El sol está alto en el cielo. Roberto, el portero del hotel, me ha dicho que todavía no ha salido, eso espero. Me he tomado sólo un café sentado a una pequeña mesa del bar de enfrente. Miro pasar a la gente, por la mañana la pequeña via Rasella cercana al hotel está llena de extranjeros, es un ir y venir de todos los países del mundo: chinos, franceses, alemanes, españoles. Oigo sus lenguas tan distintas y muchos ríen, tal vez porque están de vacaciones, en este sábado italiano, donde lo peor parece haber pasado. De todos modos no hay nada que hacer, cuando estás de vacaciones te sientes más ligero, es como si los problemas en cierto modo se hubieran quedado encolados en nuestro país de origen. En una nueva tierra no tienen cabida nuestras viejas preocupaciones.
Algunos chinos se agrupan en torno a una mujer de su raza que parece más severa. Lleva una bandera roja que mantiene en alto, a la vista, y dice algunas cosas en su idioma. Algunos chinos también se ríen esta vez, a lo mejor esa mujer es divertida o es Roma lo que los pone de buen humor. Un poco más allá, una pareja sudamericana camina cogida de la mano, se detienen delante de una tienda, ella le indica algo, él asiente, después sonríen y se dan un beso, pero un beso de esos que no molesta a nadie, ligero. Están de acuerdo en lo que han visto, pero no compran nada y siguen caminando cogidos de la mano. Hay crisis para todos, quizá también para ellos, excepto en el amor. Pero de eso yo no puedo hablar mucho.
Alessia no me ha llamado. Miro el móvil, nada, ni una llamada, ni un mensaje, ni un icono, ni una llamada desde un número privado que podría haberme dejado con la duda, la incertidumbre de si había sido ella que quizá, escondiendo el número, quería ver si tenía el teléfono encendido, u oír mi voz sólo un instante y quedarse allí escuchándome antes de que yo, después de dos inútiles «Diga… diga…», a los que puede que hubiera añadido «¿Eres tú?», o tal vez de manera más directa y segura «¿Alessia?», colgara. Entonces ella habría sonreído, luego habría cerrado el teléfono igualmente, pero esta vez con una gran sensación de seguridad: habría quedado claro que para mí no hay nadie más excepto ella, Alessia. Pero ella eso ya lo sabe, lo sabe tan bien que ni siquiera quiere darme la satisfacción de llamar con el número a la vista. Pongo el móvil en la mesa del bar e intento no pensar más en ello, y cuando levanto los ojos la veo salir. Está allí, iluminada por el sol, su pelo castaño oscuro brilla en la luz de la mañana, debe de habérselo lavado porque se ve suave, ligero, se mueve consigo mientras mira a su alrededor, indecisa sobre adónde ir. Lleva una camiseta de rayas horizontales de todos los colores, como si fuera un arco iris, como ese helado que me gusta tanto en verano, que empieza con fresa y termina con menta, y cualquiera que sea el último trozo que te comas te quedas satisfecho y sigues teniendo ese sabor a fresco. En la parte de abajo lleva un pantalón azul claro que se le ciñe un poco en la cintura y le marca las curvas, su magnífico trasero, y va bajando recto hasta cubrir sus zapatos planos de esparto con tela azul por encima. Lleva unas grandes gafas de sol marrones puestas sobre la cabeza, como si fuera una diadema. Resplandece bajo el sol de su sencilla belleza, sin una gota de maquillaje, con sus ojos verdes y esas pecas ligeras. Lleva un bolso de color crudo en bandolera y una Lonely en la mano derecha, y sigue mirando alrededor cuando de repente me ve.
La saludo desde lejos. Ella me sonríe, mete la guía en el bolso y viene decidida hacia mí.
—Ciao.
Según cómo me dan ganas de volverme, ya no estoy tan seguro de que se dirija a mí, pienso que es todo una broma, que en realidad hay otro detrás de mí. Y, sin embargo, ella es real y habla precisamente conmigo.
—¡Ciao, María! ¿Has desayunado? Aquí hay unos incredibili cornetti, molto buenos.
—¿Cornetti?
—Sí. Guarda. —La cojo de la mano, la llevo al interior del bar y se los señalo.
—Ah, sí. Los llamamos cruasanes, noi magiamos a menudo…
—Eso, muy bien. Va bene. ¿Tú vuoles uno?
Dice que sí con la cabeza. Y así nos sentamos fuera, al sol.
