Acababa de cerrarse la puerta detrás del repartidor y ya estaba Jeff Benson abriendo la caja con un martillo. Trabajó hábil y rápidamente durante unos minutos quitando las tablas que aseguraban la tapa. Como medida de precaución quitó los clavos que sobresalían y dejó las tablas amontonadas cuidadosamente. Después, con la misma delicadeza que una madre levanta a su hijo de la cuna, Jeff Benson sacó el instrumento de su horma acolchada y lo colocó sobre el banco de trabajo, un poco lejos de aquel armatoste de cajón.
Era una preciosidad. El estuche estaba construido de fino nogal y éste delicadamente teñido, barnizado y pulimentado hasta la perfección. La chapa explicativa era de aluminio recubierto con una capa de esmalte negro y arrugado. Las divisiones e indicadores de posiciones de los interruptores, las instrucciones para la manipulación y nombre del instrumento, el del fabricante, todo, estaba grabado atravesando la película negra. Era una verdadera obra de arte.
Las escalas graduadas eran blancas y marcadas mecánicamente. Sus divisiones pintadas en negro o en rojo para mayor claridad.
En la caja las diversas medidas eran idénticas. Los diferentes valores y anotaciones estaban litografiados, teniendo el mismo tipo de imprenta y análogo estilo cuando se referían a un mismo valor o función.
Era el último grito de la artesanía de Jeff Benson y se sentía orgulloso de añadir este delicado instrumento a su laboratorio.
Después de deleitarse, desde lejos, en la contemplación del ingenioso invento, y cuando estaba a punto de acercarse para maniobrar en el dial, sonó el timbre de la puerta.
—¡Vaya, hombre! —dijo, encaminándose a la entrada en vez de aproximarse al aparato.
Cuando abrió la puerta dio un paso atrás un poco perplejo.
—¿Qué hay? —dijo.
—¿Es usted Jeff Benson?
—Sí, yo soy.
—Permítame que me presente. Soy Norman Hannegan.
—¿Cómo está usted? —dijo Jeff cortésmente sin saber qué decir.
—Usted ha construido algunos instrumentos para la oficina de Pesas y Medidas, ¿no es así?
—Sí, algunos —admitió Jeff.
Hannegan sonrió.
—Conozco a Tompkins. Fuimos juntos a Cambridge —sonrió—. Tengo un trabajito para usted, joven. ¿Le interesa?
—Pues, sí —dijo.
—Tompkins le ha recomendado —dijo Hannegan—. Le llamé para preguntarle el nombre del mejor fabricante de instrumentos del país. Me dijo que los chismes que usted hacía no presentaban un aspecto fantástico ni precios altos, como otros, pero que eran mejores que los demás.
»Nos gustaría hacer un pequeño trato con usted en este asunto, señor Benson. Hay un poco de «alto secreto» en él, y los negocios en privado lo conservarían mejor «bajo la manta» que una asociación en grande.
—Me parece que el señor Tompkins me ha valorado en más de lo que merezco —dijo Jeff—. Mis cacharros son bastante bastos.
—Pero funcionan, y eso es lo que importa. Además ¿me permite que sea yo el que juzgue su eficiencia? Déjeme ver algo.
—Con mucho gusto —dijo Jeff—. Por aquí.
A lo primero que miró Hannegan fue al nuevo aparato.
—¿Lo ha hecho usted?
—¿La calculadora de promedios? No.
—¿La qué?
—Es una máquina para obtener el promedio de los valores de «pares de termómetros». Tengo la necesidad de medir la elevación de temperatura en masas enormes de metal y maquinarias. Algunas masas, en efecto. —Jeff sonrió—. Este chisme… bueno… se instalan «pares de termómetros» en todos los sitios que se pueda y se conectan a los terminales que hay al dorso de la máquina calculadora. Esta suma la temperatura media de cada «par» y obtiene el promedio de todas ellas, dando así el aumento producido. Es como si las grandes masas de metal y maquinarias fuesen un bloque único, una sola unidad. ¿Me sigue?
—Casi, casi. Soy director de empresa, no un científico. Pero tiene buen aspecto ese cacharro, quizás un poco impresionante.
