—Ya estoy aquí, ya estoy aquí… Estabas impaciente, ¿eh?
Hago el cambio de turno con mi tío en el quiosco y estoy muy contento, hay días en que el tiempo parece que no pase nunca.
—Se nota, ¿eh?
—¿Ibas a marcharte a pesar de que no hubiera llegado?
—No lo haría nunca…
Me sonríe y deja la chaqueta dentro.
—Oye, tío, Il Tempo se ha terminado, también Di Più se ha vendido todo, y he puesto los otros Porta Portese debajo de la caja…
Tío Carlo mira allí abajo y los ve.
—De acuerdo. Sé puntual mañana por la mañana…
—Siempre…
—Ya, sí, siempre, siempre…
No he tenido tiempo ni de salir cuando Gio llega como un clavo delante del quiosco. Subo a su coche y naturalmente arranca a dos mil por hora, pero no hago mucho caso porque siento demasiada curiosidad.
—¿Y bien?
—¿Y bien qué?
—Bueno, antes de nada, gracias por la cena en Romolo, fue fantástica, y ahora cuéntame…
—¿El qué?
—¿Después de todo el lío de anteayer no me vas a contar nada?
—¿Qué quieres que te cuente?
—¿Qué se dijeron Beatrice y Deborah?
—Y yo qué sé, ¿tú te crees que me lo van a decir a mí? ¡Las dos me enviaron una serie de mensajes de una violencia alucinante y dos correos que sólo leyendo las primeras líneas ya te daba un síncope!
Me echo a reír.
—Bueno, te lo has buscado.
—Bueno, al menos cuando llegué al hotel me dejaron subir a la habitación de Paula, aunque la tensión de pensar en el mal rato que las dos estaban pasando allí, después de un año de tenerlo todo perfectamente organizado…, total, que no fue bien, pegué un gatillazo.
—¡No me lo puedo creer! Tú, Gio, la leyenda, que contaba cosas increíbles con Beatrice e inmediatamente después con Deborah la misma noche… ¿Hiciste un papelón? Pero ¿qué dirán las extranjeras de nosotros? Tenemos que llevar el pabellón italiano bien alto…
—¡Sí, y no sólo eso!
—¡Capullo!
—Eh, total, si no lo decía yo ibas a decirlo tú…
—Ya ves…
—Aunque es extraño… He intentado llamar a Paula esta mañana, pero su teléfono está apagado.
—¿Cuál?
—El italiano, yo sólo tengo ese, le di una tarjeta sim que tenía, ¡si no, con el roaming le chupaban la sangre!
—Ah, claro…
Llegamos frente al hotel y Gio encuentra aparcamiento, de modo que bajamos juntos.
—Buenas.
—Oh, buenos días.
Roberto, el simpático portero, viene a nuestro encuentro. Reconoce a Gio y le sonríe…, quizá hasta le pasó dinero para poder subir a la habitación. Nos quedamos un momento en silencio, Roberto nos mira. Gio se queda algo sorprendido y, al ver que el hombre no hace absolutamente nada, interviene.
—¿Nos las puedes llamar, por favor?
—¿A quiénes?
—A las dos extranjeras, las españolas.
—No puedo.
—¿Han salido ya?
—Sí, esta mañana temprano.
Gio me mira sorprendido.
—Pero si Paula no me dijo nada.
—Bueno, ahora volverán…
—No, no han salido, se han marchado.
—¿Se han marchado?
Nos miramos los dos sorprendidos.
—¿Cómo que se han marchado? Y ¿adónde han ido? —Se lo pregunto tranquilo. Tal vez se equivoca o tal vez hayan ido a alguna parte y él no lo ha entendido bien.
—Han regresado a España. Tenían el vuelo esta mañana a las doce.
Y nos quedamos de piedra, sin palabras.
—Ah, gracias…
Salimos.
—Y ahora he perdido también a Paula… Bueno, menuda temporadita llevo.
—¿Seguro que no lo sabías?
—No, no me dijo nada, ni siquiera me lo imaginaba.
—Y ¿no puede ser que el portero se equivoque?
—No, incluso ha mirado el registro. Se han marchado…
—¿Pero así, sin despedirse?
—Sí…, es lo que parece.