—¿Dove è tu amiga Paula?
—¡Ha salido a dare una vuelta! Di mattina se despierta presto y lo aprovecha per fare un montón di cosas, por esempio, sale a correre… —Se da cuenta de que no la estoy entendiendo mucho, de modo que, sin levantarse de la silla, empieza a imitar a una especie de maratonista.
—¡Ah, deporte!
—Eso…, deporte.
Sonríe, tal vez divertida por mi español, y asiente. Inmediatamente después llegan los cruasanes con los dos capuchinos que hemos pedido. Ella intenta coger la cuenta que han dejado bajo el platito, pero yo soy más rápido y se la birlo al vuelo.
—¡No! ¡Tú stai en la mia città, cuando yo vada in España te tocará a ti!
Se encoge de hombros sonriendo.
—¡Vale!
Total, ya sabe que eso no pasará nunca. El chico que ha traído los capuchinos coge mis diez euros, hace un cálculo rápido y me deja unas monedas en el plato que hay ahí al lado.
—Guarda, te puedo insegnare qualcosa del desayuno stile romano. —Ella se ríe—. Prendi el cruasán. Ponlo en el capuchino, pero non più di due o tre volte, es como un bebé nel suo primo chapuzón.
Y entonces cojo el cruasán por la punta y de una manera casi científica lo sumerjo en el capuchino dos veces rápidamente y una tercera un poco más de tiempo, después me lo meto en la boca, con cuidado de no mancharme.
—¡Mmm! ¡Es una gozada! ¡Aquí es perfetto perchè la masa del cruasán es molto morbida! —Le muestro la importancia de la masa del cruasán, lo abro, le hago notar cómo se desmiga con delicadeza, lo suave que es la pasta, clara, dorada, ligera, cómo se nota el aroma, dulce pero no demasiado—. Mmm. —Después le acompaño la mano que sujeta el cruasán partido—. Uno, due… y tre… —El último remojón un poco más largo y después a la boca. Se lo come todo, hasta la punta del cruasán recubierta de la espuma del capuchino.
Está tan remojado que se le sale un poco de capuchino de la boca y le gotea hasta la barbilla. Cojo al vuelo una servilleta y se la seco, ella la coge rápidamente, se limpia la boca, después la estruja y la deja en el plato de al lado.
—Es incredibile, es tan riquísimo, está delizioso.
—Sí, María, es como il tuo beso… Tiene el mismo sapore fantástico.
Por cómo me mira creo que eso le ha gustado, o a lo mejor es que he dicho otra cosa en vez de lo que quería decir. No obstante, luego se me acerca y me da un beso tiernísimo, sus labios parecen suaves y cálidos, dulces, saben al capuchino que acaba de tomarse y a cruasán, mejor dicho, son incluso más sabrosos. Después se aparta de mí, me mira con esos ojos profundos y exhala un suspiro.
—Eres un ragazzo dulce, y mi dispiace por lo que dijo Paula, sobre que tu novia te había dejado, pero esa ragazza debe de ser tonta, y más si se cree que ha trovato a alguien mejor que tú, se equivoca, eres molto bello, y puede que porque es un hermoso y soleado día. —Mira un poco a su alrededor—. Y questa hermosa piazza, aquí, no debería dire questo, pero me estoy enamorando di te… —Y vuelve a besarme con una increíble dulzura después de todas esas palabras en español.
Al principio nos quedamos así, perdidos en ese beso, luego me mordisquea el labio inferior, y después con la lengua empieza a jugar con él, como si quisiera ponerlo en su sitio, arreglarlo, casi disgustada. Un beso es un paspartú, un beso es una antigua réflex, un beso es como un molde de arcilla, un beso detiene la imagen en el tiempo, la foto, el detalle, el sabor, el carácter de la persona que te ha besado. Y siempre te quedará de ella ese momento único, especial, irrepetible, ese instante de felicidad.
Sin embargo, de repente tengo una extraña sensación, es como si me sintiera observado. ¿Gio? ¿Otra persona? De modo que me separo de ella. Y la verdad es que así es: delante de nosotros hay un chiquillo de Bangladesh. Está a pocos centímetros de la mesa, observándonos. Esa es la causa de mi sensación. Sonríe con unos dientes enormes, una especie de Bugs Bunny humano, después saca, como por arte de magia, un ramo de flores.
—¿Rosa?, ¿quieres una rosa? Ella es feliz con una rosa.
