25

—¡Déjame aquí mismo! —Hago parar a Gio en la callejuela al lado de mi casa—. Si no después tendrás que dar toda la vuelta.

—Vale. ¿Nos vemos más tarde? Para esta noche también lo tengo todo preparado, las acompaño al hotel y después nosotros quedamos dentro de dos horas. Hay un sitio fantástico para llevarlas a cenar.

María y Paula se miran con curiosidad.

—Está tutto bene… ¡Stiamos organizando la serata! Hasta luego.

Gio arranca de nuevo derrapando, doy unos pasos, giro por via Bologna y llego al portal de mi casa. Abro la verja, subo los escalones del jardín, pero cuando abro la puerta no me da tiempo a cerrarla.

—Por fin, ¿dónde diantres estabas? ¡Hace una hora que te busco!

Valeria se me echa encima como una furia, me da un susto, pero me lo esperaba.

—Fíjate, es increíble, ¿sabes?, ¡cuando se te necesita no estás nunca! Y no sólo eso, sino que de alguna manera nos la has jugado… Ven, ven conmigo.

Pasamos por la puerta del sótano y llegamos al patio. Un Cinquecento azul celeste está parado delante de nuestro garaje. Hasta ahora no me doy cuenta de que tiene todos los cristales laterales hechos añicos, tanto los de delante como los de atrás, los dos retrovisores están rotos, el limpiaparabrisas doblado, y en el capó hay una raya que da toda la vuelta al coche subiendo y bajando.

—Bueno, un accidente muy particular…

—Ah, encima te haces el gracioso… Es el coche de Ernesto, ¡estábamos charlando tranquilamente debajo de casa cuando ha venido Pepe y lo ha dejado así! Casi no nos ha dado tiempo de arrancar y salir pitando. Hemos rodeado el edificio y hemos entrado por el patio trasero. ¿Tú te crees que tenemos que aceptar esta violencia?

Llega Ernesto.

—¿Eh? O sea, ¿a ti te parece justo?…

Después se dirige a Valeria:

—Bueno, por la calle no hay nadie.

—Pues claro, se habrá escondido.

Los miro a los dos.

—Perdonad, pero ¿qué puedo hacer yo?

—¿Cómo que qué puedes hacer? ¡Ludo, una amiga mía, me ha dicho que anoche estabas en Ponte y Pepe le robó el bolso a una de esas extranjeras que Gio y tú lleváis de paseo! ¿Cómo que qué puedes hacer? Si eres tan amigo suyo, ve a hablar con él, ¿no? Ahora eres tú el hombre de la casa.

Dejando a un lado que no soporto esa frase, ¿cómo es posible que se hayan enterado? No tengo palabras. Roma es peor que uno de esos pueblecitos en los que siempre se sabe todo de todo el mundo… Entonces tal vez Alessia también sepa…, bueno, podría ser lo único positivo de todo esto.

—¿Y bien?, ¿en qué estás pensando? ¡O sea, no es que haya mucho que decidir! ¡Llama a Pepe!

—No tengo su número…

—Aquí lo tienes.

Me pasa su móvil con el número ya en pantalla. No hay manera, joder, me gustaría ocuparme de mi vida y, en cambio, tengo que ocuparme de los demás, sobre todo de la lianta de mi hermana, qué palo. Hago la llamada y ni dos señales después ya contesta.

—Te has salido con la tuya, ¿eh? ¿Sabes el tiempo que llevo buscándote? ¿Por qué haces eso, cariño?

—Ejem, bueno, no, Pepe, soy Nicco.

—¿Quién?

—Nicco, el hermano de Valeria, ayer me ayudaste con el bolso.

—Pásamela…

—No, bueno, es que quería decirte que no vale la pena.

Viene Ernesto e intenta apuntarme algo.

—Dile que ya he llamado a la policía y a los carabinieri, que no puede hacer lo que le salga de los cojones, que pare de hacer el gilipollas…

Me vuelvo hacia el otro lado. No hay nada peor que la gente que te habla mientras estás al teléfono, mejor dicho, todavía es peor que te den consejos.

—Bueno, Pepe, he visto el coche, déjalo estar, si no empeorarás las cosas, ya conoces a Valeria, es muy obstinada y esto se va a convertir en una cuestión de principios, ¿entiendes?…

—Ya me dijiste eso de los principios. Me importa dos cojones, pásamela.

Ernesto continúa:

—Nadie le tiene miedo ni a él ni a los que son como él, he leído a Saviano, también lo he visto en el inspector Fazio, y estoy de acuerdo con él, díselo, ya basta, tiene que cambiar de sistema…

Me vuelvo hacia el otro lado.

