38

Llegamos a Roma a la hora de comer del día siguiente.

Delante del hotel, cansadas pero contentas, las chicas bajan corriendo del coche y se apresuran hacia la entrada después de despedirse de nosotros.

—Bueno, ci vediamo esta sera

—¡De acuerdo!

—¡Certo! —Y se despiden de nuevo con la mano, después las vemos desaparecer en el interior del hotel.

Gio llega debajo de mi casa y me deja delante de la verja.

—Nos lo hemos pasado bien, ¿eh?

—¡Muchísimo! Y además Picchio es un tipo simpático, ha sido muy amable al preocuparse de todo por nosotros. La última vez que estuve en Nápoles fue para ver al Lazio, y todas esas cosas tan bonitas no las visité…

—¡No hace falta que me digas que no te enteraste de nada, os vinisteis abajo!

Gio y su indómita fe romanista.

—Bueno, vale, nos vemos luego.

—Pero ¿vas a ir a la oficina?

—¿Tú estás loco? Me han dado vacaciones hasta el lunes.

—¡A lo grande! ¿Sabes?, podríamos intentar trabajar juntos. He pensado que esa idea de las extranjeras, los viajes y luego el porno, el quiosco con las cintas…

—Claro, Gio, por supuesto, ¡hasta luego!

—Espera… Toma. —Se saca unas entradas del bolsillo—. Son para ti, las he conseguido a través de un amigo, pero sólo he podido encontrar dos.

—¡Qué bien, son fantásticos, me gustan mogollón!

—Lo sé; yo, a fuerza de descargármelos, me los sé de memoria. Es la primera vez que vienen a Roma, ya verás como se volverá loca… y después le das esto.

Abre la maleta y me da una copia del último CD.

—Ha quedado estupendo, mejor grabado que el que hicieron en París, se quedará con la boca abierta. —Después le da una palmada a la maleta—. ¿Lo ves?, tú te quejabas de la maleta, pero está llena de sorpresas, y no sabes lo que ha estado sacando estos días.

—¡Me lo imagino, menos mal que no nos han detenido! Gracias otra vez.

—Nosotros después iremos a cenar al restaurante de Francesco, en el callejón del Fico, si os apetece os pasáis, he reservado mesa fuera.

—¿Estás seguro? Pero si por ahí pasa un montón de gente.

—Esta tarde ya he hablado con ellas, una va a ir a la fiesta de su prima, sólo para mujeres, un velatorio, y a medianoche menos un minuto se irá a dormir, como si fuera la Cenicienta. La otra, en cambio, volverá pronto porque la tienen que escoltar hasta casa, si no se pierde, ¡es la Pulgarcita del Salario!

—¿Qué pasa?, ¿las conociste en la Disney de via del Corso?…

—Sí, ya, bueno, venga, Nicco, nos vemos. —Y se va dando gas como hace siempre, como para no hacerse notar. Abro la verja y voy hacia la portería, pero mientras me acerco oigo su voz.

—Baja, te he dicho que bajes.

Y reconozco la respuesta que sale del interfono.

—Nooo…, no quieres entenderlo, nooo, te he dicho que nooo.

—Y yo te he dicho que bajes…

Y creo que la cosa hace un buen rato que dura, al menos por el tono de voz, que se ha convertido en una especie de letanía.

—Te lo repito, baja…

—Hola, Ernesto.

Pero cuando se vuelve no lo reconozco, tiene la mitad de la cara llena de arañazos y lleva un ojo morado. Ah. Pepe debe de haber dado señales de vida aprovechando mis breves vacaciones. Aparta el dedo del timbre y lo usa para señalarme.

—Sí, muy bien, tú lo sabías, lo sabías y no dijiste nada… Muy bien, muy bien…

Y empieza a aplaudir lentamente, hacia mí, de una manera irritante.

—Oye… —Al final consigo abrir la puerta—. Yo no quiero meterme en vuestros líos.

Y de ese modo dejo a Ernesto al otro lado de la verja, y mientras llamo el ascensor oigo que todavía está farfullando algo. Sacudo la cabeza. Oh, no hay nada que hacer, mi hermana es única organizando follones, a nadie le sale tan bien como a ella. Entro en el ascensor, que ha llegado mientras tanto. Pero está claro que Pepe ha sido indulgente, para él eso son caricias.

