En lo alto de una montaña de California, en una habitación semicircular y medio a oscuras, el admirable espectro del Sol se proyectaba en una extensión de treinta metros. Bajo las paletadas de color, sobre la pared, se veían marcadas unas divisiones muy separadas unas de otras.
Cada zona oscura o brillante estaba clasificada, anotada bajo clave y atravesada por una indicación en forma de cruz, de tal manera que todo elemento constitutivo del Sol quedaba de manifiesto.
Aquí también había anotaciones mostrando que ciertos elementos se perdían por diversas causas en el espectro solar.
Los visitantes, impresionados por la vasta banda de color, y al observar las indicaciones, quedaban maravillados de que el hombre pudiera saber tanto sobre lo que le circundaba. Era impresionante además de bello. No pocos millones de dólares se habían obtenido de fondos filantrópicos por haber visto sus administradores este espectáculo. Estos esperaban que sus esfuerzos tendrían éxito y añadir así algo más al enorme depósito del conocimiento humano y se convencían de que en estos tiempos se necesitaban, entre otras cosas, dinero y cerebros para aumentar la riqueza de la ciencia moderna. En los tiempos ya pasados, era tanto lo que se desconocía, que casi cualquier hombre de mentalidad despierta podía hacer algún descubrimiento. Hoy en día, a la luz del saber actual, el extraer algún factor, desconocido por ahora, y el interpretarlo no sólo era tarea de un sabio, sino que además resultaba difícil y costoso, a la vez, en tiempo y en dinero.
Mientras que los visitantes se maravillaban del magnífico zarpazo humano a lo desconocido, un científico de edad avanzada examinaba alternativamente un papel lleno de números y unos dos metros de película en color que había montada en una pequeña pantalla de luz, sobre su pupitre.
Cuando terminó alzó la vista para mirar a un hombre mucho más joven, de pie en el salón, al que contradijo con la cabeza.
—Estás equivocado, Harry.
—¿Equivocado, profesor? ¡Pero si las líneas demuestran que está disminuyendo!
El profesor Lasson sonrió.
—Harry, hay más de una causa para que cualquier elemento del espectro solar comience a indicarnos una disminución cuantitativa.
El joven parpadeó.
—No lo comprendo —dijo—. Doy por sentado que cuando una cantidad comienza a disminuir es señal de que está menguando.
El profesor Lasson negó de nuevo con la cabeza.
—Apartémonos del asunto, Harry. ¿Adónde van las protuberancias solares?
—Hacia arriba, naturalmente.
—¿Ha oído hablar alguna vez de la teoría de la capa inversa?
—¿La qué?
—Harry, el Sol no es un cuerpo sólido, como usted ya sabe. Es una bola de gases incandescentes. La teoría de la reversión sostiene que los elementos en el nivel superior del Sol están completamente ionizados por la presión y la temperatura hasta tal punto que los electrones no pueden caer en órbitas, que produciría la emisión de las características líneas espectrales.
»Y ahora preste atención. Supongamos que una capa cercana al Sol se enfría unos cuantos miles de grados. Esto permitiría que los gases componentes de ese estrato cayeran al Sol, puesto que por ser un gas enfriado también estará contraído, será más denso, y por tanto la fuerza de gravedad del astro se haría sentir más sobre él. Entonces, en los niveles superiores al lugar donde ocurre este fenómeno, la presión decrece debido a que las zonas más bajas han sido atraídas por el Sol. Esto provoca un enfriamiento hasta tal punto que la desionización se produce.
»Entonces la zona superior a ésta se enfría y cae, con lo cual se vuelve a recuperar la presión bajo ella, pero provocando por un lado la desionización y por otro, en la parte superior, el enfriamiento. ¿Lo ve? Cuando la presión baja, la desionización se produce. Estrato tras estrato los gases superiores decrecen en presión y en temperatura y, a medida que caen, la desionización se eleva.
»Esto es lo que significa la teoría de la reversión en las protuberancias solares. Actualmente nada se escapa del Sol, pero la elevación de la banda de ionización nos parece indicar que algo está estallando allá arriba.
—Lo comprendo, pero ¿qué tiene que ver esto con…?
—Supongamos que la temperatura del Sol se estuviese elevando paulatinamente. ¿No podrían llegar los elementos con un cierto nivel de ionización crítica a un punto de desequilibrio? Un poco más de energía nuclear y la desionización disminuiría lo que, a su vez, provocaría un descenso en las rayas espectrales de esos elementos.
