29

—Hola, Carlo…

—¡Sí, ya, hola!

—¿Qué pasa?

—Hubo un tiempo en que me traías el café.

—Tienes razón, tengo que enmendarme. Es que ayer salí hasta tarde.

—Ya te veo… —Me sonríe—. Ah, bendita juventud.

Mi tío se va y me deja allí, entre los periódicos que acaban de llegar recién salidos de la imprenta. Mi tío es el hermano de mi padre, es más joven que él, y en muchos aspectos a menudo ha dependido de mi padre. Aun así, siempre consiguieron llevarse bien, y eso a veces no es fácil. Creo que, en general, los hombres siempre quieren ir por delante de los demás hombres, ocupar su lugar, lo mismo que sucede todavía en nuestro grupo, en el que entre Gio y Bato nunca se sabe quién toma las decisiones, en fin, siempre hay un jefe de grupo, y en el nuestro, en mi opinión, todavía no está decidido.

Cambio de sitio los ejemplares de Dove que acaban de traer y los de Cioè. Todo pesa más desde que han decidido que las revistas que incluyen regalos, suplementos o especiales venden más. De modo que la mayor parte van embolsadas, llenas de estupideces absurdas que al día siguiente pasan a ser simple e inútil basura.

—Buenos días, Niccolò, ¿cómo estás?

Es la señora Adele Bandini quien entra, con su sonrisa, con su elegancia y con su perfume. Así es, el perfume de las mujeres es importante, en mi opinión es su tarjeta de visita. Un perfume te desvela quiénes son, o sea, cómo son de verdad, qué pretenden, incluso qué carácter tienen, no sé si me explico. Si una mujer lleva un perfume dulce, para mí es de las que se conforman, si en cambio lleva uno especial o difícil, en fin, si es un perfume que al cabo de un rato te gustaría volver a oler, entonces diría que se trata de una mujer interesante, una mujer con inquietudes. Justo como me parece recordar que es el perfume de esta señora.

—¿Le doy lo de siempre?

—Sí, gracias.

Cojo Il Tempo, La Repubblica, el nuevo número de Dove, Ville & Casali y lo meto todo en una bolsa. Me acerco a la señora. Ahí está, es el mismo, no ha cambiado de perfume. Es ligero, es fresco, es una invitación a la mañana, es positivo, es esperanzador, es de rosas. Alessia también llevaba un perfume particular. Un perfume muy difícil. María, en cambio, no lleva perfume, huele a ella, a recién salida de la ducha, a desodorante o quizá a la crema que se ha puesto por todo el cuerpo, delicada y envolvente, suave y…

—¿En qué estás pensando? Veo que sonríes.

—Oh, en nada. —Le entrego la bolsa a la señora y le sonrío—. Estaba pensando en que anoche salí con mis amigos…

—¿Había también alguna chica?

Decido ser sincero.

—Sí, había dos.

La señora me da veinte euros.

—¿Y una de las dos era bonita?

—Sí, una chica preciosa. Tome la vuelta.

—Dame sólo cinco euros.

—Gracias, señora.

—Bien, me alegro de verte así, ¡seguro que te tocó esa!

—Sí… —Me echo a reír—. Creo que fui yo quien le tocó a ella.

—Muy bien, al final has entendido que somos las mujeres las que elegimos.

En su caso no hay nada que decir: a pesar de la edad, lleva el perfume perfecto, acertadísimo.

—¿Qué tal estás en la agencia?

—Bien, muy bien.

—¿Has notado algo raro allí dentro?

—No…, ¿a qué se refiere?

La señora Adele me sonríe.

—Ya sabes, la vida entre los compañeros siempre es muy extraña, mucho tiempo juntos, siempre en contacto… Allí hay muchas chicas, ¡y también el marido de mi hija!

—Ah, claro…

Si supiera que yo me he acostado con Pozzanghera, que es su sobrina, y que su yerno se ha acostado o ha intentado acostarse con Marina, la recién llegada, no pensaría que es una agencia inmobiliaria sino matrimonial, mejor dicho, para ser más exactos, una agencia de divorcios.

—Sí, sí, claro…

—Pero, claro, ¿qué? ¿Me lo dirías?

—Era lo que quería decir.

La señora Adele niega con la cabeza.