—¡Hola! —Cuando llego al rellano, Valeria está delante del ascensor, se me echa encima y me abraza—. He oído tu voz por el interfono, has saludado a ese pringado, ¿verdad? ¿Has visto cómo ha quedado? Qué imbécil, no debería haberse atrevido.

—Pues sí. ¡Es más, me parece que no le ha hecho mucho daño!

Valeria pone una expresión extraña como diciendo «vigila con lo que dices», y un segundo después entiendo el porqué.

—Él es Giorgio Pallini, seguro que lo conoces, es campeón de Italia de windsurf.

—Hola.

—Hola.

Nos damos la mano. Efectivamente, se le notan todos los callos provocados por miles de virajes. Tiene el rostro marcado por el sol, y cuando sonríe todavía se le marcan más las arrugas.

—A lo mejor has visto mi imagen en los carteles de la Esso, me cogieron para la publicidad…

—No, lo siento, siempre pongo gasolina en la IP de Luigi, en la Camilluccia.

—Ah.

No se lo toma muy bien, pero sinceramente a mí me importa un pimiento. Valeria lo adelanta y me sigue mientras voy a mi habitación. Dejo la mochila sobre la cama.

—Venga, no te pongas así. ¿Sabes lo que ha hecho? ¡Me ha defendido! Estaba discutiendo con Ernesto, ese imbécil, y ha empezado a retorcerme el brazo porque quería irme a casa, ¡¿has visto?, de poeta, nada! Encima he descubierto que todas esas cosas que me había escrito las copiaba de las canciones, ¿sabes? Es sólo un gilipollas.

Deshago el equipaje y saco la ropa para lavar.

—Giorgio pasaba por allí y se ha parado, ha bajado para ayudarme y entonces han empezado a pegarse… Después se ha empeñado en acompañarme…

Guardo la mochila, luego voy al baño y meto la ropa interior en el cesto de la ropa sucia.

—¿No lo entiendes? Giorgio ni siquiera quería pelearse, se ha visto obligado.

Vuelvo a mi cuarto y veo al campeón al fondo fingiendo que no está escuchando. Mira con increíble atención un cuadro de Magritte.

Le grito desde lejos:

—Es falso, es una copia comprada en la Isola del Sole, en via Ripetta. ¡Allí tienen de todo, hasta Botero o Matisse!

No creo que sepa quiénes son, eso es lo bueno de la cultura de quiosco, después me dispongo a cerrar la puerta de mi habitación, pero Valeria pone el pie para impedírmelo.

—Eh. —Se me acerca para decirme bajito y con expresión seria—: Oye, que no hemos hecho nada…

—Ah, muy bien, ¿qué quieres de mí? Lo siento.

Y la empujo hacia afuera para poder cerrar la puerta. Valeria se vuelve hacia el windsurfista, sonríe y se encoge de hombros.

—¿Sabes?, te aprecia un montón, es que mi hermano está celoso. Soy su hermana más pequeña.

Giogio Pallini le sonríe.

—Lo comprendo.

Después Valeria lo coge de la mano y lo conduce hacia la cocina.

—Ven, ¿quieres tomar algo?

—Gracias.

—¿Sabes?, ahora él es el hombre de la casa, es normal que esté así, nota el peso de la responsabilidad…

Abre la nevera y se da cuenta de que hay poca cosa.

—Si quieres tenemos té verde. Si no, tendremos que bajar, pero todavía está ese pegado al timbre.

—Un té irá perfecto.

Se lo sirve.

—¿Cuándo tienes las próximas competiciones?

—Oh, todavía falta. —Giorgio coge el vaso y se sienta sobre la mesa con las piernas cruzadas—. No antes de diciembre. De momento sólo entreno.

Valeria termina de servirse el suyo y después brindan.

—Bueno, pues por las próximas competiciones, quizá vaya a verte.

—¿Por qué no?, son en Honolulu.

—¡Yupi, entonces seguro que voy!

Valeria se sienta a su lado a la mesa, pero justo en ese momento oye abrirse la puerta de casa.