—Pudiera ser, profesor. ¿No podríamos cerciorarnos?
El profesor Lasson sonrió fatigadamente.
—Nadie puede tener la seguridad —dijo—. Me temo que la mayoría de nuestras observaciones estén basadas en simples deducciones, en conjeturas.
—Pero son conjeturas condenadamente detalladas.
—Lo único que podemos hacer es vigilar, Harry. Es muy poca la seguridad que tenemos para actuar en consecuencia. Debemos iniciar un gráfico para irnos asegurando. Después de todo, desde los albores de la humanidad, el Sol no ha cambiado; ha sido constante, perfecto. Se puede asegurar que su comportamiento análogo al de una máquina, ha durado y durará billones de años.
»Por eso, cualquier cosa que pudiera significar un cambio en su constancia, debe ser observada con suspicacia y vigilada con sumo cuidado, pues tenemos que asegurarnos de nuestra certeza antes de actuar. Después, en el caso de que hayamos establecido la anomalía, podremos proclamarla con las debidas precauciones y evitar así el pánico.
—Esto puede ser el nacimiento de una nova, profesor.
El científico parecía preocupado.
—Teóricamente se admite que toda estrella tiene excelentes probabilidades de convertirse en una nova, al menos una vez en su vida.
»En el caso del Sol puede haber sucedido tal cosa en los albores de la historia y esto puede haber sido la causa de los planetas. O bien puede que ocurra un billón de años después de que la humanidad haya interpretado su última canción y esté convertida en polvo impalpable y olvidado.
—Pero ¿y si es lo que tememos?
—Pues la humanidad morirá, ciertamente con gran pompa, en vez de hacerlo en forma ignominiosa por su propia y condenada locura.
Harry Welton se encogió de hombros y sonrió hoscamente.
—Lástima que tengamos que descubrir las causas de una nova con tanta prisa ¿No es verdad?
El profesor Lasson se echó a reír.
—Nos haría mucho bien, Harry. Pero no pensemos en la destrucción de la Tierra por celestiales fuegos de artificios hasta que no tengamos un poco más de seguridad. Y ¡por el amor de Dios!, no vaya a irse de la lengua. Una palabra de más y los periódicos de sucesos empezarán a anunciar en sus titulares el Juicio Final.
—Eso desde luego. Pero ¿qué vamos a hacer ahora?
—Comenzaremos algunas indagaciones por nuestra cuenta. Podemos empezar midiendo la refracción de la luz, a causa de la gravedad, al pasar junto al Sol y observaremos al planeta Mercurio por si sufriera algunas perturbaciones. Si el Sol se vuelve inestable, se volverá inestable todo.
Harry se fue. La cabeza le daba vueltas.
El profesor Lasson volvió a sus números.
¡Había tan poca cosa sobre la que basarse! ¿Qué podía uno hacer midiendo la constancia del horno solar, a ciento cincuenta millones de kilómetros y haciendo cálculos sobre temperaturas imposibles en la Tierra?
Sólo ingeniosas conjeturas.
Hubiera sido mejor comparar las notas con una mujer que ignoraba dónde nacía su inexplicable fuente de poder, o con un hombre que creía tener buenas razones para sospechar un error en una ley universal. Personas distantes que, por sus propias razones, no divulgarían sus secretos a ninguna otra.
Un esbelto vaso de helado y caro whisky con soda, un Martini muy seco, un grueso y suculento filete y un café insuperable estaban felizmente asentados en el sistema digestivo de Jeff Benson. El puro de La Habana y una copita de Benedictino con coñac, para irla tomando a sorbitos, era el remate de una comida bien planeada hasta la cima de la perfección.
Benson estaba empezando a comprender que Charles Horne no era el demonio de las finanzas que pareció ser en su primer encuentro.
Lo que en definitiva fuera Horne constituía para él todavía un misterio, pero se inclinaba a pensar que Horne no tuvo, realmente ningún propósito oculto al invitarle.
A no ser, desde luego, que su última pregunta, relativa a la naturaleza de los asuntos de Jeff, lo fuera.
Más bien parecía como si el financiero estuviera necesitando algunos instrumentos en un futuro próximo y tuviera la intención de ofrecerle algunas oportunidades.
