Le compro una gorra de marinero porque la verdad es que hace mucho calor y me quedo una para mí también. Después cojo el iPhone, lo alejo un poco mientras la abrazo y saco una foto. Quedo con los ojos cerrados.
—Aspetta, sólo un momento. Otra, per favore, ¡estaba dormendo!
Ella se ríe y me abraza de nuevo. Alejo el móvil para sacar otra foto y en ese momento se acerca un tío, una especie de albanés, un chico alto, delgado, de aspecto deportivo.
—¿Queréis que os la haga yo?
Estoy a punto de decirle «Claro»… Luego pienso que sólo le costaría un segundo desaparecer con mi iPhone y tendría que empezar una carrera en medio de la gente, y estoy seguro de que al final llegaría el último, después de mi propio iPhone.
—No, gracias, ya lo hacemos nosotros…
Veo que quiere decir algo más.
—Nos divierte más así.
El tío se aleja. María me da su bolso.
—¿Puedes prendere questo un segundo? Quiero fare algo…
Me coge la gorra de la cabeza y no comprendo lo que quiere hacer con ella. Ah, ya sé, ha visto una fuente, quiere mojarlas porque efectivamente hace todavía más calor que antes. Moja las dos gorras, después las estruja para quitar el exceso de agua y mientras regresa hacia mí se pone la suya. Pequeñas gotitas le resbalan por los bordes de la gorra, sobre la mejilla, después por la barbilla, con el dorso de la mano aparta esa gota que estaba a punto de caerse sola.
—Per favore, póntela, hace caldo.
Me la pasa y me la pongo en la cabeza.
—Ah…, mucho meglio.
Sí, en efecto, se está mejor así. Después coge del bolso una botella de plástico en la que casi no queda agua.
—Vado a llenarla.
—¿Sabes cómo se llaman estos? Los nasoni. El nombre de la fontanella es «nasone», como naso pero più grande.
Me toco la nariz por si no lo hubiera entendido.
—¡De acuerdo! Voy a prendere un poco de acqua del «nasone»…
Y después regresa conmigo, caminando como si desfilara, lo hace aposta, creo, y lleva la botella sobre la palma de la mano izquierda y con la derecha la muestra, parece un anuncio, o mejor un sueño, en vista de que también se oye una música que la acompaña. She, de Elvis Costello. Me vuelvo loco, pierdo la cabeza. Ella mueve las caderas al ritmo de la música. «She may be the face I can’t forget, a trace of pleasure I regret». Y yo la miro como extasiado… Es realmente bonita.
Después, de repente, coge la botella y se pone a correr como una loca hacia mí.
—¡Es il mio teléfono!
Ah, sí, era su móvil. Lo coge del interior del bolso que le estaba sujetando.
—¡Oh, no! ¡Paula!
—¿Qué?
Justo en ese momento un coche toca el claxon a lo loco.
—¡Qué pasa! —Es Gio.
Ha descapotado el coche, lleva unas Ray-Ban enormes, una camisa anaranjada brillante y todo el pelo engominado hacia atrás. Lleva dos muñequeras blancas como si fuera un tenista de los años setenta, lo cual evidentemente él nunca ha sido, y por si no fuera suficiente lleva un collar de acero al cuello, uno de esos que les ponen a los mastines napolitanos para retenerlos antes de lanzarlos contra su adversario en las peleas clandestinas. Total, si había un modo de hacerse notar era precisamente este, y pensar que está comprometido, mejor dicho, tres veces comprometido. Paula está a su lado, con unas gafas mucho más sobrias y una cadenita de oro que casi no se ve.
—¿Qué, Nicco?, ¿qué queréis hacer? ¡Venga, venid con nosotros!
Miro a María, que hace señas de que sí, corremos hacia el coche, saltamos detrás un poco a lo Starsky & Hutch, y todavía no hemos tocado los asientos cuando Gio sale flechado a toda velocidad por las callejuelas del centro, mientras las ruedas rechinan en los adoquines tostados por el sol.
—¿Has visto cómo tira este Tigra, eh? ¡Escucha, escucha las ruedas en las curvas, escucha cuando corro! —Y diciendo esto gira a la derecha a toda velocidad, de manera que Paula acaba prácticamente sobre él con la cara hacia adelante, entre sus piernas.
—¡Eh, no tan veloce, nena! ¡Hay tempo per tutto!
Paula niega con la cabeza y ríe mientras Gio coge el Lungotevere a toda velocidad.
—Bueno… —Se vuelve hacia mí y me palmea la rodilla con la mano—. ¡Ya lo tengo todo organizado!
—¡Sí, pero mira hacia adelante!
—Esta fiera está clavada al suelo, es de miedo. Toco el freno y se queda clavada como si estuviera aparcada. ¿Quieres verlo?