—¡Somos nosotros!

Reconozco la voz de mamá, de modo que abro la puerta de mi habitación.

—¡Hola!

Veo que deja algunas bolsas en la entrada e inmediatamente después, detrás de ella, entra Vittorio con Fabiola, y también está Francesco.

—¡Está toda la familia!

—Hola, Francesco. —Le acaricio la cabeza.

—Hola, Nicco. —Pero lleva un coche en la mano y no me presta mucha atención.

Mi madre me mira con curiosidad.

—Has vuelto. —Siempre intenta adivinar si hay algo que no marcha bien—. Ven aquí, dame un beso. —Mamá abre los brazos y yo la saludo apresuradamente, aunque ella no hace mucho caso y empieza con las preguntas—: ¿Y qué? ¿Qué tal lo habéis pasado? ¿Ha ido todo bien? ¿Cómo ha ido el trabajo?

—Bien…

Fabiola me mira con curiosidad.

—¿Qué trabajo?

—Para la inmobiliaria, me han enviado a Florencia, Venecia y Nápoles.

—Bueno, no está mal, y además ha hecho buen tiempo…

Después se me acerca y comprueba dónde está Vittorio. Está en una butaca leyendo el periódico.

—Fuiste a cenar con él y no le dijiste nada.

—Me pareció que ya se lo habías dicho tú.

Fabiola me da un empujón.

—Me debes una cena.

—Pues mejor no te recuerdo todo lo que me debes tú a mí.

Mamá se asoma desde la cocina.

—¿Qué haces?, ¿te quedas tú también a comer? Hoy es el cumpleaños de Francesco.

—Es verdad, se me había olvidado.

Mamá abre el paquete de pasta y empieza a pesarla.

—¡Por eso han decidido venir todos aquí! Venga, quédate.

—No, tengo que pasar por la oficina…

—De acuerdo. Pues entonces hazme un favor, tráeme el bolso, lo he dejado en el salón.

Voy a buscarlo. Lo veo, está sobre una repisa debajo del espejo grande. Vittorio deja de leer, dobla el periódico y se me queda mirando.

—¿Crees que yo no lo sé? Pues ya me había dado cuenta por mí mismo.

Me quedo helado y miro hacia la puerta en busca de ayuda.

—Hay cosas que se intuyen…, pensaba que la otra noche querías hablar de ello.

—Sí… —Me quedo un instante en silencio—. De hecho, quería hacerlo pero…

Me hace un gesto con la mano para que no siga.

—No digas nada. Déjalo estar, Nicco. Son cosas que pasan. O sea, nosotros nunca hemos tenido oportunidad de estar un rato a solas, pero quería decirte que aunque no lo parezca, pues, lo siento…

—Bueno…

—No, no, en serio, lo siento por ti.

—¿Por mí?

—Sí, que hayas roto con Alessia.

—Ah. —Y me quedo sin palabras. Pero ¿quién cojones se lo ha dicho?, ¿Fabiola? En vez de hablar de sus follones… ¡le habla de los míos!

Vittorio deja el periódico sobre el reposabrazos de la butaca.

—Recuerdo que a tu edad salía con una chica que me gustaba un montón, mis amigos no la soportaban, pero yo estaba completamente loco por ella. Después, un día cortamos porque nos peleábamos demasiado, ella era celosa, yo también, de un posesivo… Una vez incluso llegamos a las manos por eso. Cuando rompimos me lo tomé fatal, pensaba que nunca más volvería a enamorarme y, sin embargo, un buen día conocí a Fabiola y nunca más me he acordado de ella… —Abre los brazos y sonríe—. ¿Entiendes?

Lo entiendo.

—Gracias, Vittorio…

Yo no sé cuándo se lo dirá Fabiola, si es que se lo dice, pero ese día no me gustaría estar presente.

—¿Lo has encontrado? —Mamá aparece en la puerta.

Vittorio se excusa.

—Estábamos hablando…

—Aquí está.

Rebusca en el bolso.

—Perdonad si he interrumpido algo…

Niego con la cabeza.

—Nicco, ¿puedes comprar un pastel en el Caffè Fleming o donde tú quieras?, se me ha olvidado.