Jeff sonrió:
—Me moría de impaciencia por tenerlo.
—Lo necesitaba urgentemente ¿eh?
—Debí haberlo usado el pasado mes, pero lo haré la próxima semana. Puede asegurarlo.
Hannegan se rascó la cabeza.
—Lo usará la semana que viene y se estaba ahora muriendo de impaciencia. ¿Lo va a comprobar acaso?
—¡Pues claro! Lo primero que tengo que hacer es comprobar las escalas y contrastarlas con las medidas patrón. Después tengo que hacer lo mismo con el mecanismo de suma y, más tarde, con el de los promedios. Así podré tener la seguridad de que los resultados que me dé son los correctos.
Hannegan sacudió la cabeza.
—A mí me parece que un aparato de aspecto tan acabado como éste debía ser perfecto desde el principio hasta el final.
—Bueno, sí. Lo son para la práctica corriente. Yo busco otra cosa. Algo más utópico.
—Aunque así sea. ¿No es esto lo mejor que se puede conseguir?
—Desde luego —admitió Jeff—. Pero nunca he visto un instrumento de medida al que no haya habido que tocarle aquí y allí para una mayor exactitud.
Hannegan sonrió y asintió.
—Usted es el hombre que necesito —dijo soltando una carcajada—. Cuando lo mejor no es lo suficientemente exacto… Bueno, señor Benson, represento a una firma que desea construir una nave del espacio. Los diseñadores de ésta tienen ya detallados ciertos instrumentos. Si le interesa nos gustaría llegar a un acuerdo con usted para su construcción.
—Me gustaría con locura. ¿Es una firma privada?
—Sí, pero no me haga preguntas por ahora. Es una cosa legal y remuneradora. A pesar de la recomendación de Tompkins, desearíamos tener su palabra de que no hablará de este asunto con nadie, tanto si acepta el contrato como si no.
—De acuerdo —dijo Jeff.
—Entonces voy a dejarle unos cuantos detalles de otros tantos instrumentos que se necesitan, para que usted lo estudie. Le llamaré pasado mañana. Para entonces ya lo habrá revisado y me dirá si su primera impresión es de que puede o no comprometerse a fabricarlos.
Jeff arqueó las cejas.
—Seguramente se habrá dado cuenta de lo interesado que estoy y espero que lo mismo le pase con mis escrúpulos. El caso es que me gustaría saber para quién voy a trabajar.
Hannegan sonrió:
—Y lo sabrá, créame. Pero sólo si se decide a trabajar con nosotros. Tan pronto como vea que puede usted hacerse cargo de este asunto, se le extenderá un contrato formal. Puede estar presente su abogado con nuestro parabién. Sin embargo, si su respuesta es negativa nos separaremos sin comunicarle nuestra identidad.
—Pero…
—Una cosa más. Por las molestias que pudiera causarle el examen de estas específicas condiciones de los instrumentos, si es que decide negativamente, le pagaremos como si hubiera sido una consulta. Esto contribuirá a guardar su silencio a la par que le pagamos por el tiempo perdido que, sin duda, tiene su valor.
»Somos honrados, señor Benson, pero no queremos que nadie sepa lo que hacemos o lo que vamos a hacer hasta que no estemos en condiciones de publicarlo. Si decide unirse a nosotros será uno más en la familia; entonces le hablaremos con toda confianza ¿Comprendido?
Jeff asintió.
—Acepto todas esas condiciones.
—Bien. Verá como le conviene. Nosotros pagamos bien, pero al recibir la mercancía.
Cuando Hannegan se fue, Jeff ignoró su adorada máquina con objeto de examinar las características de los instrumentos que se necesitaban en la nave espacial. Aquel trabajo significaba para él comestibles, pago de alquiler, cigarrillos y «pienso» para su investigación favorita. Esta última no era mala consumidora de lo que quiera que fuese.
Realmente a Jeff no le disgustaban los pequeños trabajos que le encomendaban de vez en cuando. La mayoría de ellos eran lucrativos, ya que el ser un artesano excepcional es rama de un arte no superpoblado aún, por lo que se extraían de ella altos honorarios. Desde luego la tarea resultaba pesada porque el metal, los cables y el vidrio eran tercos y había que afinarlos exageradamente antes de que aceptaran asociarse para medir pesos tan pequeños como el aliento de una mosca o el potencial eléctrico de dos minúsculas partículas metálicas suspendidas en un gas.
