Vuelvo a mirar el mensaje, lo examino. «Te espero en piazzale Aurelio, 7…». Pero ahí hay un restaurante, el Arco Antico, que además es muy elegante. Tal vez mi hermana se haya equivocado. Miro el reloj. Ya son las ocho y cuarto, he quedado con Gio que nos veríamos debajo de su casa a las nueve para ir a recoger a María y a Paula. Me espero un rato allí delante, veo pasar un Panda, después un Golf, pero nadie se para. Mis hermanas siempre consiguen complicarme la vida. Llega una pareja que me mira, me aparto y entran en el restaurante cerrando las puertas a su espalda. Me asalta una duda: ¿y si ya hubiera llegado? Decido entrar para asegurarme.
—Buenas noches, estoy buscando a una persona.
—¿Ha reservado?
—No lo sé, no creo… Albini.
El camarero abre una agenda y busca.
—Por aquí, por favor…
O sea, no me lo puedo creer, mi hermana incluso quiere que cenemos juntos.
Ah, sí, claro, cómo no, Fabiola se cree que sólo existe ella, que todos estamos a su disposición, que sólo ella tiene problemas, pero… me quedo sin palabras.
—Aquí está su mesa, por favor…
—Hola, Niccolò.
Vittorio, el marido de mi hermana, me sonríe. Está sentado a la mesa y acaba de beber de su copa de vino blanco. La deja, se seca la boca y me señala la silla delante de él.
—Por favor, por favor, siéntate…
Me siento frente a él. La mesa está puesta para dos, y de ella no hay ni rastro.
—¿Y Fabiola? ¿Vendrá?
Me sonríe de nuevo.
—No, no, ha dicho que era mejor que nos apañáramos los hombres entre nosotros.
—Ah…, claro.
Justo en ese momento noto que vibra mi móvil. Lo saco del bolsillo del pantalón.
—Disculpa.
—Por favor…
Me ha llegado un mensaje. Es ella, mi hermana Fabiola.
«Nicco, perdona, pero ya no puedo más. Le he dicho que tenías problemas, pero cuéntaselo todo, dile que vuelvo a estar con Claudio».
Borro el mensaje y cierro en seguida el móvil. Trago saliva. Vittorio se da cuenta.
—¿Va todo bien?
—Sí, sí, todo bien. ¿Puedo tomar un poco de vino?
—Por supuesto… —Coge la botella y me mira intentando saber lo que ocurre—. ¿Va todo bien? ¿En serio? ¿Estás seguro?
—Sí, sí, claro. —En cuanto acaba de servirme el vino en la copa, la cojo y me lo tomo de un trago.
—Oye, ¿estás con el estómago vacío? ¡A ver si te vas a emborrachar, ¿eh?!
—No.
—¿Seguro?
—Claro…
—Ah, ya, es verdad, vosotros los jóvenes aguantáis bien el alcohol…
La verdad es que yo, con una copa, ya estoy borracho, pero tampoco es el caso de decírselo, junto con todo lo demás, naturalmente.
—Pues pedimos algo…
—Sí, bueno…
No sé cómo decirle que en realidad debería estar ya cenando en otro sitio.
—Yo quiero algo ligero…
—Ah, claro…
No sé qué quiere decir. Abre la carta y la mira con curiosidad, de vez en cuando levanta la vista para observarme.
—¿Has decidido lo que vas a pedir?
—Sí, jamón…
—¿Sólo eso?
—Sí…, no me encuentro muy bien.
—Ah. —Está ligeramente decepcionado—. Está bien, pues yo también tomaré algo ligero. —Llama al camarero, que en seguida acude a la mesa.
—¿Sí? Dígame.
—Bien, para el señor, jamón… ¿Cuál quieres?
—Oh, el más sabroso que tengan.
El camarero me sonríe contento de poder presumir de servir esa rareza.
—Tenemos un excelente ibérico.
—Vale, me parece muy bien.
—¿Y para usted?
—Yo quiero… —Echa una última ojeada a la carta—. Pasta con hongos y después un osobuco.
—Perfecto.
—Ah, ¿antes puede traerme una mozzarella de búfala? ¿Es fresca?
—Fresquísima, ¿quiere un poco de jamón para acompañar?