Me quedo sorprendido y me embarga una sensación extraña, repentina, muy fuerte, una especie de pánico. Y por un instante me falta la respiración y el corazón me palpita con fuerza, pero después consigo controlarme, me tranquilizo un poco. A mí me gustaba María. Mucho. Pero no es sólo eso, es su marcha repentina, es como perder a alguien, sin una explicación, sin un porqué, sin un último adiós siquiera.
—Gio, ¿podemos pedirle un favor?
—¿El qué?
—Si podemos subir un momento a su habitación…
Y Gio lo consigue, naturalmente. Nos acompaña una señora de la limpieza, abre la puerta de la habitación con una tarjeta y nos deja allí, en el umbral, mientras ella continúa limpiando al fondo del pasillo. Me quedo un segundo en la puerta, después entro. La habitación está en desorden, la ventana abierta, las camas sin hacer, las toallas tiradas por allí. Cojo una, todavía está húmeda. No sé si es la suya o la de Paula. Doy una mirada por la habitación. Hay dos camas, una completamente deshecha, la otra más arreglada. Esta última debe de ser la de María. Me acerco, cojo la almohada y la aspiro. Sí, noto su perfume. Entonces cierro los ojos, me la imagino, revivo algunos momentos, los más bonitos, los más íntimos, el habernos conocido tan bien, el haberla vivido por unos segundos tan hasta el fondo, mía, sólo mía, y ahora ya no tengo nada. Aprieto la almohada con fuerza, después la dejo en la cama y en la parte más alta veo un largo cabello castaño. Sonrío. Quizá todavía sabe a mar. Los cajones están cerrados, los abro para ver si se han dejado algo. En el primero no hay nada, también el segundo está vacío, pero cuando voy a cerrarlo noto que algo se mueve. Entonces vuelvo a abrirlo, meto la mano y lo encuentro. Y me parece una señal. No podía olvidárselo.
—Eh, Gio…, ¿te da miedo volar?
—Muchísimo, ¿por qué?
—Tienes que superarlo. Por tierra el viaje es eterno.
—¿Cómo? Nooo, ni hablar. Pero ¿a ti se te va la cabeza o qué? Has estado tocándome los cojones todos los días porque Alessia te había dejado, y ahora que no pasas ni una semana con esa chica…, que sí, muy guapa, preciosa, no lo pongo en duda…, ¿quieres encerrarme en un avión? Nooo, olvídalo, quítatelo de la cabeza…
—Gio, es importante.
—¿Importante? Mi vida es importante, las tres horas de terror que pasaría en ese avión son importantes, el hecho de que esté estupendamente en Roma, que me encante Roma, que no me movería nunca de Roma, por ninguna razón en el mundo, es importante… —Ve que su discurso no me convence lo más mínimo—. No, ¿eh?
—No.
—Perfecto, pues entonces explícame bien por qué tú y yo deberíamos ir a España.
—María ha olvidado esto.
Y le muestro el corazón de piedra que encontramos en las Grotte di Nerone.
—O sea, ¿vamos a ir hasta España porque María se ha olvidado una piedra?
—Es un corazón.
—¡Vale, lo que sea!
Y entonces empiezo a hablar y le cuento en lo que yo creo… Que las cosas no suceden por casualidad, que María también podría no haber olvidado ese corazón, o esa piedra, como dice él, y, sin embargo, ha ocurrido y tal vez, a su manera, sea una señal. Que nunca hemos estado en España y que tal vez aún tendrían que pasar no sé cuántos años para ir y quizá no iríamos nunca. Y que la vida hay que vivirla y que tenemos que mirar más allá del Olimpico, más allá del Tíber, y con la mirada llegar al menos hasta la Salaria y después a Orte, y una vez allí seguir avanzando. Porque todo eso podría hacernos cambiar, crecer, tener una intuición, ojalá, como las de su amigo Zuckerberg, y hacernos razonar de una manera distinta y comprender que todo lo que ha sido la vida de todos los días no siempre es la vida de todos los días.
Y al cabo de un rato, él ya no replica, no habla de sus miedos, está allí escuchándome, y yo no me detengo y le digo otras muchas cosas porque sé que quizá ya lo tengo, y si me detuviera lo perdería y no quiero. Pero la realidad es que necesito un sueño, necesito desesperadamente un sueño, porque todo lo que me rodea ahora no lo es, he perdido algo que me ha hecho dejar de soñar, y de una cosa estoy seguro: sin un sueño no se va a ninguna parte.