37

—¡Ahí está, nos está esperando al final del andén! —Gio baja rápidamente del tren con su maleta, nosotros lo seguimos.

—¡Picchio!

—¡Gio!

Corren a abrazarse. El tipo al que ha llamado «Picchio» lleva una camiseta negra como la de Gio, el pelo engominado como el suyo y recogido con una diadema negra, un pendiente en la izquierda, un pantalón ancho que lo hace parecer quizá un poco más delgado, pero no mucho, y unas zapatillas de deporte sin cordones. En resumen, es como si Gio se hubiera puesto delante del espejo.

Gio nos lo presenta orgulloso.

—¡Él es Picchio, mi hermano napolitano!

El tipo sonríe.

—Eh, sin bromas… —Se golpea el pecho—. Hoy estáis aquí y no os tenéis que preocupar por nada… —dice con un marcado acento napolitano.

María me mira con curiosidad.

—¿Qué está dicendo?

—Nada, no te preocupes…

Nos reímos mientras lo seguimos y un instante después estamos en su coche, un Escarabajo de los antiguos, blanco con la capota abierta. Conduce exactamente igual que Gio, dos curvas y ya ha adelantado a todos los taxis.

Voy sentado atrás, en medio de María y Paula, y nos zarandeamos de un lado al otro.

—¡Vosotros dos sois idénticos en todo, ¿eh?!

Gio se vuelve hacia nosotros.

—Él es mi franquicia aquí en Nápoles… Le mando DVD y otras cosas todas las semanas.

Picchio también se vuelve hacia nosotros.

—¡Pero aquí el mercado es mucho más complicado! Hay mucha competencia.

Gio le pone el brazo alrededor de los hombros.

—Sí, sí, lo dice para no pagarme derechos… Lo que yo te doy no te lo dará nadie…

—¡Sí, ya!

—¡Como calidad!

Picchio se vuelve de nuevo hacia nosotros.

—Siempre dice lo mismo…

Sonrío, pero entonces me doy cuenta de lo que está a punto de ocurrir.

—Sí, pero mira al frente…

Se vuelve justo a tiempo para no arrollar a una moto que cruzaba con el semáforo en rojo. Picchio lo esquiva hábilmente con un rápido viraje. Controlo la maleta de Gio en el maletero de detrás y Picchio se da cuenta.

—¿Va todo bien, Nicco?, ¡conmigo estáis seguros!

María y Paula se miran entre sí y niegan con la cabeza, preocupadas. Después María me pregunta con curiosidad:

—¿Aquí nessuno usa casco para ir en moto? Guarda, ahí van tres con un bambino

Picchio se vuelve divertido.

—Señores, aquí la compañía de los cascos…, ¡cerrado, acabado, kaputt! Nos piace molto el viento en el pelo, escuchar las olas, il profumo del mar…

Gio le da un puñetazo cariñoso.

—¡Ya nos ha salido otro poeta!

Picchio se echa a reír.

—Yo, a las extranjeras… —se lleva la mano a la boca y junta los dedos como si enviara un beso, pero en cambio después se los chupa— ¡me las como aunque sean un callo!

Los dos se ríen como locos, realmente están como una cabra. Mientras tanto, con la historia de este otro poeta, me han hecho pensar en mi hermana Valeria y también en Fabiola, en todos sus líos, y naturalmente en Alessia y en los míos, aunque todavía no los he entendido. Cojo el móvil, lo he puesto en silencio aunque también podría no haberlo hecho, no hay nada, ningún mensaje, excepto uno de mi madre: «¿Cuándo vuelves?». Y eso que ya le había escrito. Vuelvo a contestarle: «Pronto». Me meto el teléfono en el bolsillo, me pongo las Ray-Ban y me dejo llevar por el viento. Debería ser feliz en este momento. Estoy con una chica preciosa en el paseo marítimo que va de Nápoles a Mergellina, hace sol y tengo ante mí un día lleno de cosas por hacer. Sin embargo, falta algo. Sí, lo sé, me río, bromeo, charlo un montón, pero cuando paro y me vuelvo un instante hacia el otro lado descubro que siento una profunda insatisfacción. Tal vez sea por el hecho de que ahora soy yo el hombre de la casa y no me apetece serlo lo más mínimo. Me gustaría calmar a mi madre: «Ya está, mamá, puedes estar tranquila, he encontrado la solución…».

