La casa de Bato es especial.
Siempre nos lo pasamos bien porque es la más independiente de todas desde la época del instituto. Bato, Guido, Gio y yo siempre fuimos juntos al colegio y, con catorce o quince años, solíamos quedarnos a dormir en su casa. Para mis padres nunca fue un problema, tal vez porque al fin y al cabo via Maffeo Pantaleoni estaba bastante cerca de donde vivíamos antes y pensaban que en cualquier momento podrían venir a rescatarme. Otros, en cambio, quizá porque vivían lejos o quizá por algún otro motivo, no dejaban a sus hijos dormir fuera los sábados por la noche. Gio, Pietra y yo, en cambio, siempre nos quedábamos. «SáBato night», lo llamábamos. Era la leche. Nosotros, dentro de nuestras posibilidades, nos ocupábamos de los cigarrillos y de la bebida, cerveza, Coca-Cola, aunque también podía ser un buen blanco o un tinto, según la época, y, por su parte, él, Bato, se encargaba de la comida. Era un excelente cocinero, o por lo menos yo siempre comí realmente bien en su casa, y todavía hoy se come de fábula. Antigua cocina napolitana, con una preciosa sartén grande y dorada para los sofritos y las frituras, y además hace una pasta de cine, siempre al dente, corta o larga, espaguetis con ajo y aceite y de segundo salchichas, jabalí, y además pimientos, achicoria salteada, total, cada sábado ir a su casa era un festival. Después, como todos empezamos a salir con alguna chica, los sábados se volvieron más complicados, de modo que cambiamos la cita al domingo. Pero Gio tiene razón, ¡aunque una mujer entre en nuestra vida, la relación con los amigos no debe cambiar en absoluto! Lo mejor de la casa de Bato es que está en la misma planta que la de sus padres y las dos casas se comunican, pero si quieren, también son independientes. La casa de Bato es mucho más pequeña que la otra, al entrar hay un pasillo, casi inmediatamente después está la cocina, luego un baño, un pequeño estudio, y al final se llega a un salón bastante grande, lleno de sofás de terciopelo algo hundidos; cuadros antiguos casi todos relacionados con barcas napolitanas, espejos, y hasta hay una estatua de una venus donde generalmente colgamos los abrigos, Bato el primero. Esa sala da a la puerta, siempre rigurosamente cerrada con llave, que comunica con el piso de sus padres. Gio, Pietra y yo siempre hemos dormido un poco repartidos al azar, en los sofás de terciopelo del salón, en el pequeño estudio donde hay un sofá con una piel de oso encima, evidentemente de imitación, o en el dormitorio de Bato, donde hay una verdadera cama. Dependía de cuántos fumábamos en el salón y de las ganas que tuvieras de hablar y con quién; en resumen, durante la época del instituto dormíamos a menudo todos juntos y charlábamos hasta el amanecer. Después se fue perdiendo porque todos, entre la universidad y algún trabajillo suelto, cambiamos de horarios, de modo que sólo quedó el domingo para el póquer.
—¿Y bien? ¿Qué es ese aroma?
Bato, que lleva un delantal blanco con unas rositas pintadas, cruza el pasillo con un gran plato.
—¡Ah, marica, por fin!
Gio siempre es el mismo.
—He trabajado para vosotros.
—Pues menos mal…, ¡ya estamos todos en la mesa!
Guido lleva una servilleta metida en el suéter. Exagerado como siempre, se ha puesto directamente el mantel en su jersey de cuello de pico.
—¡Venga, que estamos a punto de morirnos!
—Ya, pues ahora os recuperaréis… Bueno, estoy preparando una pasta riquísima, pero de momento traigo… —Bato pone el plato en la mesa—. Mozzarella fresca de búfala traída directamente de Nápoles, un poco de requesón y crema de queso, ¿qué más queréis?
Nos abalanzamos en seguida sobre la mozzarella, cogemos dos o tres cada uno mientras que Gio se queda el último.
—¿Sólo me habéis dejado una?
—¡Pues aún gracias que haya quedado alguna!
Intenta robar una de mi plato, pero pongo el brazo encima para protegerlo.
—No…, oye, tío, que tienes que adelgazar.
—Ah, serás desagradecido, tú nunca tienes bastante, hoy incluso te has comido un jamón «ibérico» de importación, ¿no?
—¿Qué dices?, hemos estado trabajando…
—Ella, me imagino… Y ¿qué tal?
¡Cuando quiere es un poco guarro! Pero ni siquiera lo escucho, lo hace adrede, quiere distraerme para comerse mi mozzarella, igual que hacía en el instituto: durante el recreo, yo me compraba una pasta de hojaldre en el bar y Gio me distraía con algo que salía en el periódico, luego se abalanzaba con la boca abierta sobre mí mientras aún la tenía en la mano y le daba tal mordisco que sólo me quedaba un trocito de pasta. ¡Claro que se ha puesto así de gordo, gracias a mis pastas de hojaldre!