—En este momento está llorando, me parece… Sí, total, que debe pasar esta época y después quizá un día…

—Pásamela…

Me encuentro otra vez a Ernesto delante.

—Él va con esa táctica del miedo, pero ¿quién tiene miedo de él? Se cree que el coche me importa mucho, ¿eh? Mira… —Ernesto da una patada a la portezuela—. ¡Díselo! Pues no, me importa un carajo. ¡Díselo!

Valeria también se acerca.

—Sí, díselo. Es una cuestión de principios, no es él quien decide, ¿estamos? Es el principio de la libertad, mi libertad, ¡díselo!

Pepe insiste:

—Pásamela.

—No tenemos miedo, díselo.

—Que se aguante, ¡díselo!

Pepe se está enfadando cada vez más.

—Te he dicho que me la pases, será mejor que me la pases.

—Está bien, ya basta. Creo que no puedo hacer nada por vosotros…

Y entonces dejo el móvil sobre el techo del Cinquecento y me voy. Valeria y Ernesto se quedan mirándome atónitos mientras por el teléfono se oye salir la voz de Pepe, continua, constante, siempre con el mismo tono, como si fuera un disco rayado:

—Pásamela. Te he dicho que me la pases.

Y yo subo a casa, abro la puerta y la cierro a mi espalda. Oh, por fin un poco de silencio. Voy a la cocina, dejo correr el agua del grifo. Me apoyo en el fregadero y miro por la ventana. Quiero ver cómo Valeria sale de este lío, ¡pero yo no quiero estar en medio! Ya me ha costado la camisa que me regaló Alessia. Y ¿dónde estará ahora? ¿Qué estará haciendo? ¿Estará riendo? ¿Estará paseando? No, está caminando por el centro con una amiga. Ya sé, está en una tienda, probándose una falda. No, un pantalón. Se mira al espejo, abre la cortina del probador y hace una mueca. No está convencida. La de veces que la acompañé a comprar cosas que había visto en las revistas o en la tele, o que le había visto puesto a alguien por la calle, o en Ponte, pero seguro que no a una amiga suya. Ella siempre quería tener la exclusiva. Noto el agua en los dedos, está bastante fresca. Cojo un vaso de encima del fregadero y lo lleno bajo el grifo. Ni siquiera me ha escrito un mensaje, y casi ha pasado un mes. Antes no había día que no nos llamáramos al menos tres o cuatro veces. Aunque sólo fuera para saludarnos, charlar un momento, reírnos, preguntar por el otro: «¿Dónde estás?», «Estoy estudiando», «No te he preguntado qué estás haciendo…, te he preguntado dónde estás», «Estudio…», y se reía, «¡en la universidad!». «Me gustaría estar ahí contigo y hacer el amor…», «Pero ¿enfrente de Filosofía y Letras o enfrente de Derecho?». Siempre me hacía reír, me gustaba de todas las maneras, hasta cuando lloraba. Tal vez porque no lloraba a menudo. Es más, sólo lloró dos veces, cuando perdí a mi padre y cuando la perdí a ella. Qué extraña es la vida. Ella me dejó sin decir nada, sólo… «Lo siento». Y ¿yo qué hice? Me quedé callado, mejor dicho, no, algo sí he hecho, me he acostado con Pozzanghera y he besado a una preciosa extranjera. No he hecho más que liarla, y, sin embargo, yo sólo querría estar aún con ella.

Entonces oigo un extraño ruido, casi imperceptible, continuo, como un lento chisporroteo, como si hubiera algo friéndose. Cruzo la última puerta del pasillo, veo la puerta de la habitación de mis padres abierta y a ella allí, sentada a los pies de la cama.

—Mamá.

Pero lo digo en voz baja, casi para mí, y sigo mirándola, en silencio. Está sentada en la cama y tiene un cajón a un lado, álbumes de fotos y fotografías esparcidas a su alrededor, por la alfombra y en la mesita de al lado. Ese ruido es ella, está llorando. El crepitar de esas fotos que sigue mirando y de vez en cuando se aprieta contra el pecho. En esas fotos está su vida. Sus primeros viajes, Ámsterdam, Holanda, Europa, cuando mis hermanas y yo todavía no existíamos. Después aparecimos nosotros y una foto tras otra vamos creciendo y ellos siempre están ahí, junto a nosotros, papá con sus sonrisas y mamá siempre posando perfectamente. Cuando las miras, las fotografías parecen superadas, como si ya pertenecieran al pasado, es un poco como escuchar el contestador automático. Todo parece viejo, en cualquier caso notas tu voz desafinada, ni siquiera crees que seas tú, como a veces cuando me miro al espejo del lavabo, o en el ascensor, hay algo que siempre me sorprende, que no me esperaba, algo en lo que no me reconozco y que ahora tampoco sabría definir. Como cuando Alessia empezó a salir conmigo, sí, o sea, cuando nos besamos. Recuerdo que volví a casa y no cabía en mí, entré en el ascensor, me encontré frente al espejo y empecé a gritar como un loco: «¡Qué pasada, joder! ¡Soy un tío guay!», moviendo los puños como si hubiera marcado un gol. Sí, aquella vez me gusté un montón. Aquella vez.