—No, gracias, estamos bien así, estábamos desayunando y no queremos que nos molesten.
—Sí, vale, desayunando… —Hasta parece que guiñe un ojo. No le hago caso—. Entonces ¿quieres un encendedor?
—No, gracias.
—¿Una película en DVD? ¿Quieres costo?
—No, no necesitamos nada.
—¿Seguro? —Deja las flores y se saca una Polaroid de debajo de la camiseta—. Entonces foto, hacemos foto, venga, hacemos foto abrazados como cuando desayunabais…
Miro a María y veo que sonríe, encogiéndose de hombros como diciendo: «¿Por qué no?».
—Vale. ¿Cuánto me costará la foto?
—Diez euros.
—¡Pero si con diez euros me compro la Polaroid! Mira, guapo, que no soy un turista tonto, ¿eh? Venga ya. Vete a pescar donde no haya tiburones, anda…
María intenta entender lo que estamos diciendo, pero arruga la nariz: es demasiado difícil para ella.
—Siete euros.
—Te doy tres y desaparece cuando la hayas hecho, si no te voy a patear el trasero…
—Cuatro, si no te denuncio al teléfono azul internacional.
—¿Y eso existe?
—No.
Me echo a reír.
—Venga, haz la foto, vamos…
Abrazo a María, acercamos las caras.
El chico dice:
—Patata…
Y nosotros, obedientes, sonreímos. La Polaroid hace un ruido extraño, luego un zumbido y, a pesar de ser una versión vintage, tarda su tiempo antes de que salga la foto. El chiquillo la airea un rato mientras veo aparecer nuestras siluetas con la cabeza hacia abajo. Cojo la cartera del bolsillo de atrás, saco un billete de cinco euros y se lo paso mientras él le da la foto a María.
—¿Está bien así? —me pregunta con un tono astuto, guiñándome un ojo.
—Ni lo intentes, habíamos dicho cuatro.
—Ah, sí, cuatro… —Se pone a buscar un euro de cambio, pero María me hace mirar la foto.
—¿Te piace? ¡Quedamos molto bene juntos! —Después me mira a mí y otra vez al chiquillo y se encoge de hombros como diciendo «Que se vaya ya».
—Venga, vete… ¡O seré yo quien llame al teléfono azul internacional, pero para denunciarte a ti!
Y después damos un paseo por toda la via del Tritone, llegamos a la Galleria Sordi y damos una vuelta por las tiendas. Entra en Zara, rebusca en las estanterías, es rápida y decidida, al final coge alguna falda y un vestido ligero y desaparece dentro de un probador. Yo me siento en una butaca, miro a mi alrededor y debo decir que es una tienda realmente bonita. Tiene unos tubos de hierro, unas grandes cristaleras, estantes de madera tosca, sillas de piel oscura desgastada como los sofás.
Se abre la cortina del probador y María hace una especie de desfile siguiendo la música, como fondo se oye a los One Direction, creo que es What makes you beautiful. María camina de prisa al ritmo de las notas, casi da saltitos con los pies descalzos, y tengo que reconocer que ese vestidito azul le sienta realmente bien.
—¡Vaya!
En las pantallas planas de la tienda se ve el videoclip de la canción. Son cinco chicos afortunados paseando por una playa y hacen una serie de monerías, después llegan dos chicas y la cosa naturalmente se vuelve más intrigante. Obviamente las dos chicas son guapísimas.
María me mira.
—Allora, ¿qué te parece?, ¿me veo bella?
María, en ese vídeo de los One Direction, los volvería locos a todos.
—Sí, estás perfetta.
Y después abre de nuevo la cortina del probador y me hace un desfile con una camiseta azul celeste, luego una camisa blanca con botoncitos, una chaqueta azul, un vestido azul más claro. Y yo estoy allí, sentado, mirándola, y me parece que soy Richard Gere en Pretty Woman, cuando Julia Roberts, en una elegante tienda de Beverly Hills, sale del probador con la ropa más increíble. Esa comparación, sin embargo, no se la cuento a María, porque tiene dos lecturas peligrosas: una, podría no parecerle divertido porque esa película, te pongas como te pongas, es la historia de una prostituta; dos, ¡podría no parecerme divertido a mí teniendo en cuenta que quien paga toda la ropa es Richard Gere!
