Mediodía en California. El sol brillaba en un cielo sin nubes y la tierra y las espaldas de la gente se calentaban.
Parecía completamente normal. Los que vivían allí desde hacía años no se dieron cuenta de que el sol, a las once de la mañana, empezó a ponerse más brillante y que al mediodía había aumentado su luminosidad casi en un tres por ciento de lo acostumbrado. Considerando la energía expelida por el Sol, ese aumento del tres por ciento podía solamente ser observada por los buenos científicos. ¿Qué podía representar el aumento de un insignificante tres por ciento para una persona vulgar si el sol era casi intolerable? Por eso el cambio, que no fue exageradamente rápido, no atrajo la atención general y pasó desapercibido para la mayoría de los sudorosos ciudadanos.
Al mediodía llegó al máximo. Después, gradualmente, empezó a decrecer hacia su antiguo nivel.
Un laboratorio fotografió el cambio, y el físico que estaba encargado de la sección, al ver la película, comenzó a renegar y redactó una carta a la compañía que la fabricaba por producirla con una sensibilidad no uniforme. Otro jefe de laboratorio le echó una reprimenda a un estudiante por no prestar la debida atención a su trabajo. Un tercero atribuyó el incidente a los invisibles diablos que, furtivamente, se entremezclan en toda experimentación y la hacen repetir cincuenta veces antes de conseguir lo que se pretende.
El profesor Lasson miró significativamente a Harry Welton y sacudió la cabeza.
A las tres de la tarde el sol tenía, una vez más, su brillo acostumbrado: volvía a ser el mismo. El asunto fue olvidado o ignorado por todos, salvo por el profesor Lasson y su ayudante.
—Esto demuestra algo —dijo Harry Welton.
—Sí —asintió Lasson.
—¿Qué hacemos ahora?
—Lo único que podemos: valorar ese diablo con la esperanza de que no signifique nada.
—Pero ¿y si es una nova?
Lasson sonrió.
—Entonces el universo contemplará la agonía de nuestra muerte —dijo.
—Pero…
—¡Estúpido! —dijo Lasson secamente—. ¿Qué puede hacer la humanidad? ¿Ir corriendo a colocar una válvula de seguridad en un Sol que está a punto de estallar?
—No sé qué va a pasar.
—Yo sí, y no es una cosa muy agradable. Será el mismísimo fuego eterno del infierno. Nunca sabremos cómo se produce una nova.
—Quizá lo aprendamos —dijo Harry abatido.
—Entonces podremos morir iluminados por ese conocimiento —dijo Lasson suavemente.
—¡Qué porvenir más halagüeño!
—Y ahora escuche, Harry. No sabemos que eso sea una nova, y por mi parte no estoy dispuesto a tirar todo mi trabajo por la ventana porque las posibilidades de que una nova surja ahora sean de uno contra dos mil millones. Me fastidia echar todo a la basura sólo para encontrarme, a la siguiente semana, con que lo he hecho por nada y, por tanto, con que tengo que vivir el resto de mi vida sabiendo que soy un estúpido.
—Pero ¿qué otra cosa puede ser? —preguntó Harry Welton.
—Un par de planetoides puede haber chocado con el Sol sin verlos nosotros, porque nos es imposible.
—Pudiera ser.
—Y es mucho más agradable que una nova. ¡Caramba, muchacho! Usted se pondría rojo de rabia si alguien le pinchara con un alfiler, ¿no es verdad?
Harry se echó a reír.
—A lo mejor vamos a tener que buscar al personaje que esté lanzando alfileres al Sol.
—Así me gusta, muchacho.
—Entonces, ¿qué haremos ahora? ¿Poner un anuncio en el «Chronicle» que diga: «Aviso. Agradeceríamos al bromista que sea, que, por favor, deje de molestar al Viejo Sol. Está descansando»?
—Esta clase de sujetos no leen nunca los anuncios personales —dijo el profesor sonriendo—. De cualquier forma, Harry, me preocuparé en conseguir nuevos elementos para el laboratorio. Sé, poco más o menos, lo que necesitamos. De manera que volaré a Chicago para ver a Jeff Benson.
Quince años antes el profesor Lasson había tenido como alumno suyo a un estudiante llamado Benson que se había graduado con matrícula de honor. Por tal motivo, y por el hecho de que lo fabricado por Jeff era insuperable, muchos de los equipos especiales del laboratorio de Lasson llevaban la pequeña marca de Benson. Si el profesor Lasson hubiera sido más joven, pletórico de inútil entusiasmo, habría volado en seguida. Pero Lasson sabía que unas horas o unos días más o menos no importaban. Si el Sol se iba a convertir en una nova iría al principio muy lentamente. Podría tardar meses, años y hasta siglos, en conseguir que su actividad interior alcanzara el punto de explosión. Y nada podría detenerlo.
