Jeff Benson dejó caer el lápiz con un gruñido. Cincuenta veces había seguido los cálculos de Fermi y Pauli, los que según se afirmaba demostraban las causas exactas que terminaban una diferencia entre la energía observada en el radio-fósforo y la potencial calculada. Por quincuagésima vez Jeff Benson había también gruñido, porque no era capaz de hacer que los números cuadraran debidamente.
Años atrás Pauli y Fermi habían observado esta discrepancia. Era un fenómeno bien conocido.
El fósforo radioactivo 32 irradia rayos beta al emitir electrones positivos y transformarse en sulfuro 32 estable. La diferencia entre la masa del fósforo radioactivo y la del sulfuro 32 es conocida y los electrones positivos emitidos tienen que proyectarse con una energía equivalente a la diferencia de esas masas. Esto es fácil de calcular y como no está presente ningún otro producto del radio, es sencillo medir la energía de los electrones positivos que se emiten. Todos ellos deben dar una sola cantidad de energía: la de la diferencia entre las masas.
Pero no la dan. La energía se escapa al comparar, teniendo en cuenta hasta lo mínimo que puede medirse, la producida con la calculada. La cuestión por tanto era: ¿adónde se iba la energía perdida? Porque aquí estaban los electrones positivos con la mitad de la energía calculada, otros con un tercio y otro más con fracciones. Pero ¿y el resto?
Fermi y Pauli consideraron el asunto y decidieron dar como postulado la existencia de una partícula nuclear llamada «neutrino» que tenía la masa de un electrón. Como el neutrón no poseía carga eléctrica. Por tanto, si no la tenía, y, por otro lado, su masa era inconmensurable, no podía ser detectado.
Resultaba una cosa convincente, pero no completamente satisfactoria, al menos para Jeff Benson. Aceptando que es imposible detectar al neutrino, Jeff Benson se había ocupado de los fenómenos físicos para ver si había o no discrepancia entre la energía calculada para la inversión y el resultado de la energía producida.
Otros habrían despreciado una diferencia tan insignificante, pero Jeff se veía impulsado a seguir el diagrama, realizado a costa de innumerables experimentos, que parecía señalar en una sola dirección. Jeff se encontraba atascado en este punto, habiendo conseguido tan sólo una colección de simples datos estadísticos, labor de años enteros.
La energía no se crea ni se destruye, gruñía. Veamos. De acuerdo con lo que yo, Jeff Benson, había siempre creído y con lo postulado por Fermi y Pauli, si ni la materia ni la energía pueden crearse ni destruirse, ¿adónde se van las partículas de energía que se pierden?
Y, pensaba en voz alta, fastidiado, si aceptamos la teoría de Fermi y Pauli por la cual la energía que se pierde en una reacción nuclear queda convertida en neutrinos, ¿qué diferencia supone eso? ¿Es que existe algo que no se puede detectar, que no ejerce absolutamente ningún efecto sobre lo que le rodea, que no hace nada, sino solamente existir porque alguien opinó que es necesaria esa existencia? ¿Se encamina esa díscola energía al país de «irás y no volverás» donde tampoco se la puede detectar, del que no se la puede recobrar y, más aún, donde se pierde enteramente?
Si desechamos el neutrino, ¿adónde se fuga la energía? Si admitimos que el neutrino capta esa energía, ¿adónde va el mismo?
»¿Adónde —dijo Jeff casi declamando— van las inmensas cantidades de neutrinos expelidos por el Sol? Y, olvidando esta acomodaticia partícula, ¿adónde se marcha la energía si no se convierte en neutrinos?
Se echó hacia atrás en su silla.
—Puedo enunciar el siguiente postulado —dijo al vacío—: existe en nuestras proximidades un subespacio donde la energía que se pierde se va almacenando, donde los soles de la galaxia vuelcan la fracción fatal de pérdida hasta llegar a un punto crítico de explosión, y entonces, se origina una nova.
»O bien —siguió— puede ser que Fermi y Pauli estén en lo cierto y que efectivamente existan los neutrinos, vamos a concederlo, pero aun siendo así yo digo que los neutrinos no tienen nada que ver con esta indetectable pérdida de energía.
En ese momento sonó el timbre de la puerta. Acudió de buena gana y se quedó completamente paralizado al ver a Lucille Roman que estaba allí de pie.
—Ho… la —tartamudeó.
—¿Qué hay? —replicó ella con viveza.
—¿Qué la trae por aquí? —preguntó Jeff.
Lucille entró antes de contestar.
—Simple curiosidad, supongo.
—Una razón bastante buena —dijo Jeff—. Y, ¿a qué viene esta curiosidad?
—Supongo que será un atrevimiento y una osadía por mi parte, pero sentía curiosidad por usted.
—¿Por mí?
—No se sorprenda, Jeff. Me parece que no estoy insultando a nadie si le digo que me interesa ver cómo viven los demás.