De manera que Jeff le explicó:
—Tengo un trabajo privado que me lleva todo el tiempo libre. El resto lo dedico a fabricar chismes corrientes para laboratorios y cosas por el estilo. Cacharros que en su mayoría no son útiles comercialmente. Además, unos pocos instrumentos aislados, diseñados por algunas compañías que fabrican material científico.
Horne asintió pensativamente.
En una mesa apartada, a la espalda de ellos y sin ser aún vista, Lucille Roman esperaba el momento. Un surco se le marcó en la frente. Estaba deseando saber de qué hablaban. Mientras Jeff sorbía lo que quedaba del Benedictino con coñac, Lucille se levantó del sofá y se les acercó con paso ondulante. Pasó de largo, como si no se hubiera dado cuenta de que estaban allí, siguiendo al maître hasta una mesa cercana, y se dispuso a tomar asiento. Entonces permitió que la mirada de Horne se cruzara con la suya.
Él se levantó y sonrió.
Lucille dejó su mesa y se acercó Su sonrisa era encantadora.
—Señor Horne —dijo saludando—. ¿Y con el señor Benson?
—Hola, señorita Roman —dijo Jeff.
—¿Le gustaría quedarse con nosotros? —preguntó Horne.
—Pero ustedes ya han terminado.
—Es verdad, pero lo olvidaríamos con sumo gusto y volveríamos a repetir si usted se queda.
Lucille se rió.
—Sólo quiero un emparedado y un cóctel —les dijo.
—Entonces, siéntese. Es preferible comer en compañía, incluso con la nuestra, que sola.
—Desde luego —dijo vivamente—. En la guerra y en los negocios todo está permitido.
Miró de reojo a Jeff.
—¿Sigue buscando trabajo? —le preguntó.
—Estoy siempre buscándolo —le dijo con una sonrisa.
—Temo que no haya comprendido a Jeff, señorita Roman.
—¡Oh! Entonces, ¿usted no estaba buscando colocación?
Jeff sonrió.
—No en ese sentido —dijo—. Verá, yo le hice algunos trabajos al grupo Hotchkiss antes de que se hundiera y esperaba llegar a entenderme, en forma similar, con el nuevo propietario.
—Jeff fabrica instrumentos técnicos —añadió Horne.
Lucille sonrió.
—Entonces le debo mil perdones, señor Benson. Siempre he estimado que todo hombre que utiliza su ingenio está ya como empleado y conserva su puesto. Ahora comprendo que, en vez de estar parado, usted iba a la caza de un contrato para realizar, tal vez, negocios más importantes.
Jeff asintió con la cabeza, sonreía.
Llegó el camarero y Horne encargó lo de Lucille. Esta aceptó un cigarrillo de Jeff de Horne. Después se recostó en la silla y miró al último con los ojos entornados.
—Aquel fue un lindo trabajo, señor Horne.
—Espero que me haya perdonado.
—¡Claro! En primer lugar no lo pudo acabar, gracias al señor Benson, aquí presente. Por otra parte siempre aprecio en lo que vale una buena treta. Una reñida competición me enseña los obstáculos con los que puedo tropezar en el futuro y por tanto a prepararme a combatirlos cuando llegue el momento.
—Eso significa que podremos encontramos sin tener que desenvainar las espadas, señorita Roman. Me alegro.
Lucille asintió.
—Hay la posibilidad de que podamos, algún día, negociar juntos. Además, yo nunca llevo las rivalidades comerciales al ambiente social. Para demostrarlo seremos amigos y nos llamaremos por nuestros nombres propios. Así, hasta que nos encontremos separados por una mesa de despacho, seremos Lucille, Jeff y Charles.
—¡Bien! —gritó Horne alegremente.
Hizo señas a un camarero y pidió una ronda de bebidas.
—Brindaremos por la amistad —dijo.
Por un instante los ojos de Lucille tuvieron un gesto coquetón por encima del borde de su copa al momento de elevarla y brindar.
Desde ese momento Jeff se sintió molesto. Le atraía Lucille pero, sin embargo, no podía comprender su actitud de aquel día en la subasta. Por el favor sólo recibió de ella un frío «gracias», como recompensa de haberle ahorrado más dinero de lo que él, probablemente, había visto en su vida.
Aparentemente, al menos, ella lo había mirado en aquella ocasión por encima del hombro, y por su parte a él no le convencieron sus secas razones sobre la busca del empleo, cargadas de insinuaciones.
