V

Jeff había tomado demasiados cócteles para pensar claramente; por eso, cuando volvió, ignoró las páginas llenas de características. Él sabía que en una hora volvería a estar como antes; por ello, para despejar la cabeza, se puso a trabajar en la calculadora de promedios.

Tenía ya quitado el papel frontal e iba a seguir con el interior cuando el timbre sonó una vez más. Fue a la puerta con los alicates en una mano y quedóse parpadeando ante Hannegan.

—Creí que había dicho hasta mañana —dijo frunciendo las cejas, perplejo.

—Y lo dije —añadió Hannegan tranquilamente—. Pero tenemos que revisar nuestros planes en seguida.

—Entre. ¿Qué se está fraguando?

—Siento disgustarle, señor Benson, pero hemos decidido hacer el contrato con otra compañía.

—Bien. ¿Puedo preguntar por qué?

—Desde luego. La rapidez nos resulta ahora muy necesaria. Nos vemos obligados a tomar un producto inferior con tal de conseguirlo más rápidamente. Hubiéramos preferido que no fuera así, pero las circunstancias mandan.

—Yo puedo olvidar por un rato mis trabajos particulares —sugirió Jeff.

—Había creído que eran muy importantes.

—Estoy trabajando en ellos desde hace años. Unos cuantos meses más no…

—Meses no serían suficientes, señor Benson. Nuestro proyecto exige la entrega en tres semanas.

—Dudo en prometerle semejante cosa, ya que no tengo muchas probabilidades de saber qué es lo que se necesita.

Hannegan sacudió la cabeza.

—Lo lamentamos.

—También yo. Pero no me moriré de hambre, y además aunque podría postergar mi quehacer favorito por unos meses, prefiero no hacerlo.

—Dígame, ¿qué clase de investigación es ésta en la que lleva trabajando tantos años?

Jeff sonrió.

—Tengo la seguridad de que es enteramente infructuosa en su aspecto práctico. Dudo que con ella pudiera hacerse algo más que hacer avanzar el conocimiento humano medio paso.

—Esa es una actitud muy loable.

—Francamente —dijo Jeff. Tengo razones para sospechar un fallo en la ley de la conservación de la energía.

—Eso me recuerda algo. Me enseñaron que la materia o la energía ni se crea ni se destruye. Cuando era todavía un estudiante se consiguió la fisión del átomo, por lo que desde entonces he estado dudoso de esa ley.

Jeff Benson sonrió.

—Si puede recordar que la materia es una forma de la energía la ley encaja igualmente —le dijo a Hannegan—. O encajaba. Tengo indicios para pensar que cada vez que la energía, o la materia, pasa de un estado a otro hay una pérdida tan infinitamente pequeña, un porcentaje de proporciones tan ínfimas, que apenas significa una diferencia.

—¿Quiere usted decir que por cada kilovatio de energía producido en una central hidroeléctrica se pierde algo de la energía potencial previamente calculada?

Jeff asintió.

—En una palabra, así es. Un porcentaje infinitesimal de la energía contenida en una tonelada de carbón se pierde al quemarse; algo de la contenida en el agua no se extrae en esa central. Después, cuando la energía térmica de la corriente se vuelca en la turbina, su capacidad potencial queda disminuida también en una porción diminuta.

»La capacidad calculada del generador es falsa en una pequeña porción. Y, finalmente, cuando la electricidad se utiliza para producir luz, por ejemplo, una parte ultra-microscópica de la capacidad en potencia de la lámpara a encender se pierde.

—Pero ¿adónde se va?

—No tengo ni la más ligera idea.

—Es pequeña la pérdida, ¿no es verdad?

—Tan pequeña como para considerarla insignificante. Eso es lo que lo hace tan difícil.

—Lo comprendo. Lo que usted necesita es algo que produzca una terrible masa de energía.

—Por lo que sé no hay sobre la Tierra nada que la produzca en cantidad suficiente para hacer la porción de pérdida lo bastante grande como para poder imaginársela. Supongo que la energía esfumada en una explosión nuclear debe ser tan sólo la necesaria para hacer adelantar un reloj de pulsera unos cuantos segundos.

—¡Puf! Demasiado pequeña para valorarla.

—Exacto. Por eso, en ocasiones, me gustaría que estuviésemos más cerca del Sol.

—Allí habrá verdaderas masas de energía, ¿eh?

—Cuatro millones de toneladas por segundo. Con las pérdidas de esa masa tendríamos bastante para cubrir, con toda facilidad, las necesidades de la Tierra.

—¿Por qué no lo intenta?

Benson sacudió la cabeza apesadumbrado.