—¡Yo te acompaño!

Francesco aparece por detrás de ella y me sonríe.

—Sí, quiero ir con Niccolò. —Y lo dice seguro, envalentonado, decidido, como si se pudiera hacer todo lo que uno quiere. Tres años de convicciones.

—Vale, vamos.

Me entran ganas de reír. Fabiola se me acerca otra vez.

—Por favor, dale la mano, no lo sueltes en ningún momento, no te distraigas y quédate con él todo el rato. —Lo dice de un modo completamente distinto del habitual. En eso es ella, ella y punto. Ella fuerte, ella mujer, ella decidida, ella que ama y sabe lo que quiere, sin medias tintas. Ella mamá.

—Sí, claro. —Y no se me ocurre burlarme. Yo también soy distinto, a veces.

Entramos en el ascensor.

—Aprieto yo, aprieto yo…

Hago ademán de auparlo, pero me aparta con las dos manos.

—¡Ya llego! —Se alza de puntillas y consigue llegar hasta el primer botón de abajo, en el que pone PB, después lo pulsa.

El ascensor arranca.

—¿Lo has visto?

Y se queda así, pequeño, con su metro y poco, apoyado en la pared golpeando lentamente el pie en el suelo mientras yo lo miro desde mi metro ochenta. Después, poco a poco, Francesco levanta la cabeza y se me queda mirando desde abajo.

—Hoy es mi cumpleaños.

—Lo sé.

—Pero no quiero que aplaudan.

—Se lo diré.

Y vuelve a mirar hacia abajo, un poco más tranquilo. Salimos a la calle. El Poeta ya no está. Eso también es una nota positiva. Al cabo de poco estamos en el bar. Miro los pasteles, al final me decido.

—Quisiera ese de dieciséis con ochenta.

La señorita intenta leer el precio desde detrás del mostrador, al final lo encuentra.

—Sí, el de la abuela, de crema y piñones. ¿Te gusta, Francesco?

Pero él no hace mucho caso.

—Sí. Pero quiero jugar a eso de ahí.

Está pegado a un cristal y mira el brazo de una grúa que va arriba y abajo. De vez en cuando desciende sobre los Chupa Chups, los ositos, los cochecitos, las piruletas, se cierra, coge algo, pero cuando sube lo deja caer de nuevo.

—¡Quiero jugar a esto! —insiste Francesco golpeando el cristal con las manos.

—Está bien.

Me acerco, miro cuánto hay que poner, cojo cincuenta céntimos del bolsillo y los meto en la ranura. Se oye caer el dinero, y la grúa esta vez se mueve en serio.

—Aquí, aquí, coge esto, muévela con esto…

Le pongo las manos sobre el joystick.

—Adelante, adelante, así, Fra…

La grúa llega a un punto en que, debajo, hay muchos más objetos.

—Sí, así, así, ahora aprieta el botón, el rojo, el de encima, así bajará…

Francesco me mira.

—Sí, ese.

Lo pulsa y la grúa se abre y baja, cada vez más abajo. Cuando llega al fondo empieza a cerrar sus fauces metálicas, rasca el fondo, recoge caramelos, paquetes de chicle, Chupa Chups, se queda un instante indecisa y de repente vuelve a subir.

—¡Sí! —Francesco está encantado.

La grúa ha cogido una piruleta y poco a poco se mueve hacia el agujero de salida, pero antes de llegar, la pierde. La piruleta cae hacia abajo y se queda en el borde. Francesco se vuelve de golpe hacia mí y se queda en silencio. Quiere que le dé una explicación, le gustaría entender por qué no ha conseguido esa piruleta que ya era suya, que la grúa había cogido y que simplemente debía poner en el agujero.

—Lo siento… —No sé qué otra cosa decirle, y esa frase que me sale así me recuerda dramáticamente a otro momento, y sólo por eso añado algo más—: A veces pasa…

Pero no le basta, sí, efectivamente, no es suficiente.

—¡Vámonos!

—Pero podemos volver a intentarlo.