—Sí, gracias, de Parma.
—De acuerdo…
Vittorio se coloca la servilleta, se la extiende sobre las piernas. Menos mal que iba a pedir algo ligero. Después hace una mueca, levanta los ojos y me mira, se queda durante un rato en silencio, ligeramente incómodo. O es un excelente actor o efectivamente le cuesta decirlo.
—¿Y bien, Nicco?, ¿qué sucede?
—¿Eh?
—¿Qué sucede?
Me lo quedo mirando. ¿Que qué sucede? ¡Sucede que estás metido en un buen lío, que mi hermana es una auténtica cabrona y que tú te casaste con ella! Y también sucede que tenéis un hijo y, aunque no os deis cuenta, él sufrirá con todo esto, pobre Francesco, lo siento más por él que por nadie. Pero, naturalmente, no consigo decir nada de todo eso. De modo que permanezco un instante en silencio. Y Vittorio me mira con una expresión adulta, con la sonrisa apacible de quien es capaz de comprenderlo todo. Tengo ganas de ver lo que dice ahora. Tal vez será mejor que sea yo quien diga algo, tal vez pueda hacérselo entender de alguna manera.
—Bueno…
—No. —Pone una mano delante y cierra los ojos, como haciéndome callar—. No digas nada. —Después vuelve a abrirlos y me mira de una manera todavía más intensa—. Ya lo sé todo.
—¿Lo sabes todo?
—Sí…
Exhalo un suspiro de alivio, menos mal, no creo que hubiera podido decírselo nunca.
Vittorio continúa.
—Ya he pasado por eso…
¿Cómo que ya ha pasado por eso? ¿Si Fabiola nunca me ha dicho nada? O sea, ¿ya había ocurrido? Y ¿con Claudio o con otro? Mi hermana está loca. ¡Mis dos hermanas están locas! Luego Vittorio prosigue:
—Yo también perdí a mi padre y en esos momentos fue terrible, en los meses siguientes no sabía quién era, no hablaba, no tenía ganas de salir, no comía… —Me sonríe—. Igual que tú esta noche.
—Eh…, sí. —No consigo decir otra cosa y permanezco allí, en silencio, escuchándolo.
—Tienes que saber que mi padre lo era todo para mí, era mi punto de referencia, la persona a quien imitar, a quien parecerme…, a quien superar, sí, porque para mí era un desafío, era alguien con quien yo de pequeño no hablé nunca mucho, no conseguí abrirme con él, pero después, con el tiempo, se estableció una relación de…, tampoco estima, no sé cómo decirlo… Sí, de consideración. —Me mira satisfecho, como si no hubiera resultado fácil encontrar esa palabra—. Algo parecido a lo que te ha ocurrido a ti…
—La verdad es que…
Pero no me deja hablar, prosigue inmediatamente.
—Sí, porque mi padre era difícil, se encerraba en sí mismo, e incluso cuando hablábamos yo me daba cuenta de que él en realidad no me escuchaba. Al contrario, a veces hablaba al mismo tiempo que yo, o mientras yo hablaba él guardaba silencio pero, cuando debería haberme contestado, hablaba de otra cosa, o sea, que no me había escuchado en absoluto. Y, sin embargo, precisamente el deseo de despertar su interés se convirtió en la razón del profundo amor que todavía siento hacia él. Y no creo que…
¡No me lo puedo creer! O sea, no me hace ningún caso. ¡Yo quería decir otra cosa! ¡Yo no me parezco en nada a ese retrato! Mi padre me escuchaba. Mi padre se reía conmigo, mi padre me ayudaba, me aconsejaba, tal vez también se reía de mí, pero lo hacía con amor, me tomaba el pelo, pero era su manera de suavizar mi carácter, para hacerme mejor.
Como cuando me enfadaba y me iba del partido de fútbol sala en el patio y entonces él me contaba esta historia: «Eres como el marido que para disgustar a su esposa se corta el pajarito…». ¡Me pareció algo absurdo, pero era un buen ejemplo! Y me hizo reír un montón cuando después se lo conté a Gio y él me dijo:
—¡Es verdad, ha citado la historia de los Bobbitt del 93! ¡Es vieja, pero después ha habido otras! Durante un tiempo fue una verdadera moda en América, parece que las infidelidades incluso disminuyeron.