—Pero tienes razón, te estoy aburriendo con toda esta charla que no tiene nada que ver contigo, estás viviendo un momento dorado y se nota…

Y se va dejándome así, con parte de su vuelta en la mano y una sonrisa embobada. Sin embargo, inmediatamente después, encuentro natural pasar revista a mi vida. He perdido a mi padre, mi madre obviamente está destrozada, mi hermana mayor, Fabiola, quiere dejar a Vittorio, incluso quería que fuera yo quien se lo dijera a su marido anoche; mi hermana pequeña, en cambio, ha dejado a Pepe y se ha liado con Ernesto el Poeta, y en este caso también debía ser yo quien hablara con Pepe; por otro lado, a mí me ha dejado Alessia, ella naturalmente no me ha dicho por qué, y no veo que nadie vaya a explicármelo. Pero para la señora Bandini estoy viviendo un momento dorado. Y cuando esté en un momento negro, ¿qué me ocurrirá? Pongo los periódicos en su sitio, Il Tempo, el Corriere della Sera con los suplementos, Il Messaggero, Il Giornale. Echo hacia atrás Auto e Motori, junto a las otras revistas, pongo Porta Portese más a la vista, que acaba de salir, y sigo así durante toda la mañana, y poco a poco, moviendo periódicos y revistas, me relajo.

El trabajo manual permite que la mente se abandone, que no sigas haciéndote preguntas, planteándote todos esos interrogantes que al final ni siquiera tienen respuesta. Hay cosas que suceden y punto. En el funeral de mi padre, don Gianni hizo un discurso muy bonito en la iglesia. Quería hacerme ver que la desaparición de un padre es un paso natural de la vida y hacerme entender que estamos acostumbrados a vivir la muerte de manera negativa, pero que en realidad no debería ser así. Al menos me parece recordar que dijo todo eso. Yo sólo sé que ese día mi padre ya no estaba y no he encontrado ningún razonamiento que me ayude a aceptarlo.

Oigo unos pasos a mi espalda, ha entrado alguien y me gustaría que fuera Alessia, que me dijera: «Cariño, me he equivocado, perdóname, siento lo que he hecho». Y me gustaría que me abrazara con fuerza, me estrechara contra sí y yo no diría nada, no querría saber lo que ha ocurrido, el motivo, eso es, por una vez me gustaría ser adulto y quizá conseguiría decirle yo también «Te quiero». O podría ser María, y tampoco quiero saber cómo me ha encontrado, es ella y basta. Me abraza por detrás y me dice cosas en español, y yo me quedaría allí escuchándola hasta que acabara, abandonado en su abrazo, porque lo necesito, porque me siento solo, porque me gustaría ser amado y perderme en sus ojos, verdes, preciosos, pero que nunca podrán conocer a mi padre. Quien hoy entra en mi vida se encuentra con que le falta una pieza. Y tal vez no lo sabe, tal vez ni siquiera se dé cuenta. Pero si esa mujer me quiere de verdad, es imposible que no lo vea.

—¡Buenos días! —Me parece reconocer la voz y entonces me vuelvo. Es Ilaria, la señora De Luca, la que estaba a punto de contarme algo. Hoy la veo más tranquila, viste con ropa clara, un pantalón beis y una camisa blanca. Lleva el pelo recogido, tal vez más corto, en todo caso le realza el rostro, que parece más luminoso.

Me sonríe.

—¿Te molesto?

—No, buenos días, tengo que estar aquí.

Puede que no sea una respuesta muy amable, pero no puedo evitarlo, no se me ha ocurrido nada más. Me da miedo lo que va a decirme. Hay momentos en la vida en los que ocurren cosas inesperadas para las que no estás preparado, como en el banco con Alessia, por su cumpleaños. Rememoro aquella escena mil veces, es como si fuera una película, la he grabado y la rebobino mil veces porque es como si no acabara de entender esa frase. Y me gustaría repetir «Acción», cambiar la escena, alargar el diálogo final.

—Espera, Alessia, adónde vas, párate. ¿Qué ocurre? ¿Por qué lloras? —Y por fin decirlo—: Estoy enamorado de ti, perdóname, nunca he sido capaz de decírtelo pero te lo digo ahora, y me gustaría secar tus lágrimas con mis besos, me gustaría retener tu sonrisa para siempre porque todo es triste sin ella y me gustaría regalarte mi corazón porque, sin ti, no me sirve de nada…

Pero esa escena ya no puede hacerse, la vida es una película con un solo «Acción». Y yo no he estado preparado, al igual que ahora con esta señora.