Me como la mozzarella, un poco de crema de queso y el requesón, está todo muy fresco. El padre de Bato es juez y se ve que toda esta comida fresca y recién hecha se la envía directamente un amigo suyo napolitano. En esta casa respetan el secreto de la mozzarella de búfala: nunca puede meterse en la nevera, hay que guardarla a temperatura ambiente y comerla inmediatamente después de sacarla de la leche, todo eso lo sé porque me lo dijo Bato.
Al poco rato llega de la cocina con un plato humeante.
—Venga, chicos, pasad los platos, que todavía está caliente, rigatoni a la amatriciana, ¿eh?, ¡y con la salsa de mamá! ¡Vamos allá!
Uno tras otro llenamos los platos, Gio cubre el suyo de parmesano y queso de oveja.
—Así se hace.
—Eso, llena los vasos con esto. —Y me pasa una botella de las que llevan paja alrededor—. Es un chianti joven…, ya verás cómo casa con la amatriciana.
Bato se ríe, bromea y nos llena los platos continuamente, está tan pendiente de nosotros que casi no come, disfruta haciendo que nos sintamos a gusto.
—Cuando acabéis, quitad los platos, debajo hay otro llano… —Y poco después regresa a la cocina—. Y ahora, salchichas, pimientos y patatas fritas.
—¡Riquísimas!
Nos lo zampamos todo en un momento, alguno sigue con el chianti, otro abre una cerveza.
—Bato, ve a buscar el postre, está en la nevera. A propósito… —Gio se dirige a mí—. ¿Te ha gustado la sorpresa?
—¿María? ¡Mucho!
—Pero bueno, y ¿qué me dices de las bombas de arroz, los emparedados, el iPad y todo lo demás?… Oye, cuatro a cero con el Inter, ¿eh?, no está mal… ¡Últimamente te va bien la cosa!
—Bueno, en fin…
Gio entiende a lo que me refiero.
—Pero ya verás, en cuanto se vayan las extranjeras, ella volverá, con la suerte que tienes…
Asiento, pero en realidad, aparte del cuatro a cero del Lazio de esta tarde, que la verdad es que se lo ha merecido porque el Inter ha jugado realmente mal, la suerte no la veo por ningún lado.
—Y hablando de eso, ¿me has traído el iPad?
—Lo he dejado al lado de la cazadora, en la entrada.
—Vale, recuérdamelo cuando nos vayamos…
Después del segundo nos comemos el excelente postre de cuchara de Antonini que ha traído Guido.
—Eh, chicos…, ¡son cinco euros por cabeza!
—Pero ¿te has vuelto loco? ¿Y todo lo que se ha gastado Bato?
—Tendríamos que hacer un fondo común como en el viaje de bachillerato…
—Sí, una caja comunitaria, la KK… A mí me parece que había alguien que sisaba, nunca he gastado tanto como en ese viaje. Cuando fui a Mikonos con mi novia al año siguiente, me gasté la mitad.
—No lo dudo, ¡te pasabas el día en la habitación! ¡Muy bien, Bato!
Y nos reímos y nos zampamos también el postre y un instante después no queda nada, luego empezamos a quitar la mesa con la música que ha puesto Guido.
—Eh, ¿os acordáis de esta? —Y pone «RockWrok» de los Ultravox, del LP Ha! Ha! Ha!
—Por supuesto, el CD «roquero»…, ¡lo pusimos durante todas las vacaciones!
—¡Cruzamos Grecia con esta música, ¿eh, tíos?!
Y bailamos mientras ponemos los platos en el fregadero y los cubiertos en el lavaplatos. Guido empieza a fregar alguno.
—¡Déjalo estar, mañana viene la chica!
—¡Te veo demasiado contento, a mí no me engañas, me parece que de vez en cuando te hace algún trabajillo extra…!
—¡Sí, de jodeamigos a jodecriadas!
Gio y Bato son divertidos, pero la verdad es que a veces son demasiado macarras. Guido le toma el pelo haciéndose pasar por un lord y usando la erre floja.
—Pelo, ¡pol favol…! Si os oyelan vuestlas novias, ¿qué pensalían?
Estoy de acuerdo con él.
—Sí, efectivamente, pasáis de ser unos bestias a parecer unos príncipes. De todos modos, es feo que un hombre se comporte de una manera completamente distinta si está su novia o no…
—Pero bueno, si es lo que ellas quieren, saben perfectamente cómo somos, pero quieren cambiarnos, y yo ya se lo digo, ¿quieres a otro? Pues entonces vete con el otro, ¿no?
