I

Cuando Lucille Roman irrumpió en la antesala del abogado, en la que aguardaba el grupo de esperanzados postores a las propiedades de los «Laboratorios Hotchkiss», se oyó un susurro que parecía el de una ráfaga de viento, en otoño, entre las hojas. El hecho de que los que esperaban eran varones y de que Lucille era sin discusión una de las jóvenes más decorativas del hemisferio influía, en parte, en la conmoción; pero para Jeff Benson, que ocupaba una de las incómodas sillas colocadas a lo largo de la pared, el susurro parecía contener algo más que la reacción masculina y normal ante la presencia de un adorable y provocativo ejemplar de feminidad: había una corriente subterránea de cólera, de salvaje resentimiento, en aquellos cuchicheos que se entrecruzaban en la atmósfera.

—Ya nos podemos ir a casa —murmuró el hombre macizo y bien trajeado que se hallaba sentado a su derecha.

—¿Cómo es eso? —dijo Jeff—. ¿Por qué?

—Esa es Lucille Roman —continuó el hombre, y la miraba como si quisiera hacerle la autopsia.

—He visto su foto —dijo Jeff—, ¿quién no? ¿Qué supone usted que hace aquí? Este no parece el lugar más apropiado para tan exuberante muchachita.

—¿Muchachita? —exclamó el hombre rudamente a la par que su rostro redondo y recién afeitado se volvía purpúreo—. Está aquí para pujar por los «Laboratorios Hotchkiss», como nosotros, y si los quiere los conseguirá.

—¿Para qué cree usted que Lucille Roman los desea? —dijo Jeff pensativamente.

Por ser el manipulador más hábil de América manejando instrumentos científicos de precisión, había venido, no tanto, con la esperanza de conseguir la compra como de tener acceso a los instrumentos y entrar en contacto con el ganador de la subasta.

—Seguramente tendrá algún gigoló que le baile y que desee trastear con comprobadores de lámparas —dijo con rencor el hombre.

—¡Caramba! —exclamó Jeff sorprendido—. ¿No es eso un poco fuerte para la señorita Roman?

Sus ojos volvieron de nuevo a estudiar la tranquila serenidad del perfil femenino. Si ella se daba cuenta de la intensa reacción que su presencia había provocado, y a duras penas podría no haberlo notado, no estaba permitiendo, de ninguna manera, que ello influyera en su actitud.

—¿La conoce usted? —le preguntó el hombre a Jeff.

—No. Nunca la vi antes de ahora —fue la respuesta.

—Pues —dijo el hombre aún en voz baja— ella es lo más áspero y tenaz que hay, en asuntos de negocios, desde que David Harum se retiró. Siempre consigue lo que quiere, y que el cielo ampare al pobre infeliz que se interponga en su camino.

Se volvió hacia el compañero del otro lado que le estaba tirando de la manga, cuchichearon y volvióse de nuevo a Jeff.

—¿Le gustaría pujar con nosotros? —preguntó—. Vamos a unirnos. Elevaremos el precio hasta el límite para que a ella le cueste más quedarse con todo.

—Pero… —comenzó Jeff.

—No hay que preocuparse —le interrumpió el otro—. Ha venido y lo comprará. Si acaso no fuera, tendremos bastante para responder si no muerde el anzuelo.

—Yo creía que las condiciones de la subasta prohíben rigurosamente las asociaciones —dijo Jeff, y arrugó el entrecejo.

Era un muchacho bien parecido y de mente equilibrada. No le gustó la conspiración que se iba formando a su alrededor. Le parecía mentira que una docena de hombres se conjuraban para violar las condiciones reglamentarias contra una sola mujer.

—Lucille Roman es una asociación entera por sí misma —dijo el hombre persuasivamente—. Puede parecer una estafa, pero si usted la conociera mejor estaría de acuerdo con nosotros. Le doy mi palabra —añadió con un aire tal de sinceridad que convencía.

La puerta que daba a la oficina se abrió y entró un señor de edad madura, de complexión a propósito para padecer de alta tensión sanguínea; vestía pantalón a rayas y chaqué, y llevaba un pequeño montón de tarjetas y sobres que repartió entre los presentes.