—En primer lugar no sé adónde se va —dijo—. Además no sé cómo ni por qué desaparece. Y, más aún, sin saber, hablando sinceramente, si mi teoría es cierta o no. No sé qué hacer para iniciar la búsqueda. La única cosa es trabajar y trabajar hasta poder determinar la mejor forma de atacar el problema. Después podré estar en condiciones de hacer algo práctico con ello.

—Sin embargo, la energía tiene que irse a algún sitio.

—Verdad. Pero ¿adonde? ¿O es simplemente una pérdida, un poco de fricción cósmica?

—Sé muy poco de estas cosas. Parece como si tuviera que ir a alguna parte. Al menos la porción de pérdida procedente del Sol debería ser detectable.

—Puede que no lo sea con nuestra técnica actual —dijo Jeff.

—¿Por qué?

—Puede ser que no sepamos lo que pretendemos. Yo lo explicaría de esta forma: en los primeros tiempos de la radio se usaban detectores de cristal. Actualmente aquellos rectificadores se utilizaban para rectificar la radio frecuencia. Supongamos que haya una corriente magnífica de energía radiada que está atravesando el universo, un constante invariable, de ondas, pero que nadie lo haya reconocido como tal.

»Al poner alguien un trocito de alambre de bronce fosforoso en contacto con un pedacito de cristal de galena, se notaría enseguida un potencial eléctrico. Pero, aquí está la cuestión, ese alguien identificaría el potencial no como una indicación del desconocido campo de ondas, sino, naturalmente, como una propiedad física de la materia, en este caso una particularidad del bronce, fosforoso y la galena.

»Habríamos podido construir diminutas baterías de galena y, posiblemente, nunca hubiéramos conocido nada de la radio, ya que las pequeñas energías inalámbricas que se hubieran podido producir serían como pimientas comparadas con el horno solar o lo que quiera que fuese el manantial del gran campo radio-magnético.

—¿Qué se necesita entonces?

Jeff Benson sacudió la cabeza.

—Realmente me repugna decirlo —confesó.

—Pero ¿por qué?

Las posibilidades de detectar y clasificar correctamente algo constante son remotas. Se sabría muchísimo más sobre la gravedad si pudiéramos controlarla. La única forma de llegar a este manantial de poder sería el conseguir antes alguna indicación de su verdadera naturaleza, y eso no ha sido posible todavía. Tenemos que ser capaces de provocar algo que podamos medir, como usted comprenderá. O al menos relacionar nuestros experimentos con las variaciones que se produzcan.

—No veo adónde va usted a parar.

Jeff Benson se acercó a su mesa y sacó un tubo de vidrio en forma de hacha que contenía mercurio, cables, y cierto líquido.

—Esto es un Elemento Weston —le dijo a Hannegan—. Su voltaje es constante y permanece siempre constante.

»Si suponemos por un momento que el potencial de toda batería se debe a las pérdidas producidas en el Sol, que llenan todo el espacio, en vez de ser consecuencia de la naturaleza de los componentes, como sabemos, entonces el potencial sería constante mientras que el Sol también lo fuera.

»Probablemente no sabremos nunca la verdad hasta que el Sol se vuelva inestable, en cuyo momento podríamos ver si las variaciones de la energía y luminosidad solar se correspondían exactamente con las del voltaje producido en el Elemento.

—Eso es razonable.

—Mucho —sonrió Jeff secamente—. Pero no pienso pedirle al Sol que se convierta en una nova con el único propósito de probar una teoría. Prefiero, más bien, ser un hombre ignorante que una bocanada sabia de gas incandescente.

—Eso es terrible —gruñó Hannegan.

—Pues lo que se necesita —dijo Jeff— para dotar a mi teoría de una prueba positiva. Si se diera el caso no me gustaría estar por los alrededores. O ya que —añadió con una mueca— no se podría huir a ningún sitio, no habría otra solución que rezar. Francamente, preferiría que la nova no estuviese rodando. Bien…

—Bueno, señor Benson, le he hecho perder un montón de tiempo, y he de volver a mi oficina. Adiós. Y recuerde: si viésemos que lo necesitamos aún, le llamaríamos en seguida.

Hannegan dejó a Jeff en su laboratorio.

El rugido de su coche lo acompañaba al Laboratorio Roman mientras que su pie apretaba a fondo el acelerador del Jaguar. Maldijo impacientemente cuando se enteró de que Lucille no había regresado todavía. Desde que se puso, por fin, en contacto con Horne se venía notando que le gustaba más de la cuenta estar fuera durante horas.

Hannegan fumaba en silencio y paseaba arriba y abajo en la oficina, tratando de recordar los detalles de las teorías de Jeff Benson y maldiciendo de su propia falta de comprensión científica porque, a medida que pasaban las horas, los detalles se le iban haciendo más y más confusos y oscuros.