Jeff lo hubiera abandonado todo si hubiera sido capaz de costear sus investigaciones. Como no era así, lo que hacía era trabajar en un día más horas que la mayoría de la gente en dos, y además disfrutando.
Abrió la primera página que explicaba las características para un velocímetro basado en el efecto Doppler, pero en su versión eléctrica, de tal forma que un simple microamperímetro D’Arsonval pudiera ser calibrado en pies por segundo y, con los oportunos conjuntos de condensador-resistencia, reducir su sensibilidad a millas por segundo. No pasó de la primera página porque hubo una segunda llamada.
Jeff lanzó una maldición y se dirigió a la puerta. Esta vez quedó realmente sorprendido: el que había llamado era Charles Horne.
—Hola —dijo Horne extendiendo la mano.
Benson sólo la miró.
—Tómela —y Horne repitió el gesto—. Se la ofrezco en lugar de una ramita de olivo. Usted sabrá que no hay ni un solo ejemplar de ese árbol en un radio de dos mil millas de Chicago.
—Al grano, Horne. ¿Qué desea? —demandó Jeff.
—Quiero hablarle.
—Ya está hablándome.
—No se precipite, Benson. Cualquiera comete un error. Y yo creo que todo hombre que se precie de serlo tiene que ser lo suficientemente honrado para disculparse cuando sea preciso. Me equivoqué, y bien equivocado, pero me gustaría exponerle una o dos razones que abogan por mi causa.
—Comprendo.
—No puede comprenderlo —dijo Horne—. Lucille Roman es uno de los más despiadados y codiciosos dictadores que ha habido en un siglo y en cuyas manos haya caído un imperio económico. Aun incluyendo a su propio padre.
—Bueno, ¿y qué?
—La madre de Lucille Roman murió en el parto. Su padre fue el que la educó. Papaíto Roman, en lugar de contratar a las mejores institutrices y a los profesores particulares más caros, la educó por sí mismo para que cuando él muriese lo sustituyera. Y así fue. Ahora, con veintiséis años, a Lucille Roman no le importa nada más que el éxito. Vive solamente tras la riqueza y el poder. Su padre no le enseñó nada más; por eso ve en cada hombre un desafío, una amenaza para su persona.
»Así, en el curso de estos últimos años, Lucille Roman ha ido ganando puestos, negocio tras negocio. Ella ha surgido de la nada para golpear rápidamente y colocarse en cabeza No le importan los efectos de sus ataques sobre las víctimas de sus incursiones financieras. Estas víctimas son, simplemente, cabelleras para su cinturón. Y a buscar otro triunfo.
—¿Qué tiene que ver todo eso conmigo?
—Sólo trato de explicarle el por qué varios de nosotros perdimos la cabeza e intentamos aventajarle. Si usted hubiera sido uno de los nuestros hubiera sentido lo que nosotros: que Lucille Roman no nos ataría más latas al rabo y que íbamos a mandarla al infierno.
—Pudiera ser —admitió Jeff.
Horne se echó a reír.
—¿Y qué hizo Lucille Roman para recompensar los esfuerzos que usted hizo en su favor?
—No mucho.
Esta vez la risa de Horne fue irónica.
Miró su reloj.
—¿Por qué no me acompaña a almorzar? Podemos charlar mientras comemos.
Benson se encogió de hombros. Horne se proponía algo y llevaría un tiempo precioso el arrancárselo. Además, Benson no haría nada de lo suyo hasta que el campo no estuviera libre para actuar. Podía comer con Horne y matar dos pájaros de un tiro. Jeff era de los que no dejan que nada se interponga mientras se come, lo que significaba que en todo momento la hora de comer debe ser independiente de la hora del trabajo.
Y otra cosa: Horne era de esa clase de hombres que, cuando esperan interesar a alguien en un trato, lo lleva invitado al mejor sitio. Y Jeff estaba deseando disfrutar, aunque fuese brevemente, de la clase de vida a la que esperaba algún día estar acostumbrado.