Y ahora ella lo aceptaba como a un igual, al menos por lo que durara la comida. Incomodado por ese extraño procedimiento, Jeff no permitía que aumentara su interés por ella, aunque el vestido de Lucille y sus maneras proclamaban su feminidad, su interés en la amistad y quizá su promesa de algo más.
Pero Jeff sabía que existían luchas en las que él no podría nunca ganar. Él era, posiblemente, lo admitía con una mueca, uno de los genios muertos de hambre, que estaba mejor alimentado, pero no era de ninguna manera capaz económicamente de mantener esta clase de vida.
Una comida de veinticinco dólares estaba un poco más allá de sus posibilidades y Jeff presentía que no transcurrirían muchos minutos antes de que Charles Horne hiciera un gesto con la cabeza a la esbelta belleza con bandeja de plata y le comprara a Lucille diez dólares de orquídeas o gardenias.
Los miraba con ojos serenos. Horne deleitaba a Lucille con una historia y la muchacha correspondía con ojeadas danzarinas y sonrisa agradecida.
Ella, por descontado, debía de tener muy buena opinión de un hombre de su nivel que podía competir con su capital en la forma que deseara.
A Jeff le hubiera gustado unirse a la pareja, pero sabía que una larga discusión sobre los problemas que encierra el medir factores físicos les hubiera parecido insubstancial. Él podía construir un aparato mejor para hacer mediciones, pero ellos, a su vez, podían comprarlo con su dinero. Él nunca podría competir, con ninguno de los dos, por un imperio financiero; o soñar en sostener la vida de sociedad que parecían paladear.
Lucille acabó su emparedado y café antes de que Jeff estallara:
—Tengo que darme prisa —dijo.
—No se vaya —dijo Horne.
—No, no.
—Tengo que examinar unas cuantas características —dijo sonriendo—. Una copa más de esto y no seré capaz de verlas derechas.
Horne asintió.
—Los negocios son los negocios —dijo lentamente—. Si tiene que hacerlo, hágalo.
Lucille parecía disgustada, pero repitió:
—Si tiene que hacerlo…
—Sí —dijo Jeff—. Aunque me fastidia deshacer esta reunión.
—No se deshace —dijo Horne—. Si Lucille está de acuerdo le podemos dejar en su laboratorio.
Lucille Roman alzó los ojos con una sonrisa.
—Lo haremos tan pronto como me empolve la nariz.
Fue al tocador y encontró un teléfono.
—Hannegan —dijo en seguida que le dieron la línea con tono de voz duro y áspero.
—Hannegan, Benson está descartado.
—Como usted diga. Pero ¿por qué?
—Acabo de merendar con él.
—¿Merendar? ¿En el Saddle Club? Él no puede permitirse…
—Con Jeff Benson y Charles Horne. Estaban con las cabezas muy juntas, tal como corresponde al par de ladrones en comandita que son. Desde ahora Jeff Benson no debe tener ni la más mínima idea de lo que estamos haciendo. Me imagino que el pequeño incidente de la subasta fue sólo una jugada, Hannegan. Contrate a otro fabricante de aparatos.
—Cuesta creerlo —dijo Hannegan—. Verdaderamente disimuló muy bien su juego.
—Demasiado bien —dijo mordazmente—. Es una pareja más sutil de conspiradores de lo que creí en un principio.
Hannegan dio un bufido.
—Quizá convendría sacudirlos un poco, ¿eh?
—Sí, deles un escarmiento, pero fuerte, a esos pies planos. Si no relacionan una cosa con la otra es que no son lo que creo.
—De acuerdo. Le daremos una buena lección. En cuanto a lo otro acudiré a Forester. Según me han dicho Forester y Compañía son un poco más caros y algo menos eficientes.
—Pero son más seguros. Tengo que irme. Estoy a punto de hacer una jugada contra cierta fábrica de aluminio.
—Eso puede ser arriesgado.
Lucille se echó a reír.
—Si Horne consigue lo que quiere antes de que yo obtenga lo que deseo, pierdo —dijo, y su voz después se volvió más dulce—. No puede ganar —dijo.
Lucille colgó y se miró al espejo. Con todo cuidado cogió la barra de carmín y se pintó el labio inferior para hacerlo aparecer lleno de vida y sensual.
Unos minutos después estaba sentada en el coche de Horne entre éste y Jeff Benson. Su hombro se apretaba dulcemente al brazo de Horne, mientras éste conducía el poderoso cupé de líneas deportivas hacia el laboratorio de Jeff Benson.