—Niccolò, quisiera hablar contigo.

Ya está, lo sabía, yo ahora debería decirle «No, mira, no tenemos nada que decirnos», o «Prefiero no saber nada» o simplemente «Mejor no».

Y, sin embargo, me quedo en silencio.

—Ya sé lo que estarás pensando…

—No, yo no pienso nada.

Mira a su alrededor para asegurarse de que no haya nadie, de que no entre nadie. Después junta las manos y me mira. Es hermosa. Es elegante. Pero ¿por qué no coge un periódico y se va? Uno cualquiera, el que quiera, se lo regalaría, ni siquiera se lo dejaría pagar, pondría yo el dinero. Nada. Me mira fijamente. Permanece en silencio, un buen rato, demasiado largo. Juega con las manos. Yo, en cambio, sigo poniendo los periódicos en su sitio como si ella no estuviera. En realidad ya había terminado, pero vuelvo a colocar los mismos con tal de perder tiempo y no mirarla. Al final se decide.

—Bueno. Tú piensas que tuve una historia con tu padre, ¿no es así?

—No lo sé, ya te lo he dicho, no pienso nada.

Me sonríe como para quitarme la incomodidad.

—Sí, eso es lo que dices, pero no puede ser. De todos modos, no es como tú crees. Tu padre se portó muy bien conmigo en un momento difícil de mi vida. Siempre venía aquí por la mañana a comprar el periódico, lo mismo que hago ahora, contigo…, sólo que aquella mañana me eché a llorar. Entonces salí en seguida… pero él se dio cuenta.

Sigo poniendo los periódicos en orden. Ahora he cogido un paquete de abajo y lo he abierto. Mi tío se enfadará, eran devoluciones. Le diré que me he equivocado. Espera que yo la mire, no sé qué más hacer, de modo que levanto la vista y ella me sonríe, después prosigue.

—Y tu padre vino detrás de mí, en el sentido de que me ayudó, salió del quiosco y sacó un pañuelo y me lo dio. Tu padre era muy amable.

Sí. Lo era, pero ¿por qué me cuenta todo esto? Qué raro, él nunca llevaba pañuelos encima.

Ilaria sigue contando.

—Y me hizo reír porque me dijo: «Es usted afortunada, nunca llevo pañuelos, pero estoy resfriado». Y yo me reí un poco y un poco seguía llorando, entonces él sacó otro pañuelo. Y todavía me acuerdo, me dijo: «Ya está, venga, que se me van a acabar». No cogí más. Y él me dijo que estaba bromeando, que tenía otro paquete, y me hizo reír de nuevo. Al final me calmé y él me hizo sentar aquí, sobre estas revistas.

Señala la pila de Porta Portese, siempre es la más alta, cuando baja un poco Gio también se sienta en ella.

—¡Buenos días! —Entra Luigi, el de la gasolinera.

—Hola, Luigi, ¿qué te doy?

—Necesito Auto e Motori, habrá salido ya.

—Sí…, espera. —Lo busco encima del mostrador. Veo que Luigi observa a la señora y mueve la cabeza como si siguiera un ritmo, como si asintiera, como si supiera algo. Y por fin encuentro la revista, Luigi la coge y paga.

—Hasta luego. —Y se va.

De modo que volvemos a quedarnos solos en el silencio de ese quiosco que parece como suspendido, como secuestrado por ese relato.

—Después me dio el último pañuelo.

La señora Ilaria retoma el hilo con la misma tranquilidad, con el mismo tono que usan mamá y la abuela cuando le cuentan algo a Francesco, el hijo de Fabiola. Eso es, mamá lo hace porque es como si quisiera darle seguridad o sosiego, y lo mismo hace la señora De Luca conmigo.

—Después me dio un vaso de agua y yo bebí y dejé de llorar del todo.

Debajo de la caja tenemos una pequeña nevera transparente con agua, una cerveza y un chinotto, un refresco de naranja amarga. La puso mi tío. Él siempre se encarga de esas cosas. Papá bebía agua, él cerveza y yo, por lo general, el chinotto. Miro el agua. La botella de agua, desde entonces, todavía está cerrada.

—Lo más bello de tu padre son las manos.