Más aún. El Sol no era una estrella constante. Su temperatura variaba. Se producía un ligero aumento y volvíase más brillante, más caliente. Eran unos ligeros cambios que podían ser, simplemente, casos aislados en el magno proyecto de las cosas.
Por eso, en lugar de dirigirse a Chicago aquella tarde, el profesor Lasson comenzó a preparar su viaje. Si todo iba bien, podría poner en claro un montón de pequeños detalles y coger el avión para Chicago de aquí a tres semanas.
Jeff Benson entró en el lujoso apartamento de Lucille Roman con una sensación de arrepentimiento por haber ido. Se veía claramente que el traje que llevaba no era el apropiado para el caso.
En su situación actual lo más que pudo obtener, puesto que no acostumbraba a codearse con la alta, ni mediana sociedad, fue un terno gris oscuro de rayas muy finas, la consabida corbata de palomilla y una camisa blanca. Sus zapatos brillaban como espejos gemelos. Él se sentía incomodísimo con todo aquello. Se sentía ridículo.
No era éste el nivel de vida al que pertenecía, y él se daba cuenta mejor que nadie. Era, lo reconocía, un hombre como otro cualquiera en el plano intelectual, pero su inteligencia y su situación monetaria estaban en planos completamente distintos.
Los amigos de Lucille Roman le podían dar las cotizaciones de bolsa en términos financieros sin que él pudiera comprender ni una palabra. Él, por otro lado, podía replicar examinando la situación de los cuantas del átomo de hierro, siete veces ionizado, y ser, igualmente, incomprendido.
Lo que fastidiaba era el pensar que había más gente de la clase financiera que de la suya propia, lo cual haría que lo trataran como a un bicho raro. También hubiera sido posible que Jeff se sintiera incómodo aun en el caso de que fuera de la clase de personas que se encuentran a gusto en cualquier compañía. La gallina de más personalidad del mundo se siente miserable cuando se la traslada a otro gallinero.
Estaba completamente desilusionado.
Lucille lo encontró en la entrada y lo llevó junto a Horne. Este lo saludó alegremente.
—¡Cuánto tiempo sin verle! —le dijo—. ¿Qué me cuenta?
—Lo mismo de siempre. Un bocado aquí y una tarea allá. Lo necesario para sentirme contento. —Jeff sorbió su cóctel y preguntó—: ¿Y usted?
—He estado bastante ocupado también —dijo—. Francamente, estoy a punto de convertirme en un idiota.
—¿Cómo es eso?
—Bueno. Me siento inclinado a retirar todo cuanto dije de Lucille.
—¿Sí?
—Se puede decir que la he visto todas las noches desde la primera vez que la encontramos en el «Saddle Club».
—Eso fue hace una semana.
—Algo menos. Pero no hace falta un siglo para que uno comprenda que ha sufrido un error.
—Verdad.
—Es un hecho cierto —dijo Horne sacudiendo la ceniza del puro qué fumaba— que, a pesar de lo que quiera que sea Lucille Roman cuando está presidiendo una conferencia, se transforma en una graciosa y encantadora mujer cuando deja la oficina.
—Bien. Me alegro por usted —asintió Jeff lentamente—. No le guarde entonces rencor.
—De ninguna forma. Eso me interesa a mí en particular —dijo Horne ahogando una sonrisa—. A menos que, desde luego, esté usted interesado en que le detalle confidencialmente cómo pasamos las horas.
—Eso sería preguntar demasiado —sonrió Jeff picarescamente.
—Estamos de acuerdo. He intentado verle por ahí, Jeff, porque debe saber que me interesa tanto estar bien con usted que con Lucille. ¿Cómo le va?
—Ya se lo dije…
—Sí, ya lo sé. ¿Qué hay de aquel trabajo que le obligó a escurrirse de nosotros para continuarlo?
Jeff se encogió de hombros. No recordaba haberle mencionado tal cosa, pero por lo visto habían intimado lo suficiente para ello. De todas formas aquel encuentro era ya cosa olvidada y por tanto no entró en detalles.
—No se materializó.
—¿Por qué?
—No llegó a feliz término.
Aquello era bastante cierto, porque los términos del contrato no pudieron ser aceptados por Jeff.
—¡Lástima! Bueno, la vida es así.
Jeff encogióse nuevamente de hombros. Esta vez evasivamente.
—No me importó mucho —le dijo a Horne—. Me habría hecho quitar demasiado tiempo al que dedico a mis investigaciones particulares.