Ahora suenan las notas de Carly Rae Jepsen y pasan el vídeo en el plasma de la tienda. No, en serio, ¿lo habéis visto? Al principio hay un tipo cortando el césped, ¡con un cuerpo que ni los mejores jugadores de tenis o de fútbol! ¿Cómo puede ser, se me ocurre pensar, que los que cortan el césped aquí siempre tengan barriga? ¿Será porque las segadoras son más lentas? Ni idea. Y luego sale ella lavando su coche, estirándose encima del capó llena de jabón, lo hace de tal manera que casi parece una peli porno. Aquí ninguna chica lava el coche así, mejor dicho, casi ninguna lava su coche, todas van a esos autolavados cutres con esos escobones grandes, donde más que lavarte el coche parece que te lo rayen. Nosotros no tenemos el culto por estas cosas. Inmediatamente después empieza otro vídeo, la misma canción pero con Justin Bieber, Selena Gomez, Ashley Tisdale & More, bailan, bromean y ríen, cantando el tema como si fuera uno de nosotros que se lo pasa bien haciendo la parodia de una canción delante de su ordenador. Gio y yo también lo hicimos una vez, era un baile gracioso para la fiesta de cumpleaños de Bato y le montamos una sorpresa con su canción favorita, Can’t Nobody Hold Me Down de Puff Daddy, reinterpretándola a nuestra manera, y tengo que decir que el vídeo fue muy aplaudido aquella noche. ¡Pero nosotros somos nosotros! Y ver a ese grupo de chicos, todos millonarios, haciendo una cosa así, bueno, tengo que ser sincero, ¡me ha impresionado! ¿No será que a veces el dinero no consigue borrar el hecho de que todavía eres joven? Por desgracia, a esa pregunta, no tengo ni idea de qué responder.
María ya está en la caja, ha comprado varias cosas de las que se ha probado. Después recorremos toda la via del Corso en dirección a la piazza del Popolo. A continuación María saca la Lonely y entramos en la iglesia de San Marcelo y luego en la de Jesús y María, y tengo que decir que son preciosas, nunca las había visto. Es alucinante que lleve veinte años en Roma y, exceptuando los primeros años en que aún no caminaba, cuando tuve la oportunidad de ver cosas no es que la aprovechara mucho. Si sales con un turista te das cuenta de muchos detalles, él lo lee en la guía y tú percibes la belleza que siempre has pasado por alto. Llegamos al Panteón y entramos. Lo más increíble es que hay un gran agujero en lo alto, nunca me había fijado. Se ven pasar las nubes y el sol, en este momento, con su gran rayo, entra de través e ilumina el Divo Giulio, por lo que se lee en la placa que hay debajo de la estatua, como si fuera una de esas películas de Indiana Jones. Le pregunto a María si existe algún motivo para esa señal «divina».
—Déjame vedere… —Ojea algunas páginas, vuelve atrás hasta que encuentra la que busca y señala la estatua iluminada… No es una señal, es una casualidad.
En cuanto salimos del Panteón vamos a tomar un granizado a la Tazza d’Oro, a la derecha de la plaza. Pongo el tique sobre el mostrador y se me acerca una dependienta.
—Dígame.
—Dos granizados con doble de nata… Gracias.
—¿O sea?
—Por encima y por debajo.
Pero ¿cómo puede ser que no lo entienda? Algunos dependientes a veces son increíbles. Llega el viejo heladero, la aparta con amabilidad y por suerte nos atiende él. Coge cinco o seis vasos de plástico para los varios clientes y los llena de nata, luego abre una pequeña trampilla con la tapa de aluminio y saca el granizado de café, los llena todos hasta la mitad y luego pone más nata por encima.
—Aquí tiene, uno, dos, tres… —Nos los pasa de uno en uno, cada vez coge el tique, lo rasga y nos lo devuelve. Un poco después estamos fuera. María se come la nata con mucha fruición, pero se está equivocando.
—No, sola no. Tú debi mezclar con il caffè…
Le enseño cómo se hace. Meto su cucharilla hasta el fondo, cojo un poco de café, luego la nata y me la meto en la boca. Es que la nata que hacen en la Tazza d’Oro es ligeramente dulce, pero no demasiado, y el café es ligeramente amargo, pero no demasiado, y juntos quedan perfectos.
Seguimos caminando así en este precioso día de finales de mayo. Cogemos via del Seminario, donde a la derecha hay una tienda, Dakota, que vende de todo a muy buen precio: ya sean camisetas o calcetines, zapatillas deportivas o patines modernos, todo por pocos euros. Y no sólo eso, lo más increíble es que también vende armarios, máquinas de escribir antiguas, pequeñas mesillas del siglo XIX, no sé si auténticas o no.