Me gusta que haya dicho «son» en vez de «eran». Me siento detrás del mostrador de los periódicos, en el taburete alto. Al final tenía que acabar así, que yo escuchara esa historia antes o después, y aunque parezca extraño ahora estoy más tranquilo. Papá, ¿estuviste con esta mujer?

—Su manera de mover las manos, de abrir la botella, de coger el vaso de papel, de verter el agua. Las manos de tu padre eran firmes y daban seguridad.

Es una mujer hermosa, te entiendo, pero ¿por qué me lo cuenta ahora? ¿Qué le digo a mamá? Nada. No puedo decir nada.

—Y lo más bonito es que ese día no tenía prisa como todo el mundo. Después de haberme dado agua quiso escuchar mi historia. Ahora no te aburriré a ti también con todo lo que me ha pasado, pero la operación de mi hija fue bien, ahora Simona está bien. Y si ocurrió así es gracias a tu padre… Toma… —Abre una bolsa, la pone encima del mostrador y saca un sobre—. Son los cinco mil euros que tu padre me prestó, he venido a devolverlos y a dar las gracias. Aunque lamento no poder decírselo a él.

Y empieza a llorar en silencio y yo me quedo allí, avergonzado, y a mí también me gustaría echarme a llorar, liberarme de todo este dolor que llevo dentro, y una vez más no sé qué decir. Pero luego, al final, me sale algo.

—Venga, Ilaria, ánimo, no te pongas así…

Y estoy de suerte, porque en el cajón del dinero encuentro una caja de pañuelos de papel, de modo que la cojo y se la paso. Ella deja de llorar un instante y empieza a reírse.

—Eso es, sí, haces como tu padre, qué bueno era… Lo echo de menos, ¿sabes? Necesito decírtelo, lo echo mucho de menos. Me habría gustado darle las gracias porque me ayudó así, por las buenas, sin decir nada, una mañana me dio este sobre y me permitió no perder la oportunidad que tenía en el hospital. Tu padre era todo un caballero, una persona especial. Me dijo: «Ya me lo devolverá cuando pueda», ¡pero no llegué a tiempo! —Y se echa a llorar otra vez, sollozando, todavía más fuerte que antes.

—¡Ya estoy aquí! —Gio entra con su perfecto don de la oportunidad—. ¡Tachán! ¡Mira qué traigo aquí! Cruasanes y capuchino, ¡para brindar por la cita! Ah, ¡yo le clavé el arpón!

En ese momento se percata de la presencia de la señora De Luca en un rincón, que ahora está llorando a mares.

—Oh. Perdone, señora… No la había visto. —Después me mira, agita las manos como queriendo disculparse y prosigue—: Es que ayer fui a pescar, eh…, sí, en fin, tuvimos suerte… Pulpos, cogimos pulpos.

La señora De Luca hace un gesto con la mano para que lo deje, está bien, no importa. Gio entonces se queda en silencio, sin saber muy bien qué decir o qué hacer.

Ilaria coge otro pañuelo y se suena la nariz.

—Perdonadme, perdonad, es que no tengo el día. —Después me mira y me sonríe—. Gracias otra vez, Niccolò. —Y se va de prisa del quiosco.

Gio se queda mirándola mientras se aleja.

—Oye, pero ¿qué les das a las mujeres? No se te puede dejar solo ni un segundo…, ¡las emocionas, las haces reír, las haces llorar, y ahora hasta a las maduritas, ¿eh?!

Después pone la bolsa con los cruasanes en el mostrador y ve el sobre lleno de dinero.

—Pero bueno, ¿qué pasa?, ¿es que te dedicas a hacer de gigoló? ¡Joder, vas fuerte! ¡Hay un montón de dinero!

—Tonto, déjalo estar.

Se lo quito de las manos y me lo meto en el bolsillo.

—¡Debe de haber más de dos mil euros!

—Cinco mil. Pero era un préstamo que ha devuelto.

—Ah. —Gio pone una cara como diciendo «Bueno, no lo entiendo, pero da igual»—. En cualquier caso, ¡aquí hay cruasanes del Ungaria, que están de fábula! Y el capuchino como a ti te gusta, con el azúcar aparte.

Entonces abro la bolsa y cojo un trozo de cruasán, todavía está caliente y fragante. Gio me sirve el capuchino en el vaso de papel.

—Bromas aparte… ¿Todo bien con esa señora?

—Sí, sí, gracias, todo bien.

—¿Te pongo azúcar?