Pero no sé hacerlo, no me sale y, sobre todo, no la tengo.

El Escarabajo sigue circulando veloz por el paseo marítimo, ahora, curiosamente, incluso hay menos tráfico. Paula se ha puesto una gorra, María, en cambio, intenta sujetarse el pelo con las dos manos, pero todo el rato lo tiene delante de la cara. En un momento dado se vuelve hacia mí.

—¿Va tutto bene?

—Sí…, gracias.

—No, gracias a ti per tutto.

Llegamos a la multipropiedad de Nápoles. Nos damos una ducha y salimos en seguida. Picchio está delante del coche fumándose un cigarrillo, cuando nos ve lo lanza con un capirotazo hacia el mar.

—¡Venga, vamos, que el Vesubio nos espera!

De modo que nos subimos al coche y Picchio nos explica el recorrido.

—Esto es Spaccanapoli. Saldremos por los barrios españoles y subiremos hasta Forcella.

Picchio conduce de prisa, de vez en cuando saluda a alguien sacando la mano por la ventanilla y luego nos señala algo dando una explicación más o menos clara de una iglesia, un palacio antiguo o incluso de un plato especial.

—¿No notáis el aroma? Buñuelos con tomate, ¡después los probamos! —Luego Picchio se para en piazza San Gaetano—. Bueno, ¿veis a esa de ahí? Es Marianna. ¡Os hará una visita privada! Venga, id, que nos vemos luego.

—¡Ya estáis aquí, os estaba esperando! —Es rubia con los ojos azules, sonríe a María y Paula y se presentan. Es una chica muy guapa, pero más entrada en carnes que la Marianna francesa—. Seguidme.

—¿Adónde vamos?

—¿Cómo es posible?, ¿Picchio no os lo ha dicho? Vamos a bajar a la Nápoles subterránea…

Y dicho esto nos sumergimos a más de cuarenta metros bajo tierra, por una serie de pasajes con un ambiente cada vez más diferente, mágico, misterioso.

Gio, llegados a cierto punto, al ver una galería cada vez más estrecha, empieza a preocuparse.

—A ver si me voy a quedar atascado.

Me hace gracia.

—Ya te empujaré por el otro lado si hace falta.

Marianna habla un poco de italiano y un poco de español y nos lo explica todo a la perfección.

—Bueno, ¿oís esas voces? Es el muniacello, un duende que, según un dicho napolitano «a unos da y a otros quita». Pero no os preocupéis…, ya se va hacia su casa, a Marina del Cantone, en la torre di Montalto… Si lo veis y se os acerca, no se lo tenéis que decir a nadie, dejadle algo de comida y ya está… Y si quiere, os llevará hasta el tesoro…

Al oír esas palabras, a Gio se le despierta la curiosidad.

—Perdona, Marianna, pero ¿cómo lo reconoceremos?

—Es fácil, es un chiquillo deforme, bajito, lleva un sayo y hebillas plateadas en los zapatos… —Se vuelve y continúa explicando en español a María y a Paula las particularidades de las cisternas subterráneas.

Gio pone unos ojos como platos.

—Pues claro, ves a un munaciello de esos entrar en una habitación, a lo mejor mientras estás jodiendo, ¡y no veas lo contento que te pones!

Poco rato después estamos nuevamente en el coche con Picchio.

—¿Y bien?, ¿os ha gustado? ¿Vi è piaciuto?

Moltissimo, pero hacía freddo ahí… —María se frota los brazos con las manos intentando entrar en calor.

La abrazo porque veo que tiene la carne de gallina y está temblando, incluso tiene escalofríos. La estrecho con más fuerza.