—Como representante de los apoderados de «Hotchkiss» —dijo con cuidadosa y esmerada pronunciación—, estoy autorizado para anunciarles que la primera puja, bajo sobre, fue ganada por Lucille Roman en cuarenta y cinco mil dólares. Esta será la segunda puja. Hagan el favor de escribir en la tarjeta su nombre y la oferta que hacen por el laboratorio. Después métanla en el sobre y ciérrenlo.

Jeff Benson tomó una tarjeta y un sobre, y se quedó contemplando pensativamente la punta de su pluma. Después garabateó: Ninguna oferta. J. Benson. Introdujo la tarjeta rápidamente en el sobre, cumpliendo las instrucciones, y se lo tendió al señor del chaqué. Este último no abandonó la habitación, sino que abrió los sobres y, echándoles una rápida mirada, ordenó tas tarjetas de tal forma que la mayor cantidad ofrecida quedara arriba. Cuando por fin acabó, se quedó mirando al hombre que estaba junto a Jeff.

—Charles Horne —dijo— ha ofrecido cien mil dólares por el laboratorio y todas sus existencias.

Se oyó una exclamación inmediata de todos los presentes. Estaba formada en parte de sorpresa, en parte de expectación.

Horne suspiró profundamente.

—Esto funciona —le dijo a Jeff—. Ahora ella ofrecerá ciento veinticinco mil por lo que no vale ni sesenta mil —y ahogó una sonrisa.

—¿Puedo saber el valor de las demás ofertas? —preguntó Lucille Roman con su voz limpia de contralto.

—Sería contravenir las normas, señorita Roman —dijo el abogado—. Sin embargo, creo que no quebranto ley alguna si le digo que su oferta quedó en segundo lugar.

—Gracias —replicó fríamente, como si cien mil dólares fuesen simplemente una bagatela.

Jeff, que rara vez conseguía tener en metálico ni el uno por cien de esa cantidad, se sorprendió admirando la aguda intuición de aquella mujer.

El abogado siguió:

—Se procederá a continuación a la tercera y última subasta. ¿Alguna pregunta?

Jeff, súbitamente, se encontró de pie preguntando en forma atolondrada:

—Sólo una cosa, ¿qué significa la exclusión tajante de las asociaciones?

—Quiere decir —explicó el abogado— que cada persona pujará por y para los intereses que represente. Un grupo puede pujar al iniciarse la subasta, pero no puede admitir más socios o aunar más intereses una vez que ésta ha comenzado. ¿Está claro?

—Perfectamente —dijo Jeff—. Debo declarar ahora que, aunque no conozco a la señorita Roman, detesto verla…

—¡Cállese, idiota! —masculló Horne con disimulo.

—… caer en una trampa —dijo Jeff sin bajar la voz y mirando a Horne sonriéndole tímidamente.

Para su sorpresa, Horne se encogió simplemente de hombros y le devolvió la mueca.

—No le servirá de nada —le dijo claramente.

Jeff miró a su alrededor y vio, un poco sorprendido que los demás, sin excepción, le miraban, no sabía si con hostilidad o con desprecio. A pesar de eso se esforzó tercamente en acabar lo que había empezado. No encajaba en su carácter renunciar a ninguna obra que hubiese decidido en firme.

—El señor Horne —dijo— y algunos de sus… ejem… colegas, se han asociado para hacer elevar la oferta casi dos veces más de lo que valen los «Laboratorios Hotchkiss». Fui invitado a unirme a ellos.

—¿Es eso verdad? —preguntó el abogado a Horne.

Horne asintió con la cabeza, avergonzado.

—Y habría cuajado si nuestro idealista amiguito —miró a Jeff con ojos tan brillantes como botones de zapatos— no hubiera preferido lanzar arena en la máquina. —Sacudió la cabeza fastidiado y añadió:

—No sacará nada de todo esto Ya lo verá.

El abogado estaba más negro que su chaqué.

—Esto, si me permite decirlo así, es un descubrimiento vergonzoso, señor Horne; si no en cuanto a la técnica, sí en cuanto a su ilegalidad. No hay razón para prolongar este asunto. Ya que el señor Horne y sus socios han transgredido las condiciones acordadas para esta subasta, yo, por dicha causa y con objeto de impedir más trapacerías, declaro cerrada la misma en uso de mis facultades para hacerlo así.