Horne recapacitó. Si lo que Jeff decía era verdad, no tenía objeto vigilar al joven ingeniero. Quería seguir siendo amigo de Jeff. Este era, claramente, amigo de Lucille Roman y las antiguas pretensiones de Horne de inmiscuirse en sus empresas habían sido sustituidas por su interés en la mujer misma.
Tenía ya su propio plan y podía darse el lujo de olvidar la jugarreta de Jeff al descubrirle las cartas en la subasta. Efectivamente, si no hubiera sido Jeff Benson, ninguno de los dos estaría ahora paladeando aquel excelente Martini en el apartamento de Lucille.
De cualquier forma, no iba a hacer preguntas claves que pudieran volverse contra él el día de mañana. Horne no iba a necesitar más a Jeff como cuña, ni para mezclarse en los negocios ni para obtener los favores de Lucille Roman.
Saludó a Lucille por encima del hombro de Jeff. Ella charlaba animadamente con un hombre de bastante edad y completamente calvo.
—Vayamos a rescatar a la encantadora dama del símbolo del Tiempo.
—O bien —bromeó Jeff— hagamos que le crezcan un poco los cabellos para que hagan juego con esas lentes tan gruesas.
Cuando Jeff y Horne se disponían a atravesar la habitación, una sirvienta introdujo a un hombre que, inmediatamente, se puso a escudriñar entre los invitados hasta encontrar a Charles Horne. Atravesó entonces la multitud y se fue derecho a él.
—¿Puedo hablarle en privado? —dijo en voz baja.
—Esto es una reunión. —Horne sonrió—. Le presento al señor Benson; Frank Hamilton, mi corredor de bolsa.
—¿Cómo está usted? —dijo Jeff cortésmente.
—Encantado. Señor Horne…
Horne se encogió de hombros. Nada podía conturbarle. No tenía nada grave pendiente; por ello estaba lo bastante tranquilo como para creer que todo cuanto le dijeran tenía por fuerza que ser agradable. Si Jeff Benson era amigo de Lucille Roman, sin duda le contaría a ésta todo cuanto oyera. Tenía que demostrar su habilidad como negociante ahora para producir en Jeff y por tanto en ella una grata impresión de su persona.
—El señor Benson es amigo mío. Puede usted ir al asunto, al menos que lo que tenga que decirme sea altamente confidencial. No se aprovechará de ello.
—Bien, he creído que lo mejor era que lo supiera. Las cosas se han puesto un poco feas.
—¡Cómo!
—Malísimamente. Pero me las he arreglado para sacarle del apuro con una pérdida de sólo cien mil.
—¡Dios mío! ¿Qué ha sucedido?
—Dieron un buen golpe mientras que usted estaba… ocupado. Empezaron a hacer oscilar los valores de Metales No Férricos Horne hasta que tuve que venderlos antes de que perdiera hasta la camisa.
—¿Cómo está la cosa en este momento?
—Si usted puede reunir los cien mil de aquí al lunes por la mañana, en la reapertura de la bolsa, podré iniciar la recuperación. Se necesitarán otros cien mil más por lo menos. Eso es todo lo que hará falta.
—Yo no puedo sentarme y firmar tranquilamente un cheque por esa cantidad —dijo Horne pensativamente—. Necesitaré tiempo para procurarme esa cifra. Maldita sea, no quiero que se nos escape ese aluminio. Cien de los grandes es mucha pasta, pero el conservar la cosa vale mucho más.
—Por eso he estado intentando encontrarle durante una semana, especialmente estos últimos días. Un poco de aguante podría haberlo mantenido perfectamente.
Horne asintió.
—Venga —dijo—. Ya sé dónde conseguir un puerto de refugio.
Conduciendo a los otros dos, Horne cruzó la sala en dirección a Lucille Roman. Cuando llegaron, Lucille se volvió y les dedicó una brillante sonrisa.
—Les presento al profesor Phelps —dijo.
El profesor los miró a través de sus gruesos lentes.
—He oído hablar del señor Benson, pero nunca tuve el placer de conocerle.
—El profesor Phelps es el cerebro de mi proyecto actual —dijo Lucille—. Ha venido esta noche para decirme que estamos dando los últimos toques.
—Hace una semana que estoy revisando las cosas esenciales y… tenemos éxito.
—Utilizaremos un centenar más de metros cuadrados de plancha de aluminio —dijo Lucille— y entonces…
—Eso me interesa, Lucille. Tengo un buen stock de plancha de aluminio de dos centímetros y medio de espesor en Metales No Férricos Horne. ¿Hacemos la operación?