María chupa la cucharilla con la nata. Casi se ha terminado el granizado, que le ha gustado al igual que le gusta este lugar. Lo mira todo, abre cajones, armarios, coge antiguas fotografías, pulsa algunas teclas de una vieja máquina de escribir. Es curiosa. Después ojea su Lonely Planet.
—¡Aquí no sale! ¡Questo posto es superguay, te muestra una altra historia di Roma, los escritores que vivieron aquí, y es molto barato!
Salimos.
—Allí, en el día siguiente, dobbiamo andare a este ristorante…
Le señalo la Sacrestia.
—Es molto buono, ¡hacen una pizza cosí fantástica come te!
Me sonríe, me da un beso ligero y me coge de la mano. Caminamos así, parecemos dos turistas recorriendo Roma, y por un instante ya no pienso en nada. La miro, observo su perfil, tan bello, a veces escondido por los cabellos que bailan al sol, su nariz recta, la línea de los ojos, sus labios entreabiertos. Me dejo llevar por ella, cierro los ojos y me pierdo, y por un instante me siento feliz. Y es una sensación preciosa que siempre te sorprende, casi te conmueve, te habías olvidado de lo bonito que es ser feliz, pero en el mismo instante que intentas aferrarte a ella al menos durante algo de tiempo, volver a sentirla, ya ha pasado. Pero ese instante tal vez vuelva. Desde que mi padre ya no está no me había pasado. Por encima de todo siempre ha estado el peso del dolor y, cuando estamos así, yo creo que es como si condicionáramos lo que nos ocurre, la vida que nos rodea. Que Alessia me haya dejado, que Valeria no estudie, ¡sigue cambiándose de facultad, sale con Pepe pero también con alguien como el Poeta! Que Fabiola, con un hijo de apenas tres años, quiera volver a ser una jovencita, irse con su amor de la época del instituto. Además, según mi opinión, hay cosas que ya no pueden ser como eran antes, a la fuerza tienen que ser diferentes, porque todo ha cambiado, lo que sentías, lo que eras, hasta la manera de reír las gracias.
María se vuelve, me mira y sonríe, y yo le aprieto la mano, una presión ligera, como si fuera una pequeña señal, y ella sigue caminando contenta, etérea, sin mirar el mapa, sin meta, perdiéndose conmigo. ¿Podría pasarme la vida con una extranjera? ¿Con alguien que habla otro idioma, que ha nacido en otro país, que no tiene nuestra cultura, que no está acostumbrada a comer lo que comemos nosotros? Recuerdo que en verano íbamos con papá y mamá a Anzio y de todos sus amigos sólo uno estaba casado con una chica extranjera. Se llamaba Sarah, era inglesa, una mujer delgada, con la piel muy blanca y el pelo rubio un poco estropajoso. Siempre llevaba un biquini verde y me acuerdo de que la parte de arriba le iba ancha y cuando se agachaba se le veían los pezones y parte del pecho, pero lo más raro era que era igual de blanco que el resto de su piel. A ella, a diferencia de las italianas, no se le notaba la marca del bañador. En la playa sólo comía espaguetis con tomate, se los traía de casa, siempre. Una vez dejó el recipiente de plástico abierto y se fue a la ducha a lavar algo. Yo cogí un tenedor limpio, enrollé unos cuantos dentro del recipiente y los probé. Estaban fríos y blandos, completamente recocidos, lo único que no estaba mal era el tomate, pero eso era fácil de hacer. Entonces lo escupí todo en la arena y lo escondí justo a tiempo, antes de que ella volviera. Se sentó en la silla plegable, esas de plástico que te dejaban marcada la palabra «Ondina» en la espalda, el nombre de la zona de sombrillas, y que siempre se pegaban en las piernas.
—¡Eh…! ¿Cosa estás pensando? Estás en un altro planeta… ¿Ancora piensas en ella?
—Lo siento, non ti capisco… ¿Puedes parlare más piano?
María levanta las dos manos y las deja caer como diciendo «No importa». Echamos de nuevo a andar. Es realmente preciosa, tiene un cuerpo increíble. Sólo me asalta una duda. ¿Sabrá cocinar?… Y si hace espaguetis, ¿no le quedarán recocidos? ¡Bueno, si hace falta ya aprenderé yo!