»Sólo es válida la primera puja, lo que significa que el título y propiedades de los «Laboratorios Hotchkiss» serán en breve transferidos a la señorita Lucille Roman.

—Gracias —dijo Lucille Roman, ignorando con toda flema a sus competidores.

El procurador vaciló, pero después se dirigió a donde Jeff Benson estaba sentado.

»Opino que el hombre amante de la justicia merece las gracias —dijo extendiendo su mano—. A todo el mundo le agrada el hombre que sabe perder. ¿Cuál es su nombre?

—Jeff Benson.

El abogado asintió y dijo:

—Es un placer conocerle. Aunque a todos nos agrada la señorita Roman, casi lamento que la oferta de usted no haya sido lo bastante alta para ganar. Es usted la clase de hombres con quienes a esta firma le agrada negociar.

—Retiré mi oferta en el segundo round, cuando supe lo que estaba sucediendo —dijo Jeff con una sonrisa que era una mueca—. En cuanto a la subasta, no esperaba ganarla. Así que la señorita Roman no me está birlando nada. Por otra parte, y siento decirlo, no soy lo que dice un buen perdedor. Sólo que mi opinión es que en el juego se deben respetar las reglas.

—Pero, señor Benson, su actitud me desconcierta. ¿Por qué participó en la puja si no esperaba ganarla?

—Porque lo que realmente deseo es seguir una tarea. Necesito un laboratorio mayor que el que poseo ahora para continuar ciertos experimentos sobre los que vengo trabajando desde hace algún tiempo. Me habría gustado tener la oportunidad de continuarlos entre las grandes facilidades de los «Laboratorios Hotchkiss».

—Eso parece razonable —dijo el procurador.

Volvióse a la señorita Roman.

—¿Es posible llegar a un acuerdo?

—Difícilmente, por ahora —dijo ella mientras tiraba de sus guantes—. Supuse que el trato estaba ya cerrado.

—¡Oh!, completamente —dijo el abogado visiblemente embarazado—. El resto es mera formalidad. Pero, señorita Roman, ¿no podría usted…?

—Entonces me voy —dijo ella tranquilamente.

Miró casualmente en dirección a Jeff.

—Gracias, señor… er… Bunzen, ¿no era así?

—Benson, Jeff Benson.

La mirada que le devolvió era tan fría como la de ella, a pesar de estar interiormente echando chispas.

—Lo siento, pero debo marcharme. Le agradezco de nuevo su interés por la justicia en abstracto. Escasea mucho —añadió en tono maternal.

—Pero, señorita Roman —dijo el abogado, evidentemente disgustado—. Seguramente usted…

Ella se volvió para quedar frente a frente.

—Y ahora entendámonos —dijo mirando frígidamente tanto a Jeff como al abogado.

—El señor… er… Benson ha dicho que le gusta ver cómo se cumple el reglamento. Ya lo ha visto, lo que indudablemente le ha colmado de satisfacción. En segundo lugar, no le conozco en absoluto y no puedo por menos de sospechar que ha representado tan encantadora y pequeña escena para llamar mi atención sobre él.

»Me imagino uno o dos motivos que justifican su forma de proceder y no me incumbe ninguno de ellos. Él quería justicia y ya la tiene. Que le aproveche. Si desea trabajar en alguna de mis empresas, es libre para solicitarlo por el conducto debido a mi encargado de personal. Buenos días, caballeros.

Y al acabar de hablar dio media vuelta sobre un tacón y abandonó la estancia.

Jeff parpadeó. El abogado parecía sufrir un shock; estaba abatido, confundido. Tartamudeó al pretender excusarse mientras Jeff se las arreglaba para sonreír.

—Ha sido espantoso —dijo—, pero no es suya la culpa —y salió de la habitación.

Cuando Jeff Benson entró en su laboratorio sintió una punzada de envidia. Su propiedad, un garaje tan grande como un granero, estaba muy lejos de ser como los «Laboratorios Hotchkiss», con sus mesas resplandecientes y pulidos instrumentos, que a él le hubiera gustado usar. Miró las delgadas paredes y se encogió de hombros. Sólo podía imaginar la cantidad de energía que se escapaba por ellas, el medirla estaba más allá de sus fuerzas.

