del tubo emisor.

»Quemó la pantalla fluorescente, haciéndole un agujero, derritió los lentes de un aparato microfotográfico y casi me deshizo todo el montaje. Mejoras posteriores dieron como resultado este chorro, mediante el cual estamos ahora surcando el espacio situados por encima de la estratosfera.

—Muy interesante —dijo el general Walters.

Phelps suspiró, aliviado, mientras Lucille Roman sonreía tentadoramente al general. Este olvidó lo referente al origen de la energía y le aceptó un cigarrillo. Los dedos de Lucille eran como témpanos cuando los hizo permanecer conscientemente en contacto con los del general.

Bajo ellos, a muchos kilómetros, estaba la Tierra. Esta, cuando el general Walters dio su conformidad, se bamboleó aparentemente al cambiar la nave su rumbo.

—Se comprende que el llegar a la Luna debe ser fácil —observó el general—. Este cohete se maneja estupendamente.

—Es que contamos con una reserva de energía —dijo el profesor Phelps.

Lucille le golpeó el tobillo con la punta de su alto tacón.

—Parece que sí que la tienen ustedes —dijo el general.

La frase de Phelps, había tenido como consecuencia apartar su atención de los encantos femeninos.

—Nuestra nave cuenta con ocho tubos propulsores —exclamó Phelps orgullosamente—. Los experimenté y pude comprobar que con sólo cuatro podríamos salir de la Tierra sin gran esfuerzo. Creo que incluso con tres podríamos hacerlo pero, desgraciadamente, para comprobarlo tendríamos que modificar la posición de los tubos, ya que requeriría un poco más de habilidad el conducir la nave rectamente con un conjunto de propulsión asimétrica tras nosotros.

—También lo creo —dijo el general Walters—. Dígame algo más sobre la forma de producirse la energía.

Lucille Roman se echó a reír eufóricamente, pero al mismo tiempo miró a Phelps con frialdad por no tener el buen sentido de mantener la boca cerrada.

—Francamente, general Walters, hemos estado tan ocupados en desarrollar la Nave-Cohete Roman hasta el grado de perfección actual, en fuerza y en eficiencia, que hemos tenido poco tiempo para la investigación pura.

Phelps asintió y dijo:

—Sostengo la teoría de que esta fuerza es un principio fundamental del universo en que vivimos. Como la electricidad que descubrimos y de la que sabemos tan poco. Con el tiempo llegaremos a saberlo por entero, pero, mientras tanto, podremos manejarla, usarla, dirigirla y controlarla perfectamente.

—Parece un poco arriesgado, pero da la sensación de que ustedes la tienen bajo un perfecto control.

Phelps asintió, aliviado. Lucille suspiró ahogadamente al ver que se paseaba sobre el candente tema sin más complicaciones.

Entonces Phelps añadió:

—Hemos mantenido en funcionamiento un modelo a escala reducida durante más de un año sin observar la más ligera inestabilidad. Fue analizado durante todo ese tiempo bajo todos los aspectos y periódicamente fue manejado, bien por mí o por pilotos automáticos. Todo esto ha sido registrado y los resultados, desde luego, estarán a su disposición en el momento que lo desee, general. Demostrarán que el Cohete Roman es enteramente factible.

El general Walters parecía estar impresionado.

—Todo esto es, todavía, una cosa altamente secreta. Tan pronto como pueda, procuraré conseguir una asignación con objeto de confeccionar un programa de investigación para estudiar todo este asunto desde un punto de vista teórico. Por ahora, parece ser un resonante éxito, señorita Roman.

—Gracias.

—Le sugiero que doble la vigilancia. No me gustaría que esto trascendiera.

—En mis Laboratorios, cada hombre ha sido escogido de entre los mejores para trabajar en asuntos secretos. Todos me guardan una absoluta lealtad.

—Bien. Siga con esa táctica.

Inmediatamente después, la Tierra a lo lejos, volvió a balancearse y la máquina voladora se dirigió como un rayo hacia ella, quinientos kilómetros más abajo.