—Sólo medio sobre.

Gio abre el sobre y echa un poco en el capuchino, después me lo pasa disolviéndolo en el vaso, moviéndolo en círculos.

—Toma, aquí lo tienes…

Lo cojo y me lo bebo, no está demasiado dulce ni demasiado caliente, perfecto. Continuamos desayunando en esta hermosa mañana de domingo con el sol todavía templado, poco tráfico y aire fresco. Algunas señoras mayores pasan de vez en cuando por la acera de enfrente, seguramente se dirigen a misa.

—¿Y qué? No me has dicho nada.

—¿De qué?

Me guiña el ojo.

—¿Bien?

—Bien, ¿el qué?

—¿Cómo fue?

Me como otro pedazo de cruasán.

—¿Sabes esto? —Se lo enseño mordido por la mitad, luego lo meto en el vaso, lo mojo con el capuchino y me lo llevo a la boca—. ¡Pues así, mejor dicho, más!

—La Virgen, qué pesado eres, nunca cuentas nada.

—¿Qué quieres?, ¿saber los detalles?

—Pues sí, qué tiene de malo. Yo cuando la desnudé…

Deja el vaso sobre las revistas.

—¡Cuidado, que no se te caiga!

—Sí, sí, qué pelmazo. —Pone las manos abiertas hacia el vacío—. ¡Tiene dos tetas así!

Justo en ese momento entra el portero de los Stellari.

—Hola, Niccolò, me das el Corriere dello Sport… —Después mira a Gio—: Puedes seguir, ¿eh?, no te preocupes, que tengo buena memoria, de algo me acuerdo…

—Pues claro. Pero estábamos hablando de cosas privadas, sí, en fin, que tienen que ver con su novia… —Me señala—. ¿Eh?, ¿no lo ves?, eso no se hace.

El cliente se encoge de hombros, paga el periódico y sale.

—Pero ¿tú eres idiota? ¡Por qué siempre me metes a mí de por medio!

—¡De acuerdo, pero, total, tú has cortado!

—¡Y ¿qué tiene que ver?! Lo tuyo no es normal, ¿eh?…

Seguimos charlando y Gio, aposentado sobre los Porta Portese, saca unos sándwiches americanos.

—Pero, oye, ¿te vas a comer eso a esta hora?

—¡¿Qué pasa?, a mí me gusta lo salado!

—¡Ya veo, pero por la mañana podrías tomar algo más ligero!

—Pero si a mí me gustan estos.

—¡Vale, desisto, no se puede contigo! —Y seguimos riéndonos y bromeando.

—Oye, ¿y Klose cuándo se reincorpora?

—¡Cuando esté mejor!

—Sí, muy bueno. —Gio me señala—. ¡Esta es tu técnica! Hablar sin decir nada, no dar pistas al contrincante. Pero ¿de quién lo has aprendido? ¿De Lotito?

—De momento vais cuatro puntos por atrás.

—¡Nunca digas cuatro si no lo tienes en el saco!

—Pues ya me dirás de dónde sale ese proverbio…

—¡El proverbio en realidad dice «gato», no «cuatro»!

—Anda ya…

—Que sí, «gato», el dicho nació en una especie de guerra del pasado. Si hasta lo he leído en Wikiquote.

—¡Así pues, no usas el ordenador sólo para descargarte cosas, sino también para informarte de esas gilipolleces!

—¡Es cultura!

Entra una mujer muy guapa de unos cuarenta años con un niño de unos seis.

—Buenos días, ¿qué vas a querer, Davide?

—Quería las cartas Yu-Gi-Oh.

—Ah, sí, ¿las tenéis?

—Sí, aquí están, son los dos últimos sobres, Davide, precisamente los he estado guardando para ti.

El niño los coge sonriente, contento por esa inocente mentira.

—¡Gracias! —Luego recapacita y le pregunta a su madre—: Mamá, ¿puedo?

La madre sonríe.

—Claro, claro… —Y sabiendo perfectamente lo que valen, me da el dinero exacto para pagar las cartas.

—Gracias.

Están a punto de salir cuando a Gio se le ocurre una idea.

—Ah, oiga, señora, sólo por curiosidad. ¿Usted conoce el proverbio «No digas cuatro si no lo tienes en el saco»?