De repente oigo que sorbe por la nariz, entonces abandono mis pensamientos. Tiene un pañuelo en la mano y mientras se seca las lágrimas vuelve a poner en una caja las fotos de una vida, de su vida, de nuestra vida. Las coloca en orden mientras llora y me parece más pequeña, al igual que su desesperación me parece inmensa.

Es como si alguien te hubiera engañado, pero ni siquiera tienes la posibilidad de perdonarlo. Te sientes como si te hubieran quitado un pedazo de ti, algo que formaba parte de tu cuerpo ya no está, te lo han arrancado, cortado. Mi padre, su marido, el padre de mis hermanas, mi amigo. Sí, también era mi amigo. Y empiezo a llorar yo también y me siento tan estúpido, aquí, en la puerta de la habitación de mi madre, con ella llorando un poco más allá, solos en nuestro dolor. En cambio, debería ir hasta allí, cogerle la mano, besarla en la palma, llevármela a la cara, dejarla así, cerrar los ojos, compartir con ella mi dolor, sabiendo que el suyo debe de ser mucho más grande, si no por otra cosa por todo el tiempo que pasaron juntos, por lo mucho que se quisieron, por el hecho de haber tenido hijos. Luego, de repente, un pensamiento, una fotografía, una dramática verdad: con Alessia yo nunca tendré nada de todo eso. Y me siento mezquino por pensarlo, me siento un ladrón, peor todavía, un chacal, uno de esos que, aprovechándose de las catástrofes, hacen lo que les interesa, no miran a nadie a la cara y roban entre los muertos.

Tendría que ir hasta mi madre y decirle algo, pero no me sale. Entonces, de puntillas, me alejo, vuelvo a mi habitación y cierro la puerta. Hoy mamá no ha ido a trabajar, se ha quedado en casa llorando. Este momento, del cual tal vez ella nunca sepa nada, ya ha entrado con prepotencia en mis recuerdos y se quedará para siempre, y me gustaría haber sido mejor para que no hubiera ido de esta manera.

Me lo quito todo, calcetines, calzoncillos, y me meto en la ducha. Sí, debería haber sido mejor, y sigo repitiéndomelo mientras lloro bajo el agua caliente y mis lágrimas se confunden con todo lo demás, igual que mi vida en este momento. Me quedo un buen rato, me relajo, y estúpidamente pienso en todo lo que podría haber hecho, en una de las tantas frases que podría haberle dicho a mi madre, incluso simplemente «Te quiero», y, en cambio, no he hecho nada de nada. Después cierro el grifo, me pongo el albornoz y me doy cuenta de que me ha llegado un mensaje al móvil. Me quedo un rato mirándolo, en ese baño lleno de vapor con el espejo completamente empañado, con la capucha del albornoz en la cabeza como un púgil o un rapero americano. A propósito, ¿qué ha sido de Eminem? De vez en cuando, mi cerebro me abandona y se preocupa por tonterías cuando resulta que mi vida es un enorme lío. Las extranjeras no pueden ser, porque no nos hemos dado el número. Gio. Sí, pero ¿qué tiene que decirme? Ya nos lo hemos dicho todo… Podría ser uno de mis amigos. ¿Valeria? No, me parece que hasta ha apagado el teléfono. ¡Pozzanghera! No, no creo. Tiene suficiente dignidad como para actuar como un felpudo… ¿Y si fuera ella? Ella. Ella, con la que no hablo desde…, bueno…, es inútil que esté calculando todo el rato. No me queda más que abrir el mensaje en vez de seguir haciéndome preguntas imposibles.

«Te espero en piazzale Aurelio, 7, a las ocho y media. Urgente. Problemas. Fabiola».

¡Pues claro, Fabiola! Sí, ya, ¿cómo no se me ha ocurrido pensar que podía ser ella?