—¿Qué operación?
—Necesito rápidamente unos cien mil para asegurar cierto trato. Préstamelos al cuatro por ciento y te facilitaré todas las planchas que necesites con un diez por ciento de rebaja sobre la cotización de hoy.
Lucille se echó a reír.
—Tenemos suficiente. Ya me preocupé antes de eso.
Su actitud denotaba una serenidad completa. Actuaba como si lo único que conociera del pequeño trato de Horne fuera lo que él le había dicho hacía un minuto. El ambiente se fue poniendo tenso. Era una sensación inexplicable, hasta que de pronto Jeff Benson se dio cuenta de que, desde un momento antes, los invitados de Lucille habían ido gradualmente acallando sus conversaciones. Ahora todos guardaban silencio. Se escuchaban cada una de las palabras que se cruzaban entre Lucille y Horne.
—Entonces, ¿qué me dices de los cien? ¿No te interesa el asunto?
Lucille volvió a reír. Era una risa aguda.
—¡Estafador! —le disparó.
Aunque se dirigió a él con su agradable voz de contralto, no por eso dejó de ser un insulto.
—Le podía haber dejado sin blanca. Los cien grandes que ha perdido es lo que me habría timado en la subasta.
—¡Yo… usted… timado! —boqueó Horne llegando hasta él lentamente un débil destello de comprensión—. ¡Usted ha estado haciendo juego sucio! —exclamó al fin.
—Yo nunca jugueteo.
—Pero yo…
Lucille se echó a reír de nuevo.
—¡Lárguese, tramposo! Y la próxima vez recuerde: si quiere jugar como un hombre, yo jugaré contra usted como una mujer. ¡Y le venceré siempre!
—¡Maldita sea! —Horne se abalanzó, pero Jeff le interceptó el camino.
Lucille le vio el gesto y volvióse a Jeff.
—No le detenga de nuevo, Benson —le largó—. No gaste sus energías. Esa jugada no le servirá por segunda vez.
—¿Qué jugada? —dijo Jeff parpadeando de asombro.
—Fue un lindo melodrama el que usted hizo en la subasta. ¿Cree usted que no les he hecho vigilar a los dos? ¿Qué pretendió usted? ¿Estafarme por medio de mis propias y especificadas características? —Se volvió a Phelps y dijo—. Y el que recomendó a Jeff Benson para que facilitara los instrumentos haría muy bien en tener mucho cuidado. Puede estar en el ajo.
—Pero diga, ¿adónde va a parar? —preguntó Benson.
Lucille se dirigió de nuevo a Jeff.
—¿Cree usted que soy una estúpida? —rugió—. ¿Ha creído usted por un solo instante que yo no lo sabía?
—¿Sabía qué?
—¡Oh! En primer lugar ese garaje que está pidiendo una cerilla y al que usted llama «laboratorio». ¡Calderas, mecheros de gas y comprobadores ilusorios! ¿Cree usted que no sé lo que es un laboratorio?
Lucille se volvió a sus invitados.
—Les presento a Jeff Benson y Charles Horne. Creyeron que podrían engañar a una mujer. Ahora que han sido cazados, retroceden a rastras con el rabo entre piernas gimoteando lastimosamente.
Se oyó una risotada general.
—¡Fuera! —les lanzó Lucille.
Jeff la miró fijamente. No la reconocía. Había sufrido, desde luego, cierta atracción por la mujer.
Era imposible que un hombre con sangre en las venas, no la sintiera correr más de prisa al ver a Lucille Roman.
Su instintiva inclinación se había intensificado cuando comprobó que Lucille Roman era lo suficientemente humana para disfrutar de los vinos, de la comida y, probablemente, con los besos de Charles Horne.
Aquello le dio a la mujer, eminencia financiera y físicamente deseable, una calidad un poco menos impresionante, menos endiosamiento.
La idea de que ella podía y quería usar sus encantos físicos para su propio provecho, hizo que Jeff se sintiera asqueado.
Lo que tuviese contra él no podía imaginarlo. Por lo visto tenía la teoría de que todo aquel a quien encontrase con su enemigo era también, por asociación, rival de ella. Tal cosa era irrazonable e ilógica. ¡Que el cielo le protegiera de una mujer como aquella!
—¡Ojalá te murieras! —le disparó a Lucille—. Apuesto que nunca ha sentido una emoción sincera en su vida.
Echando chispas, Jeff le volvió la espalda y se encaminó a la salida. Horne le siguió. La desdeñosa risa de los invitados, que habían sido preparados por la dueña para presenciar su hundimiento social, los persiguió por la antesala, aún después de quedar cerrada la puerta.