La señora primero me mira a mí, tal vez para ver si me río, pero yo me quedo impasible, mejor dicho, muy profesionalmente pongo en su sitio el dinero como si ni siquiera le hubiera hecho caso, después vuelve a mirar a Gio, pero él también está serio, es más, espera su respuesta con curiosidad, de modo que ella, al notar que no le estamos tomando el pelo, contesta:

—Bueno, creo que es una frase que dijo, ¿cómo se llama?, ese entrenador tan simpático que se fue a Alemania…

—¿Trap?

—¡Sí, Trapattoni!

—¿Lo ves?, y tú decías que no, hasta ella lo sabe, ¿verdad, señora? ¿De modo que no se decía «No digas gato si no lo tienes en el saco»?

—No, no lo sé, ahora me confundís. No sé, creo que era «No digas cuatro».

A continuación coge al niño de la mano y sale rápidamente del quiosco.

—Mamá, pero ¿qué quiere decir «No digas cuatro y luego lo metes en el saco»? ¿Es como cuando jugamos al bingo?

Pero no nos da tiempo a oír la respuesta porque ya se han alejado.

—¿Qué pasa?, ¿eres idiota? ¡No ves que así me espantas a la clientela! Esta vive aquí en via Stelluti, es la mujer de un famoso ortopedista…

—¡Qué bien, así, si nos rompe una pierna nos la puede arreglar él mismo!

—¡Venga ya! ¡Se ha dado cuenta de que le estábamos tomando el pelo!

—Qué va, se lo ha pasado bien, confía en mí, hoy en día la gente se aburre. Todo el mundo se aburre. ¿No has visto lo de moda que se ha puesto Mezcladitos?

—Ya, ¿y qué?

—Que la gente nunca tiene nada que decir, no hay temas ni preguntas divertidas, ¡como esa de Trap! Y entonces incluso las mujeres como ella se aburren y juegan a Mezcladitos, es más, la próxima vez que venga hasta se lo voy a preguntar: «Perdone, ¿usted juega a Mezcladitos?». ¡Estoy seguro de que sí! Y ¿sabes por qué Mezcladitos ha conquistado sobre todo a las mujeres? Porque están más hartas que los hombres, mejor dicho, precisamente están hasta la coronilla de sus hombres… —Luego se vuelve hacia mí y me ve callado, con la otra mitad del cruasán en la mano, completamente paralizado—. ¿Qué pasa? ¿Qué te ocurre? ¿Nicco?

—Alessia siempre jugaba a Mezcladitos.

—Ah.

Y él también se queda así, con la otra mitad del sándwich americano todavía en la mano.

—Vale, pero ¿eso qué tiene que ver?, yo lo decía por decir, y además es normal, al principio Mezcladitos engancha un poco a todo el mundo, hasta al cabo de un tiempo no empiezas a cansarte…

—Alessia jugaba desde el principio, desde que salió, y nunca dejó de jugar.

—¡Joder!

Justo en ese momento entra una señora mayor que, al oír a Gio, se queda un instante sorprendida, como si no lo hubiera entendido bien, y a continuación pide su revista:

—¿Tenéis Famiglia Cristiana?

—¡No! —Lo decimos a la vez, después le hinco el diente al cruasán y él al sándwich americano mientras la señora sale negando con la cabeza.

—¡Joder!

Lo repetimos a la vez y nos echamos a reír.

—¡Gio, tienes la capacidad de quitarle siempre dramatismo a todo!

—Sí…

—Bueno, sí, pero el tema de Mezcladitos y Alessia es penoso.

—Sí.

—¿Cómo que sí?

—¿Qué quieres?, ¿que te diga que no?

Y seguimos hablando de esa situación absurda, de ese juego con letras que te hace volver tonto. Alessia a veces se ponía en el sofá y jugaba todo el rato, ya no me hablaba, incluso toda una tarde de domingo. Pero eso no se lo digo a Gio. También por el hecho de que está muy ocupado contando algo de nuestras extranjeras.

—No, no lo entiendes, subí a su habitación, en el hotel, me dejaron pasar sin problema… ¡Y oye, al cabo de un rato, abajo pensaban que había un terremoto!

—¡Me lo creo, con lo que pesas!

—¡Ya, bueno!

—Te habrás puesto a bailar…

—¡Pues sí, bailé zumba! —Y hace dos pasos bastante dudosos mientras, naturalmente, entra otra señora. Pero esta vez sí le vendo Famiglia Cristiana.