—Pero ¿qué tiene que ver?, no lo has entendido, es el marido el que se corta el pene para contrariar a su mujer.
—¡No, eso es imposible! Nadie haría una gilipollez así…
Para Gio lo justo era que todo quedara encuadrado de la mejor manera, y fue precisamente eso lo que me hizo entender lo indicada que era la fórmula de mi padre. Y todavía hoy, cuando renuncio a algo bonito por culpa de mi estúpido carácter, me viene a la cabeza. Sí, pienso en aquella frase y sonrío, y entonces acabo cambiando de idea. Y pienso que mi padre era muy guay porque, al fin y al cabo, con una frase tan tonta me ha evitado hacer un montón de idioteces.
Han traído mi jamón ibérico y su mozzarella de búfala con jamón. Es enorme. Vittorio la corta, se mete un trozo grandísimo en la boca y mientras parte de la leche le resbala por la comisura empieza a hablar otra vez.
—¿Te haces una idea de cómo era mi padre? En el fondo era un hombre sencillo, un trabajador sin sentido del humor, pero tal vez lo encontraba en la vida. Como era un poco el tuyo, por otra parte… —Se seca con la servilleta y a continuación se mete una loncha de jamón en la boca y sigue hablando mientras mastica—: Tu padre me caía bien. Recuerdo que, cuando Fabiola y yo estábamos a punto de casarnos, nuestros padres discutieron. Era natural. Mi padre no quería regalarnos el piso, y los gastos de la boda eran muy elevados…, y luego…
Habla de cosas que, sinceramente, desconozco y me dan absolutamente igual, y me imagino a mi padre en aquellas discusiones, no sé si le importaban mucho, él odiaba hacer cálculos y el dinero siempre fue un medio, no un fin, y por tanto carecía de todo interés.
—Al final llegaron a un acuerdo, pero yo dije que no, que no era justo, y discutí con tu padre…
¡Encima! ¡Menudo palo! Menuda pesadez, toda la preparación de la boda, la lista de invitados y otras mil decisiones… Y mi padre teniendo que escuchar a Vittorio y a su padre, que ya se ve que son idénticos, que hablan a la vez, que no escuchan, que no tienen curiosidad ni nada.
—Entonces encontramos la solución más adecuada, porque al fin y al cabo siempre es así, la solución está en el término medio —y dice esas frases tan banales mientras ataca la pasta con hongos.
Miro el reloj, es tarde. Desde debajo de la servilleta mando un mensaje a Gio.
«Retrasado».
Poco después llega su respuesta: «Yo también». Es una pasada, siempre me pone de buen humor. Y luego, afortunadamente, llega el segundo. Y en cuanto Vittorio por fin se come el último trozo de osobuco, yo miro el reloj.
—Disculpa…, pero tengo que salir pitando. ¿Sabes?, Valeria va a volver, y no quiero que no haya nadie, y además mi madre…
—Sí, sí, claro. —Se seca la boca, se sirve un poco más de vino—. No te preocupes, ve, ve, yo me encargo de todo.
¡Esto ya es demasiado, sólo faltaría que pagáramos a medias después de todo lo que se ha comido! Pero me encanta cachondearme de él.
—Vale, gracias…
Y luego me alejo.
Pero Vittorio me detiene.
—Ah, oye.
—¿Sí?
—¿Qué tengo que decirle a Fabiola cuando me pregunte? ¿Sabes?, para ella era muy importante que cenáramos juntos.
—Dile que… a veces es difícil hablar. Ella lo entenderá.
—Claro. —Y asiente contento, como si esa fuera justamente la frase que esperaba.
Poco después estoy en el coche, conduzco de prisa intentando recuperar el tiempo perdido cuando me llega un mensaje. Puede que sea Gio, que quiere tener noticias. Sin embargo, es Fabiola, con una increíble tempestividad.
«¿Y bien?, ¿cómo ha ido? ¿Se lo has dicho?».
Contesto sin titubear:
«¡Claro!».
El tiempo de escribir y en seguida llega otro mensaje.
«Y ¿cómo se lo ha tomado?».
«Muy bien. Ha dicho que ya había pasado por ello».
Bueno, no siempre tendré que apechugar yo, ¿no?