—Cogeré mi chaqueta —dijo.
Cuando Lucille Roman iba a salir de la oficina se paró un momento para hablar con Hannegan que entraba en ese instante.
—¿Va todo bien? —le preguntó.
—Acabo de entregar el contrato de los instrumentos y las medidas especiales para los aparatos —le dijo.
—Eso es algo estupendo —dijo complacida—. ¿Está todo hilvanado?
—No; sólo prácticamente. Le dejé a Jeff Benson algunas de las características…
—¿Benson? ¿El que estaba interesado en echar mano, por mediación mía, al instrumental de los «Laboratorios Hotchkiss»? ¿Ese?
—Sí.
Lucille fijó en Hannegan una fría mirada de sus ojos azules.
—La decisión que usted ha tomado, ¿está basada en algún estúpido y romántico sentimiento de gratitud?
Hannegan negó con la cabeza.
—Le pedí a Tompkins, de la Oficina de Pesas y Medidas, que me diera el nombre del mejor fabricante de instrumentos del país. Me dio el de Jeff Benson.
—¿Qué clase de persona es Benson?
Hannegan sonrió.
—Un tipo verdaderamente raro. Un poco pagado de sí mismo, de su propia habilidad. Escudriña un magnífico almacén para encontrar los instrumentos más perfectos fabricados en serie con fines comerciales, y después confiesa que debe rehacerlos antes de que sean lo suficientemente exactos para que le sirvan.
»Algo más. He preguntado entre los que comercian en estas cosas y me aseguran que sus productos son los mejores, pero que no pueden fabricarlos en serie a causa del precio de costo. Tienen que quitar un pico de aquí y un penique de allá, ya sabe, mientras que un hombre al hacer un solo instrumento puede construirlo de la manera que quiera y puede calibrar y hacer a mano cada una de sus partes hasta el último grado de perfección.
También me han dicho que un cierto porcentaje de eficiencia se pierde al hacer un instrumento cualquiera que se adapte a múltiples aplicaciones, mientras que uno solo fabricado por un buen ingeniero y para una determinada y única tarea no presenta esa pérdida.
»De todas maneras —concluyó Hannegan— tengo la corazonada de que más de una vez nuestro Jeff Benson ha comprado equipos comerciales a compañías que previamente han plagiado sus propios diseños y prototipos, haciéndolos aptos para producirlos en masa.
Lucille Román asintió llena de dudas.
—¿Está usted seguro de que es lo mejor de la especialidad?
—Completamente seguro.
—Bueno. Esto será como una especie de compensación. Él me hizo un favor y ahora, por su superioridad, puedo darle su recompensa. En los negocios no hay sitio para los sentimientos Es una estupidez que movido por la gratitud se realice un contrato que no es el mejor. Pero aún estoy un poco en duda acerca de Benson.
—¿Por qué?
Ella alzó la vista al techo.
—No puedo adivinar el pensamiento —reflexionó—. Tampoco creo en el altruismo. Me pregunto cuáles serían los motivos de Jeff Benson.
—¿Qué quiere usted decir? Yo creo que estaba en la subasta de los «Laboratorios Hotchkiss» por una sola cosa: conseguir del nuevo propietario un contrato para la fabricación de aparatos.
—Y representó el pequeño drama dijo Lucille secamente— para impresionar a una atractiva mujer con la maravillosa perfección de su carácter, de tal forma que ella cayese en sus anhelantes brazos, ¿no? La intención de aquella tragedia tan bien ensayada, ¿fue acaso la de deslizarse en las Empresas Roman? De todas formas, Hannegan, odio a los lobos, ya sean de tipo gentil e insinuante o aulladores y de largos colmillos. Hay que vigilar a Benson cuidadosamente… Bien, me voy a almorzar.
—¿La llamo al mismo sitio si es necesario?
Lucille asintió.
—Es la guarida del querido Horne. Hace tiempo que no va por allí, pero volverá. A propósito, ¿le gustaría yo a ese tipo?
Dio vueltas como un modelo mientras le sonreía provocativamente por encima del hombro.
Sus encantadoras y acentuadas curvas podrían haber arrancado un silbido a los labios de una estatua de mármol.