Nos pasamos toda la mañana riendo y bromeando, y de vez en cuando Gio se divierte haciendo alguna pregunta a los clientes que entran. Se parece un poco a esa película en blanco y negro, Clerks, que vi en Sky hace tiempo y me gustó muchísimo. Nosotros también tenemos al cachondo de turno que viene el domingo a mediodía, finge interesarse un poco por todo y al final se lanza sobre las películas porno. Gio, obviamente, no lo deja escapar. El señor tiene en la mano Paola Non Stop.

—Eh, esta no está mal, ya la he visto, pero si quieres que te diga la verdad, la que está realmente bien es Labbra vogliose, es superfuerte, en serio, para mí el director, Joe d’Amato, es el mejor.

—Gracias…

Ha pasado en seguida a tutearlo, a pesar de que el señor tiene por lo menos más de sesenta años, vive al final de via Stefano Jacini y los domingos por la tarde siempre da un paseo con su mujer, que parece una santa, la última persona que vería una peli porno. Y, entonces, ¿qué hace con todas las cintas que coge cada domingo?

Antes de que el señor salga, Gio lo detiene.

—Perdona, ¿me la dejas un segundo?

Se la pasa y Gio observa el DVD con atención.

—Jolín, catorce con noventa, yo se lo puedo descargar por ocho euros, con una calidad excelente, el próximo domingo aquí a esta hora, ¿de acuerdo?

El señor asiente, después sale sonriendo, no sabe cómo tomarse esa extraña oferta.

—Pero, oye, ¿me estás robando los clientes?

—¡En absoluto, te abro un nuevo mercado, vamos a medias, él se ahorra seis y nosotros ganamos cuatro euros!

—¡Tú estás completamente loco!

—¡Vale, tienes razón, te daré cinco!

—¡No es por eso! ¿Qué le voy a decir a mi tío?

—¡Oye, que él también sale ganando, y más de lo que sacáis de los distribuidores!

—Ah, claro, y ya que estás, ¿por qué no te pones a vender también un poco de hierba?

—¿Con el porno? ¡Eh, no, mejor lo regalo, que es ilegal! Pero bueno, ¿sabes que no has dicho ninguna tontería? Nos convertiremos en una nueva cadena mundial y dinero a paladas, ya tengo el nombre…

—Oigamos cuál es…

—¡El quiosco del vicio! ¡Cuando tu tío vea lo que sacamos el primer mes seguro que está de acuerdo!

—Claro, lo único que siento es que hoy no vendrá a sustituirme porque es mi turno, ¡si no podríais hablar en seguida!

—¡Lo sé! Lo tenía apuntado y te he preparado una sorpresa, mira…

Me asomo desde el quiosco y la veo llegar.

María.

—Pero bueno, ¿tú eres idiota?

—¿Por qué? Está feliz de verte, te hace compañía y, en mi opinión, ¡con ella aquí todavía venderás más!

Gio la saluda y se aleja mientras ella entra divertida. Está preciosa y sonriente, sin una gota de maquillaje.

Ciao, ¿no estás felice di verme? ¡Tu amico Gio me dio las indicazioni!

Me enseña una hoja de Google Maps impresa con instrucciones precisas del camino a seguir, el metro que hay que coger, el autobús, un círculo con un montón de signos de exclamación en piazza Jacini donde dice «Casa de periódicos». Reconozco perfectamente la letra de Gio. La misma que pone en todos los DVD.

—¡Y también mi ha detto que te diera questo! —Me pasa una bolsa de Euclide, que no está muy lejos—. ¡Fui y lo compré in una grande tienda vicino de aquí!

Abro la bolsa. Hay dos bandejas perfectamente tapadas con papel de aluminio y unos sobrecitos de papel, y también una nota. La abro.