—Pero yo…
Lucille sonrió.
—No es eso, Jeff. Lo que pasa es que estoy rodeada de gente que piensan igual y actúan de idéntica forma. Acciones, bonos, corporaciones, finanzas. Gente que tiran de unas cuerdas y hacen bailar a unos títeres que están sentados en magníficas oficinas y que dictan pólizas de seguros, leen montones de informaciones y escuchan las cotizaciones del mercado. Me siento como en el mar cuando veo a una persona como usted.
—Chóquela —dijo Jeff ofreciéndole su mano a la par que sonreía complacido—. Yo también me siento como perdido entre nieblas cuando estoy rodeado de gentes que sólo piensan en las alzas y bajas de la Bolsa.
Lucille estrechó la mano que se le ofrecía y la sintió llena de nobleza; suave pero al mismo tiempo áspera en las dos o tres callosidades, consecuencia del uso del destornillador y de los alicates.
—Hagamos un trato —le dijo ella riendo y mirándole a los ojos—. Le cambio una confidencia mercantil por otra científica.
Jeff se puso a reír con ella.
—Entonces le diré que de todo el mundo, a quien menos esperaba era a usted.
—He debido venir antes —le dijo ella—. Pero he estado muy ocupada.
—¿Sí?
—¿Le extraña?
—Quizás no, pero…
Lucille le sonrió.
—Le debo un favor.
—Olvídelo.
—Pues no. No pretendo hacer ninguna tontería sobre aquello, de manera que no tiene por qué preocuparse. Y ahora —añadió seriamente—, deje que le explique. Yo…
—Olvide todo ese asunto —le dijo Jeff firmemente—. Empecemos de nuevo a partir de ahora.
—¿Es que vamos a discutir? —sonrió—. Yo no quiero.
—Ni yo, pero como no nos saltemos todo aquel asunto estaremos pidiéndonos perdón por una tontería hasta que se nos caigan los dientes. De manera, que empecemos desde aquí. Le prepararé algo de beber para celebrarlo.
—¿Aquí?
—Ahora le toca a usted sorprenderse ¿De qué cree usted que me mantengo? ¿De electrones y metil-metacrilate?
—Electrones y, ¿qué?
—Lucita, para usted.
Se sonrió y la condujo hacia el interior del garaje, a un lugar que antes había servido de oficina. Era una especie de entresuelo desde el que podía ver, por un lado toda la extensión del garaje y por otro una antigua habitación en donde se acostumbraba limpiar los coches.
Ahora, en vez de coches, lo que había eran unas mesas bien cuidadas sobre las que se veían muchos instrumentos. Algunos de éstos tenían indicaciones, y equipos de herramientas auxiliares, que explicaban para qué servían y la manera de manipularlos.
A la espalda estaba el taller del propio Jeff en el que trabajaba sobre su proyecto personal.
La antigua oficina estaba completamente cambiada. Ahora contaba con tres confortables habitaciones y cuarto de baño.
—Aquí es donde vivo, entre electrones —le dijo a Lucille.
Era un lugar agradable pero se notaba la falta de los detalles hogareños que a un mujer se le podían ocurrir.
Jeff sacó del frigorífico unos cubitos de hielo y soda.
—Las reuniones siempre terminan en la cocina —dijo. Por eso tengo la costumbre de empezar aquí. De esta manera nos ahorramos el traslado.
Mezcló las bebidas hábilmente y las colocó sobre la pulida tapa de una mesa. Lucille miraba a su alrededor con interés. Estas habitaciones se parecían a las de cualquier fonda excepto en que en la pared del fondo se veía un modelo actual de la lista de pesos atómicos, abarcando la serie de los transplutonium, que llegaba al ciento tres. Un libro sobre líneas de transmisiones de alta frecuencia se hallaba abandonado sobre la nevera, junto a un manoseado libro de cocina.
Al lado de la mesa, en una oquedad de la pared, había un bloc y un lápiz.
Cuando Lucille se fijó en la llamativa muchacha del calendario, levantó una ceja exageradamente.
—Soy un idelista —dijo Jeff en broma.
—¿Y qué clase de ciencia representa eso?
—Una serie de ecuaciones de cuarto grado sobre la geometría de los cuerpos dibujados en dos dimensiones y en color —dijo muy serio.
—Y eso es todo. Explicado en una sola y magnífica definición. Realmente, me interesa —dijo ella.
—No sé qué sería de mí si los negocios no me tuvieran tan ocupada. No comprendo qué hacen los demás.
—Yo me las avío también para estar ocupado —dijo Jeff—. Le mostraré cómo. Venga, pero traiga su vaso consigo.
—No sabía lo que usted hacía hasta que lo encontré ayer con Charles Horne. Fue lo bastante para saber algo.
—¡Ajá! ¿Tanto me conoce él?
—Eso parece.
—¡Qué gente tan intuitiva! —dijo Jeff—. Estuvo aquí solamente una hora o cosa así.
