Los meses pasaban a la par que la teoría tomaba cuerpo lentamente, poquito a poco. Cada experimento incrementaba el promedio total, pero ningún adelanto real se producía en el principal problema de Jeff Benson: la eliminación del error experimental. Era un problema que dependía exclusivamente de la exactitud en las medidas.
Para determinar de forma exacta el porcentaje de arena —procedente de un gran montón— que cabe en un dedal, uno tiene que conocer de forma precisa la cantidad de arena de ese montón y la cabida del diminuto dedal. Y ambas medidas deben ser de una exactitud tal que se hace imposible para resultados normales. Jeff Benson se sentía a menudo como si estuviera construyendo relojes con ruedas de locomotoras, o intentando grabar sus iniciales en la cabeza de un alfiler, con un azadón.
Mientras Jeff estaba luchando con el problema en su pobre laboratorio, Lucille Roman presenciaba los progresos en el deslumbrante lugar que había adquirido. Ahora el letrero de metal sobre la entrada decía «Empresas Roman» en lugar de «Laboratorios Hotchkiss». Antes, un coche podía recorrer todo el camino hasta la puerta principal sin que lo detuvieran; Lucille Roman había colocado un centinela en la entrada de la valla, que limitaba el terreno. Esta era de un acero inmaculado y estaba además cargada eléctricamente.
Aquel que deseara entrar tenía que pasar satisfactoriamente la valla, después atravesar otras barreras hasta llegar finalmente a las oficinas principales. En lo alto de la defensa no se necesitaban carteles de peligro: aisladores de cuatro pulgadas lo advertían plenamente.
Dentro estaba el progreso; el progreso y los fracasos también.
El profesor Phelps dejó de observar por el ocular para mirar a Lucille que entraba, pero ella le devolvió el saludo con una mano y le dijo:
—Termine, profesor. Debe de ser importante.
Se sentó y encendió un cigarrillo; después echó una mirada a la mesa de Phelps. Había allí algunas hojas de papel llenas de coeficientes y una buena cantidad de apretujadas anotaciones. Un par de volúmenes de las Tablas Internacionales de Masas Críticas yacían uno sobre el otro al extremo más alejado, y el Manual de empleo del Espectroscopio Patrón de Longitudes de Ondas, descansaba abierto por una de sus páginas centrales. Una regla de cálculo, colocada sobre su borde, servía de señal.
Phelps dio vueltas al mando del espectroscopio e hizo una nueva anotación en las hojas; después volvióse a Lucille.
Si Charles Horne se había realmente creído su propia y maligna observación sobre aquello de mantener a un gigoló, estaba completamente equivocado. El profesor Phelps era un hombre de unos cincuenta años. Su cabeza estaba completamente desprovista de pelos, salvo cejas y pestañas, y su frente estaba surcada horizontalmente como resultado de profundas especulaciones, de la concentración sobre sus instrumentos, o malhumor habitual aunque su expresión era bastante amable.
Tenía la cara señalada por un profundo paréntesis que encerraba la boca, señal de lo mucho que había reído en su vida. Las manos eran huesudas y de dedos largos. Daban la impresión de que debían de temblar un poco, pero eran tan firmes como rocas. Luis Phelps no era, sin lugar a dudas, un gigoló. Tenía otra ocupación y estaba plenamente capacitado para ella.
—¿Qué está haciendo? —le preguntó Lucille cuando dejó el espectroscopio.
—Tratando de descifrar lo que es —le dijo, mientras un surco se le dibujaba en la frente.
—¿Tiene alguna idea? —preguntó sin mostrar interés.
Miró a través de la ventana, sobre el espectroscopio, a una larga y delgada lengua de luz brillante que se elevaba verticalmente. La ventana era de un cristal extremadamente oscuro y, a pesar de ello, la luz era de una blancura cegadora. Tendría aproximadamente unos seis milímetros de diámetro y un metro veinte de alta, y antes de morir se agudizaba hasta el límite de una punta de alfiler.
Teniendo en cuenta que la llama estaba a una distancia de unos treinta metros y que pasaba a través de un cristal oscurísimo, debía ser insoportable para el ojo desnudo, si es que no lo era para la misma carne.
El profesor Phelps se encogió de hombros y sacudió la cabeza.
—Hidrógeno en su mayor parte, o también protones libres. Nitrógeno, carbono y oxígeno, el último no en demasía pero tampoco escaso. Helio, o al menos el helio restante después de haber captado las partículas alfa de alta energía, su conjunto de electrones en la parte superior del chorro. Desde luego sabemos que éste arroja rayos alfa, beta y gamma en el cono más afilado conocido por el hombre, justamente bajo su eje.