Fumaba un puro tras otro, mientras trataba de dictar algunos detalles a su secretaria, y al final lo dejó todo cuando ella le releyó el dictado. Parecía un fárrago sin sentido, carente de continuidad y de lógica.

A las siete y media, sin saber ni una palabra de Lucille, de un manotazo metió las inútiles notas en su cartera de mano, se espachurró su abollado sombrero y metióse en un vuelo en el Jaguar. En un instante se encontró en el apartamento de Lucille y descubrió que no estaba allí y que además no había dejado ningún recado. Refunfuñando, volvióse al coche para esperar fumando rabiosamente para tirar el cigarro a la mitad y volver en seguida a encender otro. Estaba deseando que alguien tratara de protestar por haber aparcado el coche en un área prohibida, puesto que se hallaba ante la puerta principal.

Poco después de las once, Lucille y Horne paraban justamente detrás del coche de Hannegan que aún bloqueaba el camino existente entre el bordillo de la acera y la adornada entrada.

Lucille no necesitó el susurro de Charles Horne sobre «algún imbécil al que debían pinchar las ruedas por aparcar aquí» para reconocer el coche de Hannegan y a él mismo, y comprobar en seguida que su director de empresa era portador de importantes noticias. Aprensiva y fastidiada, se mordió los labios mirando la espalda de Hannegan en el deportivo coche que tenía delante.

Habría preferido golpear mientras que el hierro estuviese caliente o, para usar el lenguaje de los pescadores que se prestaba más a la ocasión, colocar el anzuelo bien profundamente en el primer intento. Se inclinó, coqueta, contra Horne y le rozó la mejilla con la suya, le miró sonriendo.

—No —susurró—, no puedes subir, Charles. Esta noche no.

—¿Mañana?

—Para la merienda —dijo—. Pero no para toda la tarde.

—Te apuesto algo.

—No acepto. Ha sido todo muy divertido, Charles. Sinceramente, gracias.

—No tienes por qué subir en seguida.

Ella le dio unos golpecitos en la mejilla.

—Sí que tengo —dijo.

—¿Por qué?

—Porque son más de las once. Estoy bajo un terrible hechizo. Después de media noche me transformaré en ¡una calabaza!

—¡Oh, y qué dulce calabaza!

Lucille se cogió la nariz delicadamente entre el índice y el pulgar.

—Después de este juego de palabras —dijo— temo que me vean contigo. Buenas noches, Charles.

Se inclinó rápidamente y rozó sus labios con los de él. Horne trató de retenerla, pero ella se escapó dando un giro, como una danzarina de ballet, y riendo alegremente le saludó con la mano mientras se dirigía hacia la puerta.

Hannegan esperó hasta que el coche de Horne dobló la esquina. Entonces, más de prisa, entró en el gran edificio. La puerta del apartamento de Lucille estaba abierta y ella le esperaba en el cuarto de estar.

—¿Qué pasa? —le preguntó sin preámbulos.

—Ese joven es demasiado vivo —estalló.

—Mordió el anzuelo como una trucha hambrienta.

—No me refiero a Horne, sino a Benson.

—¿Benson? ¿Qué le hace pensar así?

—Trató de sondearme.

—Naturalmente.

—Usted no comprende, señorita Roman. Yo lo esperaba hasta cierto punto. Lo espero cada vez que se hacen transacciones aquí o allá. Pero éste no era un sondeo personal. No parecía interesado en mis relaciones comerciales.

—¿Entonces en qué? ¿A qué se refiere?

—Es demasiado complejo para mí. No puedo explicarlo en un soplo. Pero maldita sea, mis conocimientos científicos son menores que los de cualquier estudiante… —había algo en aquella exposición que podía relacionarse con el trabajo de Phelps.

—No sé por qué. Dígalo.

Hannegan sonrió lleno de satisfacción.

—No sé apenas nada de ciencia, señorita Roman. Pero sé cómo tratar a las gentes. Cuando Benson empezó a charlar acerca de su trabajo, insinuó algunas cosas que podían haber salido directamente del Laboratorio de Phelps.

»De manera que me callé y traté de descubrir justamente cuanto sabía. Lo malo es que debo haberlo hecho tan bien, tan a la perfección, que no puedo recordar los detalles científicos de todo el conjunto.

—Deme los puntos fundamentales.

—Lo principal de su disertación fue algo relacionado con un absurdo fallo en la ley de la conservación de la energía. Algo sobre conseguir energía del Sol si podía descubrir la manera de hacerlo.

—Phelps está seguro de que no hemos puesto al Sol ninguna espita.