A un extremo del laboratorio se hallaba un enorme depósito, tapado con un material felpudo, del que salían varias tuberías. Una de ellas era la principal; las demás servían para regular la temperatura y mantener el contenido exactamente a cien grados, tal como estaba planeado. Sabía que esa temperatura oscilaba y por ello maldecía de su equipo, tan tosco.

Ese contenido debía estar en un tanque de dobles paredes entre las que hubiese una substancia neutra. También se necesitaban unas aspas giratorias y un regulador de temperatura que pudiera mantener el millón de litros de metano líquido a cien grados, entre límites de una décima. Pero ¿qué puede hacer uno en tan destartalado garaje y con una suma de dinero tan limitada?

La tubería que conducía el metano del tanque a otro apartamiento, estaba dotada de diez contadores de alta precisión. Uno solo de ellos hubiera bastado. Jeff Benson leía los diez y sacaba el promedio. Así y todo no era bastante.

El surtidor de oxígeno era también otro problema.

Con falsa sonrisa Jeff Benson abrió la válvula y apretó el botón. Se oyó un sordo bufido. El metano se oxidaba en un compartimiento que debía, teóricamente, recoger la energía liberada. Esta energía podía medirse entre límites categóricos y podría calcularse la necesaria para la transformación.

Sabiendo la cantidad de combustible necesario, siempre que se conociera la exacta temperatura inicial de ese combustible, del oxígeno y la del compartimiento, y liberando la energía química contenida en el combustible mediante su combinación con oxígeno, contando con que se pudiera medir de una forma precisa la cantidad de energía desprendida, podría contrastarse la energía previamente calculada, encerrada en el combustible, con la así hallada y se podría probar la ley universal de la conservación de la energía.

O si los resultados no coincidían se podría demostrar su falsedad.

Habían pasado cinco años desde la primera vez que Jeff Benson tuvo fundamentos para creer que había un error en esa ley infinitamente pequeña, pero que significaba un escape. Era un fallo que no variaba. Parecía existir tanto en la energía atómica como en la química, en la eléctrica y hasta en la simplemente mecánica. Fallaba la ley de su conservación y esa ley abarca la conversión de la energía en materia y viceversa.

Durante cinco largos y arduos años, Jeff Benson había estado quemando su dinero literalmente, de varias maneras. Sus experimentos eran groseros, demasiado rudimentarios.

Con mucha frecuencia el margen de error del experimento sobrepasaba varias veces el valor del fallo.

A veces sus mediciones le daban más energía que sus cálculos, otras, le daban menos. Una fracción de un tanto por ciento aquí, sumada o restada a otra y a otra más, representaban todas juntas un gran error experimental.

Sin embargo, Jeff insistía porque, después de cinco años de ensayos, comprobó que había una ligera tendencia hacia el resultado menor. La mayoría de las medidas daban menos energía.

Según la estadística eso era una prueba concluyente de que cada vez que la energía potencial se transformaba en energía cinética un mínimo porcentaje se perdía.

Se perdía, pero ¿en qué? ¿dónde?

Jeff no lo sabía, pero que le permitieran medir exactamente la cantidad primero; que le dejaran probar que lo mismo sucedía en centrales eléctricas, en las máquinas de vapor, en las pilas atómicas, en la caída de una piedra de peso conocido desde una altura dada; que le dejaran probar esto, más allá de todo argumento y sólo entonces lo presentaría al mundo de la ciencia como demostración de que otra de las llamadas leyes inmutables había sido destronada.

Y entonces sería la ocasión de preguntarse lo de dónde y en qué se perdía.

Que le dejaran demostrar su teoría y Jeff Benson no tendría que volver a escoger entre una pieza de pan y un galón de metano, o eso de construir un regulador de temperatura y luego desear tener a mano otro más exacto. Entonces tendría un laboratorio tan completo como el que Lucille Roman había comprado.

¿Qué perseguiría Lucille Roman con semejante laboratorio?

«Oficina de Empleo», «melodrama», «la justicia triunfante»… ¡que se vaya al diablo Lucille Roman!