Después extendemos el paño verde, cogemos la caja de las fichas y riendo y bromeando empezamos a jugar.
—Fichas.
—Cinco.
—Voy con diez…
—Lo veo… ¿Qué tienes?
—Tres ases.
—¡Y también mucha potra! Si sólo has cambiado tres cartas…
—Sí, iba para escalera…
—Vale, ¡pero no me lo creo! Venga, ponme un whisky, va…
Bato sonríe.
—No hay.
—¿Cómo que no hay? Pero eso no se hace, acaba de tirar tres ases, y ¿ni siquiera hay whisky para olvidar? ¡Vale, ya veo que todos estáis contra mí!
—Desgraciado en el juego, afortunado en amores…
—¡Pero si no follo desde hace meses! Deberíais perder vosotros, que folláis como locos y encima injustificadamente…
—Bueno, en realidad yo… —Intento en cierto modo recordarle a Guido mi situación con Alessia.
Pero Guido me mira y levanta una ceja.
—¡Sí, tío, ni lo intentes! ¡Fijaos en el pequeñín, se hace el abandonado, y con toda esta historia tienes una atracción sobre las mujeres que ni en Attak!
—¡Sí, pero no con nosotros!
—¡Así es como has podido ligarte a esa tía buena española y a su amiga!
—O sea, no me lo puedo creer. —Me vuelvo hacia Gio—: ¿Se lo has contado?
—Pero ¿qué quieres decir con «Se lo has contado»? —interviene Bato en seguida—. ¡Entre amigos no tiene que haber secretos, joder! ¡Nicco, me sorprendes!
Gio intenta justificarse.
—¡Nos vieron en Ponte, Nicco, todo el mundo lo sabía!
—Pero ¿el qué?
Guido asiente.
—Todo el mundo lo sabe, todo el mundo…, hasta Pepe te ha echado una mano para que te tiraras a la española…
Bato se levanta y dice mientras va hacia la cocina:
—Joder, es inevitable, ¿eh?…, por un chocho ocurren los milagros más increíbles…
—¡¡¡Giooo!!! ¿Hasta eso les has contado? ¿Lo de Pepe?
Gio sonríe.
—¡Era la mejor parte! Perdona, ¡pero ¿dónde vas a encontrar a alguien como Pepe, que trabaja para ti para que tú puedas trabajarte a una tía?!
—Pues vale, desde ahora por los cojones que no te voy a contar nada.
—¡Pero si nunca me cuentas una mierda!… ¡Ay, Nicco! ¡Pareces una de esas películas pesadas del siglo pasado donde todos follaban un montón y nadie contaba nunca nada! Venga ya, ¿no? Es la mejor parte y tú no quieres compartirla con un amigo. Yo soy muy amigo tuyo, lo sabes, ¿no?…
Gio se levanta, rodea la mesa y me abraza.
—Tenemos que querernos, Nicco, no pongas morros…
Y después se deja caer completamente sobre mí.
—Venga ya, Gio… Ay, me estás ahogando…
Entonces oímos un extraño crujido y al final un ruido seco. ¡Catacrac! Las cuatro patas de la silla ceden a la vez y Gio y yo acabamos en el suelo sobre el asiento, que se rompe en mil pedazos.
—¡Ay, ay! —Gio está tendido encima de mí, completamente esparramado, los trozos de la silla han quedado esparcidos alrededor.
Guido empieza a reír como un loco.
—¡Dios mío, Dios mío, me encuentro mal, Dios mío, no es posible! ¡Bato, Bato, ven!
—¡Ay, me duele! ¡Gio, me haces daño! ¡Levántate!
Bato viene al salón.
—¡Joder, no! ¡Las sillas de mi abuela Uendalina!
—Y ¿por qué se llamaba así tu abuela? ¿Uendalina? ¿Con «Ue»?
—Oye, ¿y qué cambia eso?
—No, lo he dicho por decir, nunca había oído el nombre de Uendalina.
Gio, desde encima de mí, se vuelve y los mira.
—¿Cambia algo?
—Sí, eso.
—¿Tal vez porque era europea, UE?
Ya no aguanto más, esta escena parece absurda, me coge la risa floja.
—Ay, ay… Dios mío, Gio, quítate, por favor, ¡empiezo a sentirme mal!
Gio también se ríe, y también Bato y Guido, igual que cuando íbamos al instituto.
—¡Dios mío, no puedo más!
—Basta, basta, por favor…
—¡Sí, me encuentro mal! —Gio, cuanto más intenta levantarse, más resbala con los trozos de la silla, y Bato y Guido se ríen como locos y yo también, si no fuera porque Gio cada vez se cae encima de mí.
—¡Ay, no, Gio, para, me estás espachurrando entero!
Y, naturalmente, con esas palabras todos se ríen todavía más.