—Deduje que sabía muy bien el camino para llegar a este lugar.
—De ningún modo. Como usted sabe he hablado con él dos veces, y en la primera tuvimos muy poca cosa que decimos.
—Ya lo vi.
Él se echó a reír.
—Horne vino a darme sus excusas por su actitud un tanto inmoral. Después fuimos a comer y nos encontramos con usted.
Lucille reprimió un bostezo.
—Lo recuerdo muy bien —dijo.
Aquel bostezo demostraba que ella y Horne no se habían despedido hasta bien tarde. Jeff captó lo que eso significaba.
Lucille quedó deslumbrada al ver el taller. Dio una vuelta por él sin objeto alguno, dando palmaditas de admiración cada vez que algo le complacía. En realidad no le impresionaban lo más mínimo las cosas que significaran proezas en su aspecto científico. Mientras hacía preguntas tontas y jugueteaba con este mando o aquella palanca se esforzaba atentamente en encontrar alguna traza del equipo necesario para obtener la lengua de energía que ardía en el laboratorio de Phelps.
No vio nada, pero pensó que en realidad Jeff, aunque hubiese sospechado algo, no había tenido tiempo material para hacerlo. De manera que Lucille se decidió por un golpe audaz.
—¿Qué me dice de aquel trabajo que le hizo, ayer, salir de estampida?
—Un trabajo…, ¿eso dije?
—Sí, y que tenía que dejar sus investigaciones por algún tiempo. ¿Puedo ver algo de ello?
Lucille echó una mirada al interior de la calculadora de promedios que yacía abierta.
—¿Es esto?
—No —dijo Jeff—. El trabajo aquel se aguó.
—¡Oh! Me imagino que sería para usted una desilusión. ¿Qué pasó?
—Bien, no hay mucho que decir. Se dirigieron a mí con una serie de datos para ciertos instrumentos, y antes de que pudiera echarles una ojeada se presentó Horne. Tuvimos una charla, almorzamos, nos encontramos con Lucille Roman, etc. Todo eso me entretuvo un par de horas.
»Cuando volví cogí la calculadora de promedios y, cuando estaba trabajando en ella, volvió el señor de los datos para decirme que, después de haber hablado conmigo, su firma se había decidido por un programa más rápido. Y eso es todo.
—¡Lástima! ¿Quién era? ¿O es un secreto?
—Pues sí, es un secreto y, además, conozco tan sólo el nombre del señor ese que me dio los detalles.
—¿Se suelen hacer así los tratos?
—Sólo al indicarlos y siempre que se tenga entre manos algo que se desee conservar oculto. Después de hacer el contrato en firme, uno tiene que enterarse, naturalmente, de todo lo que sea preciso para poder efectuar el trabajo, pero desde luego queda siempre obligado a guardar el secreto de todo aquello que se le diga.
Lucille recapacitó. Tenía pocas razones para no creer que Jeff se había apresurado a descubrir todas las especificadas características. Admiró su habilidad para el disimulo y se asombró al comprobar que si ella no estuviera convencida de que Jeff Benson y Charles Horne eran como uña y carne, seguramente habría creído en la historia de Jeff completamente. Parecía ser cierta.
El hecho era que una llave que se perdiera podía poner al descubierto una buena cantidad de la verdad que se ocultaba. En el cerebro de Horne había un interrogante que podía dar con la clave. Él había seguido a Hannegan durante semanas enteras esperando que así descubriría las intenciones de Lucille Roman al comprar los «Laboratorios Hotchkiss».
Esa era la razón del por qué había estado ausente, durante ese tiempo, de sus acostumbradas guaridas y por lo que, al final, cuando Hannegan fue al laboratorio de Jeff Benson, había creído encontrar la verdad. Por eso Lucille Roman los había encontrado juntos.
Las sospechas se amontonaban cada vez más. Todo porque Horne, en la subasta, había intentado confabularse con sus compinches.
Y cada vez era peor, porque Lucille no creyó nada de lo que Jeff le había dicho. Ella maldijo interiormente al pensar lo cerca que había estado de descubrir sus planes al enemigo. Si Jeff no tenía nada que demostrara su interés por los detalles y características, eso no significaba que él no se dedicara a hacerlo pronto.
Lucille decidió mantener a Jeff Benson vigilado.
—He invitado a varias personas a tomar unas copas el sábado por la tarde —dijo—. Venga también, por favor.
—Si no me hundo hasta el cuello en electrones.
—Le hará bien zafarse de ellos por un rato. Algunos del Laboratorio irán y Charles también, ya sabe.
—No lo sabía. Lo intentaré.
«Sin duda», pensó ella.
—Y ahora —dijo riéndose de buena gana— me toca a mí el decir que tengo trabajo. Debo irme volando. Y gracias por la tarde tan agradable y tan interesante.
Jeff Benson la acompañó hasta la puerta.