Gio no espera respuesta y clava los frenos de verdad. María y yo acabamos contra los asientos y después en el suelo. Ellos dos, en cambio, se quedan atrapados delante por los cinturones de seguridad, que por suerte llevan.
—¿Has visto qué pasada?
Algunos coches pitan, otros nos adelantan. Nos miran y niegan con la cabeza.
—Pero ¿tú eres idiota? ¿Y si se nos hubiera echado alguien encima?
Gio mastica el chicle con maneras seguras, hasta cierra los ojos.
—¡He mirado, he mirado!
Paula se ríe, divertida, María un poco menos, se masajea la rodilla y vuelve a sentarse en el asiento. Después se abrocha el cinturón.
—¿Jugáis a autos de choque con coches di verità aquí in Roma? ¡Es divertente, pero avisadme la próxima volta!
Y el Tigra continúa corriendo por el Lungotevere, dribla algunos coches y después enfila hacia corso Francia, hasta embocar la curva hacia la izquierda.
—¡Espera, espera, para debajo de la oficina de B&B, tengo que coger una cosa!
—Vale. Ah, a propósito… —Gira el retrovisor hasta que me encuentra, sólo veo sus ojos.
—¿Te ha escrito?
—¿Quién?
—Pozzanghera, ¿quién, si no? —Después me mira con más atención—. Ah, no, perdona, tienes razón, no se me había ocurrido, no, perdona, en serio, no quería… ¿Sabes cuando no lo piensas?
—Sí, sí, ya sé, Gio…
—No, ya sé que te quedaste hecho polvo, pero es que de verdad que no lo pensaba.
—No te preocupes…
—No, es que…
—¡Ya basta!
Paula se vuelve y me mira con curiosidad, María también está sorprendida por mi tono, nunca lo había oído.
—¿Todo bene?
Y justo en ese momento noto vibrar el móvil. No me lo creo, no puede ser. Lo saco del bolsillo. Gio se da cuenta de que tengo el teléfono en la mano.
—Me acaba de escribir.
—Pero ¿quién?, ¿Ale?
—No, Pozzanghera.
—Venga ya, y ¿qué te ha dicho?
—Oh, no mucho, sólo: «¡Eres un cabrón!».
—Típico.
Bajo del coche y al poco rato estoy de regreso.
—Ya está, vámonos.
Gio arranca más despacio.
—¿Qué has ido a buscar?
—Condones…
Me mira desconcertado.
—¿En serio? Pues entonces es que lo ves claro… O sea, ¿ya ha pasado algo? No, digo… —Mira a María—. Qué potra, la tuya está superbuena, o sea, la mía es mona, pero la tuya quita el hipo, en serio.
—Gio… ¡Era una broma!
—Ah… Vale, muy bien.
Ahora Gio conduce más tranquilo. Se mete por la Braccianese, vamos hacia el lago. Grandes plátanos inclinados por años de viento bordean la carretera, nos protegen como sombrillas del sol que se filtra a ratos.
Reclino la cabeza hacia atrás y cierro los ojos, después cojo las Ray-Ban 4076 del bolsillo de mi chaqueta. Me las regaló mi padre por mi cumpleaños, sabía lo mucho que las deseaba. Fue el último regalo que me hizo. Será para siempre su último regalo, aunque acabe la carrera, tenga un hijo, aunque ganara las Olimpiadas… Me las pongo justo a tiempo de esconder esa lágrima que resbala hacia un lado, que se pierde en el viento. Y me quedo con los ojos cerrados mientras empieza una canción, Marmellata # 25. Gio ha puesto el CD de Cremonini. Piensa que puede tener algún efecto sobre las mujeres.
Ci sono le tue scarpe ancora qua, ma tu te ne sei già andata… Todavía están tus zapatos aquí, pero tú ya te has ido…
Y, efectivamente, algo sucede. María me coge de la mano, me la aprieta con fuerza y se apoya, lentamente, sobre mi pecho. Siento su pelo bailar con el viento, ligero, me roza, se enreda, rebelde, casi abofeteándome, pero no me molesta. Al contrario. Y que tenga ganas de cogerme de la mano, me gusta mucho. Aparta mi brazo de manera que pueda abrazarla y vuelve a agacharse, envuelta en mi cazadora, con la cabeza sobre mi hombro, y yo la respiro.
Ogni volta in cui ti penso mangio chili di marmellata…, quella che mi nascondevi tu… ¡l’ho trovata! Cada vez que pienso en ti como kilos de mermelada…, la que tú me escondías…, ¡la he encontrado!
Lo que es seguro es que las dos españolas no entienden estas palabras, pero son ciertas, son perfectas para este momento. Ahora sólo me gustaría reírme. Sí, necesito reír a gusto, como me hacía reír mi padre.