Un círculo de 25 mm. estaba marcado en el techo a 30 metros del suelo. El noventa y ocho por ciento de la radiación del fulgurante chorro estaba abarcado por ese círculo, y la radiación que se proyectaba fuera de una circunferencia de 25 centímetros, centrada al eje, era despreciable.
—Carbono, nitrógeno y oxígeno —repitió Lucille—. Eso puede ser justamente la tromba de aire.
—Lo pensé, pero el análisis cuantitativo del espectroscopio no da, ni mucho menos, las proporciones correctas. Francamente, la velocidad de ese chorro es tal que uno bien puede imaginarse que estamos desinflando el sol.
—¿El sol?
El profesor Phelps negó con la cabeza.
—No —dijo con una sonrisa—. No sé mucho de física solar pero las investigaciones del profesor Russell mostraron que el sol está compuesto, en su mayor parte, de hidrógeno y de un gran porcentaje de la aglomeración conocida con el nombre de mezcla de Russell.
El profesor Phelps abrió un libro y buscó en él hasta encontrar unas tablas.
—La mezcla de Russell —dijo—. Hidrógeno tenemos en abundancia o, como dije antes, protones de alta energía. Oxígeno también tenemos pero no en las proporciones encontradas en la mezcla solar. El resto son metales, media docena de ellos, de los que no tenemos ni el más leve indicio. No, señorita Roman, me doy por vencido.
—Bueno, lo que quiera que sea lo tenemos —dijo ella—. Y podemos usarlo.
—Pero me gustaría saber qué es.
—Algún día lo descubrirá. En la vida, profesor Phelps, hay dos clases de gentes: unos pierden el tiempo tratando de encontrar qué hace funcionar las cosas; la otra clase disfruta simplemente de ese funcionamiento, y al diablo las causas.
—Pudiera ser —dijo él mirándola de reojo—. ¿Y a cuál pertenezco yo?
—No hace mucho tiempo era usted de los que tratan de descubrir el por qué, pero hago lo que puedo para mudarle al otro apartado. Encontrará la vida más interesante una vez que haya aprendido que es más importante usar sus descubrimientos que ofrecerlos a algún otro para que los utilice, mientras usted continúa trabajando en otros nuevos.
»Y ahora, profesor Phelps, preferiría que olvidase el problema de lo que es y de dónde viene para dedicar sus esfuerzos a la fabricación de ocho de estas cosas, lo suficientemente grandes como para impulsar una nave del espacio de unas doscientas toneladas.
—¿Naves del espacio?
—Nave del espacio.
—Pretende navegar…
—Yo no. Intento solamente probar que tal cosa es posible, práctica y ventajosa.
—Pero la posibilidad de encontrar algo de valor intrínseco en uno de los otros planetas es muy pequeña.
—Correcto.
—Entonces, ¿por qué?
Lucille Roman sonrió:
—Yo estaba aún en pañales cuando empezaron a hacer chapucerías con cohetes. Hay que hacer algo más que eso y yo lo voy a intentar.
—Pero…
—¿Para qué supone que se quiere viajar por el espacio?
—Puesto que el llegar a otros planetas no puede ser de mucha utilidad, o las oportunidades son demasiado pequeñas para arriesgar el dinero necesario, yo diría que el único objeto de esos viajes sería el puro interés científico.
—No enteramente. Recuerde, profesor, que estamos todavía encerrados juntos en esta pequeña bola de barro, con una población que sustenta un montón de ideologías diferentes y que parecen ser, mutua y desgraciadamente, incompatibles.
—¿Y por eso intenta hacer posible la emigración?
—¡Puaf! —resopló la muchacha—. Nadie puede vivir en la Luna. Marte está descartado por demasiadas razones para encontrarlas ahora, y Venus posee una delgada pero letal capa atmosférica de amoníaco. El resto está aún más remoto. ¡Emigración! —y resopló de nuevo.
—Entonces, ¿qué…?
—La nación que controle la Luna y los viajes espaciales, controlará a su vez el destino de la humanidad, profesor.
—Sí, ya sé.
—Y una vez que yo pruebe que mi sistema sirve, puedo vender o arrendar la fórmula al gobierno por una gran cantidad de dinero. Eso, profesor Phelps, era lo que yo tenía en la cabeza cuando compré este laboratorio.
Phelps asintió. Él sabía que tenía algo planeado, pero no podía imaginarse el por qué Lucille Roman se volcaba a favor de la ciencia y le proporcionaba a él un laboratorio.