Picchio nos mira por el retrovisor.

—¡Nada de acoplarse aquí, ¿eh?! Ahora pongo el aire caliente natural… —Regula el termostato y luego, mientras conduce, empieza a contarnos los problemas de Nápoles, la convivencia con la Camorra, el trabajo fácil que ofrece a los chicos jóvenes y lo difícil que es resistirse cuando no tienes un empleo, después para y aparca—. Os espero aquí. ¡Venga, que ahora entraréis en calor!

Cogemos unas bicicletas y recorremos toda la via Caracciolo. Es preciosa, con el Vesubio y castel dell’Ovo al fondo, y el sol del atardecer calienta de verdad.

—¡Desde aquí possiamo andare a Procida, Ischia, Capri!

—Sí…

María asiente, se encuentra mejor y pedalea divertida delante de nosotros, al lado de su amiga. ¿Quién sabe?, tal vez un día vayamos realmente a una de esas islas. Después regresamos hambrientos al coche.

—¿Tenéis hambre? Ahora os voy a llevar a un sitio fantástico, ya veréis. —Y Picchio conduce de nuevo como un loco adelantando a los coches que circulan por corso Umberto, después entra en una callejuela y luego en otra y otra más, y al final llega a via dei Tribunali, 94, al restaurante de Matteo—. Ya hemos llegado, entrad, ahora me reúno con vosotros. De todas maneras, he reservado…

—Buenas tardes, somos cinco, ha reservado ese chico de allí…

El pizzero mira hacia afuera por el cristal.

—¡Ah, sí, Picchio, os he guardado una mesa en el piso de arriba, en la esquina, es la mejor!

Subimos, nos sentamos y al cabo de nada llega Picchio.

—¡Oh, para mí este es el mejor sitio de Nápoles! ¡Se come una pizza fantástica! Hola, Nunzio, ya estamos aquí. —Llega un simpático camarero a nuestra mesa—. A ver, tráenos pizza frita y margarita, un buen calzone al horno y una marinera, ah, sí, y cinco cervezas.

—¡Claro, Picchio, en seguida sale, mientras os traeré una tortilla de macarrones con croquetas y bolitas de arroz con carne!

—Muy bien.

—¡Y después os dejaré probar una pizza blanca de rúcula, jamón y virutas de parmesano que ya veréis cómo les gusta a las ragazze!

—Pues claro, tráela.

Y, efectivamente, en esa pizzería se come de maravilla, y cuando nos traen la cuenta nos quedamos sin palabras.

—O sea, la pizza frita ¿sólo cuesta dos euros? La marinera, dos y medio, y la margarita, que es la más cara, tres y medio.

Gio me arranca el papel de la mano.

—Pues entonces en Pizza-Re y en las otras pizzerías de Roma, ¿han estado tomándonos el pelo hasta ahora?

Y de esa última consideración sólo nos recuperamos con un paseo por el barrio de Chiaia. Es un mundo aparte: chicas muy guapas, chicos con una manera muy rebuscada de vestir, de peinarse, hasta el último detalle: cinturón Hermès, zapatos Prada, gorra Gucci, bolsa Louis Vuitton. Todos mirando y haciéndose mirar, pero nosotros, en cambio, caminamos distraídos, con esa sensación única que sólo puedes tener cuando estás en otra ciudad.

Miro a Gio mientras se ríe con Paula, su compadre Picchio camina un poco por delante de nosotros, y María de vez en cuando, curiosa, se detiene en algún tenderete. La miro y me siento ligero y tengo una extraña sensación. Sólo estás así de bien cuando no tienes problemas, cuando no te preocupas por nada, cuando sin un verdadero motivo te sientes satisfecho y cuando no tienes nada que hacer después. Entonces aspiro profundamente y sonrío. En efecto, es un instante de felicidad. Pero en seguida me asalta un pensamiento, basta muy poco para que ese instante ya haya pasado. Ya no está, lo he perdido, y me pregunto cuándo volveré a encontrarlo.