No dice nada más y se dirige a la salida. Por suerte, la dependienta ya ha envuelto el pastel, de modo que pago de prisa y salgo con él. Francesco camina delante de mí, lo dejo hacer aunque lo vigilo. Hoy cumple tres años. De vez en cuando me mira con esos ojos, con una profundidad que te hace pensar que ya lo sabe todo. Y, sin embargo, sé que no es así. Me pregunto cuánto sufrirá en la vida, cuándo tendrá las primeras decepciones, cuándo perderá de repente y sin ningún motivo lo que se esperaba, lo que le había sido prometido, lo que creía merecer, al igual que esa estúpida grúa con su piruleta.

—¿Francesco? Mira esto…

Entonces se para y me espera, curioso.

—¿Qué es?

Dejo el pastel sobre el techo de un Golf y me pongo una mano por detrás de la espalda.

—¿Derecha o izquierda?

—Esta.

Me señala la derecha, la saco de detrás de la espalda y la abro lentamente delante de él.

—¡Sííí! —Es feliz—. Mi piruleta.

—Así es, te la abro. —Está impaciente y casi me la arranca de las manos, luego se la mete en la boca, empieza a chuparla y se calma un poco, es su extraña manera de vengarse de la grúa y su injustificada puntería.

Entramos en el ascensor.

—¿Quieres pulsar el botón?

Niega con la cabeza.

—Vale, ya lo hago yo.

Durante las primeras plantas permanecemos en silencio. Después decido romperlo.

—¿Te gusta la piruleta?

Asiente con la cabeza.

—¿Sabes lo que me han regalado papá y mamá por mi cumpleaños?

—No, ¿qué?

—Una bicicleta preciosa, y hoy he intentado montarla con mamá.

—Y ¿cómo ha ido?

—Muy bien, mamá me lo ha explicado todo y al final lo he conseguido…

Hemos llegado, sale del ascensor y se dirige a la puerta, independiente, saboreando su piruleta. Toco al timbre. Quién sabe cómo le explicará su madre todo lo demás.

—¡Oh, ya estáis aquí, habéis tardado mucho!

—¡Hemos dado una vueltecita!

Francesco entra en seguida en casa y va a buscar a Fabiola.

—Toma, mamá, la vuelta.

—¿Qué has comprado?

—Un pastel de la abuela, de crema y piñones, me parece que aún está caliente.

Mamá mete toda la cara en la bolsa.

—Por el aroma parece riquísimo. —Después la cierra de golpe y me sonríe—. Venga, pero ¿por qué no te quedas?

—No, mamá, en serio. Tengo un compromiso, no puedo.

—Espera un momento. —Deja el pastel sobre el aparador del salón y se acerca a mí. No sé qué quiere decirme, si ha intuido algo, pero se queda un segundo en silencio y luego me abraza—. Gracias.

Y me estrecha fuerte, muy fuerte, tanto que cierro los ojos porque la verdad es que no me lo esperaba. De repente me entran ganas de llorar y me siento realmente tonto.

—Pero ¿por qué, mamá? ¿Por el pastel?

Entonces se aparta de mí y me mira a los ojos.

—Por todo.

Y entonces ya no puedo más, nada, tengo que irme en seguida. Abro la puerta y me refugio en el ascensor.

—Adiós, mamá.

No tengo ganas de ver a Fabiola y a Vittorio, Vittorio hablándome de Alessia. No tengo ganas de ver a Fabiola y a Vittorio, fingiendo que todo va bien. Aunque tal vez sólo finge ella, Fabiola. Bueno, pues entonces digamos que no tengo ganas de mirar a Vittorio riéndose, bromeando, sin darse cuenta de nada, no tengo ganas de verlo como un imbécil. ¿Es eso lo que siente Dios cuando nos mira? ¿Qué piensa de nuestra ingenuidad? ¿O de nuestras ridículas tretas? ¿De nuestra mezquindad? Pero ¿alguno de nosotros consigue sorprenderlo de vez en cuando? Cómo me gustaría saberlo. Puede que mucho, pero que mucho más de lo imaginable. Pensándolo bien, no es que me interese en exceso, pero sí siento curiosidad por otra cosa: Giorgio Pallini, el gran campeón del mundo de windsurf al que no conocía hasta hoy, ¿se ha quedado a comer con ellos? No, es que Valeria es capaz de todo.