—De manera que —dijo ella— dispóngase a trabajar en el diseño de ocho aparatos a chorro de un tamaño mucho mayor, lo bastante para elevar y manejar una nave espacial de un par de cientos de toneladas.
—Pero esa nave…
—Tendrá que diseñarla también. Contrate un equipo de hombres y póngalos a trabajar.
Phelps miró de nuevo por el espectroscopio y sacudió la cabeza lentamente.
—Estoy un poco en duda —dijo.
—¿Por qué?
—Mi madre siempre me dijo que no se puede obtener algo por nada. Parece ser que nosotros estamos en ese caso.
Lucille afirmó con vehemencia.
—Y así es —dijo.
—Y esto no está claro.
—¿Por qué?
—Porque es una violación clara de la ley universal de la conservación de la energía.
Lucille se levantó y lanzó una carcajada.
—¿Y quién me detendrá por haber violado esa ley?
—Toda esa fuerza debe venir de algún sitio.
El cuerpo de Lucille se puso rígido.
—Si alguien no sabe controlar su poder, peor para él. Disponemos de esa fuerza, por tanto la usaremos.
El profesor Phelps dio vueltas a un mando y el avasallador chorro, tras del cristal oscuro se elevó. Tres, cuatro, seis metros, y siguió midiendo seis milímetros en la base. Quince metros: el silencioso rugir de la energía pura atravesaba la maciza constitución de la pared y el suelo temblaba.
El círculo de 25 mm. que había bajo el techo se inflamó, y, al romper cada vez más en blanca incandescencia, se le pudo ver también a través del grueso cristal. Entonces se fundió con el techo y unas gotitas cauterizantes cayeron dentro de la llama atómica en forma de aguja.
La lengua escupió grandes trozos, y aún se elevó más por el agujero del techo cuando la materia del metal unió su energía a esa llama que todo lo devoraba.
Aquello produjo, bajo la misma luz del día, un breve (porque en seguida se desvaneció) e incandescente obelisco sobre el laboratorio.
El profesor Phelps cerró el mando y la lanza de fuego volvió a convertirse en una luz tan pequeña como un lápiz.
—Nadie —dijo resumiendo— puede perder esta cantidad de energía sin provocar un escándalo para descubrir adonde se va. Y ¿quién me va a asegurar que no estamos violando la ley de la conservación de la materia?
—Al diablo con eso —dijo Lucille mientras se encogía de hombros—. Tenemos otras cosas que hacer con este maná, que preocuparnos de dónde viene. Olvídelo.
Phelps asintió sumiso. Echó una última mirada al espectrómetro y salió siguiendo lentamente a la muchacha. Seguro que en algún sitio, alguna vez, por alguien, se llegaría a explicar esta cosa inexplicable. Pero no sería ninguno de los que trabajaban para Lucille Roman.
—De aluminio —dijo ella con decisión—. Lo construiremos de aluminio.
Hannegan sacudió la cabeza. Estaba encargado de la dirección de los negocios de Lucille Roman y encontraba en la muchacha tantas facetas en su personalidad y ambición que llegaban a fastidiarle, o que, al menos, le desorientaban al tratar de seguirle la corriente.
—Eso nos costará una fortuna.
—Horne tiene valores en aluminio. Entiéndase con él.
—¿Se refiere usted al hombre que intentó birlarle los «Laboratorios Hotchkiss»?
—Sí.
—Al pajarraco ese que… ¿y vamos a negociar con él? —exclamó.
Lucille le lanzó una mirada desdeñosa.
—Escuche, señorita Roman, no lo entiendo.
—Horne tiene una buena cartera de esos valores, y además es un «judío». Precisamente por haber intentado eliminarme de los laboratorios, hará cualquier cosa para paliar su conducta y echar en el olvido lo sucedido. Por otro lado seguro que le gustaría echar mano, con esos viscosos dedos, a las Empresas Roman, utilizando para ello cualquier medio.
—De manera que usted tiene un plan.
Era una afirmación, no una pregunta. Hannegan conocía muy bien a Lucille Roman.
—Horne es un polvorilla. Uno de esos hombres que tienen que manejarlo todo por sí mismo.
—¿Y qué?
—Dejaré que se embobe admirándome —sonrió Lucille Roman seductoramente— y cuando Charles Horne se despierte se encontrará con que alguien ha estado especulando en la Bolsa. Cuando descubra que mi hombro es demasiado frío descubrirá también que ha perdido sus valores en aluminio y… su cabeza. ¡Maldito sea!
Sus ojos azules llameaban. Se levantó y salió rápidamente de la oficina.