—Bien, Benson opina que puede hacerse. ¿De dónde obtuvo él esa idea?

—Le diré a Phelps que venga. Espere.

Lucille fue al teléfono y llamó al físico. Después, mientras llegaba Phelps, se dio una ducha, se puso una bata, preparó bebidas para Hannegan y para ella misma y fumó un cigarrillo. Hannegan intentó por tres veces reanudar la conversación, pero cada vez que lo hacía Lucille levantaba la mano.

—No soy ningún sabio abstracto ni ningún físico —le dijo—. Manténgase tranquilo, Hannegan, y guárdelo todo para Phelps. Quizás él pueda sacar algo en claro de lo que usted dice. Yo le aseguro que no puedo.

Phelps llegó sobre las doce y media.

—¿Qué sabe usted acerca de Jeff Benson? —le preguntó Lucille.

—Un joven muy inteligente; de treinta y cuatro años o cosa así; soltero, buen mozo y, por lo que sé, tan honrado como el primero.

—¿Había algo en nuestras características, que juntas hayan podido ser la clave para dar a Benson una luz sobre lo que tenemos en el Laboratorio?

—Lo dudo. Había un par de aparatos, algún comprobador de circuitos aislado, y cosas semejantes. Pero nada de lo que pudiera deducirse un cuadro completo.

—¿No pudo haber algo que pudiera despertar la curiosidad?

—¡Claro!

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Lucille.

Phelps sonrió.

—Benson vale mucho. Es un magnífico físico e ingeniero; un artífice meticuloso al que a menudo le he envidiado su inagotable paciencia.

—A nosotros, particularmente, no nos gusta Benson —explotó Lucille Roman—. ¿Por qué no restringe sus elogios y nos dice qué detalles pudieron hacer que un hombre se pusiera a pensar?

—Bien —sonrió Phelps—, aunque a uno no le guste Benson no por eso va a disminuir su mérito como buen trabajador.

—Concedido. Y ahora, siga.

—Cuando a un buen técnico se le tiende algo misterioso en asuntos de instrumentos científicos, al primer impulso es inspeccionarlo objetivamente y de forma crítica para descubrir su misión. Una vez que eso se ha hecho, el próximo paso del razonamiento es intentar imaginarse para qué se necesita tal cosa, y en qué clase de artefacto.

—Y así él pudo…

—Pudo llegar a tener una ligera idea de lo que tenemos entre manos: algo nuevo y diferente.

Lucille se volvió a Hannegan.

—Dígale lo que sabe de Benson.

Hannegan, que había estado tratando de desenmarañar el revoltijo de sus pensamientos movió la cabeza. Estaban incluso más desordenados que antes y probablemente se harían más y más confusos al intentar aclararlos.

Hizo dos salidas en falso y a continuación saltó un raudo embrollo de energía solar, de la conservación de la energía, de cuatro millones de toneladas de energía-masa por segundo, de un instrumento para hallar el promedio de temperaturas, de elementos de medidas patrón en electricidad, de manchas solares y detectores de cristal para equipos de radio.

Tenía todo poco sentido para Lucille, pero Phelps asentía con la cabeza.

—Se ve claramente que estaba buscando factores —dijo—. Benson sabe algo.

Lucille gruñó:

—¡Dios! —dijo—. Puedo entendérmelas con dos hombres juntos.

—¿Eh? —refunfuñó Hannegan.

—Horne y Benson están confabulados —le dijo a Phelps—. Estoy entreteniendo a Horne y tendré que preocuparme de que Jeff Benson tenga una buena oportunidad para que me diga lo que sabe. Mientras tanto, ¿está usted dispuesto a empezar el trabajo en los valores de aluminio de Horne? —le dijo a Hannegan.

—Ya he empezado. He preparado el terreno mientras que usted le ponía el cebo a la trampa, señorita Roman. Ya podemos ir derechos al asunto si está usted segura de que Horne va a olvidar sus negocios por una temporada.

—Usted debe seguir con eso —dijo con seguridad—. Y usted, profesor Phelps, tiene que inventar algún cuento fantástico para ahorrarle al señor Benson su curiosidad. ¿Tiene alguna idea?

—Temo que cualquier cosa que le diga le aproximará aún más a la verdad. Usted recordará que el aparto a chorro fue consecuencia del intento de idear un detector de neutrinos.

Lucille Roman asintió.

—Olvídelo —dijo—. Bueno, se acabó la cuestión.

Hannegan demostró con un gesto de su cabeza que estaba de acuerdo. Le preguntó a Phelps:

—¿Le llevo a su casa?

—No, gracias. Tengo ahí el coche.

Juntos abandonaron el apartamento de Lucille.