«Querido Nicco: ¡Después no digas que no pienso en ti! ¿Qué más se puede pedir? ¡Un sueño como María, que incluso te trae algo de comer! ¡Y todo pagado! ¡Soy todo un señor! Pues, bueno, te he hecho el programa del día: trabajas hasta cuando quieras con tu ayudante (¡no dejes que las señoras del barrio te pillen mientras intentas hacer alguna acrobacia erótica sobre los periódicos, que además están frescos de las rotativas y sería cómico leer las noticias en el culo de María, aunque un pequeño e inocente saqueo impreso como ese haría “subir” las ventas del periódico, y no sólo esas!). Después, a las ocho y media he cogido entradas para Paula y para María (no te preocupes, ¡eso también está pagado!). Irán a ver Butterfly al Teatro de la Ópera, esperemos que entiendan algo. Se emocionarán y después de la ópera estarán coladitas. Nosotros, en cambio, jugaremos a póquer en casa de Bato, última mano a las once y media (todos están de acuerdo), porque después tenemos un compromiso… ¡Y qué compromiso! P. D. Una mujer nunca tiene que estropear las costumbres con los amigos, ¡da igual el país o lo guapa que sea! Tenemos que tenerlo siempre presente y, en caso de que se me olvide…, ¡escúpeme en un ojo! Ja, ja, ja, oh, no, huy, perdona. No debería haberlo dicho. O sea, ¡¡¡perdona si lo llamo error!!!».

Y de este modo María y yo nos tomamos una cervecita y nos la bebemos tranquilamente mientras abrimos la «cesta» que Gio nos ha preparado. Bolas de arroz, calzone, sándwiches de pollo y de salmón y también uno de huevo y tomate.

—¡Questo es porque ieri me preguntó qué mi piace! ¡Es troppo guay! ¿Por qué su nome es Gio? ¿Es sólo porque es come un gioiello? ¿Una joya? —Y se ríe mientras me lo pregunta, luego se lleva la mano hacia adelante tapándose la boca mientras come.

María es deliciosa. De vez en cuando coge un pedazo de su bola de arroz y me la deja probar, como si yo no lo supiera de memoria.

Mi piace el nombre «bolas de arroz». Pero ¿por qué se llaman «bolas de arroz»?

—¡Plasta! Nosotros lo decimos así. Plasta… Cuando alguien pregunta siempre lo mismo, al igual que tú ahora…

—Oh… Yo no soy «plasta». —Y me da un empujón—. Tonto, ¿no? ¿Es como tonto?

—Sí, credo que sí.

Y seguimos empujándonos, riendo, y de vez en cuando ella me da un beso y otro empujón y un beso un poco más largo, luego entra una señora.

—Perdonad.

—Sí, buenos días.

—¿Tenéis Sorrisi e Canzoni?

—¡Por supuesto, señora! —Se la señalo a María y ella con una sonrisa se la pasa con amabilidad.

La señora la mira complacida, después ella también sonríe y sale recordando algún despreocupado momento de su pasado o simplemente que todavía tiene que comprar la repostería. Y María se pasa toda la tarde echándome una mano, pasando periódicos y revistas a los clientes que vienen, con su divertido acento.

—¿Il Tempo y el Corriere? Per supuesto… —Y coge dos periódicos.

—No, María, los altri, a la destra.

Entonces coge el Corriere y me mira indecisa.

—Sí, es questo. —Y hasta la dejo sola para ir a tomarme un café. Cuando vuelvo me da una nota.

—Es per te, es una sorpresa.

Me quedo boquiabierto, la abro, es de Gio.

«No sé si a tu modo ya has marcado gol, pero están a punto de empezar los partidos y si por casualidad le has dado “al poste”, al menos puedes ver a tu Lazio. ¡Un amigo que por amistad incluso se salta el veto impuesto por la “Mágica”!».

María saca un iPad de la bolsa.

—¡Questo es per te! De tuo amico. ¡Es el iPad de Gio, y aquí están las explicaciones!

Y entonces sigo las instrucciones, voy a Sky y consigo ver el partido Lazio-Inter sin cables. María, en un momento dado, para complacerme, se desespera.

—¡Nooo! —Pero ¿qué hace? ¿Por un disparo malo de Milito?

—¡Pero, María! ¿Qué estás faccendo? ¡Mi equipo es l’altro! ¡Tú debi animar, como chicas de los pompones, per Lazio, Lazio, Lazio!

Y entonces grita conmigo, al final ha entendido cuál es la camiseta a la que hay que espolear, y seguimos el partido abrazándonos y besándonos porque cualquier pretexto es bueno y todavía más cuando marcan gol. Y acaba con un bonito cuatro a cero para el Lazio.

—¡Oye, tú tienes que estar sempre con me cuando Lazio juega, eres una gran mascota!

No tenía duda de que alguien como María pudiera ser afortunada, pero ganar cuatro a cero al Inter significa que Gio está en lo cierto: ¡esta chica trae suerte!